Subió las escaleras. En silencio y sola, dejó atrás la planta de los padres y se dirigió hacia la de los niños. Un cuarto de baño a desmano. Juguetes de plástico de colores primarios en los bordes de la bañera, botes de champú decorados con personajes de dibujos animados, programas producidos en Francia, Alemania, tal vez Dinamarca. Unos cuantos tubos de dentífrico en diversos estados de asqueroso y pringoso aplastamiento, el caos universal e incontrolable de los cuartos de baño infantiles.
Kate se sentó. Al otro extremo del suelo de baldosas, un espejo de cuerpo entero, una invitación —un desafío— para contemplar la propia desnudez. Kate miró su imagen, completamente vestida, con falda y medias negras, jersey negro, collar llamativo, pendientes exagerados, aquel reloj nuevo y caro. Estúpida bisutería.
Ahora se daba cuenta de que resultaba obvio haberse sentido atraída por un hombre con una vida secreta. Claro que la atraería alguien con algo sinuoso bajo la superficie, algo indecente, algo secreto.
Se había forzado a sí misma a creer que había dejado todo aquello atrás cuando eligió a Dexter: un mundo donde las personas se definían por aquello que escondían. Y en su propia vida, llena de engaños, este había sido el mayor de todos, el autoengaño.
Dexter había dicho que los mejores piratas informáticos son los que se aprovechan de las debilidades humanas. Kate siempre había sido consciente de que tenía debilidades, claro. Todo el mundo las tiene. Pero antes nunca había sabido con exactitud cuáles eran. Y ahora sí.
Pero ¿sabía siquiera quién era su marido?
Una vez más, se echó a llorar.
El ruido de la puerta al cerrarse y Dexter se había marchado, de vuelta al despacho, por primera vez desde las Navidades. De vuelta a la oficina en la que Kate había entrado sin permiso. De vuelta al ordenador al que no había logrado acceder, a los archivos que había hojeado, a la cámara de vídeo.
Era el día siguiente a Año Nuevo. El primer día de vuelta a la rutina desde que Kate se enteró de que su marido era probablemente un delincuente de alguna clase. De vuelta a hacer la compra, a cargar con las bolsas, a vaciarlas y a colocar las cosas. Llenar y vaciar el lavaplatos. Clasificar y doblar la ropa lavada, carga tras carga. Blanca y colores claros, oscura y colores fuertes.
A primera hora de la mañana había hielo, una delgada alfombra de peligro en cada superficie pavimentada, con coches patinando y chocando por todas partes, en las calles pequeñas y en las avenidas, en las inclinadas rampas de entrada a las casas. Kate daba gracias por vivir en el centro, donde el tráfico de los banqueros más madrugadores derretía el hielo de las calles antes de que ella se sentara en los asientos con calefacción de su coche a las ocho en punto y empezara a sortear víctimas del mal tiempo. Un Porsche se había chocado con un muro de piedra y una grúa arrastraba un Ferrari que se había empotrado contra un árbol. Luces de emergencia en la niebla espesa y gris.
Para entonces Dexter ya estaría en el despacho. Si el vídeo era lo primero que comprobaba, entonces ya lo sabía.
Kate debió de mirar su teléfono móvil unas cien veces, dando por hecho que no había oído la llamada de Dexter, esperando a cada momento ver un mensaje del buzón de voz y escuchar la voz de su marido: «¿Qué coño estabas haciendo en mi despacho?». Pero el mensaje nunca apareció. La única persona que llamó fue Julia. Kate no contestó y Julia no dejó mensaje.
Dexter se había marchado a trabajar más tarde de lo normal y ahora había vuelto a casa antes de lo esperado.
—Salgo mañana para Londres —anunció—. Será mi último viaje en un tiempo. Mi último viaje de trabajo. Pero te acuerdas de que este fin de semana nos vamos a Ámsterdam, ¿verdad?
—Claro —dijo Kate.
Dexter era quien había organizado el viaje a Ámsterdam, porque un viejo amigo suyo se encontraba allí de paso por trabajo, un compañero de profesión de sus primeros años de currito en un proveedor de Internet. Se habían reencontrado en las redes sociales y pensaron que sería divertido volver a verse, después de tanto tiempo, en Europa.
Así que aquel era el primero de los viajes en familia para el que Kate no había hecho las reservas desde casa. Desde el ordenador portátil que Julia había utilizado en una ocasión, durante diez minutos, para ver sus correos, cuando se había quedado sin Internet en casa.
Dexter se levantó antes del amanecer. Kate se quedó en la cama sin moverse, mirando la pared oscura mientras él se duchaba y se vestía aprisa. Cuando escuchó la puerta cerrarse, se levantó.
Inició su investigación en la oscuridad que precede a la aurora en el ordenador. Accedió a sus cuentas conjuntas, la de Luxemburgo y la que tenían en Washington. La cuenta corriente americana tenía un sistema de seguridad
online
mínimo, que solo requería un nombre de usuario y una contraseña. Pero la de Luxemburgo pedía un nombre de usuario largo y complejo, una retahíla ininteligible de cifras y letras. Después, una contraseña similar. Y después de eso, un código de acceso, en el que Kate tenía que insertar los números y letras correctas de una clave de modo similar a quien hace un puzzle.
Si hacía falta toda esa parafernalia para una cuenta de 11.819 euros, no quería ni pensar en la que haría falta para una cuenta de 50.000.000 de euros. Cincuenta millones de euros robados. Esta clase de códigos eran demasiado complejos para que Dexter —para que nadie— los memorizara. Tenía que haber un registro de los números de cuenta y del protocolo de seguridad en alguna parte. No en su oficina, que estaba en un edificio institucional, en el centro de la ciudad y rodeado de cuerpos de seguridad. Un lugar que podía ser registrado, cerrado, una propiedad susceptible de ser embargada.
Una información así tenía que guardarla en casa.
Empezó a abrir y cerrar a toda prisa todos los archivos del disco duro o en el servidor o en la nube, archivos que no eran suyos, buscando una información similar para una cuenta distinta.
Cuando los niños se despertaron, hambrientos, aún no había encontrado nada. Era lo que esperaba. Tal y como había dicho Dexter, ningún ordenador es seguro. Así que a Kate no le quedaba otra opción que perseverar y ser paciente.
Tenía que estar ahí, en alguna parte.
Le llevó dos horas revisar todos los archivos del cajón de la mesa de despacho de casa, cada papel, cada sobre y carpeta, buscando una nota escrita a mano, hojas tamaño folio impresas desde el ordenador de casa, garabatos sobre facturas de teléfono, cualquier cosa en la que Dexter pudiera haber anotado un código.
Nada.
Se centró entonces en los libros que había escogido Dexter para llevarse a Europa, un puñado de novelas, diccionarios de lenguas extranjeras, guías de viaje, manuales técnicos. Todo lo que descubrió es que parecían gustarle especialmente unas líneas de
La conjura de los necios
.
Examinó cada libreta que encontró en la casa, incluidas las de los niños: blocs diminutos, medianos, los más grandes para escribir redacciones y también los de dibujar, tratando de no distraerse con las creaciones artísticas. Ben, concretamente, parecía haber atravesado una etapa bastante divertida en la que dibujaba retratos con forma de calcetín.
Talonarios americanos, resguardos de depósitos, matrices de chequeras. Álbumes de fotos. Los pasaportes de los niños. La mesilla de noche. El armario de las medicinas. Los bolsillos de los abrigos. Los cajones de la cocina. Nada.
A las diez y media Dexter regresó de Londres, exhausto. Daba la impresión de que se hubiera marchado años atrás, en lugar de aquella misma mañana. Habló poco —«El vuelo no ha estado mal», «La reunión ha ido bien»— y enseguida se fue a la cama derrotado con un libro de tapa dura, un grueso volumen sobre mercados financieros.
Seguía sin mencionar nada sobre la cámara de vídeo de su despacho. No había dicho una sola palabra sobre algo que fuera importante.
Kate se tumbó a su lado, cogió su revista, la abrió por la página del sumario, pasó páginas tratando de leer, pero solo ojeando, paseando la vista sobre las fotografías y las palabras.
Dexter enseguida se quedó dormido. Kate mantuvo los ojos fijos en la revista, matando el tiempo, pasando páginas en silencio, mirando las fotografías, diseccionando los píxeles de cada imagen, abstracciones de forma y color. Era una revista americana de hacía dos meses, cotilleo desfasado sobre famosos, crónicas culturales sin ningún interés y un artículo largo sobre política que parecía salido no solo de otro país y otro continente, sino de otro mundo. De un planeta en el que Kate en otro tiempo vivió pero que ahora a duras penas reconocía.
Esperó cinco minutos desde que Dexter empezó a roncar. Entonces se levantó de la cama.
Bajó de puntillas a oscuras al piso de abajo. Se llevó la cartera de Dexter al cuarto de baño y cerró la puerta. Echó la cerradura. Sacó todas las cosas que la cartera contenía una por una: tarjetas de crédito y documentos de identidad, recibos, billetes de varias denominaciones y distintos países.
Lo examinó todo y no encontró nada.
Cogió un paño de la cocina y lo llevó al escritorio donde estaba el teléfono móvil de Dexter, lo enchufó al cargador y la luz roja se encendió. Envolvió el teléfono en la toalla, para amortiguar el pitido cuando lo desenchufara. Regresó al cuarto de baño y se sentó en el váter mientras repasaba la lista de contactos, notas y últimas llamadas recibidas, cualquier aplicación que le diera una oportunidad de teclear y salvar una combinación de cifras o de letras.
Descubrió que Dexter no había hecho ninguna llamada durante su día en Londres. Al repasar la lista de llamadas hechas o recibidas durante los últimos sesenta días, descubrió que no había hecho ninguna internacional durante ninguno de sus viajes al extranjero, excepto a casa.
Cerró el teléfono y reflexionó sobre lo extraño que era que Dexter no hubiera hecho ninguna llamada internacional en viajes de trabajo al extranjero. Ni una sola llamada a secretarias para confirmar reuniones, para hacer preparativos. Ninguna llamada de seguimiento después de una reunión. ¿Nunca había tenido detalles que discutir con nadie?
No parecía demasiado lógico.
Más bien era imposible.
O bien Dexter no había ido a esos viajes o bien tenía otro teléfono.
Cuando Kate pensaba en las cosas que no quería hacer —como investigar a Dexter—, así era precisamente como se imaginaba, de puntillas por su propia casa, a oscuras y en plena noche, husmeando en sus cosas mientras él dormía.
Por esa razón se había prometido a sí misma que, una vez que estuvieran casados, nunca volvería a investigarle. No quería hacer esto, no quería sentirse así.
Y, sin embargo, ahí estaba, llevándose su portafolios de nailon al cuarto de baño y cerrando la puerta con pestillo. Palpó los bolsillos interiores, desabrochando, abriendo botones, despegando velcro sin esperanzas de encontrar nada, pero entonces vio algo…, ¿el qué?…, una lengüeta de tela en el fondo de la cartera…
Con el pulso acelerado, tiró del centímetro de tela negra, de nuevo esperanzada. Levantó un grueso fondo de nailon y ahí estaba, un compartimento oculto y, dentro de él, un teléfono. Un trozo de plástico y metal que le resultaba desconocido.
Se quedó mirando aquella prueba incriminatoria, la entrada a una madriguera de la que quizá no podría salir. Consideró la posibilidad de volver a poner el teléfono en el bolsillo secreto y el portafolios en el recibidor. «¿De qué coño va esto, Dexter?».
Pero no lo hizo.
Encendió el teléfono y la pantalla parpadeó. Miró el reflejo azulado, los iconos de las aplicaciones, la barras que indicaban que había cobertura. Pulsó el icono de teléfono y el de llamadas recientes y estudió la lista, mientras las paredes de la madriguera se estrechaban a su alrededor.
Marlena: ayer a las 9.18.
Marlena: hace dos días a las 19.04.
Un número de Londres, prefijo 44-20, que no había sido añadido a la lista de contactos, a las 16.32.
El día anterior a ese, Marlena, y otra vez el último lunes por la noche.
Abrió la lista de contactos, solo había dos. Marlena, con un número de Londres, y Niko, con un prefijo que no reconoció. Memorizó los dos.
¿Quiénes serían Marlena y Niko?
Dexter se levantó tarde. Desayunó con Jake y Ben y no subió a ducharse ni a vestirse hasta que estos se hubieron ido al colegio. De repente estaba perezoso, después de cuatro meses de adicción al trabajo.
Pero cuando Kate volvió a casa, ya no estaba. De vuelta a la cámara de vídeo que la había grabado a ella. De vuelta a su inexplicable despacho. De vuelta a su teléfono secreto, a su extraña lista de contactos, a sus cincuenta millones de euros robados. De vuelta a su otra vida.
A Kate le costaba trabajo respirar.
Se puso de nuevo manos a la obra. Revolvió el sótano, buscando entre los aparatos electrónicos americanos que no funcionaban en Europa. Examinó la parte posterior del viejo televisor, el interior de las lámparas de mesa, las ranuras de la tostadora, el filtro de la cafetera. La caja de
tupperwares
, copas desparejadas, cuencos chinos comprados por impulso y para nada. Las llantas del coche para el verano. La bomba para inflar las ruedas de las bicicletas, las maletas, las etiquetas para las maletas.
Entre todas aquellas porquerías sin usar e inservibles había una caja con ropa, «Ropa de trabajo de Kate», ponía. Trajes oscuros de lana, blusas blancas almidonadas con los cuellos casi raídos por el uso. Su antigua vida, empaquetada y olvidada en un sótano.
Fue a la panadería y pidió un bocadillo de jamón. Mientras esperaba, trató de pensar cómo podría empezar a investigar a Marlena y a Niko sin llamar a sus teléfonos. Eso dejaría pistas; se darían cuenta.
Y si no era Dexter quien revisaba las cintas de vídeo, ¿quién lo hacía?
Miró en el cajón de los calcetines, en el de la ropa interior, en el de las camisetas; en los bolsillos de los vaqueros, de los trajes de chaqueta y de los abrigos. Palpó las costuras de sus cinturones, de sus corbatas, las suelas de los zapatos, los tacones, debajo de las plantillas.
Recogió a los niños en el colegio, compró pasteles y los instaló frente al televisor, donde ponían dibujos animados en francés.
Bob l’Éponge
. Siempre ponían
Bob l’Éponge
.
Revisó las carátulas de los CD, las solapas interiores de los álbumes de fotos sentada en el sofá con los niños.