Los estúpidos más estúpidos podían hacer descarrilar por completo tu evolución espiritual. No era justo.
Todos los demás, millones de almas, ya estaban en la fiesta. En el vídeo de Venus se veían las caras de gente famosa que habían sufrido lo bastante en la Tierra y no tenían que regresar para vivir otra vida en ella. Se veía a Grace Kelly y a Jim Morrison. A Jackie Kennedy y a John Lennon. A Kurt Cobain. Y esos eran los que Eve podía reconocer. Estaban todos en la fiesta, con aspecto joven y feliz, para siempre.
Entre los famosos muertos deambulaban animales ya extinguidos en la Tierra: palomas migratorias, ornitorrincos, dodos gigantes.
En las noticias de la televisión, los famosos eran aplaudidos en el momento de emigrar. Si aquella gente, las estrellas de cine y los grupos de rock, podía emigrar por el bien general de la humanidad, aquella gente que tenía dinero y talento y fama, que tenía tantas razones para quedarse aquí, si ellos podían emigrar, cualquiera podía.
En el último número de la revista
People
, el artículo central era el «Crucero a la nada de los famosos». Miles de las personas más guapas y mejor vestidas, diseñadores de moda y supermodelos, magnates del software y atletas profesionales, se subieron al
Queen Mary II
y zarparon, bebiendo y bailando, navegando hacia el norte por el océano Atlántico, a toda máquina, en busca de un iceberg contra el que chocar.
Vuelos chárter privados chocaban contra montañas.
Autobuses turísticos se tiraban desde acantilados sobre el océano.
Aquí en Estados Unidos, la mayoría de la gente iba a un Wal-Mart o a un Rite Aid y se compraba los Kits de Partida. Los kits de la primera generación traían barbitúricos envasados en una bolsa de plástico del tamaño de una cabeza con un cordel para atársela en torno al cuello. La siguiente generación de kits llevaba una pastilla de cianuro masticable con sabor a cereza. Había tanta gente que se dedicaba a emigrar allí mismo en el pasillo de la tienda —a emigrar sin pagar por sus kits— que Wal-Mart puso los kits detrás del mostrador de atención al cliente junto con los cigarrillos y te hacía pagar primero antes de darte uno. Cada dos minutos, un anuncio emitido por megafonía pedía a los clientes que fueran educados y no emigraran mientras estuvieran en el recinto de la tienda… Gracias.
Ya desde el principio, alguna gente impulsó lo que llamaban el Método Francés. Su idea era limitarse a esterilizar a todo el mundo. Primero mediante cirugía, pero se tardaba demasiado. Después exponiendo los genitales de la gente a una radiación concentrada. Con todo, para entonces todos los médicos habían emigrado. Los médicos fueron los primeros en desertar. Los médicos, sí, es cierto, la muerte era su enemiga, pero sin ella estaban perdidos. Destrozados. Sin médicos, eran los conserjes los que irradiaban a la gente. Y la gente acabó toda quemada. Y la red eléctrica falló. Fin.
Para entonces, toda la gente guapa y sofisticada había emigrado con cianuro en el champán en glamourosas «Fiestas de Bon Voyage». O se cogían de la mano y saltaban desde fiestas en áticos de rascacielos. La gente que ya estaba un poco cansada del mundo, todas aquellas estrellas de cine y superatletas y grupos de rock. Las supermodelos y los multimillonarios del software, ya se habían marchado al cabo de la primera semana.
Todos los días el padre de Eve llegaba a casa diciendo quién ya no estaba en su oficina. Quién había emigrado del vecindario. Era fácil saberlo. El césped del jardín les crecía demasiado. El correo y los periódicos se les amontonaban frente a la puerta. Siempre tenían las cortinas echadas, nunca encendían las luces y uno pasaba por delante y notaba un olor dulzón, como a fruta o carne que se estuviera pudriendo dentro de la casa. El aire estaba abarrotado de moscas negras.
La casa de al lado, la casa de los Frink, estaba así. También la casa de delante de la nuestra.
Durante las primeras semanas fue divertido: Larry iba al centro a aporrear su guitarra eléctrica él solo sobre el escenario del auditorio del Civic Theater. Eve podía usar todo el centro comercial como su armario privado. No había escuela y no la habría nunca, nunca más.
Pero se notaba que su padre ya se estaba cansando de Tracee. A su padre nunca se le había dado bien lo que venía después del inicio romántico. En circunstancias normales, aquel habría sido el momento en que empezaban las infidelidades. En que encontraba a una churri nueva en la oficina. En cambio, se dedicaba a ver imágenes de Venus en televisión, prestando mucha atención, casi tocando con la nariz la pantalla cuando se podía distinguir a la gente, a grupos de aquellos y aquellas supermodelos hermosos, desnudos y amontonados o bien ensartados en una larga cadena de penetraciones. Lamiendo vino tinto del cuerpo de los demás. Follando sin reproducción ni enfermedad ni maldición divina.
Tracee estaba haciendo una lista de gente famosa de la que quería hacerse amiga íntima en cuanto la familia llegara. A la cabeza de su lista estaba la Madre Teresa.
Llegado este punto, hasta las madres agobiadas estaban reuniendo a sus hijos y chillando que todo el mundo se diera prisa y se bebiera su leche envenenada para llegar de una puñetera vez al siguiente paso de la evolución espiritual. Ahora incluso la vida y la muerte eran fases por las que uno pasaba a toda prisa, igual que los maestros mandaban a los alumnos de un curso a otro y a la graduación, sin importar cuánto aprendieran o dejaran de aprender. Una enorme competencia febril para llegar a la iluminación.
Ahora, en el coche, con una voz cada vez más grave y ronca como resultado de inhalar el humo, Tracee leyó: «Mientras las células de tus válvulas cardíacas empiezan a morir, las dos mitades del corazón, que se llaman “ventrículos”, se vuelven lentos y bombean cada vez menos sangre por el cuerpo…».
Tosió y siguió leyendo. «Sin sangre, el cerebro deja de funcionar. Y al cabo de unos minutos emigras», y Tracee cerró el panfleto. Fin.
El padre de Eve dijo:
—Adiós, planeta Tierra.
Y el boston terrier, Risky, vomitó palomitas de queso por todo el asiento trasero.
El olor a vómito de perro y el ruido que hacía Risky al comérselo de nuevo eran peores todavía que el monóxido de carbono.
Larry miró a su hermana, con manchas de maquillaje negro en torno a los ojos, parpadeando a cámara lenta, y dijo:
—Eve, saca a tu perro fuera para que vomite.
En caso de que la familia ya se hubiera marchado cuando ella volviera, su padre le dijo que había un Kit de Partida en la encimera de la cocina. Y le dijo a Eve que no se entretuviera mucho. Que la estarían esperando en la gran fiesta.
La futura ex madrastra de Eve dijo:
—No dejes la portezuela abierta para que se salga el humo —dijo Tracee—. Quiero emigrar, no sufrir lesiones cerebrales.
—Demasiado tarde —dijo, y tiró del perro hasta el jardín. Allí el sol seguía brillando. Los pájaros construían sus nidos, demasiado tontos para saber que este planeta ya no estaba de moda. Las abejas hurgaban dentro de las rosas abiertas, ignorantes del hecho de que toda su realidad estaba obsoleta.
En la cocina, sobre la encimera y al lado del fregadero, había un Kit de Partida, con su tableta de plástico llena de pastillas de cianuro. Era de un sabor nuevo, limón. Envase familiar. Impreso en el reverso del cartón, había un dibujito. Que mostraba un estómago vacío. La esfera de un reloj contaba tres minutos. Y luego el alma del dibujito se despertaba en un lugar cómodo y placentero. En el siguiente planeta. Evolucionada.
Eve sacó una pastilla de color amarillo brillante con una carita sonriente impresa en color rojo. No importaba si usaban aquella clase de tinta roja que era tóxica. Eve sacó todas las pastillas. Se llevó las ocho al cuarto de baño y las tiró por el retrete.
El coche seguía con el motor encendido dentro del garaje. A través de una ventana, de pie sobre una silla de jardín, Eve pudo ver las cabezas caídas en el interior. Su padre. Su futura ex madrastra. Su hermano.
En el jardín, Risky estaba husmeando la rendija abierta de debajo de la puerta del garaje, olisqueando el humo del interior. Eve le dijo que no. Lo llamó para que se alejara de la casa y regresara a la luz del sol. Allí, con el vecindario en silencio salvo por el canto de los pájaros y el zumbido de las abejas, el jardín ya parecía descuidado y necesitaba que cortaran el césped. Sin el ruido de las cortadoras de césped ni de los aviones y las motocicletas, el canto de los pájaros sonaba tan fuerte como antes solía sonar el tráfico.
Después de tumbarse sobre el césped, se subió los faldones de la camisa y dejó que el sol le calentara la barriga. Cerró los ojos y se frotó en círculos lentos con las yemas de los dedos de una mano en torno al ombligo.
Risky ladró una vez, dos.
Y una voz dijo:
—Eh.
Había una cara asomada por encima de la cerca del jardín de al lado. Pelo rubio y granos rosados, un chaval de la escuela llamado Adam. De antes de que cerraran todas las escuelas. Adam agarró con los dedos el borde superior de la cerca de madera y se dio impulso hacia arriba hasta tener los dos codos apoyados sobre la misma. Con la barbilla apoyada en las manos, Adam dijo:
—¿Te has enterado de lo de la novia de tu hermano?
Eve cerró los ojos y dijo:
—Esto suena raro, pero la verdad es que echo de menos la muerte…
Adam proyectó una pierna hacia un lado para pasar el pie por encima de la cerca. Y dijo:
—¿Tu familia ya ha emigrado?
