—Crixus y Enomao, poneos uno a cada lado mío —dijo—, y tú, Aluso, como jefa de las mujeres, nuestra sacerdotisa y mi mujer, siéntate a mis pies. Los demás, poneos delante.
Aguardó a que el grupo se situara como había dicho y luego saltó sobre una roca para estar más alto que Crixus y Enomao.
—De momento, somos libres, pero no debemos olvidar que seguimos siendo esclavos según la ley. Hemos matado a nuestros guardianes y al propietario y cuando las autoridades lo descubran nos perseguirán. Nunca habíamos podido reunirnos como personas para hablar de lo que queremos hacer y de nuestro porvenir —lanzó un profundo suspiro—. Antes que nada, quiero decir que no voy a retener a ningún hombre ni mujer contra su voluntad. Los que prefieran seguir por su cuenta pueden marcharse cuando deseen. No os pido promesas, juramentos ni ceremonias de lealtad a mi persona. Hemos sido prisioneros, sabemos lo que son las cadenas, no hemos gozado de los privilegios de las personas libres y a las mujeres las han obligado a prostituirse. Yo no quiero obligaros a nada.
»Esto —añadió con un amplio ademán que cubría el campamento— es un refugio provisional. Más tarde o más temprano tendremos que dejarlo. Nos han visto subir y la noticia no tardará en difundirse.
Un gladiador que estaba en cuclillas en primera fila, cuyo nombre no conocía Espartaco, alzó la mano para pedir la palabra.
—Ya que nos van a perseguir y acosar —dijo, con el ceño fruncido—, ¿no sería mejor dispersarnos ya? Si nos dispersamos en varias direcciones algunos, al menos, podrán escapar, mientras que si seguimos juntos, nos capturarán a todos.
—Es cierto lo que dices —replicó Espartaco, asintiendo con la cabeza—. Pero yo no soy partidario de hacerlo. Y te diré por qué: principalmente, porque no tenemos dinero, ni más ropa que la que nos daba Batiato y se nos nota lo que somos; tampoco tenemos nada que nos sirva, salvo las armas, y éstas de poco nos valdrían si nos separamos. Batiato no tenía dinero en casa; ni un sestercio. Pero el dinero es de imperiosa necesidad, y yo creo que debemos mantenernos unidos hasta que lo encontremos.
—¿Y cómo podemos encontrarlo? —inquirió el mismo.
Espartaco le dirigió una sonrisa triste pero encantadora.
—¡No tengo ni idea! —respondió con toda franqueza—. Si estuviésemos en Roma podríamos robar a alguien. Pero estamos en Campania y la región está llena de prevenidos agricultores que lo guardan en un banco o escondido donde nadie es capaz de encontrarlo. Voy a deciros —añadió, alzando las manos para llamar la atención— lo que a mí me gustaría que hiciésemos para que lo penséis, y mañana a esta misma hora nos reunimos y votamos.
Crixus y Enomao asintieron enérgicamente con la cabeza, aunque no sabían nada.
—Dínoslo, Espartaco —dijo Crixus.
Ya iba desapareciendo la luz, pero él, subido en la peña, parecía concentrar en su persona los últimos rayos de sol y tenía aspecto de caudillo, decidido, seguro, fuerte y digno de confianza.
—Todos habéis oído hablar de Quinto Sertorio —dijo—. Es un romano que se ha sublevado contra el sistema que produce hombres como Batiato. Ha logrado el apoyo de Hispania entera y pronto se pondrá en camino hacia Roma para proclamarse dictador y establecer un nuevo tipo de república. Lo sabemos porque la gente hablaba de ello en los lugares en que nos enviaban a combatir. Y nos hemos enterado de que en Italia muchos desean a Sertorio en Roma; sobre todo los samnitas.
Hizo una pausa y se pasó la lengua por los labios.
