A modo de estudio paralelo, Shirlee dice que la información recopilada sobre los residentes de aquí va a ser usada para averiguar cómo la gente podría vivir mejor en colonias aisladas y herméticamente cerradas en el espacio exterior.
Sí, hay días en que Shirlee está llena de información útil.
—Piensa en ti misma —dice Shirlee— como en una astronauta que vive en un hotel Ramada Inn en un planeta que está solo a diez kilómetros al sudoeste de Seattle.
La voz de Shirlee suena en mi interfono por la noche y me pregunta por mi padre, cómo es que mi padre me metió aquí. Luego Shirlee suelta el botón que hay a su lado y espera a que yo hable.
Mi viejo no era lo bastante listo como para sacarse una carrera, pero sí sabía ganar dinero. Conocía a tipos que esperaban hasta el día que te marchabas de vacaciones durante una semana y entonces se trasladaban a tu casa con todo su equipo y te talaban un nogal negro de dos siglos de antigüedad. Le cortaban las ramas y lo seccionaban allí mismo, en tu jardín. A los vecinos les contaban que los habías contratado tú. Cuando llegabas a casa, tu árbol ya estaba talado y serrado y la madera se estaba curando en una factoría situada a una docena de estados de distancia. Para entonces era posible que ya se hubiera convertido en muebles de nogal.
O sea, la clase de listos que hacen que los universitarios se caguen en los pantalones.
Mi viejo tenía sus mapas. Sus mapas del tesoro, los llamaba él.
Aquellos mapas del tesoro eran de la década de 1930, de la Gran Depresión. De lo que la gente llamaba la Works Project Administration, o sea, unos tipos a sueldo del gobierno que iban por ahí y tomaban notas sobre los cementerios abandonados de cada condado. De cada estado. En una época en que montones de aquellos cementerios estaban siendo convertidos en campos de cultivo o a punto de ser olvidados bajo el asfalto. Aquellos viejos cementerios de los pioneros era lo único que quedaba de los pueblos que habían desaparecido de los mapas hacía cien años. Pueblos de la fiebre del oro ahora en ruinas y desaparecidos. O calcinados por los incendios forestales. Minas de oro que se habían agotado. Y lo único que quedaba era el viejo cementerio, una parcela de malas hierbas y antiguas lápidas caídas. Los mapas del tesoro del viejo eran los mapas de la WPA, que enseñaban dónde encontrar cada parcela, cuántas tumbas había en cada una y qué aspecto tenían las lápidas.
Todos los veranos que yo pasaba fuera de la escuela, el viejo y yo íbamos siguiendo aquellos mapas hasta Wyoming o Montana, hasta el desierto o las colinas, donde habían desaparecido pueblos enteros. Pueblos como New Keegan, Montana, donde no quedaba nada salvo las lápidas. Era la clase de cosas por las que las tiendas de jardinería de las ciudades pagaban un montón de pasta. En Seattle o en Denver. En San Francisco o en Los Ángeles. Un montón de ángeles de granito esculpidos a mano. O perros dormidos o corderitos de mármol blanco. La gente quería algo antiguo y cubierto de musgo para ponerlo en su jardín nuevecito y hacer que su parcela pareciera antigua. Para que diera la impresión de que siempre habían tenido toneladas de dinero.
En New Keegan no había ni una sola lápida donde todavía se pudiera leer la inscripción.
—Crema de afeitar —me dijo mi padre—. Crema de afeitar o tiza. Putos frikis de las tumbas de los cojones.
Me contó que la gente a la que le gustaba estudiar las lápidas, para leer una inscripción desgastada por el tiempo y la lluvia ácida, cubrían la parte delantera de la lápida con crema de afeitar. Raspaban la crema que sobraba con un cartón de forma que solamente quedaba el blanco de los grabados. Aquello hacía que se pudieran leer y fotografiar las palabras y las fechas. La putada era que la crema de afeitar contiene ácido esteárico. El residuo que dejaba aquella gente se comía la piedra. Otros yonquis de las lápidas frotaban tizas sobre las mismas, coloreando toda la superficie de forma que el epitafio débilmente grabado destacaba en un tono más oscuro. Aquel polvo de tiza era yeso o escayola de París, y cuando lo frotaban el polvo se colaba en las grietas y fisuras invisibles de la lápida. La siguiente vez que llovía… El polvo de yeso se empapaba de agua y se hinchaba hasta el doble de su tamaño original. Igual que los antiguos egipcios usaban cuñas de madera para reventar los bloques de piedra de las pirámides, el polvo de tiza al hincharse reventaba lentamente toda la parte delantera de las lápidas.
Todo esto del ácido esteárico y el yeso y las pirámides egipcias es la prueba de que mi padre no era idiota.
Él me contaba que todos aquellos visitantes bienintencionados de los cementerios no hacían más que destruir aquello que amaban.
Con todo, fue bonito aquel último día, el mejor, con mi padre en la ladera de aquella colina donde solía estar New Keegan, Montana. Con aquella luz tórrida del sol que cocía la hierba muerta. Con aquellos lagartos marrones que si los atrapabas dejaban su cola retorciéndose detrás.
