—Mamá —dijo Jake—, tengo hambre.
Se le había olvidado dar de comer a sus hijos.
No escuchó a Dexter entrar. La campana extractora de humos estaba puesta. Kate estaba friendo.
—Hola.
Se sobresaltó y levantó la mano derecha, con la que sujetaba la sartén. El pollo salió despedido y el borde de la sartén le golpeó la mano, dejando una línea roja en la carne. La soltó en el fregadero con estrépito y soltó un gemido, alto y breve.
—Vaya —dijo Dexter corriendo hasta la cocina, pero, una vez allí, sin saber cómo ayudar.
Kate corrió a la pila, abrió el grifo y puso el brazo debajo.
—Lo siento —dijo Dexter—. Lo siento mucho.
Durante los últimos segundos Kate se había olvidado de la cámara de vídeo, del dinero y de Marlena y Niko. Pero ahora se acordaba de nuevo.
Dexter le puso una mano en el hombro.
—Lo siento —repitió mientras se arrodillaba para recoger el pollo y tirarlo a la basura. Después recogió los trozos que se habían quedado junto a los quemadores y los volvió a poner en la sartén—. Todavía se puede comer, ¿no?
Kate asintió.
—¿Voy por el botiquín?
La tenue línea roja cubría cinco centímetros de carne en la cara interior del brazo. Kate lo sostuvo bajo el chorro de agua fría.
—Sí, gracias.
Miró a su marido. Le miró a los ojos, fijos en ella y llenos de preocupación. Dexter nunca se había quemado cocinando. No cocinaba lo suficiente como para cometer errores así. Jamás se había cortado con un pelador, ni se había hecho daño en la yema del dedo con un cuchillo mondador, ni se había quemado un brazo con agua hirviendo o hecho ampollas en el dorso de la mano al freír.
Pero lo que sí había hecho era robar cincuenta millones de euros.
Cenaron y recogieron la mesa. Les leyeron un cuento a los niños, después leyeron ellos un rato y Dexter se quedó dormido sin hacer mención alguna a la cámara de vídeo.
Kate permaneció tendida a su lado sin poder dormir.
Marlena y Niko.
—Y Dexter, ¿qué tal? —preguntaba Claire.
Estaban en la puerta del colegio esperando a que dieran las tres.
—¿Perdón? —Kate estaba del todo absorta en sus obsesiones. Todavía no había descubierto nada de valor: ni extractos bancarios ni pistas sobre Marlena y Niko ni información sobre el robo de cincuenta millones de euros en ninguna parte del mundo. Y encima aquella noche salían hacia Ámsterdam y Kate no había hecho aún las maletas. Dexter estaría en casa a las cuatro y media, deseando coger la carretera. Se estaba quedando sin tiempo.
—Estaba diciendo que Sebastian es un completo inútil en las tareas de casa. ¿Dexter sí ayuda?
—No —tuvo que admitir Kate—. Dexter tampoco ayuda mucho. Yo me ocupo de la casa.
—¿Montas los muebles de Ikea? —preguntó Claire. Una vez Kate había montado una cómoda de 388 piezas.
—Sí —admitió. Montar aquella cómoda le había llevado cuatro horas.
—Sebastian lo intenta —dijo Claire—, pero solo si se lo pido por favor.
—Paolo igual —dijo Sofía.
—Pues yo a Henrik —dijo Cristina acercándose y bajando la voz— tengo que hacerle una mamada si quiero que me cambie una bombilla.
Kate sabía que Cristina bromeaba con lo de la felación, pero tal vez no fuera una mala idea, porque Dexter nunca…
Pero entonces se dio cuenta de que sí lo había hecho, entrar en el aburrido mundo de las reparaciones domésticas, y sin que se lo pidieran. Solo una vez.
Dejó los calcetines y la ropa interior sobre la cama. Dobló las camisetas y los pantalones y renunció a doblar las sudaderas y los jerséis. Era imposible.
