Y Shirlee no para de preguntarme cómo he llegado aquí.
Y yo le digo: Fue la brillante idea de mi padre.
Shirlee siempre me está persiguiendo para que me afeite las piernas. Para que pida una cama de bronceado. Para que pedalee mil kilómetros en mi bicicleta estática hacia ninguna parte.
La voz de Shirlee me dice desde la rejilla del altavoz:
—Solamente la pierdes una vez.
Tengo veintidós años y sigo siendo virgen. Hasta hoy parecía bastante claro que me iba a morir virgen.
Con todo, tampoco es que sea una retrasada social. Los residentes pueden ver la televisión. Pueden navegar por internet. Por supuesto, no se pueden enviar mensajes fuera. Se pueden espiar los chats, leer todo lo que pasa, pero no se puede participar. Se puede leer lo que la gente cuelga en los tablones de anuncios, pero no se puede contestar. No, el gobierno necesita mantenerte bajo secreto de Seguridad Nacional.
Y la voz de Shirlee dice desde la rejilla del altavoz:
—¿Cómo es que tu viejo te metió aquí?
Fue durante mi último año en el instituto, cuando la gente que me rodeaba empezó a morirse. Se morían de la misma forma en que mis padres se habían muerto diez años antes.
Mi profesora de inglés en el instituto, la señorita Frasure, un día tenía en la mano una redacción que yo había escrito y le estaba diciendo a toda la clase que era muy buena, y al día siguiente estaba llevando gafas de sol bajo techo. Diciendo que la luz le hacía daño en los ojos. Masticando esas aspirinas con sabor a naranja que la enfermera del instituto les daba a las chicas que tenían la regla. En lugar de dar clase, apagó las luces y le puso a la clase una película titulada
Cómo preparar las piezas de caza sobre el terreno
. La película ni siquiera era en color. Era simplemente el único rollo de película que quedaba en la estantería de la sala de audiovisuales.
Y aquel fue el último día que vimos a la señorita Frasure.
Al día siguiente, la mitad de los chicos y chicas a los que yo conocía le pidieron aquellas aspirinas con sabor a naranja a la enfermera. En lugar de clase de inglés, nos enviaron a la biblioteca de la escuela para una hora de estudio en silencio. La mitad de la clase dijo que no podía concentrar la vista para leer un libro. Detrás de una estantería, dejé que un chico llamado Raymond me besara en la boca. Con tal de que siguiera diciendo que yo era guapísima, le dejé ponerme una mano debajo de la camisa.
Al día siguiente Raymond no vino a la escuela.
Al tercer día, mi abuela fue a urgencias diciendo que le dolía tanto la cabeza que los bordes de su campo de visión se estaban poniendo negros. Que se estaba quedando ciega. Yo no fui a la escuela para estar sentada en la sala de espera del hospital. Estaba leyendo un ejemplar de la revista
National Geographic
, con todas las páginas arrugadas y desgastadas, sentada en una silla de plástico rodeada de bebés que lloraban y de ancianos, cuando se me acercó un hombre en la sala de espera empujando una camilla con ruedas. Llevaba un mono blanco y una máscara de quirófano de gasa.
El hombre llevaba el pelo al rape, y a través de la máscara de gasa le dijo al resto de la gente de la sala que saliera. Que necesitaban evacuar aquella parte del hospital. Yo iba a preguntar si mi abuela estaba bien y el hombre me agarró de mi brazo flaco. El hombre llevaba guantes de látex. Mientras los ancianos y los bebés llorando se alejaban a toda prisa por el pasillo, dejando atrás la camilla con ruedas, aquel hombre me retuvo en la sala de espera y me preguntó si yo era Lisa Noonan, de diecisiete años, con domicilio actual en el 3438 de West Crestwood Drive.
El hombre cogió un bulto azul de la camilla envuelto en plástico hermético de color claro y lo abrió. Dentro había un traje aislante azul, todo de plástico y de nailon con cremalleras cosidas en el torso y en la espalda.
Yo le volví a preguntar por mi abuela.
Y el hombre de la camilla agitó el traje aislante azul. Me dijo que me lo pusiera y que iríamos a ver a la abuela a cuidados intensivos. El traje, me dijo, era para proteger a mi abuela, y lo sostuvo por los hombros para que yo pudiera meter las piernas dentro. Un traje aislante consta de tres capas de plástico, cada una de ellas sellada con cremalleras. Tiene guantes incorporados y pies y una capucha puntiaguda con una ventanilla de plástico transparente para ver el exterior. La cremallera exterior sube por la espalda y tiene un mecanismo de bloqueo, de forma que uno queda atrapado dentro.
Cuando me quité las zapatillas de tenis, el hombre las recogió con sus guantes de látex y las selló dentro de una bolsa de plástico.
En la escuela se rumoreaba que a la señorita Frasure le habían hecho un TAC que mostraba un tumor cerebral. Que el tumor era del tamaño de un limón y estaba lleno de un líquido amarillento con aspecto de orina. De acuerdo con los rumores, el tumor seguía creciendo.
