Hospital Bellevue
EPH SE ALEJÓ DE LA VENTANA mientras los vampiros confluían en el Hospital Bellevue desde las calles adyacentes. Había metido la pata… El pánico le quemaba la boca del estómago. Todo estaba perdido.
Su primer impulso fue seguir subiendo y ganar tiempo mientras llegaba hasta el tejado, pero era obvio que se trataba de un callejón sin salida. La única ventaja de estar en el tejado era que podría lanzarse al vacío si tuviera que escoger entre la muerte y una vida vampiresca en el más allá.
Descender significaba abrirse paso entre los
strigoi
, pero eso sería como correr hacia un enjambre de abejas asesinas: era casi seguro que sería picado al menos una vez, y con eso bastaría.
Así que correr no era una opción, ni tampoco lo era resistir de manera suicida. Pero él había pasado suficiente tiempo en los hospitales como para ignorar que ese era su territorio. Él tenía ventaja; solo le faltaba encontrarla.
Pasó raudo frente a los ascensores de los pacientes y de repente se detuvo, dándose la vuelta ante el panel de control de la tubería del gas. Era el control de emergencia de toda la planta. Retiró la cubierta de plástico, abrió el regulador y apuñaló el mecanismo hasta escuchar un silbido agudo.
Corrió hacia las escaleras, salvando el tramo que lo separaba del panel de control del siguiente piso, y repitió la misma operación otra vez. Luego regresó a las escaleras y escuchó el pesado chapoteo de los pies muertos y descalzos de los chupasangres empujándose desde las plantas inferiores.
Se arriesgó a subir otro piso, y se ocupó del panel con rapidez. Apretó el botón del ascensor, pero decidió buscar los ascensores de servicio, los que se utilizaban para transportar los carros de material y las camillas de los pacientes. Los encontró, y presionó el botón.
La adrenalina producto de la supervivencia y de la persecución le suministró una descarga sanguínea más dulce que la de cualquier estimulante artificial que pudiera encontrar. Ese, comprendió, era el efecto que buscaba con las drogas farmacéuticas. Después de tantas batallas a vida o muerte, sus receptores del placer se habían alterado. Demasiados altos y muy pocos bajos.
La puerta del ascensor se abrió y él pulsó la «S» del sótano. Los letreros de las paredes le recordaban la importancia de conservar las manos limpias y la confidencialidad en el tratamiento de los pacientes. Un niño le sonreía desde un cartel sucio, guiñándole el ojo mientras chupaba una piruleta, con el pulgar levantado. «Todo irá bien», decía el estúpido cartel, que también contenía horarios y fechas de una exposición de pediatría celebrada hacía un millón de años. Eph guardó una de las espadas en la bolsa que llevaba a la espalda mientras veía descender el número de los pisos en el panel. El ascensor dio una sacudida y se detuvo en medio de la oscuridad. Estaba atascado entre dos plantas. Era un escenario de pesadilla, pero el ascensor se tambaleó y siguió bajando. Como con todo lo que requería mantenimiento, no te podías fiar de estos artefactos mecánicos…, si tenías otra opción mejor, claro.
La puerta abollada del ascensor se abrió finalmente, y Eph salió al área de servicio del sótano, donde las camillas se amontonaban contra la pared como carritos de supermercado en espera de clientes, con sus colchones desnudos. Unos metros más allá, había un carrito de lavandería bajo una rampa para la ropa sucia.
En un rincón, una docena de tanques de oxígeno yacía sobre unas carretillas de largas asas. Eph actuó tan rápido como se lo permitía su cansancio crónico, y acomodó cuatro tanques en cada ascensor. Retiró los tapones metálicos, y golpeó con ellos las válvulas de las boquillas hasta escuchar el silbido tranquilizador del escape de gas. Apretó el botón de la planta superior y las tres puertas se cerraron de inmediato.
Sacó de su mochila una lata de líquido inflamable a medio llenar. Su caja de cerillas estaba en algún sitio en el bolsillo de su chaqueta. Con manos temblorosas, volcó el carro de la lavandería, vaciando la ropa de cama delante de los ascensores; luego apretó la lata del combustible con un regocijo perverso, y roció el líquido sobre la pila de algodón. Encendió un par de cerillas y las dejó caer sobre la pila, que crepitó con un
whumph
flamígero. Eph oprimió el botón de llamada de los tres ascensores —que se manejaban individualmente desde el sótano de servicio— y corrió como un loco en busca de una salida.
Vio el enorme panel de control con tubos de colores de la planta de servicio, protegido con barrotes. Sacó un hacha de una vitrina, y pudo levantarla con dificultad. Cortó los empalmes de las válvulas de salida, utilizando más el peso del hacha que sus menguadas fuerzas, y el gas comenzó a silbar. Eph cruzó la puerta de salida y se encontró en medio de la lluvia, de pie en una zona de bancos y aceras agrietadas llenas de fango de un parque, desde el cual se veía la autopista Franklin D. Roosevelt y el East River, azotado por la lluvia. Y por alguna razón, en lo único que atinó a pensar fue en la frase de una vieja película,
El jovencito Frankenstein:
«Podría ser peor: podría estar lloviendo». Eph se rio entre dientes; la había visto con Zack y durante varias semanas habían intercambiado citas del final: «Allá lobo… Allá castillo».