Si hubiéramos leído las lápidas, habríamos visto que casi todo el pueblo había muerto en un mes. El primer brote de lo que los médicos llamarían el virus de Keegan. Tumores cerebrales de origen viral y de gestación rápida.
Mi padre vendió aquella remesa de ángeles y corderos a una tienda de jardinería de Denver. En el camino a casa, ya estaba masticando aspirinas y dando bandazos con la camioneta de un lado a otro de la carretera. Él y mi madre ya estaban muertos en el hospital antes de que llegara mi abuela.
Después de aquello, la vida se calmó durante diez años. Hasta lo de la señorita Frasure y su tumor cerebral del tamaño de un limón. Hasta que mi carga viral aumentó y me hizo contagiosa.
En la actualidad, el gobierno no me puede matar y no me puede curar. Lo único que puede hacer es controlar los daños.
Ese chaval nuevo, el de la polla, se va a sentir como me sentía yo cuando llegué aquí: con su familia muerta. Tal vez la mitad de su instituto muerto. Sentado a solas en su habitación todos los días, tendrá miedo, pero también estará lleno de esperanzas hacia la cura que le ha prometido la marina.
Yo puedo ponerle al tanto de todo. Tranquilizarlo. Ayudarle a adaptarse a la vida aquí en el Orfanato.
Aquel último buen día de mi vida, mi padre condujo la camioneta desde Montana hasta Denver, Colorado, donde conocía una tienda que vendía antigüedades para el jardín. Ciervos de hierro forjado y pilas para pájaros de cemento cubiertas de musgo. La mayoría de los objetos eran robados. Aquel tipo de la tienda le dio dinero en efectivo y le ayudó a descargar los ángeles del camión. El tipo de la tienda tenía un chaval, un niño que salió de la puerta de atrás de la tienda y se quedó en el callejón mirando cómo trabajaban.
Hablando con Shirlee por el interfono, pulso el botón y le pregunto si ese nuevo residente… ¿Tal vez tiene el pelo rojo y rizado y ojos castaños?
¿Tal vez es de mi edad? Le pregunto si es de Denver y si sus padres muertos tenían antes una tienda de antigüedades para el jardín.
La luz para fantasmas es la única fogata de campamento que nos queda. Nuestra última oportunidad. La bombilla desnuda y reluciente montada en un pie de lámpara en el centro del escenario. La válvula de seguridad diseñada para evitar que explotaran los viejos teatros que funcionaban con gas, o la luz que siempre se dejaba encendida dentro de los teatros nuevos para evitar que algún fantasma se instalara en ellos.
Estamos sentados alrededor de la luz, el círculo de gente que seguimos aquí, sentados en el escenario, desde donde solamente se ve el contorno pintado de color dorado de las butacas del auditorio, las barandillas metálicas que serpentean a lo largo del borde de los palcos y las nubes de telarañas que flotan por todo el cielo nocturno eléctrico muerto.
En las salas a oscuras que hay detrás de otras salas, el Casamentero y el Eslabón Perdido están muertos en el lounge estilo Renacimiento italiano. En el subsótano que hay debajo del sótano, el señor Whittier y la Camarada Sobrada y la Dama Vagabunda y el Duque de los Vándalos están muertos y pudriéndose. En los camerinos, detrás del escenario, están Miss América y la señora Clark. Con todas sus células digiriéndose entre sí y supurando proteínas amarillas y líquidas. Con las bacterias de sus tripas y sus pulmones enloqueciendo con la hinchazón.
Lo cual nos deja solamente a once, sentados en nuestro círculo de luz.
Nuestro mundo de solamente humanos, un mundo sin humanidad.
El Agente Chivatillo se ha dedicado a ir de puntillas por ahí, rompiendo bombillas. Igual que la Condesa Clarividencia y la Directora Denegación.
Cada uno de nosotros estaba seguro de que era el único que lo estaba haciendo. Todos queríamos que nuestro mundo fuera un poco más oscuro. Ninguno se daba cuenta de que todos teníamos el mismo plan. Víctimas del hecho de que nos aburrimos con facilidad. Víctimas de nosotros mismos. Tal vez es el hambre que tenemos, o alguna forma de autoengaño, pero esto es lo único que nos queda.
Esta última bombilla. La lámpara para fantasmas.
Aquí hay luz sin calor, así que estamos enfundados en chaquetones y en pieles y en albornoces, con las cabezas sepultadas bajo montones de pelucas y sombreros tan anchos como puertas. Todos listos.
Cuando se abra la puerta del callejón, todos seremos famosos. Cuando oigamos que gira la cerradura, y que chirrían las ruedecitas, y luego el clic-clic, clic-clic de alguien que intenta encender la luz, tendremos nuestra historia lista para vender. Nuestros pómulos de campo de exterminio listos para nuestro mejor perfil en primer plano.
Diremos que el señor Whittier y la señora Clark nos engañaron para que viniéramos aquí. Que nos atraparon y nos tuvieron secuestrados. Que nos intimidaron para que escribiéramos libros, poemas y guiones de cine. Y que cuando nos negamos, nos torturaron. Nos hicieron pasar hambre.