—¡Yo sé lo que voy a hacer! Voy a ir a Hispania a unirme a Quinto Sertorio. Y si fuera posible, le llevaría otro ejército, un ejército que ya haya asestado golpes a la Roma de Sila y a sus continuadores. Voy a reclutar hombres en Samnio, Lucania y todas las regiones de Italia que deseen ver una Roma nueva en lugar de resignarse a un miserable destino. Voy a reclutar esclavos de Campania ofreciéndoles el derecho de ciudadanía en la Roma de Quinto Sertorio. Tenemos armas de sobra y podemos reclutar más hombres. ¡Y si Roma envía tropas contra nosotros, las derrotaremos y nos apoderaremos de las armas!
»Lo único que puedo perder es la vida —añadió, encogiéndose de hombros— y he jurado que nunca más me resignaré a la clase de existencia a que me obligaba Batiato. Un hombre, aunque sea esclavo, debe tener derecho a reunirse con sus congéneres, a andar libremente por el mundo. Las prisiones son peores que la muerte. ¡Jamás volveré a una prisión!
Se le saltaron las lágrimas, emocionado, y las contuvo enardecido.
—¡Soy un hombre y dejaré huella! ¡Pero todos vosotros deberíais decir lo mismo! Si seguimos juntos y formamos el núcleo de un ejército, podremos defendernos y dejar honda huella. Si nos esparcimos en mil direcciones, todos nosotros, hasta el último, nos veremos obligados a huir, huir, huir… ¿Por qué correr como gamos si podemos caminar como hombres? ¿Por qué no buscarnos un lugar en la Roma de Quinto Sertorio preparándole el terreno en Italia y uniéndonos a él cuando llegue? Roma tiene pocas tropas en Italia, como bien sabemos. ¿No hemos oído que en Capua se quejan de que su economía va mal porque los campamentos de legionarios están vacíos? Yo fui tribuno militar. Crixus, Enomao y muchos de vosotros habéis sido legionarios de Roma. ¿Hay algo que los iguales de Lúculo o de Pompeyo Magnus, en cuanto a formar y conducir un ejército, no sepamos yo, Crixus, Enomao o cualquiera de vosotros? ¡No es difícil conducir un ejército! ¿Por qué no convertirnos en ejército? ¡Podemos ganar victorias! En Italia no hay legiones de veteranos que puedan detenernos; sólo cohortes de reclutas novatos. Los soldados veteranos se sentirán atraídos por nuestra causa… samnitas y lucanos que luchan por sacudirse el yugo de Roma. Y entre todos podemos entrenar a los que se unan a nosotros sin experiencia bélica. ¿Es que un esclavo es un hombre sin capacidad guerrera y sin valor? Los ejércitos de esclavos han estado a punto varias veces de llevar Roma a la ruina, y fracasaron únicamente porque los dirigían quienes no conocían las estrategias militares de Roma. ¡ No eran romanos quienes los dirigían!
Alzó los potentes brazos por encima de su cabeza y agitó los puños.
—¡Yo conduciré nuestro ejército y lo llevaré a la victoria! ¡Y se lo entregaré a Quinto Sertorio cargado de laureles y con Roma e Italia a sus pies! —bajó los brazos—. Sólo os pido que lo penséis.
El grupo de gladiadores y mujeres no dijo nada cuando Espartaco bajó de un salto de la piedra, pero todos le miraban con ojos brillantes y Aluso le sonreía ufana.
—Mañana, todos votarán a favor de tu propuesta —dijo.
—Si, creo que sí.
—Ahora ven conmigo al manantial. Hay que purificarlo para que dé vida a tanta gente.
Espartaco no sabía lo que ella hacía, pero se quedó asombrado al ver que, después de musitar sus ensalmos y escarbar con la mano cortada de Batiato en las desmoronadas paredes de un lado del manantial de agua caliente y fétida que surgía de una grieta, brotó un nuevo chorro caudaloso de agua fresca y dulce.
—Buen presagio —comentó Espartaco.
