Batiato tenía cuarenta mujeres, cuyo único cometido, aparte de los trabajos de cocina, era saciar los apetitos sexuales de los gladiadores, quienes tenían derecho a la compañía de una mujer cada tres días, emparejándose con las cuarenta en riguroso orden; las siete u ocho mujeres asignadas a una celda llegaban escoltadas y se dirigían al lecho que tuviesen asignado y no podían quedarse en él una vez concluido el coito. La mayoría de los gladiadores eran capaces de efectuar tres o cuatro coitos por noche, pero tenía que ser cada vez con una mujer distinta. Bien consciente de que en aquellos encuentros se daba el mayor peligro en el sentido de que se desarrollase un vínculo afectivo, Batiato ponía un vigilante en la celda en cuestión (tarea que ningún criado desdeñaba, pues las celdas estaban iluminadas) para que las mujeres circularan y los hombres no entablaran conversación con ellas.
No siempre estaban los cien gladiadores en villa Batiato, pues entre un tercio y la mitad solían hallarse de viaje, cosa que ellos detestaban porque no vivían en iguales condiciones que en la escuela y no tenían mujeres. Pero la ausencia de un grupo permitía que las mujeres tuviesen días de descanso y que las que estaban embarazadas pudiesen tener los niños antes de volver al trabajo, del que quedaban exentas sólo en el último mes de embarazo y en el siguiente al parto, por lo cual ellas procuraban no quedarse embarazadas, y las que quedaban hacían lo posible por abortar. Todos los recién nacidos eran separados inmediatamente de la madre; si era niña la tiraban a la basura y si era niño Batiato en persona lo examinaba, pues siempre tenía clientas dispuestas a comprar un varón.
La jefa de las mujeres era una tracia auténtica llamada Aluso. Belicosa sacerdotisa de los bessi, Aluso había sido durante nueve años barragana de Batiato, a quien odiaba más que ninguno de los gladiadores, pues la hija que había tenido durante su primer año allí habría debido ser, según la tradición de su tribu, su sucesora, pero él no había escuchado sus súplicas pidiendo que se la dejase y la habían tirado a la basura. A partir de entonces, Aluso había tomado su medicina y no había vuelto a concebir, pero con profundo odio había pedido a sus dioses que Batiato tuviese una muerte lenta.
Todo esto significaba que Cneo Cornelio Léntulo Batiato era el hombre más eficaz y meticuloso que jamás había habido en la ciudad de los gladiadores. Nada se le escapaba, no dejaba de adoptar cuantas precauciones fuesen necesarias, atendiendo personalmente todos los detalles. Y en esa parte de su personalidad radicaba el motivo de que su escuela de sufridos gladiadores fuera tan estimada. El otro motivo era su particular habilidad como lanista. No confiaba en nadie y no delegaba en nadie. Él tenía la única llave de la fortaleza de piedra en que se guardaban corazas y armas; él llevaba todas las cuentas; él hacía todos los contratos; elegía los arqueros, los esclavos, los armeros, los cocineros, las lavanderas, las rameras y los doctores, y sólo él veía al propietario de la escuela, Lucio Marco Filipo, que nunca visitaba el establecimiento y prefería convocar a Batiato a Roma. Batiato era, además, el único servidor de Filipo que se había salvado de la profunda limpieza efectuada por Pompeyo años antes; de hecho, tanto había impresionado a Pompeyo, que le había pedido que aceptase el cargo de administrador general de Filipo. Pero Batiato había contestado, sonriente, con una negativa. A él le gustaba su trabajo.
Pero el fin de villa Batiato se avecinaba cuando Espartaco y otros siete gladiadores regresaron de un combate en Larinum a finales del mes de sextilis, en el año en que César dejó Giteo y el servicio de Marco Antonio para asumir el pontificado.
Larinum había sido una experiencia fascinante, aun para los ocho gladiadores confinados en el carromato y encadenados constantemente, menos durante el combate. Al final del año anterior, uno de los personajes más relevantes de Larinum, Estatio Albio Oppianico, había sido acusado por su hijastro, Aulo Cluentio Habito, de haber intentado asesinarle; el juicio se había celebrado en Roma y por él había salido a relucir un horrible caso de asesinato colectivo de veinte años antes. Toda Roma se había enterado de que Oppianico era culpable de la muerte de sus esposas, hijos, hermanos, cuñados, primos y otros parientes, y había cometido o encargado los crímenes para acumular dinero y poder. Amigo del aristócrata y fabulosamente rico Marco Licinio Craso, Oppianico había estado a punto de ser absuelto, pues el tribuno de la plebe Lucio Quintio había intervenido y se había dispuesto una enorme suma de dinero para sobornar al jurado de senadores. Que Oppianico hubiese sido declarado culpable se debió a la avaricia del encargado del soborno, Cayo Elio Estaeno, tan útil a Pompeyo unos años antes, y el mismo que se había quedado con noventa mil sestercios cuando Cayo Antonio Hibrida le había contratado para sobornar a nueve tribunos de la plebe. Y es que Estaeno no tenía palabra en sus deshonrosos encargos, y se quedó con el dinero que Oppianico le había entregado para sobornar al jurado.