Atacó con el destornillador eléctrico, bzzzz, bzzzz, sacando tornillos, retirando el panel y dando la vuelta al tablero de aglomerado, al de fibra de vidrio, al de plástico de ABS. Estaba deconstruyendo el escritorio del cuarto de los niños, el único mueble de Ikea en cuyo montaje Dexter había intervenido. Después de que estuviera montado, le había hecho algunos cambios —¿cuándo?, ¿hacía un mes?, ¿dos?— que Kate no había pensado que fueran necesarios.
Le dio la vuelta al armazón e inspeccionó la parte interior, el rectángulo de piezas de cuatro por diez que le daban su forma al mueble, y las desatornilló, separándolas unas de otras, arrancándolas.
Nada. No lo podía creer. Estaba segura —estaba convencida— de que tenía que estar allí.
Examinó los bordes de las piezas, miró en los agujeros de los tornillos que las habían sujetado, una y después otra…
Suspiró.
En el extremo de una de las patas había…, ¿había algo?…, una hendidura en la madera en la que no había reparado cuando el escritorio estaba de pie. Trató de meter el dedo índice, pero no cabía, tampoco el meñique. Cogió el destornillador y lo insertó… inclinándolo…, empujando y tirando al mismo tiempo…, deslizándolo…
Sobre la alfombra cayó un papel, doblado hasta formar un paquetito rectangular.
Allí estaba.
Cogió el pedacito de papel, lo desdobló hasta que tuvo el tamaño de un envoltorio de chicle y se encontró una secuencia incomprensible de números y letras escritos a mano.
El reloj, el carísimo regalo de Navidad, marcaba las 15.51. Kate miró el caos en que había convertido la habitación de los niños, ropa por todas partes, el escritorio desmontado, las partes desparramadas y herramientas repartidas por el suelo.
Dexter llegaría en cuarenta minutos —treinta y nueve—, preparado para emprender el largo viaje en coche a Holanda.
Kate cogió el trozo de papel y lo alisó contra el suelo. Se sacó el teléfono del bolsillo, hizo una fotografía y se aseguró de que todo salía legible en la imagen. Después volvió a insertar el papel con cuidado en la ranura que hacía las veces de escondite.
Cogió de nuevo el destornillador y se puso a trabajar de memoria, a partir de otros muebles de Ikea que había montado, ensamblando piezas, clavando, atornillando, ajustando.
A las 16.02 Jake apareció en la puerta.
—Mamá, ¿qué estás haciendo?
—Nada, cariño.
—Mamá, se ha terminado
Bob l’Éponge
.
Bzzz, bzzz.
—¿Y no ponen otra cosa?
—Sí, pero no me gusta.
Bzzs, bzzz.
—¿Y qué quieres que haga yo, cariño?
—Puedes cambiar de canal.
—¡Joder, Jake! —gritó Kate sin previo aviso. El niño se tambaleó, asustado—. ¡Tengo que terminar esto! ¡Déjame terminar lo que estoy haciendo!
Jake empezó a llorar y se marchó encogido. Kate se sentía fatal y al mismo tiempo estaba histérica.
A las 16.13 el armazón estaba terminado.
Kate suspiró, algo aliviada. ¿Cuánto le llevaría montar los cajones? Se puso con el primero, cronometrando lo que tardaba. La tarea resultó más complicada de lo que había supuesto y le llevó cuatro minutos. Había seis cajones.
Se dio más prisa. El segundo fue más fácil —ya sabía cómo hacerlo—, pero seguía habiendo un montón de tornillos. Tardó menos de tres minutos, pero no le iba a dar tiempo.
—¿Mamá?
Ahora era el turno de Ben.
—¿Sí? —dijo Kate sin volverse para mirarlo.
—Ese mueble es de papá.
—Es verdad. Lo arregló la última vez.