En el garaje, el motor del coche tosió y le falló un cilindro. Un ventrículo que se volvía lento. Dentro del cristal de la ventana, el aire del garaje estaba lleno de nubes movedizas de humo gris. Volvió a fallar un cilindro y el motor se quedó en silencio. Nada se movía en el interior. La familia de Eve acababa de convertirse en el equipaje que habían dejado atrás.
Y despatarrada bajo la luz del sol, notando cómo la piel se le tensaba y se le enrojecía, Eve dijo:
—Pobre Larry. —Sin dejar de frotarse en círculos alrededor del ombligo.
Risky se acercó a la cerca y se quedó de pie junto a la misma, mirando hacia arriba, mientras Adam pasaba primero una pierna y luego la otra por encima y luego saltaba al jardín. Adam se inclinó para acariciar al perro. Rascando debajo de la barbilla del perro, Adam dijo:
—¿Les dijiste que estábamos embarazados?
Y Eve no dice nada. No abre los ojos.
Adam dijo:
—Si hacemos que empiece otra vez la especie humana, nuestros padres van a coger un cabreo…
El sol estaba casi en lo alto del cielo. Aquel ruido que parecía de coches no era más que el viento que soplaba por el vecindario vacío.
Las posesiones materiales estaban obsoletas. El dinero era inservible. El estatus social no tenía sentido.
Sería verano durante tres meses más y había un mundo entero de reservas de comida enlatada. O sea, si el Escuadrón de Asistencia a la Emigración no la ametrallaba por reticente. Siendo un objetivo de Prioridad A. Fin.
Eve abrió los ojos y miró el punto blanco que había cerca del horizonte azul. El Lucero del Alba. Venus.
—Si tengo este bebé —dijo Eve—, espero que sea…Tracee.
El señor Whittier acompaña a la Señorita Estornudos a la puerta. Al mundo de fuera. Los dos cogidos de la mano. Este es nuestro mundo sin diablo, nuestra Villa Diodati sin ningún monstruo al que culpar. Tira de la puerta del callejón hasta abrirla un poco, lo bastante como para que un rayo de sol de verdad entre en ángulo oblicuo desde el callejón. Una ranura luminosa que es lo contrario de la ranura negra que encontramos al llegar.
La Señorita Estornudos es lo mismo que Cassandra Clark, la novia del señor Whittier. A quien él quiere salvar.
La bombilla del proyector se ha quemado. O bien lleva tanto tiempo encendida con tanta potencia —con algo dramático sucediendo siempre, algo horrible sucediendo siempre, algo emocionante sucediendo siempre— que ha hecho saltar un fusible.
La Baronesa Congelación se ha dormido en su montón de trapos y encajes, hablando en murmullos por su arruga rosada y grasienta. También el Conde de la Calumnia está hablando en sueños, rebobinando oníricamente las escenas que tiene en la cabeza.
Todos parecemos estar dormidos o inconscientes o soñando despiertos, diciendo en murmullos que nada de esto es culpa nuestra. Que somos la presa. Que todo aquí se nos ha infligido a nosotros.
Solamente San Destripado y la Madre Naturaleza hablan en murmullos entre sí. Él se dedica a mirar de reojo la puerta abierta y la ranura de luz que se cuela al interior. En dirección al señor Whittier y la Señorita Estornudos, el contorno de cuyos esqueletos oscuros se disuelve en el resplandor del día.
Los demás nos disolvemos en nuestros disfraces, en la moqueta y en el suelo.
La Madre Naturaleza no para de decir, como un disco rayado:
—Detenlos… detenlos…
Sería un final feliz bastante bueno, dice San Destripado. Esos dos jóvenes amantes saliendo a la luz de un luminoso nuevo día. Podrían encontrar ayuda y salvar al grupo. Los dos podrían ser víctimas y héroes.
Pero la Madre Naturaleza se limita a murmurar:
—Es demasiado pronto.
Necesitan esperar un poco más. Con lo jóvenes que son, se pueden permitir esperar hasta que hayan muerto unos cuantos más.
La Madre Naturaleza y San Destripado podrían sobrevivir al viejo Whittier y a la enferma Señorita Estornudos.
Si miramos a nuestro alrededor, parece claro que el Agente Chivatillo y el Chef Asesino no van a durar un día más. La pechera de brocado de la Condesa Clarividencia ha dejado de moverse al ritmo de su respiración y sus labios se han puesto azules. Las cejas depiladas del Reverendo Sin Dios han dejado de intentar crecer de nuevo.
No, cuanto más puedan esperar, a menos tocará la repartición del dinero.
Con sus campanillas tintineando, con las enredaderas de henna roja de las manos, la Madre Naturaleza le quita uno de los zapatos al Santo. Tocándole solamente los centros de placer de la planta del pie, se dedica a ello un momento, y el contacto de sus dedos hace que él ponga los ojos en blanco.
No, la Madre Naturaleza y San Destripado pueden tenerlo todo. Todo el dinero, dice ella, sin dejar de tocarle allí abajo. Toda la gloria. Toda la compasión.
Con los ojos en blanco, ciegos, tan blancos como huevos duros, San Destripado parpadea hasta apartar el pie y dice: