Expatriados (23 page)

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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

BOOK: Expatriados
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—¡Al Lego!

Dexter parecía nervioso y tenso, demasiado lleno de energía. Como si estuviera puesto. ¿Acaso tomaba drogas? Desde luego, eso sería sorprendente.

—Muy bien, pues vamos a jugar con el Lego.

Abrió la puerta de un armario y sacó la caja de herramientas.

—Uno de los cajones del escritorio está descolgado —explicó, sin que nadie le hubiera preguntado nada. Kate no había visto ningún cajón descolgado. Y este repentino e inusual interés de Dexter por las reparaciones domésticas le sorprendía—. Chicos, id sacando el Lego mientras yo arreglo el cajón.

Dexter no era de esa clase de hombres.

—Y vosotros dos ¿qué hacéis en Luxemburgo?

Estaban en un reservado de la esquina en una
brasserie
de la Place d’Armes. La plaza se estaba llenando de puestos de madera para el mercado de Navidad, luces y guirnaldas. El ruido de los martillazos y el ronroneo de los generadores eléctricos portátiles se colaba por la puerta del restaurante cada vez que esta se abría, acompañados de una ráfaga de aire frío. En Luxemburgo en invierno nunca se podía quitar uno el jersey, ya que nunca se estaba a salvo del frío.

—Por mi trabajo —dijo Dexter—. Trabajo en la banca.

—¿En la banca? No puede ser. Pero ¿hay bancos en Luxemburgo? —La jovialidad rubicunda de Les y su inocente sarcasmo parecían directamente salidos de un manual sobre cómo comportarse con los hijos de tus amigos. Había cambiado sus ropas de golf por una americana azul marino, pantalones caqui con raya y camisa de algodón abotonada. Parecía directamente salido de la oficina, después de haber dejado la corbata en el Buick. Una caricatura de sí mismo.

—¿De dónde eres, Les? —preguntó Kate.

—Bueno…, nos hemos movido bastante, ¿verdad, Julieta? Pero ahora vivo cerca de Santa Fe. ¿Lo conoces?

—La verdad es que no.

—¿Y tú, Dexter?

Este negó con la cabeza. Su ataque de hiperactividad había desaparecido y ahora estaba callado, como tímido.

—Es una zona preciosa —dijo Lester—. Preciosa.

—¿Y eres de Chicago? —preguntó Kate.

—Vivimos allí algún tiempo, sí.

—Tampoco he estado nunca.

—Ya, pero seguro que sí habéis viajado por Europa, ¿no? Me ha dicho Julia que aquí todo el mundo lo hace.

—Supongo que sí.

—Pues yo voy a ir a… Déjame pensar: Ámsterdam, Copenhague, Estocolmo. ¿Tenéis alguna sugerencia?

Les miró a Kate y a Dexter y después de nuevo a Kate, dando por hecho que, al menos aquel día, ella era la que hablaba por los dos.

—¿Qué es lo que te interesa visitar?

—Hoteles. Restaurantes. Lugares de interés, me da igual. Nunca he estado en esta parte del mundo y probablemente no tendré más oportunidades, así que voy a intentar conocerla antes de morir.

Kate sonrió.

—De las tres ciudades que has dicho, nosotros solo hemos estado en Copenhague.

Llegó la comida, grandes platos llenos de marrones y beis: codillos de cerdo, jarretes de cordero. El de Kate venía con ñoquis salteados con mantequilla y patatas salteadas con mantequilla. La guarnición de perejil era lo único verde en la mesa.

—¿Dónde os alojasteis? —preguntó Lester—. ¿Era bonito el hotel?

—No estaba mal.

—¿De cuántas estrellas era?

—Cuatro, me parece. Igual tres.

—Pues entonces me parece que no. Me he convertido en un hombre de hoteles de cinco estrellas.

—Entonces me parece que no podemos ayudarte —dijo Kate mirando a Julia, que también estaba muy callada y con aspecto avergonzado.

—¿Y qué me dices de los restaurantes? —preguntó Les—. Es una ciudad en la que se come bien, ¿no?

Kate sonrió.

—Me parece que en eso también te vamos a decepcionar. Con lo de viajar con los niños y gastar poco, no es que hagamos rutas gastronómicas, precisamente.

—¿Gastar poco? Yo pensaba que los banqueros de Luxemburgo eran todos más ricos que Creso. —Ahora Les miraba a Dexter.

—Puede ser —dijo este—, aunque yo no soy banquero, trabajo en la banca, pero mi trabajo es más bien de tecnología de la información.

—¿En serio? —Lester parecía asombrado—. ¡Qué raro!

—¿Por qué lo dices? —preguntó Dexter.

—Bueno, esa es más bien la especialidad del resto del mundo, ¿no?

Dexter bajó la vista hacia su plato.

—Bueno, en realidad lo que yo hago tiene que ver más con seguridad. Soy consultor de temas de seguridad, ayudo a los bancos a que sus sistemas sean seguros.

—¿Y cómo lo haces?

—Lo principal es ponerme en el lugar del posible asaltante. ¿Qué haría? ¿Cómo lo haría? Intento imaginar su plan y busco los puntos débiles que un
hacker
atacaría. Entonces me pregunto: ¿qué está buscando? Y ¿cómo va a encontrarlo?

—¿Estás hablando de puntos débiles en los sistemas informáticos?

—Sí, pero también en las personas.

—¿Qué quieres decir?

—La clase de debilidades que llevan a las personas a bajar la guardia. A confiar en personas en las que no deberían confiar.

—Me estás hablando de manipular a gente.

—Sí. —Dexter y Lester se miraban a los ojos—. Supongo que sí.

Después de hacer el amor era cuando Kate tenía más ganas de hablar con Dexter. De contarle que Bill y Julia eran agentes del FBI. De decirle que sabía que él le estaba mintiendo sobre algo y pedirle explicaciones.

Durante todos sus años en la CIA, las confidencias en la cama nunca habían sido una posibilidad. Ahora comprendía, sin embargo, las ventajas de acostarse con alguien para sonsacarle información. Se preguntó si, de haber sabido esto, su comportamiento pasado habría sido distinto.

Miró al techo de la habitación otra vez, incapaz de empezar la conversación. Incluso ahora, que tenía la primera frase: «Lester no es el padre de Julia», se sentía incapaz.

En dos días Dexter se marchaba a Londres. Podía esperar.

18

—No tienes por qué hacerlo —dijo Dexter cogiendo sus cosas—. Puedo ir en taxi. —Cerró su bolsa de cremallera con un gesto agresivo—. ¿O es que te gusta visitar ese aeropuerto tan pequeño y ordenado? ¿O estás deseando librarte de mí?

—Cuento los segundos —dijo Kate mirando deliberadamente hacia otro lado.

Dexter cogió sus llaves de la mesa del recibidor y las metió en la cartera donde llevaba el ordenador. Era el mismo llavero de plata que le había regalado el agente inmobiliario el día en que habían cerrado la venta de la casa de Washington y tenía las iniciales de Dexter grabadas en un óvalo. A Kate también le habían regalado uno, pero hacía tiempo que lo había desterrado al joyero. Tener llaveros iguales era una invitación al caos.

Ahora en el llavero de Dexter estaban las llaves del apartamento de Luxemburgo y otras dos llaves que Kate suponía que eran de su despacho, además de otra pequeña que sabía que era de un candado de bicicleta que apenas, por no decir nunca, se usaba. También llevaba un lápiz de memoria en una funda rígida, a prueba de manipulación, con cierre de seguridad, claves de acceso encriptadas y dispositivos contra autodestrucción. No se trataba de cualquier aparato comprado en una tienda de informática; aquel era un dispositivo muy serio.

—¿Te vas a Londres? —preguntó Kate mientras cerraba la puerta al salir.

—Sí.

Abajo, en el garaje, Dexter dejó la cartera con el ordenador y la maleta Samsonite de plástico resistente en el maletero, sobre la alfombrilla negra recién limpiada en un taller profesional de lavado, previa cita, en el
centre commercial
de Kirchberg, mientras Kate hacía la compra en la planta de arriba: comida, DVD y juguetes de Navidad, además de un paquete de doce calzoncillos para cada uno de los niños, que crecían tan rápido que la ropa solo les servía unos cuantos meses, así que los calzones viejos les quedaban obscenamente pequeños y apretados, ridículos podría decirse.

Kate abrió la puerta del conductor y entonces se detuvo, simulando estar decidiendo si quitarse o no el abrigo. Caminó hasta la parte trasera del coche. Miró a su marido, nerviosa, preocupada, por los espejos, a pesar de que sabía que no estaban orientados en su dirección, ni los laterales ni el retrovisor; sabía con seguridad que Dexter no podía verla. La luz del garaje se apagó al expirar el temporizador y ahora toda la iluminación venía de las pequeñas bombillas del interior del coche, vatios de un solo dígito distribuidos en lugares donde, de no haber luz, uno se golpearía la cabeza o tropezaría.

Colocó su abrigo, un pesado bulto de tela azul marino con forro de seda y botones dorados, sobre las bolsas de Dexter. Tosió para disimular el sonido que hizo la cremallera de la bolsa de nailon al abrirse. Cogió las llaves con toda la mano para evitar que tintinearan y tosió de nuevo para cerrar la cremallera; a continuación se metió las llaves en el bolsillo al tiempo que cerraba la tapa del maletero. Se dispuso a…

Dexter estaba a su lado y Kate contuvo el aliento, petrificada. La había pillado.

Se miraron fijamente el uno al otro. Segundos. Una eternidad.

—¿Qué estás haciendo?

No contestó; no podía.

—¿Kate?

En la oscuridad no podía ver la expresión de la cara de Dexter.

—¿Kat?

—¿Qué?

—¿Te puedes quitar de en medio, por favor?

Dio un paso atrás y Dexter abrió el maletero. Cogió la bolsa del ordenador y miró a Kate. La luz del maletero se había encendido y ahora Kate podía verle la cara: confusión, preocupación. Estaba paralizada. ¿Qué iba a pasar ahora? ¿Qué sería de su vida en general?

