El cuerpo del señor Quinlan se levantó con una mirada ajena en sus ojos; una nueva voluntad: la del Amo, que entendía plenamente el lado oscuro de la naturaleza humana, pero no el amor.
—Esto es amor —dijo Eph—. ¡Dios! Es doloroso, pero esto es amor…
Y él, que siempre había llegado tarde a casi todo, estaba allí para cumplir la cita más importante de su vida. Oprimió el interruptor.
No pasó nada. Durante un momento angustioso, la isla fue un oasis de paz, a pesar del enjambre de helicópteros sobrevolando encima de la cabeza de Eph.
Vio al señor Quinlan venir hacia él; la embestida final del Amo.
Luego, dos disparos en el pecho. Cayó al suelo, contemplando sus heridas. Los dos agujeros sangrientos allí, justo a la derecha de su corazón. Su sangre se filtró en la tierra.
Miró a Zack, situado detrás del señor Quinlan, con su rostro radiante bajo la luz del helicóptero. Su voluntad aún presente, no convertido todavía. Vio los ojos de Zack —su hijo, incluso ahora, su hijo—, que aún tenía los ojos más hermosos…
Eph sonrió.
Y entonces ocurrió el milagro.
Fue el más silencioso de los acontecimientos: no hubo terremotos, huracanes, ni la separación de las aguas. El cielo se aclaró de repente y descendió una columna brillante de luz pura y esterilizadora un millón de veces más poderosa que la de cualquier reflector de helicóptero. El manto oscuro se desgarró y una luz cegadora lo iluminó todo.
El Nacido, infectado ahora con la sangre del Amo, siseó y se retorció en la luz incandescente. El humo y el vapor emanaron de su cuerpo mientras gritaba como una langosta hervida.
Nada de esto pudo apartar la mirada de Eph de los ojos de su hijo. Y cuando Zack vio la sonrisa que su padre le dirigía —bajo la luz poderosa del día glorioso—, lo reconoció por todo lo que era, lo reconoció como…
—Papá —dijo Zack en voz baja.
Y entonces el dispositivo nuclear detonó. Todo lo que estaba bajo la luz se evaporó —los cuerpos, la arena, la vegetación, los helicópteros: todo desapareció.
Purgado.
D
esde una playa río abajo, cerca del lago Ontario, Nora vio aquello muy fugazmente. Fet la condujo a un afloramiento rocoso, y ambos rodaron como una bola sobre la arena.
La onda expansiva estremeció los cimientos de la vetusta fortificación de la época de la Guerra de la Independencia, removiendo polvo y fragmentos de piedra de las paredes. Nora estaba segura de que toda la estructura se vendría abajo sobre el río. Sus oídos restallaron mientras el agua circundante se elevaba en un remolino gigantesco, y aunque tenía los ojos bien cerrados y los brazos sobre su cabeza, siguió viendo la luz brillante.
La lluvia sopló hacia los lados, el suelo emitió un gemido lastimero… y entonces la luz se desvaneció, el fuerte de piedra permaneció en pie, y todo quedó inmóvil y en silencio.
Más tarde, Nora comprendería que ella y Fet habían quedado temporalmente sordos por la explosión, pero por el momento, el silencio era profundo y espiritual. Fet aflojó el abrazo protector con el que envolvía a Nora, y se aventuraron de nuevo a la barrera rocosa mientras el agua se retiraba de la playa.
Lo que ella vislumbró —el milagro más grande en el cielo— no pudo comprenderlo por completo hasta más tarde.
Gabriel, el primer arcángel —una entidad de luz tan radiante que hizo palidecer al sol y al velado resplandor atómico—, cayó en espiral por el rayo de luz con sus alas de plata centelleante.
Miguel, el asesinado, plegó sus alas y se desplomó, quedando suspendido casi dos kilómetros por encima de la isla, y luego cayó.
Después, levantándose como si fuera de la tierra misma, llegó Oziriel, unido de nuevo, resucitado de las cenizas colectivas. Rocas y fragmentos de tierra cayeron de sus grandes alas mientras ascendía. Ya no carne, sino espíritu de nuevo.
Nora presenció todos estos prodigios en el silencio absoluto de su sordera momentánea. Y eso, quizá, hizo que aquello enraizara más profundamente en su psique. No podía oír el estruendo furioso en las plantas de sus pies, ni el crepitar de la luz cegadora que calentaba su rostro y su alma. Una auténtica escena del Antiguo Testamento presenciada por una persona que no estaba ataviada con una túnica de lino, sino con ropas de Gap. Ese suceso sacudió sus sentidos y su fe para el resto de su vida. Sin darse cuenta siquiera, Nora lloró las dulces lágrimas de la liberación.
Gabriel y Miguel se unieron a Oziriel y se elevaron juntos hacia la luz. La abertura en las nubes se iluminó resplandeciente mientras los tres arcángeles llegaban hasta ella, entonces, en un destello final de iluminación divina, se introdujeron en su interior y luego se cerró.
Nora y Fet miraron a su alrededor. El río seguía agitado, y su bote había sido arrastrado corriente abajo. Fet examinó a Nora, asegurándose de que se encontraba bien.
Estamos vivos
, musitó; sus palabras no eran audibles.
¿Has visto eso?
, preguntó Nora.