Eph se encontraba justo detrás del hospital. No tenía tiempo para correr hacia la calle. Se apresuró entonces a través del pequeño parque, pues necesitaba alejarse todo lo que pudiera del edificio.
Cuando llegó al otro lado, vio otra horda de vampiros trepar por el muro que daba a la autopista Roosevelt. Más asesinos enviados por el Amo, con el metabolismo exacerbado de sus cuerpos despidiendo un vaho de vapor bajo la lluvia.
Eph corrió hacia ellos, esperando que el edificio explotara y se derrumbara en cualquier momento. Dio patadas a los primeros vampiros, obligándolos a soltarse del muro y caer a la alameda, donde aterrizaron con manos y pies; se irguieron de inmediato, como personajes indestructibles de un videojuego. Eph avanzó a toda velocidad por el borde superior del muro, hacia los edificios del centro médico de la universidad, intentando alejarse del Bellevue. La garra de un vampiro se aferró a la parte superior del muro, y una cabeza calva asomó con las pupilas dilatadas y enrojecidas. Eph se arrodilló e introdujo la punta de su espada en la boca del vampiro, alojándola en la parte posterior de su garganta caliente. Pero no lo traspasó ni lo destruyó. La punta de plata lo quemó, evitando que su mandíbula se desencajara y sacara su aguijón.
El vampiro no podía moverse. Sus ojos enrojecidos miraban a Eph en medio de la confusión y el dolor.
—¿Me ves? —preguntó Eph.
Las pupilas del vampiro no denotaban ninguna expresión. Eph no se dirigía a él, sino al Amo que observaba a través de los ojos de la criatura.
—¿Ves esto? —le espetó.
Giró la punta de la espada, haciendo que el vampiro mirara hacia el Bellevue. Otras criaturas trepaban por la pared, y algunas abandonaban el hospital, con la intención de atrapar a Eph. Le quedaban pocos minutos. Temía que su acto de sabotaje hubiera fracasado, y que la fuga de gas se evaporara fuera del hospital.
Eph volvió a interpelar al vampiro, como si estuviera en presencia del Amo:
—¡Devuélveme a mi hijo!
Apenas pronunció la última palabra, el edificio explotó a su espalda, lanzándolo hacia delante, de forma que atravesó con su espada la garganta del vampiro. Eph sujetó la empuñadura y la hoja salió de la cara del vampiro en medio de la onda explosiva.
Eph aterrizó en el techo de un coche abandonado, como tantos otros, en el carril interior de la calzada. El vampiro se estrelló en la calle, junto a él.
Las caderas de Eph recibieron la peor parte del impacto. Aunque los oídos le zumbaban, escuchó un sonido agudo y sibilante y dirigió su mirada hacia la lluvia negra. Vio algo semejante a un misil describir una trayectoria en arco y sumergirse en el río. Era una de las bombonas de oxígeno.
Los pesados ladrillos de mortero caían sobre la calzada. Millones de fragmentos de cristal brillaron como diamantes en la lluvia, antes de chocar contra el pavimento. Eph se protegió la cabeza con su impermeable mientras se deslizaba por el techo abollado, haciendo caso omiso del dolor en sus caderas.
Mientras se ponía en pie notó dos fragmentos de cristal que tenía clavados en la pantorrilla. Se los sacó y la sangre manó de las heridas. Oyó un chirrido húmedo y agitado…
Excitado y hambriento, el vampiro se agitaba tendido sobre la mancha de sangre blanca que manaba de su nuca. La sangre de Eph era el anuncio de la cena.
Eph se acercó, le apretó la mandíbula dislocada y rota, y vio que sus ojos rojos lo escrutaban, antes de reparar en la punta de plata de su espada.
—¡Quiero a mi hijo, hijo de puta! —le gritó Eph.
Entonces liberó al
strigoi
con un sablazo feroz en la garganta, cercenándole la cabeza e interrumpiendo la comunicación con el Amo.
Eph se levantó, cojeando y cubierto de sangre.
—Zack… —murmuró—, ¿dónde estás…?
Y entonces emprendió el peligroso viaje de regreso a casa.
Central Park
EL CASTILLO BELVEDERE, situado en el extremo norte del lago de Central Park a lo largo de la calle 79 Transverse Road, era una «extravagancia» gótica y victoriana construida en 1869 por Jacob Wray Mould y Calbert Vaux, los diseñadores del parque. Lo único que Zachary Goodweather conocía era su aspecto tenebroso y
cool
, lo cual siempre le había atraído: un castillo medieval (para su mente fantasiosa) en el centro del parque, en el corazón de la ciudad. De niño, solía imaginar que el castillo era una fortaleza gigantesca construida por los trolls para el arquitecto originario de la ciudad, un señor sombrío llamado Belvedere que vivía en las catacumbas excavadas en las profundidades rocosas del castillo, e imaginaba que por la noche se transformaba en una ciudadela inquietante y oscura donde este se ocupaba de sus criaturas, que rondaban por todo el parque.