—¿Pero lo hizo mal? ¿Y por eso tienes que arreglarlo tú otra vez?
¿Cómo explicar aquello?
—No —dijo Kate—. Es que se ha vuelto a romper.
Aquello iba a ser un problema en el que ni siquiera había pensado. Se puso de pie y caminó hasta el niño.
—No se lo cuentes a papá, ¿vale?
—¿Por qué?
—Porque se pondría triste.
—¿Porque lo hizo mal?
«Sí —pensó para sus adentros—. Lo hizo bastante mal».
—Eso es.
—Ah.
—Así que será un secreto, ¿de acuerdo?
Pedirle a su hijo que mintiera a su padre, eso sí que era una verdadera mierda.
—De acuerdo —dijo Ben sonriendo. Le gustaban los secretos. Salió de la habitación.
El tercer cajón le llevó dos minutos, los mismos que había durado la conversación con Ben. Eran las 16.27.
Kate miró a su alrededor con desesperación. Dexter llegaría tarde, estaba claro; siempre lo hacía. Nunca estaba en casa a la hora en que decía que estaría.
Salvo cuando iban a salir de viaje.
Era imposible que le diera tiempo a terminar. Cogió la parte delantera de un cajón y la unió con los laterales, sin tornillos y sin la parte de atrás, sin ajustar. Se sostenía. Lo levantó con cuidado y lo encajó en el hueco despacio, muy despacio…, la parte frontal se cayó al suelo con gran estrépito. Del piso de abajo llegó una voz.
—¡Papá!
Cogió el trozo de cajón y lo metió de nuevo, empujándolo con la base de la mano; esta vez no se cayó.
—¡Hola! —gritó Dexter desde la escalera, todavía en el piso de abajo.
—¡Hola! —contestó.
Repitió la operación con otro cajón mientras los oía charlar abajo, a su marido y a sus hijos, pero sin escuchar lo que decían. Como los adultos en las tiras cómicas de Snoopy.
Metió otro cajón.
Oyó las pisadas de Dexter mientras subía por las escaleras de piedra.
Quedaba un cajón. No lo conseguiría, ni siquiera tenía tiempo de reunir las partes. Cogió la parte delantera y la trasera con la mano derecha. Con la izquierda agarró un bidón grande de plástico lleno de piezas de Lego. Colocó el frontal del cajón donde debería ir y apoyó contra él el bidón de Lego, de forma que lo sujetara.
—¿Está todo preparado? —preguntó Dexter desde lo alto de las escaleras, doblando la esquina del pasillo.
Kate echó un vistazo al caos restante, a las ropas, la —¡mierda!— caja de herramientas. Cogió la manta naranja de la cama de Jake y cubrió con ella la caja en el instante mismo en que Dexter entraba en la habitación.
—¿Ya está todo? —Miró a su alrededor—. ¿Qué ha pasado aquí?
Kate se apartó el pelo de la frente y se lo sujetó detrás de la oreja.
—Estaba ordenando la ropa de los niños. Hay mucha que les queda pequeña y quiero tirarla.
Dexter miró el escritorio, que no estaba exactamente contra la pared.
—Lo siento, me he liado.
Caminó por la habitación lejos del escritorio, lejos de su intento por ocultar lo que había hecho. Cogió la bolsa de viaje que había llevado desde el dormitorio esa mañana —¿por qué no había hecho las maletas por la mañana?— y la puso sobre la cama.
—Tardaré un minuto —dijo—. ¿Tú ya has preparado tus cosas?
—Sí, lo hice esta mañana. ¿Y tú?
Kate negó con la cabeza.
—Dame —dijo Dexter cogiendo la bolsa—. Yo guardaré lo de los niños.
Kate no sabía qué decir.
—¿Dónde está la ropa que les queda demasiado pequeña?
—Eh…, esa ya la he sacado.
—¿Ah sí? —dijo Dexter arqueando las cejas—. ¿Y qué has hecho con ella?
¿Sospechaba algo o tan solo era curiosidad?
—La he llevado… al contenedor de ropa usada. En el sótano.
—¿Eso es para ropa? Creía que era para toallas, sábanas, cosas de ese tipo.
—Ropa también. Luego la clasifican en el centro.
No tenía ni idea de lo que estaba diciendo.
—Ya veo. Muy bien, entonces. —Tenía una mano en el hombro de Kate—. Pues vete a hacer el equipaje.
¿Podría salir de esta? ¿Podía mandarle al piso de abajo a hacer compañía a los niños? ¿Se le ocurría alguna mentira que impidiera que se quedara solo en aquella habitación? No.
¿Acaso Dexter quería quedarse solo en la habitación porque sabía lo que estaba pasando?
—Gracias —dijo—. Siento no haber hecho antes el equipaje.
Salió al pasillo y se quedó allí esforzándose por escuchar lo que Dexter hacía. Los sonidos eran demasiado débiles, un susurro, una respiración. Nada que sugiriera que alguien estaba cambiando de sitio un bidón de plástico, ni tampoco partes de un mueble desmoronándose.
Eligió su ropa lo más rápido que pudo, aquel sería un viaje de cuarenta y ocho horas. Como los de Estrasburgo, Brujas, Colonia. Habían hecho los suficientes como para aprender a hacer el equipaje justo. Este viaje no tenía por qué ser distinto de una excursión de un solo día, repetida.
Llevó el montón de ropa al dormitorio de los niños casi corriendo por el pasillo, nerviosa.
Dexter estaba en el centro de la habitación, doblando la manta naranja de Jake.
La caja de herramientas estaba al descubierto, abierta, el destornillador eléctrico sobre la alfombra, junto a la pesada caja naranja y negra que contenía las herramientas grandes. Dexter la miraba mientras doblaba la manta. No dijo nada.
Kate atravesó la habitación hasta la cama de Ben, donde estaba la bolsa de viaje abierta y a medio llenar con ropa de los niños. Puso sus cosas dentro y cerró la cremallera.
Miró a Dexter dejar la manta doblada sobre la cama y salir de la habitación, todavía sin decir nada. Después volvió la vista hacia el escritorio. El frontal del cajón que estaba sin atornillar se había deslizado unos centímetros. Continuaba apoyado sobre el bidón de plástico, no se había caído al suelo, pero era evidente, para cualquiera que mirara, que estaba suelto. Que se había caído o que alguien lo había desmontado. Que allí había pasado algo.
Pero ¿había mirado Dexter?
Los canales de Ámsterdam brillaban con luz trémula en la fría noche y la superficie del agua parecía una manta arrugada y salpicada de luces reflejadas, procedentes de farolas, restaurante, bares y casas. Las persianas de todas las casas estaban subidas, las cortinas, descorridas, y se veía a gente sentada en sus salas de estar leyendo el periódico o tomando una copa de vino, familias reunidas alrededor de la mesa, niños mirando la televisión, todo ello a la vista de los vecinos, de extraños, del mundo en general.
Dexter encontró un espacio donde aparcar cerca del hotel, junto al canal, maniobrando el coche hacia delante, despacio y con cuidado, ya que no había barrera de separación entre la calle empedrada y la caída de tres metros hasta el agua. Compró una tarjeta de aparcamiento en una máquina expendedora por cuarenta y cinco euros y la pegó en la ventanilla, válida durante veinticuatro horas. Unos meses atrás, Dexter no habría sabido cómo hacer esto, pero ahora se desenvolvía a la perfección, desentrañando instrucciones en idiomas que no hablaba, pulsando botones, pasando tarjetas de crédito por ranuras, guardándose vales en la cartera que después había que validar y reinsertar en las máquinas antes de salir o colocando papelitos sobre el salpicadero del coche que salían volando cuando abrías la puerta en un día de viento.