Expatriados (28 page)

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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

BOOK: Expatriados
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Intentó levantar la cabeza, pero no podía. No podía mover el cuello, los hombros, los brazos. No veía nada excepto un leve destello rosa en medio de una oscuridad casi total. Tenía la cara aplastada contra la gruesa nieve. Notaba la piel enrojecida por el frío e imaginaba todos los músculos de su cuerpo enfriándose lentamente hasta congelarse, como los salmones rojos de los pesqueros del Pacífico norte, con la mirada inmóvil y fija en alguna parte.

Era como si un peso gigantesco le hubiera aplastado la espina dorsal, dejándola paralizada.

Empezó a hiperventilar.

Entonces el peso sobre su columna empezó a cambiar, después cambió del todo, al principio aumentando la presión, después disminuyéndola y por fin desapareciendo por completo.

Escuchó algo.

Decidió que ahora podría moverse y se volvió, girando el torso, el hombro y el cuello, despegando la cara de la nieve, que le cubría casi por completo las gafas, pero no del todo, de manera que podía ver de nuevo el mundo y también de dónde procedía el ruido. Lo oyó de nuevo, era una voz y a través de la nieve pudo ver que se trataba de Bill, de pie junto a ella y preguntándole si estaba bien.

Y lo estaba.

La noche llegaba enseguida en las montañas. A las tres de la tarde los rayos de sol caían oblicuos y la luz azulada y plana no proyectaba ya sombra alguna.

Kate llegó sin ayuda al final de la pista para principiantes, liberada de la presión de Bill. Fue deprisa hasta el remonte de alta velocidad aprovechando que no había cola, con la intención de subir sola. Pero otro esquiador se le unió en el último momento.

Era un hombre, Kyle. Por fin.

Las puertas se abrieron y los dos se colocaron junto a la línea roja pintada sobre el suelo de goma y se giraron para subirse a la primera silla. Entonces llegó otro esquiador que se situó al otro lado de Kate, invadiendo su intimidad. Mierda.

Los tres se sentaron con un solo golpe. Kyle encajó la barra de seguridad.


Bonjour
—dijo con una voz casi inaudible con el chirrido de la silla despegando.

Kate se quitó las gafas y miró a este Kyle llegado de Ginebra y a continuación al hombre situado al otro lado, el tercer esquiador. Tardó en darse cuenta de que era Dexter, sonriéndole.

—Cariño —dijo Kate—. Me has asustado. —La voz lo bastante alta como para que Kyle la escuchara.

—Ya lo sé —dijo Dexter con la voz animada por el ejercicio físico—. ¿Qué tal vas?

—Esto es precioso —contestó Kate preguntándose si Dexter habría escuchado el saludo de Kyle.

Dexter estaba inclinado mirándoles a los dos. Mierda, mierda.

—¿Os conocéis?

«Por favor —rezó Kate—, que Kyle no sea un imbécil».

—No —contestó este.

—Has saludado.

—Solo intentaba ser educado.

Kate miró al frente mientras los dos hombres intercambiaban palabras que se cruzaban en el aire.

—Soy Dexter Moore. Y ella es mi mujer, Kate.

—Yo soy Kyle. Encantado de conoceros.

—¿Estás alojado aquí o vienes de visita desde otra estación?

—He venido a pasar el día, en realidad. Desde Ginebra. Vivo allí.

La silla traqueteó al pasar por una de las torres.

—Hoy estamos esquiando con otros americanos —dijo Dexter—. Unos amigos de Luxemburgo, que es donde vivimos.

Kyle no sabía cómo continuar esta conversación ni tampoco cómo ponerle fin y Kate no sabía qué podía hacer al respecto. Así que permaneció sentada en silencio mientras los dos hombres charlaban de cosas sin importancia.

Bill se quitó la manopla, Kyle hizo lo mismo y ambos se estrecharon la mano mientras se hacían las presentaciones.

—Nos hemos encontrado a este americano solitario en la montaña —explicó Dexter. Estaban de pie en el borde de un precipicio ventoso con una caída pronunciada a un barranco lleno de piedras a un lado y una colina por donde no se podía esquiar y, por tanto, acordonada con una cinta azul que de poco serviría para frenar la velocidad y mucho menos detener a quien se precipitara por el borde.

Bill lanzó una mirada rápida a Kyle.

—No me digas.

Kyle sonrió y sus dientes blancos contrastaban con la cara enrojecida por el frío.

Dexter miró su reloj.

—Tenemos que irnos. Las clases de esquí para niños terminan en unos minutos. —Se volvió hacia Kyle—. ¿Te apetece que quedemos luego?

Kyle dudó, pero no demasiado. Al menos no lo suficiente como para que nadie pensara que sus dudas se debían a algo que no era lo inesperado de la invitación.

—Claro —dijo—, encantado.