Dexter abrió la cremallera de la bolsa y metió la mano buscando algo. Luego la miró de nuevo a ella, con expresión interrogante, para después seguir buscando con el ceño fruncido.

Kate se sentía incapaz de mover un solo músculo.

Por último, Dexter sacó la mano de la bolsa con la mirada puesta en lo que había cogido: un trozo de plástico envuelto en un cable.

Kate siguió sin moverse. No podía.

—Creía que había olvidado el cargador. —Dexter levantó el aparato para que Kate lo viera, la prueba de que no lo había olvidado, mientras ambos sentían, por razones muy distintas, un gran alivio.

Kate caminó tambaleándose hacia la parte delantera del coche y se dejó caer en el asiento del conductor. Giró la llave de contacto con la mano temblorosa, encendió las luces y pulsó el control remoto que abría la puerta del garaje. Metió primera mientras Dexter se abrochaba el cinturón de seguridad.

A lo largo de su vida Kate había mentido mucho y a muchas personas; en no pocas ocasiones se había librado por los pelos de ser descubierta. Pero era distinto cuando se trataba de tu marido y cuando sobre lo que estás mintiendo no tiene que ver contigo, sino con él. Era imposible tratar aquello como si fuera un juego; era imposible hacer como que no era la vida real.

—¿Estás bien? —preguntó Dexter.

Sabía que todavía no le saldría la voz, así que asintió con la cabeza.

El viaje al aeropuerto duró diez minutos. Dexter hizo un intento poco entusiasta por charlar de alguna cosa sin importancia, pero Kate solo le respondió con gruñidos, así que desistió y la dejó disfrutar del silencio.

Condujo el coche por una rotonda y, tras cruzar un arco, entró en el pequeño y eficiente aeropuerto. De la zona de estacionamiento limitado a los mostradores de facturación había solo un minuto. Casi nada de cola —nada, de hecho— para facturar y poquísima gente esperando para pasar por el control de seguridad. Las distancias aquí se medían en pasos, en lugar de los kilómetros que había que andar en Dulles o Fráncfort. Desde su apartamento a cualquier puerta de salida, el trayecto era siempre de veinte minutos.

—Gracias —dijo Dexter con un beso rápido y una sonrisa antes de abrir la puerta. A su alrededor, otros hombres a los que también dejaban en la zona de estacionamiento limitado buscaban pasaportes en los bolsillos y pronunciaban variantes de lo que Dexter le dijo a continuación a su mujer: «Nos vemos en unos días», todos con la cabeza en otra parte.

Kate salió de su edificio justo cuando el teléfono empezaba a sonar, otra llamada de Julia Maclean. Kate pulsó el botón de «Rechazar», otra vez.

En la calle la recibió una lluvia fina y fría propia de diciembre, haría falta un grado menos para que nevara. Volvió sobre sus pasos de la vez anterior que había seguido a su marido por la ciudad. Era la misma ruta que hacía para ir a su clase de francés o a la carnicería buena o a la oficina de correos. El mismo paseo de sus peregrinaciones diarias, las múltiples obligaciones de un ama de casa. Pero Kate hoy era otra cosa.

Atravesó el vestíbulo sin mirar siquiera al guardia de seguridad, pulsó el botón del ascensor, subió a la tercera planta con una pareja de banqueros italianos que iban a la quinta. No sabía cuál era la puerta de Dexter —no lo había seguido hasta el ascensor—, pero sospechaba que no tendría placa ni marca alguna. Enseguida la encontró, casi al final del pasillo iluminado por fluorescentes. Con la primera llave que probó se abrió la cerradura —¡qué fácil!— y tiró de la puerta.

Entró en un vestíbulo escasamente iluminado; enfrente, a unos pocos metros, había una puerta. Espacio para dos personas como máximo. Pensado para una sola.

Un teclado, con números de color rojo brillante, la saludaba desde la pared contraria. ¿Cuántas combinaciones podría probar? ¿En qué momento se bloquearía el sistema? ¿Después de tres intentonas? ¿De dos? ¿Le daría siquiera la oportunidad de equivocarse una vez antes de que el sistema se desactivara, enviara un SMS o un
e-mail
a alguna cuenta?

En su cabeza repasaba números o ideas de números: su aniversario de boda, los cumpleaños de sus hijos, el suyo, el de Kate o tal vez el de su madre y su padre, el número de teléfono que tenía cuando era pequeño, cualquiera de estos pero al revés, un código puk…

La única posibilidad que tenía de adivinar el código de Dexter pasaba porque este fuera un imbécil.

Estaba otra vez en casa cuando sonó el teléfono, un número desconocido, una ristra de dígitos; debía de ser una llamada desde el extranjero.


Bonjour
—dijo sin saber por qué contestaba en francés.

—Soy yo.

—Ah, hola.

—Me he dejado el llavero —dijo Dexter—. O, todavía peor, lo he perdido.

—¿Ah sí?

—Lo necesito. Necesito algo que tengo en el lápiz de memoria.

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