Justo antes de cerrar la capucha, el hombre de la camilla me dio una pastillita azul y me dijo que la disolviera debajo de la lengua.
La pastilla tenía un sabor dulce. Tan dulce que se me llenó la boca de saliva y tuve que tragar.
El hombre me dijo que me subiera a la camilla. Que tenía que tumbarme con la cabeza sobre la pequeña almohada de papel y que entonces iríamos a ver a mi abuela.
Yo le pregunté si se iba a poner bien. Mi abuela me había criado desde que yo tenía ocho años. Era la madre de mi madre, y había venido desde la otra punta del país para buscarme después de que murieran mi madre y mi padre. Para entonces, yo estaba tumbada en la camilla y el hombre la estaba empujando por un pasillo del hospital. A través de las puertas abiertas se veía que todas las camas estaban vacías y que las sábanas estaban apartadas dejando al descubierto las marcas de los cuerpos de la gente enferma. En algunas salas, los televisores todavía emitían música o mostraban a gente hablando. Al lado de algunas camas todavía había bandejas del almuerzo con sopa de tomate humeante.
El hombre empujaba la camilla tan deprisa que los baldosines del techo empezaron a verse borrosos, tan deprisa que, tumbada en ella, tuve que cerrar los ojos para no marearme.
El sistema de megafonía del hospital no paraba de repetir: «Código naranja, ala este, segunda planta… Código naranja, ala este, segunda planta…».
Y yo seguía tragando el sabor dulce y pegajoso de aquella pastilla.
Shirlee dice que dos de esas pastillitas azules supondrían una sobredosis letal.
Cuando me desperté estaba aquí, en esta sala con vistas a la bahía de Puget Sound, con el televisor de formato ancho y con este baño limpio de azulejos azules. Con el interfono en la pared junto a la cama. Con algo de ropa y música de mi habitación en casa, todo ello empaquetado en cajas con envoltorio sellado de plástico. Debía de haber una cámara vigilándome, porque en cuanto me senté en la cama, el interfono dijo: «Buenos días».
Mi abuela estaba muerta, Raymond estaba muerto. La señorita Frasure, mi profesora de inglés… muerta. De aquello hace cuatro navidades, pero muy bien podría ser la reposición de una serie en blanco y negro que vi hace cien años.
En el Orfanato se pierde la noción del tiempo. De acuerdo con la ficha, tengo veintidós años. Soy lo bastante mayor como para beber cerveza y solamente he besado a un chico muerto.
En cuestión de dos o tres días, mi vida se había acabado. Ni siquiera me gradué en el instituto.
Cuando acumulas una carga vírica lo bastante grande como para transmitir el virus de Keegan de Tipo 1, no esperas que te proporcionen un abogado. O un asistente social. O un defensor del pueblo. Acabas en Columbia Island, y lo que te espera es quedarte en una habitación de hotel decente, como las de las cadenas de hoteles, las del Ramada Inn o el Sheraton, pero durante el resto de tu vida. Con las mismas vistas. Con el mismo cuarto de baño. Con comida del servicio de habitaciones. Con películas en la televisión por cable. Con una colcha marrón. Con dos almohadas. Con una silla reclinable marrón.
Aquí hay gente encerrada que solo cometió una equivocación. Se sentaron al lado de un desconocido en un avión cuando no debían. O hicieron un trayecto largo en ascensor con otra persona con la que no cruzaron ni una palabra, y después no se murieron. Se puede llegar de muchas formas a pasar la vida entera encerrado aquí. En esta pequeña isla en medio de la bahía de Puget Sound, en el estado de Washington, en el Hospital Naval de Columbia Island.
La mayoría de la gente que hay aquí llegó al cumplir los diecisiete o los dieciocho años. El médico en plantilla, el doctor Schumacher, dice que estuvimos expuestos a algo cuando éramos pequeños, a algún virus o algún parásito que tardó años en incorporarse a nuestro sistema inmunológico. En el momento en que alcanzó la carga viral suficiente o el bastante nivel en el suero sanguíneo, la gente de nuestro alrededor empezó a morirse.
Es entonces cuando los Centros de Control Sanitario detectan un cúmulo de muertes y sus equipos llegan para meterte en un traje aislante, ponerte en un carro y traerte aquí para que pases el resto de tu vida.
Cada residente de Columbia Island es portador de algo distinto, dice Shirlee. De una cepa única de virus asesino. O de parásito o bacteria letal. Es por eso que están todos aislados. Para que no se maten entre sí.
Con todo, dice Shirlee, en invierno hay calefacción. Y en verano aire acondicionado. Te hacen todas las comidas, pescado y verduras, o helado, sándwiches de dos pisos, cualquier cosa que entre en el presupuesto.
Cuando llegan los días más calurosos de agosto, Shirlee dice que solo el aire acondicionado hace que dé gracias por trabajar aquí.
Shirlee llama a los residentes «vacas lecheras de sangre». En todas las suites de los residentes hay dos largos brazos de goma que salen de la pared debajo de un espejo. Los brazos son un tipo de guantes largos de goma a prueba de balas. Cada dos días se enciende una luz detrás del espejo que muestra a un técnico de laboratorio sentado allí, y entonces él o ella pasa los brazos a través de la pared de goma y toma una muestra de sangre, la pone en una pequeña cámara estanca y la recupera sin peligro al otro lado.
Es cuando se enciende la luz, cuando el espejo de tu suite se convierte en una ventana, cuando puedes ver la cámara que hay siempre ahí. Siempre observando. Grabándote.
Forma parte del trabajo de Shirlee pastorear a las vacas lecheras de sangre hasta afuera para que hagan un poco de ejercicio.
De vez en cuando, el personal deja que las vacas se pongan trajes aislantes. Dentro del traje lo único que se huele es látex con polvos. Uno coge una flor o se tumba en la hierba y lo único que siente es látex. Dentro de la capucha sellada lo único que oyes es tu propia respiración. Los demás residentes del hospital se pasan un frisbee, siempre conscientes del número exacto de minutos que les quedan antes de que Shirlee los pastoree hasta el interior. Siempre conscientes de los tiradores expertos con rifles que están ahí en caso de que a algún residente se le ocurra tirarse al agua para intentar escaparse. Vestido con un traje aislante equipado con su propio sistema de oxígeno, uno podría echar a andar por el fondo cenagoso de la bahía de Puget Sound y plantarse en el centro de Seattle. Con las siluetas en color azul oscuro de los barcos cruzando la bahía por encima de su cabeza.
En caso de que se estén preguntando cómo salí yo…
—Después de esa larga caminata por el fondo marino —dice la Señorita Estornudos—, mis senos nasales nunca se han recuperado. —Y se limpia la nariz de lado con una manga.
En Columbia Island, los pacientes tumbados en el jardín del hospital, pasándose un frisbee entre ellos, vestidos con sus trajes aislantes holgados de color azul, podrían ser un grupo de animales de peluche. Todos azules, de la cabeza a los pies. Sudando dentro de sus capas de nailon y látex encauchados. Corriendo y atrapando el frisbee, todo el tiempo en la mirilla del rifle de algún soldado de la marina. No suena divertido, pero a uno le entran ganas de llorar cuando le llega la hora de volver adentro, de pasar la vida a solas en su habitación.
Entre los demás residentes hay una chica que tiene los ojos verdes. Un tipo que tiene los ojos castaños. Con los trajes aislantes, lo único que se ve son los ojos de la gente. El chico de los ojos castaños, Shirlee dice que es el otro portador del Keegan de Tipo 1.
El tipo nuevo de la polla enorme. Ella lo ha visto a través del cristal que funciona como espejo por un lado y como ventana por el otro.
Shirlee dice que la próxima vez que yo hable con el doctor Schumacher le tengo que proponer empezar un programa de reproducción. A ver si podemos engendrar una generación de bebés inmunes al Keegan de Tipo 1. Otra posibilidad más temible es que ese chico y yo tengamos cepas distintas del virus y simplemente nos matemos entre nosotros.
O que tengamos a un bebé saludable… y lo matemos con nuestros gérmenes.
—Cálmate —dice Shirlee—. Olvídate de bebés. Olvídate de morirte. —Dice que lo importante ahora es que me desfloren.
Ese chico y yo, los dos encerrados en una sala, juntos. Los dos vírgenes. Con la cámara de vídeo detrás del espejo, mirando, y el personal confiando en que engendremos una cura que el gobierno pueda patentar. Esos pillos de las compañías farmacéuticas. Y sin embargo, una cura no estaría mal.
Y el sexo tampoco estaría mal.
Shirlee dice que en algún momento el Orfanato debería tener un baile para los residentes, pero la mera imagen de esos trajes aislantes holgados de color azul, abrazándose entre sí y meciéndose al ritmo de la música pop en una pista de baile… nadie quiere ver eso.
La mayoría de las veces que veo al doctor Schumacher, no le cuento nada de nada. Tal como yo lo veo, tengo un número limitado de recuerdos y no quiero gastarlos. En la mayoría de mis mejores recuerdos estoy salvando al mundo de alienígenas malignos del espacio o escapando en una lancha motora de espías rusos sexys, aunque estos no son recuerdos verdaderos. Son películas. Y yo me olvido de que la gente que hace esas cosas son estrellas de cine.
Enmarcado en la pared de mi habitación hay un letrero que dice: «Ocupado = Feliz».
Shirlee dice que hay el mismo letrero en las habitaciones de todos los residentes. Que las bombillas de todas las habitaciones son bombillas de espectro total que simulan la luz natural del sol y generan vitamina D en la piel de la gente y la mantienen de buen humor. Shirlee dice que el término oficial para designar las habitaciones es «suite de residente». La mía, por ejemplo, es la suite de residente
6-B
. En todas mis fichas y registros, oficialmente soy la residente
6-B
.