Sentados con las piernas cruzadas en nuestro círculo sobre los tablones de madera del escenario, no podemos movernos debajo de los estratos de terciopelo y tweed acolchado que nos mantienen calientes. Necesitamos toda nuestra energía para repetirnos nuestra historia los unos a los otros: cómo la señora Clark arrancó el bebé del vientre de Miss América y lo hizo estofado delante de su madre agonizante. Cómo el señor Whittier forcejeó con el Casamentero, lo derribó al suelo y le cortó el pene. Y cómo Whittier apuñaló a la señora Clark y se tragó tanta carne de su pierna que le reventaron las tripas. Nos dedicamos a practicar la palabra «peritonitis». En voz baja ensayamos cómo decir «hernia inguinal». Cómo decir «patatas al corte
cheveu
».
Así es como murieron los dos villanos, dejándonos aquí para que muriéramos de hambre.
La pared ya está llena de marcas hechas por el lápiz de San Destripado. Esas muescas son su única obra maestra. El casero o la agencia de alquiler o alguien tendría que venir a inspeccionar. Tal vez un tipo de la compañía eléctrica que viene a cortar el servicio por impago de facturas.
Un clic nos hace girarnos. El ruido de metal contra metal hace que giremos las cabezas en la misma dirección. Hacia los bastidores y, más allá, hacia la puerta del callejón.
Se oye un chirrido y la oscuridad explota.
Con una luz tan brillante, después de pasar tanto tiempo a oscuras, lo único que podemos ver es blanco y negro. Solamente contornos resplandecientes que tenemos que mirar parpadeando.
Se trata de una luz más brillante y más cegadoramente potente que cualquier bombilla.
No es la puerta del callejón. El escenario estalla en una luz como la del sol, un haz amplio y sólido de luz diurna procedente de las alturas. Una luz tan brillante que guiñamos los ojos y ahuecamos las manos para protegernos los ojos de ella. Un nuevo día tan soleado que proyecta unas sombras larguísimas detrás de nosotros. Nuestras sombras encorvadas y encogidas de miedo sobre el fondo de las manchas de humedad marrón de la pantalla que tenemos detrás.
En la pantalla de cine se ven los contornos de nuestras pelucas torcidas. Nuestros cuerpos son tan flacos y arácnidos que la Camarada Sobrada diría que podemos ponernos cualquier cosa.
Se trata del proyector de cine sin película, la bombilla del proyector dirigida hacia nosotros, como un enorme foco. Brillante como un faro. Un sol que brilla desde casi la medianoche de la pared del fondo del teatro.
Ninguno de nosotros puede ponerse de pie todavía. Lo único que podemos hacer es agachar la cabeza y mirar a otra parte.
El proyector es tan potente que la luz para fantasmas parece quemada. Tan tenue como una vela de cumpleaños en medio de un día de verano.
—Nuestro fantasma otra vez —dice la Baronesa Congelación.
El bebé con dos cabezas de San Destripado.
El anticuario de la Condesa Clarividencia.
El detective privado gaseado y aporreado del Agente Chivatillo.
La Señorita Estornudos bosteza y dice:
—Otra buena escena para nuestra historia.
Como las palomitas. Y lo de que se arregle la caldera. Lo de que alguien lave y doble nuestra ropa. Todo lo que es paranormal, todos los milagros, acaban pareciendo más efectos especiales.
San Destripado se gira hacia la Madre Naturaleza y le dice:
—Ahora que somos una subtrama romántica… ¿por qué no me haces esa reflexopaja?
El Agente Chivatillo dice:
—Cuando estemos fuera me voy a pasar un mes colocado.
El Reverendo Sin Dios dice:
—Yo voy a quemar todas las iglesias que encuentre…
Todos hemos quedado reducidos a montones de tela, pieles y pelo.
La Directora Denegación dice:
—Yo le voy a comprar a Cora Reynolds una lápida…
De las paredes que hay más allá de la luz brillante, de ese lugar al que duele mirar, de allí a lo lejos, viene el eco de las palabras: «… lápida… lápida…».
Todos seguimos intentando conseguir la última palabra. El Conde de la Calumnia rebobina su grabadora y reproduce las palabras: «…lápida… lápida…». Y el eco grabado produce ecos. Un eco de un eco de un eco.
Y los ecos suenan hasta que una voz a lo lejos, desde detrás del sol, dice:
—Estáis actuando para un teatro vacío.
Es una voz del otro mundo. Es como nuestra historia sobre el momento en que la Camarada Sobrada regresó de entre los muertos, dando tumbos por las escaleras del vestíbulo para suplicar un poco de su propia rosa tatuada. Con el fondo de la luz brillante, nadie ve cómo nuestro fantasma baja por el pasillo central del auditorio. Nadie lo oye caminar sobre la moqueta negra hacia el escenario. Nadie puede ver lo que se está acercando bajo el resplandor hasta que la voz vuelve a decir: