—Estáis actuando para un teatro vacío…
Es el viejo, tembloroso y adolescente señor Whittier. Nuestro punk patinador agonizante. Nuestro diablillo con manchas de la edad.
Caminando. Un cadáver con zapatillas de tenis. Con unos auriculares de escuchar música colgando por detrás de su cuello marchito.
—Escuchaos —dice. Niega con la cabeza, balanceando sus pelos escasos, y dice—: Demasiado ocupados contándoos vuestras historias entre vosotros. Siempre convirtiendo el pasado en una historia para poder justificaros.
Lo que la Hermana Justiciera llamaría nuestra «cultura de la culpa».
Siempre va igual. El otro grupo al que trajo aquí terminó de la misma manera. La gente se enamora tanto de su dolor que no pueden dejarlo atrás. Igual que las historias que cuentan. Nos atrapamos a nosotros mismos.
Algunas historias las cuentas y las usas. Otras historias… y Whittier hace un gesto en dirección a nuestra piel y nuestros huesos.
—Contar una historia es nuestra forma de digerir lo que nos pasa —dice el señor Whittier—. Así es como digerimos nuestras vidas. Nuestra experiencia.
Es lo que diría el señor Whittier. Este chaval que se está muriendo de viejo.
Para ser un fantasma no tiene mal aspecto. Tiene la calva llena de manchas de la edad bien peinada. La corbata anudada debajo de su barbilla. Sus uñas son medias lunas blancas limpias y temblorosas. Está hecho un hombrecito.
—Uno digiere y absorbe su vida convirtiéndola en historias —dice—. Igual que este teatro parece digerir a la gente.
Con una mano señala una mancha de la moqueta, una mancha oscura pegajosa y cubierta de moho, a la que le han salido brazos y piernas.
Otros sucesos —los que no puedes digerir— te envenenan. Las peores partes de tu vida, esos momentos de los que no puedes hablar, te pudren desde dentro. Hasta que no eres más que la sombra húmeda de Cassandra en el suelo. Sepultada en el barro amarillento de tus propias proteínas.
Pero las cosas que sí puedes digerir, que sí puedes contar: de esos momentos pasados se puede tomar el control. Se les puede dar forma, elaborarlos. Dominarlos. Y usarlos en tu beneficio.
Son historias que se pueden usar para hacer que la gente se ría o llore o vomite. O tenga miedo. Para hacer que la gente se sienta como se siente uno. Para ayudar a agotar ese momento del pasado para ellos y para uno mismo. Hasta que ese momento está muerto. Consumido. Digerido. Absorbido.
Así es como podemos comernos toda la mierda que pasa.
Eso diría el señor Whittier.
Mirando al señor Whittier, la Condesa Clarividencia dice:
—Satanás. —Y su palabra suena tan suavemente sibilante como la voz de una serpiente.
Y la Hermana Justiciera, que está agarrando su Biblia, dice:
—Diablo…
Y al oírlo, el señor Whittier se limita a suspirar y dice:
—Cómo nos encanta tener enemigos malignos…
—Tenga —dice el Chef Asesino, y arroja un cuchillo de deshuesar, que tintinea sobre el escenario y se detiene frente a los zapatos oscuros del señor Whittier.
El Chef dice:
—Ponga unas cuantas huellas dactilares ahí. Cuando fuercen esa puerta, va a ser usted el hombre más odiado de América.
—Corrección —dice el señor Whittier—. El delincuente juvenil más odiado, colega…
—Puede que reconozca ese cuchillo —dice el Agente Chivatillo. Con su cámara al lado, tan pesada que no puede levantarla.
La Condesa Clarividencia ya no lleva la pulsera de seguridad que le puso su agente de la condicional. Con una mano tan raquítica y empequeñecida que se le ha caído la pulsera, la Condesa dice:
—Con ese cuchillo me mutiló usted.
—Y me rajó la nariz —dice la Madre Naturaleza, inclinando la cabeza hacia atrás para enseñar las costras de sus cicatrices. El diamante de la Dama Vagabunda ya le va tan grande en el dedo que tiene que cerrar el puño para no perderlo.
Y el señor Whittier mira su nariz rajada y luego mira las manos envueltas en vendajes del Conde de la Calumnia y por fin el reborde de tejido cicatrizado donde estaba antes la oreja del Reverendo Sin Dios. Da una palmada, fuerte, delante de su pecho, y dice:
—Bueno, las buenas noticias son que… se han acabado vuestros tres meses. —Hurga en el bolsillo de delante de sus pantalones, saca una llave y dice—: Sois todos libres para iros.
La cerradura sigue atascada con un trozo fino de tenedor de plástico. Es imposible meter una llave.
—Anoche —dice el señor Whittier, y agita la llave en el aire— vuestro simpático fantasma desatascó la cerradura. Os aseguro que funciona bien.
Seguimos todos sentados en nuestro círculo, algunos pegados a los tablones del escenario por nuestra propia sangre seca. Nuestra ropa, la tela de nuestros vestidos y túnicas y pantalones de montar nos tiene adheridos en nuestros sitios.
El señor Whittier se inclina un poco para ofrecerle su mano a la Señorita Estornudos y le dice:
—Y la Muerte Roja tenía un dominio ilimitado sobre todo… —Meneando los dedos para que ella se los coja, le dice—: ¿Nos vamos ya?
Y ella no le coge la mano. La Señorita Estornudos dice:
—Lo vimos a usted morir…
Y el señor Whittier dice:
—Habéis visto morir a mucha gente.
El pavo Tetrazzini liofilizado le hizo reventar el estómago por dentro. Murió gritando. Amortajamos su cadáver con terciopelo rojo y lo llevamos al subsótano.
—No exactamente —dice el señor Whittier.
Con la ayuda de la señora Clark, simularon su muerte para que él pudiera contemplar el rumbo de los acontecimientos. Lo único que él hizo fue mirar —la última cámara— incluso cuando la señora Clark murió, apuñalándose a ella misma por solidaridad pero haciéndolo demasiado bien. Incluso cuando la Directora Denegación encontró el cuerpo y se comió media pierna. Lo único que el señor Whittier hizo fue mirar.
La Directora Denegación levanta la cabeza del pecho. Eructa y dice:
—Tiene razón.
El señor Whittier vuelve a encorvarse para ofrecerle su mano llena de manchas de la edad a la Señorita Estornudos. Y le dice:
—Puedo darte todo el amor que quieras. Si tú puedes no tener en cuenta la diferencia de edad.
Ella tiene veintidós. Él tiene trece: cumplirá catorce el mes que viene.
El Conde de la Calumnia dice:
—Usted no nos va a rescatar. Nos vamos a quedar aquí hasta que nos encuentren.
Siempre hacemos esto, dice el señor Whittier. Por la misma razón que los hijos de los hijos de los hijos de nuestros hijos siempre tendrán guerra y hambre y enfermedades. Porque amamos nuestro dolor. Amamos nuestro drama. Pero nunca jamás lo admitiremos.
La Señorita Estornudos extiende el brazo para cogerle la mano.
Y la Madre Naturaleza le dice:
—No seas estúpida. —Desde su montón de trapos y pelo, ella dice—: Él sabe que estás infectada de ese… virus cerebral. —Se ríe, con sus campanillas tintineando y con costras por todas partes, y dice—: ¿Cómo puedes creer siquiera que él te quiere?
La Señorita Estornudos levanta la vista para mirar a la Madre y luego al Santo y luego a la mano del señor Whittier.
—No tienes elección —dice el señor Whittier—, si necesitas ser amada.
Y San Destripado dice:
—Él no te ama.
La cara del Santo no es más que dientes y ojos cuando dice:
—Whittier solamente quiere destruir el resto del mundo.
Con la mano todavía extendida hacia la Señorita Estornudos, el señor Whittier agita la llave en la otra mano y dice:
—¿Nos vamos?
Si podemos perdonar lo que nos han hecho…
Si podemos perdonar lo que hemos hecho a los demás…
Si podemos dejar atrás todas nuestras historias. El hecho de ser villanos o víctimas.
Solamente entonces tal vez podamos rescatar al mundo.
Pero seguimos aquí sentados, esperando a que nos salven. Mientras todavía somos víctimas, confiando en ser descubiertos mientras todavía sufrimos.
Negando con la cabeza, chasqueando la lengua, el señor Whittier dice:
—¿Tan malo sería? ¿Ser las dos últimas personas del mundo? —Su mano rodea los dedos flácidos de la Señorita Estornudos, los envuelve y se cierra en torno a ellos, y el señor Whittier dice—: ¿Por qué no puede el mundo terminar de la misma forma que ha empezado? —Y ayuda a la Señorita Estornudos a ponerse de pie.
Otro poema sobre el señor Whittier
«¿Cómo viviríais?», pregunta el señor Whittier.
Si pudierais no morir.
El señor Whittier en el escenario, se pone derecho,
sobre sus pies, no encorvado
sin temblar.
En los auriculares que lleva colgados del cuello
suena música drum-and-bass a todo trapo.
Calzado con zapatillas de tenis, con los cordones desatados y
dando golpecitos con un pie en el suelo.
En el escenario, en vez de un fragmento de película, un foco,
no un fragmento de alguna vieja historia proyectado para esconderle.
Un foco que brilla tanto que le borra las arrugas.
Le limpia las manchas de la edad.
Y mirándolo, estábamos los hijos de Dios a los que tenía
secuestrados, para hacer que Dios
se manifestara.
Para forzar la mano de Dios.
Y si sufríamos lo bastante, si moríamos… si Whittier podía simplemente torturarnos,
dejarnos morir de hambre,
tal vez lo odiaríamos hasta después de esta vida.
Lo odiaríamos tanto que volveríamos a vengarnos.
Si muriéramos con el suficiente dolor, maldiciendo al viejo
Whittier, él nos suplicaría que volviéramos.
Como fantasmas.
Para ofrecerle la prueba de que hay vida tras la muerte.
Nuestros fantasmas y nuestro odio demostrarían la Muerte de la Muerte.
Nuestro papel, cuando por fin nos lo dijo: solamente
estábamos aquí para sufrir y sufrir,
y sufrir y sufrir,
y sufrir y morir.
Para crear un solo fantasma: deprisa.
Y reconfortar al viejo y agonizante señor Whittier, antes de su muerte.
Ese era su verdadero plan.
Inclinándose hacia nosotros, dice: «Si la muerte significa
simplemente dejar el escenario durante el suficiente tiempo
como para cambiarse de ropa y volver
como un nuevo personaje… ¿aminoraríais la marcha?, ¿o aceleraríais?
Si toda vida es un simple partido de baloncesto o una obra de teatro que empieza y termina
y luego los jugadores van a otros partidos y a otras representaciones…
a la luz de ese hecho, ¿cómo viviríais?».
Meciendo la llave entre dos dedos, el señor Whittier dice:
«Podéis quedaros aquí».
Pero cuando muráis, volved
solamente un momentito.
Para contarme. Para salvarme. Con la prueba de nuestra vida eterna.
Para salvarnos a todos,
por favor, contádselo a alguien.
Para crear una paz de verdad en la tierra
y estemos rodeados de…
fantasmas.
Un relato del señor Whittier
Para sus últimas vacaciones familiares, el padre de Eve los metió a todos en el coche y les dijo que se pusieran cómodos. Que aquel viaje podía llevarles un par de horas, tal vez más.
Tenían aperitivos, palomitas de queso y latas de refrescos y patatas fritas sabor barbacoa. El hermano de Eve, Larry, y ella misma estaban sentados en el asiento de atrás con su boston terrier, Risky. En el asiento delantero, su padre dio la vuelta a la llave para encender el motor. Puso la ventilación al máximo y abrió todas las ventanillas eléctricas. Sentada a su lado, la futura ex madrastra de Eve, Tracee, dijo:
—Eh, niños, escuchad esto…
Tracee blandió un panfleto del gobierno titulado
Emigrar es genial
. Lo abrió, doblando el lomo hacia atrás para darlo de sí, y empezó a leer en voz alta: «La sangre usa hemoglobina». Leyó: «Para transportar moléculas de oxígeno de los pulmones a las células del corazón y el cerebro».
Unos seis meses antes, todo el mundo había recibido aquel mismo panfleto por correo de parte de la Dirección General de Salud Pública. Tracee se quitó las sandalias con los pies y puso los dedos de los pies sobre el salpicadero. Leyendo en voz alta dijo: «La hemoglobina prefiere realmente mezclarse con el monóxido de carbono». La forma en que hablaba, como si su lengua fuera demasiado grande, se suponía que tenía que darle un aire juvenil. Tracee leyó: «Cuando respiras humo del tubo de escape de un coche, más y más de tu hemoglobina se combina con el monóxido de carbono, formando lo que se conoce como “carboxihemoglobina”».
Larry le estaba dando palomitas de queso a Risky, llenando todo el asiento entre Eve y él de polvo de queso de color naranja brillante.
Su padre encendió la radio y dijo:
—¿Quién quiere música? —Miró a Larry por el espejo retrovisor y dijo—: Vas a hacer que ese perro vomite.
—Genial —dijo Larry, y le dio a Risky otro puñado de palomitas de color naranja brillante—. Lo último que veré es la parte de dentro de la puerta del garaje y la última canción que oiré es una de The Carpenters.
Pero no se oía nada. Hacía una semana que la radio no ponía nada.
El pobre Larry, el pobre aficionado al rock gótico, con manchas de maquillaje negro por toda su cara empolvada de blanco, con las uñas pintadas de negro y el pelo largo y greñudo teñido de negro, comparado con la gente a la que realmente le habían sacado los ojos los pájaros, con la gente muerta de verdad a los que se les retraían los labios dejando al descubierto los enormes dientes muertos, comparado con la muerte de verdad, Larry no parecía otra cosa que un payaso de cara triste.
Pobre Larry, se había pasado varios días en su cuarto después del último reportaje de portada de
Newsweeek
: «¡Estar muerto está de moda!».
Todos aquellos años que Larry y su banda se habían pasado vestidos de zombis o de vampiros con ropa de terciopelo negro y arrastrando mortajas sucias, paseándose toda la noche por los cementerios enfundados en rosarios y capas, todo aquel esfuerzo había sido en vano. Ahora hasta las madres de los barrios residenciales estaban emigrando. Hasta las ancianas que iban a la iglesia estaban emigrando. Los abogados con trajes de ejecutivo estaban emigrando.
El reportaje de portada del último número de la revista
Time
llevaba por título: «La muerte es la nueva vida».