En Larinum no se hablaba de otra cosa que de la perfidia de Oppianico, cuando llegaron los gladiadores allí para celebrar los juegos funerarios; y es que en Larinum se habían celebrado muchos juegos funerarios. Así, mientras comían encadenados a una mesa en el patio de una hospedería, habían escuchado con sumo interés los comentarios de los cuatro arqueros. Claro que hablaban, aunque lo tuvieran prohibido, y, gracias al tiempo y a la práctica, sabían mantener trozos de conversación, y los comentarios de aquellos crímenes entre los habitantes de Larinum eran una buena tapadera.
A pesar de las tremendas dificultades que imponía la obsesiva meticulosidad de Batiato, Espartaco —que llevaba ya un año en el establecimiento— estaba urdiendo un plan para huir después de asesinar a los vigilantes. Ya conocía a todos los compañeros y había aprendido a comunicarse con quienes no veía a diario o durante meses. Si Batiato había creado una complicada red que impedía que rameras y gladiadores intimasen, Espartaco también había tramado una complicada cadena que permitía a rameras y gladiadores transmitir ideas e información y recibir comentarios sobre las mismas, favorables o críticos. De hecho, el sistema de Batiato le había servido para sacar un mejor partido de aquellas comunicaciones indirectas, pues así los diversos implicados no se veían tan a menudo como para que pudiesen chocar ni tratar de suplantarle como jefe de la insurrección.
Había iniciado el plan a principios de verano, encargando ciertos sondeos a sus compañeros y a finales del mismo ya lo tenía bien perfilado, y todos los gladiadores habían acordado secundarle sin excepción si descubría la manera de escapar; las rameras, parte esencial del plan, también estaban de acuerdo.
Había dos desertores romanos que conocían la disciplina militar casi tan bien como Espartaco, y a través de la red les había nombrado sus ayudantes para la proyectada fuga; se trataba de dos compañeros que luchaban como galos, llamados Crixus y Enomao, porque al público no le gustaban los nombres latinos que les recordasen que la mayor parte de sus ídolos eran prófugos romanos de las legiones. Dio la casualidad de que Crixus y Enomao acompañaron a Espartaco a Larinum y así éste pudo adelantar la fecha de la fuga.
Se fugarían ocho días después del regreso de Larinum, hubiera muchos o pocos gladiadores en villa Batiato. Como el día señalado era el siguiente a las nundinae, era muy probable que fuesen más numerosos que pocos, tanto más cuanto que Batiato recortaba su programa de espectáculos en septiembre, que era cuando tomaba sus vacaciones y efectuaba su visita anual a Filipo.
La sacerdotisa tracia Aluso se había convertido en la más ferviente partidaria de Espartaco, y, una vez que todos hubieron aceptado el plan, los que compartían la celda con él se habían ganado la complicidad de otras mujeres para que Espartaco y Aluso pasasen toda la noche juntos si ella era una de las asignadas a su celda. En las infinitas veces que habían repasado el plan, Aluso se había prometido que, con el concurso de las mujeres, mantendría en todo momento el entusiasmo de los hombres. Ella misma había estado robando utensilios de la cocina para Espartaco desde primeros de verano de una manera tan hábil que, cuando finalmente se echaron en falta, fue un cocinero quien se llevó la culpa, pues nadie sospechaba que se preparase una sublevación de los gladiadores. El botín consistía en una cuchilla pequeña de carnicero, una madeja de bramante fuerte, un jarro de cristal que se había hecho añicos y un gancho de carne. Modesto, pero suficiente para ocho hombres, y estaba todo guardado en los cuartos de las mujeres, que ellas mismas limpiaban. Pero la noche de la víspera, las mujeres asignadas a la celda de Espartaco lo llevaron todo escondido entre las escasas ropas. Aluso no iba con ellas.
Amaneció y los ocho hombres salieron de la celda para desayunar en el patio. Sólo llevaban el taparrabos, pero dentro de la escasa pieza de tela escarlata ocultaban un trozo de bramante de unos tres pies de largo. El arquero, un doctor ayudante y dos antiguos gladiadores que ejercían de servidores fueron estrangulados tan rápido que ni les dio tiempo a cerrar la puerta de la celda; Espartaco y sus siete compañeros cogieron las armas de las camas y comenzaron a ir de celda en celda con la llave que guardaba el arquero. Todos los grupos de gladiadores habían hecho todo lo posible por perder tiempo al levantarse y ninguno había salido al patio aún cuando los ocho silenciosos atletas se unieron a ellos. Un cuchillo que reluce y se hunde en un pecho, un trozo de vidrio que corta una garganta, y los ocho trozos de bramante pasaron de unas manos a otras.
Se hizo todo sin decir una palabra, proferir un grito ni dar la alarma, y en seguida Espartaco y sus compañeros dominaron el pasillo de celdas con sus correspondientes patios. Algunos de los muertos llevaban llaves y se fueron abriendo más puertas de la laberíntica prisión y los setenta presos de villa Batiato fueron desplegándose en silencio, invadiendo el resto del edificio. Había un cobertizo en el que se guardaban hachas y herramientas; un ruido sordo y metálico y todo lo útil fue a parar a manos de los gladiadores. Y ahora se evidenciaba otro fallo de la disposición arquitectónica de Batiato, pues las altas murallas internas no dejaban propagarse el ruido. Batiato habría debido alzar torres de vigilancia para situar a los arqueros.
La alarma sonó cuando llegaron a las cocinas, pero ya era demasiado tarde. Estaban ya en su poder todos los instrumentos punzantes que había en ellas y, usando las tapaderas de los calderos a guisa de escudos contra las flechas, siguieron avanzando y matando a todos, Batiato incluido, pues, aunque pensaba haberse ido de vacaciones la víspera, se había quedado a repasar los libros de contabilidad. Los gladiadores le dejaron con vida hasta soltar a las mujeres, que le despedazaron siguiendo instrucciones anatómicas de Aluso, quien devoró con fruición su corazón.
Y al salir el sol, Espartaco y sus sesenta y nueve compañeros eran dueños de villa Batiato. Sacaron las armas del almacén y uncieron a los carros bueyes y mulas para cargar los víveres de las cocinas y el resto de las armas, abrieron las puertas y todos abandonaron la siniestra escuela.
Espartaco, que conocía bien Campania, no se había contentado con tomar villa Batiato. La escuela estaba en la carretera de Capua a Nola a unas siete millas de la ciudad, y hacia Nola se dirigió la pequeña expedición. Al poco rato encontraron un convoy de carros y lo asaltaron por el simple motivo de que no querían que nadie pudiese indicar qué camino habían tomado. Para su gran contento, los carros iban cargados de armas y corazas para otra escuela de gladiadores; ahora tenían más armas para la guerra que gente para empuñarlas.
No tardaron en abandonar la ruta principal y tomar por un camino poco frecuentado que se dirigía hacia el monte Vesubio.
Vestida con una loriga de arquero y esgrimiendo un sable tracio, Aluso se acercó a Espartaco, que iba a la cabeza de la columna. Se había limpiado la sangre de Batiato, pero aún se relamía de gusto, como un gato, cada vez que recordaba cómo se había comido su corazón.
—Pareces Minerva —dijo sonriente Espartaco, que no había censurado en absoluto el destino que Aluso había dado a Batiato.
—Por primera vez en diez años me siento tal cual soy —dijo, zangoloteando la bolsa de cuero que llevaba colgada de la cintura y en la que guardaba la cabeza de Batiato, que se proponía escarificar, convirtiendo la calavera en copa para beber como era costumbre en su tribu.
—Si te complace, serás mi mujer exclusiva.
—Me complace si me dejas participar en los consejos con tus guerreros.
Hablaban en griego, ya que Aluso no sabía latín, y se expresaban con la tranquilidad de quienes han poseido mutuamente su cuerpo sin obnubilación emocional o pasión, unidos por el placer de estar libres y caminar sin ir encadenados ni vigilados.
El Vesubio era una montaña impresionante muy distinta a cualquier otra. Se alzaba aislada en medio de las fértiles tierras de Campania no lejos de la bahía del Cráter, y en sus suaves cuestas, hasta los tres mil pies, abundaban viñas, huertos y campos de trigo, pues la tierra era profunda y fértil. Unos miles más de pies por encima de los terrenos de cultivo se alzaba una torre de roca cortada en la que algunos árboles hundían sus retorcidas raíces en las grietas, pero sin habitantes ni cultivos.
Espartaco conocía la montaña palmo a palmo; la finca de su padre se hallaba en la ladera Oeste y él había jugado muchos años con su hermano mayor entre los peñascos de la cumbre; por eso sabía lo que se hacía conduciendo a la columna monte arriba hasta alcanzar una hondonada en las alturas de la cara norte. Los bordes de la hondonada eran escarpados y costaba hacer entrar los carros, pero en el fondo había hierba en abundancia y sitio para mucha más gente y animales de los que iban con él. La piedra de los bordes rezumaba azufre y en el centro un túmulo exhalaba olores fétidos, por eso mismo la hierba estaba intacta, pues los pastores nunca llevaban allí a sus rebaños. Se decía que era un lugar maldito, detalle que Espartaco omitió a sus seguidores.
Dedicó varias horas a organizar el campamento, construyendo cobertizos con los tablones que desmontaron de los carros, mientras las mujeres hacían la comida y los hombres se repartían las tareas. Cuando el sol se ocultó por el extremo oeste del borde de la hondonada, convocó a todos los fugitivos.