La luz empezaba a marcharse y el sol había desaparecido detrás de una cumbre escarpada hacia el suroeste. Los cinco americanos caminaron por el borde de la montaña en fila india mientras al borde de sus esquís arañaba la apretada tierra helada intercalada con tramos de suave nieve, el susurro del nailon contra el nailon, el ruido seco cada vez que un bastón chocaba contra una roca. Kate oía a Bill a su espalda y no podía evitar sentir escalofríos.

Ninguno dijo una palabra.

Al doblar una curva vieron por fin el
centre de la station
, el conjunto de edificios altos que rodeaban el centro infantil, con los coches de caballos girando a una velocidad considerable, todos cubiertos de nieve recién caída y tachonados con los puntitos de luz de las bombillas de colores, un abigarrado primer plano que contrastaba con el austero paisaje de fondo, compuesto por un cañón, un valle, más montañas y la inmensidad del cielo cerúleo.

—¿Quién es este Kyle? —preguntó Bill.

Kate encogió los hombros con gesto indiferente.

—Un tipo del telesilla.

—Ya —dijo Bill—. Y yo soy el tipo del club de tenis.

Kate estaba frenética. No entendía lo que Bill le decía. Abrió la boca, la cerró y la abrió de nuevo, pero no se le ocurría nada que pudiera decir sin levantar sospechas.

—No sé lo que quieres decir.

Una ráfaga de viento levantó nieve del suelo. El cielo parecía oscurecerse por momentos.

—¿Me lo vas a explicar o no?

Bill la miró durante un segundo, dos, pero después se alejó esquiando sin decir nada.

Solo había una explicación, que Bill lo supiera. Kate sabía que lo sabía.

Siguió a Bill colina abajo, doblando una curva de la pista y atravesando una zona llana hasta llegar a la multitud que se arremolinaba en el centro de la estación, los padres que entraban en la zona infantil, grandes abrazos, choca esos cinco y niños pequeños llorando por el alivio de ver por fin a sus madres después de un día interminable y terrorífico.

Dexter cruzó esquiando la puerta a la escuela de esquí, mientras que Julia y Bill se ofrecieron a ir a la cafetería más cercana a coger mesa. Kyle y Kate se quedaron solos, de pie el uno junto al otro en mitad del camino principal, rodeados de multitud de gente.

—No te va a gustar —dijo Kyle.

Kate miró a Dexter inclinarse entre el gentío y levantar a sus hijos, uno con cada brazo. Incluso entre toda aquella gente y a pesar de las ropas de esquí y las gafas, Kate podía ver las anchas sonrisas y la expresión de total felicidad en las caras de los niños. Aquí está papá.

—Lo que están investigando —prosiguió Kyle.

Kate se volvió hacia él.

—¿Qué?

—A tu marido.

A Kate le habría gustado que la noticia la sorprendiera, pero no era así. También habría deseado no sentir alivio, pero así era. Al menos un poquito. Fuera lo que fuera lo que Dexter había hecho, no podía ser peor que lo suyo.

—¿Qué creen que ha hecho?

Dexter les estaba quitando a los niños los chalecos identificativos —«Premier Ski»— que les hacían parecer concursantes en miniatura de un gran eslalon.

—Robo cibernético.

—¿De qué?

De repente, Julia había vuelto.

—Estamos allí —dijo.

A Kate le dio un vuelco el corazón. Por qué poco.

—En el bistró con el toldo verde —continuó diciendo Julia. Kate apenas podía oírla con todo aquel bullicio; era imposible que hubiera escuchado su conversación. ¿No?

Los niños se acercaban con los esquís contra el pecho seguidos de un sonriente Dexter. Kate los abrazó tratando, sin conseguirlo, de apartar sus pensamientos, siquiera mínimamente, del horror que la acosaba.

Echaron todos a andar por la nieve entre la multitud, en dirección a Bill, sentado solo ante una gran mesa de picnic, como un ejecutivo recién despedido después de una junta directiva.

Kate necesitaba un minuto, tal vez menos, a solas con Kyle.

Se sentaron todos alrededor de la rústica mesa ante tazas de chocolate caliente con nata montada, jarras gigantes de cerveza espumosa y platos de tarta de manzana.

—Y qué, Kyle. Te llamas Kyle, ¿no? —dijo Bill.

—Eso es, Bill.

—¿Vives en Ginebra?

—Así es.

—¿Es una ciudad interesante?

—No demasiado.

—Me suena tu cara. ¿Nos conocemos?

Kate estaba a punto de explotar.

—No creo.

Bill dijo que sí, pero el suyo no era un gesto de asentimiento.

—¿A qué te dedicas, Kyle?

—Soy abogado, pero me vais a perdonar un momento —dijo Kyle poniéndose de pie—, porque este abogado necesita ir al cuarto de baño.

Kate notaba cómo Bill la miraba, sentía sus sospechas extendiéndose como una tela viscosa que la envolvía a ella. Simuló observar a la gente, a los esquiadores en ropas de esquí, con anoraks de alegres colores y cascos, niños jugando a tirarse bolas de nieve, camareras llevando bandejas con jarras de cerveza, adolescentes fumando.

Se levantó del banco.

—Disculpadme —dijo sin mirar a nadie a los ojos.