Esto era cuando Zack aún recurría a la fantasía de los cuentos de hadas, grotescos y sobrenaturales, para soñar despierto y escapar al aburrimiento del mundo moderno.
Ahora sus sueños eran reales. Todas sus fantasías eran posibles. Sus deseos se habían materializado.
Permaneció en la entrada abierta del castillo —era ya un adolescente—, viendo la lluvia negra azotar el parque y anegar el Estanque de la Tortuga, en otro tiempo rico en algas y rodeado de una vegetación verde y exuberante, y ahora reducido a un agujero negro cubierto de lodo. El cielo lucía amenazador y sombrío, como siempre. La ausencia del azul en el cielo significaba que las superficies de agua tampoco eran de este color. Durante dos horas al día, una escasa luz cenital se filtraba entre la cubierta de turbulentas nubes, lo que aumentaba la visibilidad, y fue en ese espacio de tiempo cuando vio los tejados de la ciudad a su alrededor, y el pantano semejante a Dagobah en el que se había convertido el parque. Las lámparas de energía solar circundantes no podían absorber la suficiente energía para iluminar las veintidós horas de oscuridad, y su luz se desvanecía tan pronto como los vampiros regresaban de su retiro subterráneo oculto en las sombras.
Zack había crecido mucho en el último año; su voz era un poco más grave y sus facciones se estaban definiendo, mientras que su torso parecía alargarse durante el transcurso de la noche. Sus piernas eran fuertes, y subió por las escaleras de caracol de fino hierro que conducían al Observatorio Natural Henry Luce, situado en el segundo piso. A lo largo de las paredes y debajo de las mesas de cristal había una muestra de esqueletos de animales, plumas de aves y pájaros de papel maché, así como árboles de madera contrachapada. Central Park era una de las zonas con mayor población de aves de los Estados Unidos, pero habían desaparecido con el cambio climático, tal vez para siempre. En las semanas siguientes a los terremotos y a las erupciones volcánicas desencadenadas por las detonaciones de las cabezas nucleares y las fisiones en las centrales que producían este tipo de energía, el cielo oscuro se había convertido en un cementerio de aves. Toda la noche se escuchaban graznidos y chillidos. Muertes masivas de pájaros, cadáveres alados cayendo del cielo en compañía del granizo negro y plomizo. El firmamento resultaba tan desesperanzador como la Tierra para los seres humanos. Ya no había cielos meridionales a los cuales emigrar en busca de aires más cálidos. Durante varios días, el suelo permaneció literalmente cubierto con el aleteo de miles de alas negras, mientras las ratas voraces se daban un festín con las aves moribundas. Los graznidos agónicos y el ulular del viento marcaban el ritmo del granizo funesto.
Ahora el parque permanecía inmóvil y en silencio, y en sus lagos vacíos no había aves acuáticas. Unos cuantos huesos sucios y restos de plumas se hundían entre el fango del suelo y el pavimento. Ardillas macilentas y sarnosas trepaban de vez en cuando por los árboles, pero su población había disminuido considerablemente en el parque. Zack miró a través de uno de los telescopios —después de deslizar en la ranura una piedra del tamaño de una moneda de veinticinco centavos— y su campo de visión desapareció entre la niebla y la lluvia turbia.
El castillo albergaba también una estación meteorológica antes de que los vampiros llegaran. La mayoría de los equipos aún se encontraban en el tejado puntiagudo de la torre, así como dentro del recinto amurallado al sur del castillo. Anteriormente, las emisoras de la ciudad solían anunciar el estado del tiempo con las palabras «La temperatura en Central Park es…», que era tomada del termómetro de la torre de observación. Ahora era julio, o tal vez agosto, una época que solía ser conocida como «los días de perros» del verano. Sin embargo, la temperatura más alta que Zack había sentido en una noche particularmente suave fue de sesenta y un grados Fahrenheit, dieciséis grados centígrados.
El cumpleaños de Zack era en agosto. Hubiera querido llevar con más cuidado la cuenta del tiempo en el calendario abandonado en la trastienda de la oficina. Creía que tenía trece años. O al menos eso le parecía. Oficialmente, ya era un adolescente.
Zack aún podía recordar —levemente— el momento en que su padre lo llevó al zoológico de Central Park, en una tarde soleada. Habían visitado una exposición natural en el interior del castillo y luego comieron helados italianos junto al muro de piedra, desde donde se veían los instrumentos meteorológicos. Zack recordó haberle confiado a su padre que sus compañeros de escuela a veces bromeaban sobre su apellido, Goodweather
[1]
, anticipando que sería meteorólogo cuando fuera mayor.