Al cabo de veinte días se habían congregado mil voluntarios en la hondonada de lo alto del Vesubio, a pesar de que para Espartaco era un misterio cómo se había difundido la noticia, sin que él hubiese enviado mensajeros ni grupos de reclutamiento por la región. Quizás la décima parte de los recién llegados fuesen esclavos fugitivos, pero la mayoría eran libertos samnitas. Nola no estaba lejos y en Nola odiaban a Roma. Igual que en Pompeya, Neapolis y todos los pueblos que habían luchado hasta la muerte contra Sila, primero en la guerra itálica y luego con Poncio Telesino. Roma no podía hacerse ilusiones de haber aplastado al Samnio, pensó Espartaco mientras no dejaba de apuntar nombres samnitas en la lista de reclutamiento: para eso antes tendría que haber desaparecido el último samnita. Muchos de ellos llegaban con coraza y armas; eran veteranos canosos que escupían al oír el nombre de Sila o hacían el signo para ahuyentar el mal de ojo cuando se mencionaba a Cetego o a Verres, que habían arrasado las mejores tierras del Samnio.
—Ven, quiero enseñarte una cosa —dijo Crixus a Espartaco, en la mañana del último día de septiembre.
Espartaco, que estaba entrenando a una centuria de esclavos, los dejó al mando de otro gladiador y siguió a Crixus, que le llevaba aprisa del brazo.
—¿De qué se trata?
—Tú mismo lo verás —contestó Crixus, llevándole hacia una grieta del cráter por la que se veían las estribaciones norte del Vesubio.
Había dos samnitas de centinelas, que se volvieron excitados hacia Espartaco.
—¡Mira! —exclamaron.
Los primeros mil pies eran peñascos y hoyos inhabitables, más abajo se veían los campos de cultivo y por entre los rastrojos de trigo avanzaba una columna de soldados romanos encabezados por cuatro jinetes con cascos áticos y coraza de oficiales de alta graduación; el que cabalgaba detrás de los tres primeros ceñía al reluciente metal de la coraza el fajín con lazo y nudos rituales, símbolo de poderoso imperium.
—¡Vaya, vaya! ¡ Envían nada menos que a un pretor contra nosotros! —exclamó Espartaco, conteniendo la risa.
—¿Cuántas legiones? —preguntó Crixus con gesto de preocupación.
Espartaco se le quedó mirando, atónito.
—¿Legiones? ¡Crixus, tú estuviste en ellas y deberías saberlo!
—¡Precisamente, cuando estás en ellas no puedes saber el aspecto que tienen!
Espartaco sonrió y le revolvió el pelo.
—Tranquilo, no habrá ni media legión en esa columna… cinco cohortes de las tropas más noveles que he visto en mi vida. Fíjate con qué dificultad avanzan y sin mantener la línea recta ni la distancia. Pero lo mejor es que los manda alguien tan novato como ellos. ¿No ves cómo cabalga detrás de los legados? ¡No falla! Un general seguro de sí mismo va siempre a la cabeza de sus tropas.
—¿Cinco cohortes? Eso son dos mil quinientos hombres.
—Cinco cohortes que nunca han pertenecido a una legión, Crixus.
—Tocaré zafarrancho de combate.
—No, quédate aquí. Que crean que no les hemos visto. Si oyen clarines y gritos, se detendrán y acamparán ahí en la ladera; mientras que si piensan que van a sorprendernos, ese idiota que los manda no parará de subir hasta que esté entre rocas y vea que no puede acampar, y entonces será demasiado tarde para maniobrar y descender en formación y tendrán que tumbarse a dormir en grupos donde puedan. ¡Idiotas! Si hubiesen dado la vuelta hasta el sur habrían podido llegar por la senda hasta nuestra hondonada.
Cuando ya oscurecía, Espartaco había comprendido sin ningún género de duda que la expedición de castigo estaba formada por reclutas noveles y que el general era un pretor llamado Cayo Clodio Glaber; el Senado le había ordenado tomar cinco cohortes en Capua, a su paso por la ciudad, e ir en busca de los rebeldes para aplastarlos en su agujero del Vesubio.
Al amanecer, la expedición de castigo ya no existía. Espartaco había enviado durante la noche a sus grupos, que, descendiendo por las hendiduras, algunos hasta descolgándose con cuerdas, aniquilaron a las tropas romanas con rapidez y sigilosamente. Tan noveles eran los reclutas que se habían quitado la coraza, dejando apiladas las armas antes de acurrucarse en torno a los fuegos de campamento que delataban el lugar en que dormían; y tan novel era Cayo Clodio Glaber que pensó que la orografía era mejor que un campamento como es debido. Ya próximo el amanecer, los primeros que se despertaron comenzaron a percatarse de lo que sucedía y dieron la alarma. Y comenzó la estampida.
Espartaco lanzó un ataque masivo a la luz de las antorchas sostenidas por las mujeres. La mitad de las tropas de Glaber perecieron y la otra mitad huyó, dejando detrás corazas y armas. Con los fugitivos escaparon Glaber y sus tres legados.
Dos mil ochocientos equipos de infantería fueron a parar al escondrijo de la hondonada y Espartaco cambió el atavío de gladiador de su ejército en aumento por el de legionario romano y añadió los carros de Glaber a su convoy de pertrechos. Ahora llegaban voluntarios de todas partes, y casi todos excombatientes. Cuando la lista llegó a cinco mil, Espartaco decidió que la hondonada del Vesubio no daba para más y se dispuso a trasladar su legión.
Sabía exactamente a dónde ir.
Y fue por entonces cuando los pretores Publio Varinio y Lucio Cosinio sacaron dos legiones de reclutas del campamento de Capua y tomaron por la carretera de Nola. Cerca de la arrasada villa Batiato, se encontraron con una buena fortificación al estilo romano. Varinio, que ostentaba el mando, tenía experiencia y tampoco le faltaba a su lugarteniente Cosinio. Les había bastado echar un vistazo a la tropa para darse cuenta horrorizados de lo bisoña que era; apenas habían hecho instrucción. Para mayor dificultad de los pretores, hacía un tiempo frío, húmedo y ventoso y en sus filas hacía estragos una especie de infección respiratoria virulenta. Cuando Varinio vio la competente fortificación junto a la carretera de Nola, en seguida supo que era de los rebeldes, pero al mismo tiempo se dio cuenta de que sus hombres no podrían asaltarla. Lo que hizo fue acampar las dos legiones en las cercanías.
Por entonces nadie sabía nombres ni datos de los sublevados, salvo que habían destruido la escuela de gladiadores de Cneo Cornelio Batiato (que en los libros figuraba como propietario), se habían refugiado en el monte Vesubio y a ellos se habían unido varios miles de descontentos samnitas, lucanos y esclavos. Por el desventurado Glaber se había sabido que ahora tenían en su poder todos los pertrechos de las cinco cohortes y que había alguien al mando con la suficiente destreza para aplastar cinco cohortes.
No obstante, por sus escuadras de exploradores, Varinio y Cosinio supieron que las fuerzas del campamento rebelde serían unas cinco mil personas, y que parte de ellas eran mujeres. Animado, Varinio dispuso a sus legiones en formación de combate a la mañana siguiente, convencido de que aun con tropas bisoñas y enfermas contaba con la superioridad numérica. Seguía lloviendo sin parar.
Al concluir la batalla, Varinio no sabía si achacar la derrota al pavor que la vista de los rebeldes había infundido a sus hombres o a la enfermedad que había inducido a muchos legionarios a soltar las armas y renunciar a luchar, clamando que no podían. El peor golpe fue que Cosinio había perecido al tratar de contener a un grupo que abandonaba el combate, y que los rebeldes se habían apoderado de mucho armamento. Era inútil perseguirlos bajo aquella lluvia hasta su campamento. Varinio ordenó dar media vuelta a sus mojadas y desmoralizadas tropas y regresó a Capua, en donde escribió al Senado con toda sinceridad, sin excusarse, pero sin ahorrar diatribas contra el propio Senado. En Italia, les dijo, las únicas tropas experimentadas eran las de los rebeldes.