Notó que Bill y Julia intercambiaban una mirada; no sabía si se estaban enviando señales, manteniendo toda una conversación para decidir si la seguían hasta el cuarto de baño y, en ese caso, quién de los dos lo haría, y si debían hacerlo abiertamente o con disimulo.

—Voy contigo —dijo Julia.

Kate caminó entre las mesas, esperó a que pasaran un coche de caballos y un par de niñas que corrían por la nieve entre chillidos, hasta que una de ellas se volvió y recibió una bola de nieve en la cara, lo que desencadenó una hemorragia nasal y grandes gritos. Un gruesa gota de sangre cayó en la nieve y después otras, luego muchas más allí mismo, a los pies de la niña. La madre llegó y se puso a regañar a un niño con aspecto de estar pasándolo en grande y que debía de ser el hermano pequeño; después apretó un pañuelo contra la nariz magullada de la niña mientras la sangre continuaba tiñendo la nieve. El mismo dibujo otra vez, solo que a pequeña escala. Sangre extendiéndose.

Kate pasó una mala noche después del desagradable desenlace de la reunión imprevista con Torres en el hotel; sin duda, aquel hombre le daba miedo. Así que fue una noche larga y dolorosa, de retorcerse las manos, maquinar planes y alternativas a los planes.

No logró dormirse hasta que hubo tomado una decisión, de una irrevocabilidad escalofriante, a las tres de la mañana. Dos horas más tarde la despertó el llanto de Jake. Le dio de comer, se sentó con él en los brazos y lo meció mientras miraba el cielo que lentamente se iluminaba sobre la empalizada que separaba su jardín apenas cuidado del desaliñado y de hierba crecida de los apartamentos de alquiler del lado este.

Todavía no lo sabía, pero estaba embarazada otra vez. No era un embarazo planeado, pero tampoco sería mal recibido.

Veinticuatro horas más tarde estaba en el tren de camino a Nueva York, un billete de asiento sin numerar pagado en efectivo en el mostrador de Union Station, disfrazada con unas gafas de gran tamaño y cristales sin graduar —tenía la vista perfecta— y una peluca rubia. Después caminó desde Penn Station hacia el norte atravesando la ciudad, treinta minutos por el apretado centro de Manhattan con una parada rápida para comprar una gorra de los Yankees en una tienda de la acera llena hasta reventar de artículos hechos en China. Se la puso de manera que le cubriera la frente y los rizos rubios le rozaran las pestañas.

Entró en el Waldorf-Astoria no por Park Avenue, sino por la puerta, más tranquila, de la calle 49. Cuando salió del ascensor pasaban pocos minutos de las nueve. Era temprano para que en la planta hubiera demasiadas camareras haciendo habitaciones, ya que muchos huéspedes estarían aún durmiendo. Pero lo bastante tarde como para que los hombres de negocios se hubieran marchado. Era, por tanto, un momento tranquilo en el día de un pasillo de hotel.

Sabía que Torres no era una excepción a la regla mexicana relativa al tiempo. A menudo llegaba tarde a las reuniones, en ocasiones hasta una hora. Y nunca veía a nadie ni hacía nada antes de las diez de la mañana. Le resultaba difícil comprender cómo lograban hacerse cosas en aquel país.

Sabía que estaría solo en la habitación a las 9.08.

No se cruzó con nadie en el pasillo enmoquetado hasta que llegó junto al guardaespaldas apostado a la puerta de Torres. Era un hombre achaparrado y de aspecto iracundo vestido con un traje negro barato que le quedaba pequeño. Desde luego, el turno de mañana no era precisamente el Equipo A, nada que ver con aquellos tipos de aspecto imponente que se veía en los bares de los restaurantes por la noche. Este individuo era, como mucho, del Equipo B.

Cuando se encontró a solo unos pasos de él, le sonrió con recato sin aflojar el paso ni detenerse, simulando ir hacia otra habitación situada al fondo del pasillo. Sacó una mano del bolsillo del abrigo, con la navaja ya abierta, y el brazo salió disparado hasta clavarla limpiamente y sin ruido en la tráquea del guardaespaldas, que con los ojos abiertos de par en par era consciente de lo que le estaba ocurriendo e intentó levantar los brazos, demasiado tarde. Se desplomó, resbalando por la pared mientras Kate lo sujetaba por las axilas para evitar que el ruido que haría el cuerpo al caer el suelo despertara sospechas.

Necesitaba que Julia la adelantara y se estaba quedando sin tiempo, sin espacio. Dio unos cuantos pasos cojeando.

—Perdona. Se me ha hecho una bola en el calcetín. Ve delante.

Se inclinó evitando así la mirada de Julia, que, lo sabía, diría: «Eso no te lo crees ni tú». Pero si Bill sabía la verdad sobre Kate, entonces Julia también. Y probablemente los dos sabían quién era Kate o al menos tendrían una idea aproximada. Y ahora podían hacer dos cosas: enfrentarse a Kate con la verdad o no hacerlo.

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