Fet negó con la cabeza, no como si dijera:
No
, sino:
No lo creo
.
La pareja miró el cielo, esperando que sucediera algo más.
Mientras tanto, a su alrededor, una gran parte de la playa de arena se había transformado en cristal opalescente.
L
os habitantes del fuerte salieron de la empalizada, unas cuantas docenas de hombres y mujeres harapientos acompañados de un puñado de niños. Nora y Fet les habían advertido que se pusieran a cubierto, y ahora los isleños acudían a ellos en busca de una explicación.
Nora tuvo que gritar para que la oyeran.
—¿Ann y William? —preguntó—. Iban con un niño, ¡un chico de trece años!
Los adultos negaron con la cabeza.
—¡Vinieron antes que nosotros! —añadió Nora.
—Tal vez desembarcaron en otra isla —dijo un hombre.
Nora asintió, aunque estaba segura de que no había sido así. Ella y Fet habían llegado a la isla fortificada en un velero. Ann y William tendrían que haber llegado hacía mucho tiempo.
Fet apoyó su mano sobre el hombro de Nora.
—¿Y Eph?
No había manera de confirmarlo, pero ella sabía que él no regresaría nunca.
L
a explosión original borró la cepa del Amo. El resto de los vampiros se evaporaron en el momento de la inmolación. Desaparecieron. Ellos lo constataron en los días siguientes al aventurarse de regreso a tierra firme, cuando las aguas retrocedieron. Y luego, mediante la comprobación de exaltados mensajes a través de Internet, que ahora ya funcionaba. Más que celebrarlo, la gente divagó en una neblina postraumática. La atmósfera aún estaba contaminada, y las horas de luz eran escasas. La superstición continuó y la oscuridad era aún más temida que antes. Los informes de vampiros esporádicos aparecían una y otra vez, pero con el paso del tiempo fueron atribuidos a la histeria colectiva.
Las cosas no volvieron a «la normalidad». De hecho, los isleños permanecieron varios meses en sus asentamientos, trabajando para recuperar sus propiedades en tierra firme, pero reacios a comprometerse todavía con las viejas costumbres. Lo que todos creían saber sobre la naturaleza, la historia y la biología se demostró que estaba equivocado, o al menos era incompleto. Y al cabo de dos años, habían llegado a aceptar una nueva realidad y un nuevo régimen. Las antiguas religiones habían sido desmanteladas; otras se habían reafirmado. Pero todo estaba sujeto a discusión. La incertidumbre era la nueva plaga.
N
ora se contaba entre aquellos que necesitaban tiempo para asegurarse de que la vida, tal como había sido para ella en otro tiempo, volvería a prevalecer. Que no habría otras sorpresas desagradables aguardando a la vuelta de la esquina.
—¿Qué vamos a hacer? Tenemos que regresar a Nueva York en algún momento —le dijo Fet un día, planteando el tema con toda delicadeza.
—¿De veras? —replicó Nora—. No sé si quiero hacerlo todavía. —Le agarró la mano—. ¿Y tú?
Fet apretó la de ella y miró hacia el río. Dejaría que se tomara todo el tiempo que necesitara.
N
ora y Fet no regresaron nunca. Aprovecharon la Ley de Reclamación de Propiedad Federal propuesta por el gobierno provisional y se trasladaron a una granja en el norte de Vermont, fuera de la zona muerta causada por la detonación de la bomba nuclear en el río San Lorenzo. No se casaron —ninguno de los dos sentía esa necesidad—, pero tuvieron dos hijos, un niño llamado Ephraim y una niña llamada Mariela, en honor a la madre de Nora. Fet publicó las anotaciones sobre el
Occido lumen
en Internet, que ya funcionaba correctamente, y procuró conservar su anonimato. Pero cuando su veracidad fue cuestionada, se embarcó en el Proyecto Setrakian, editando y publicando la totalidad de los escritos y las fuentes del viejo profesor en la red, y dando libertad de acceso a todo aquel que estuviera interesado. Fet centró su proyecto de vida en rastrear la influencia de los Ancianos a lo largo de la historia humana. Quería saber los errores colectivos que habíamos cometido y se dedicó a evitar que se repitieran.
Durante un tiempo hubo disturbios y se habló de adelantar procesos penales para identificar y sancionar a los culpables de violaciones de los derechos humanos bajo la sombra del Holocausto. Los guardias y los simpatizantes eran identificados y linchados ocasionalmente, e incluso se habló de asesinatos por venganza, pero, al final, surgieron más voces tolerantes para responder a la pregunta de quién había sido el responsable de aquel estado de cosas. Todos lo fuimos. Y poco a poco, a pesar de todo nuestro rencor y los fantasmas que cargaban con el lastre de nuestro pasado, la gente aprendió a coexistir en paz una vez más.
A su debido tiempo, otros afirmaron haber eliminado a los
strigoi
. Un biólogo divulgó su supuesto hallazgo de una vacuna en el sistema de agua potable, los miembros de algunas pandillas —exhibiendo toda clase de trofeos— reclamaron para sí la autoría de la muerte del Amo, y, en el giro más insospechado, un creciente grupo de escépticos comenzó a negar la existencia del virus. Atribuyeron la epidemia a una conspiración gigantesca del nuevo orden mundial, alegando que todo lo sucedido era un golpe de Estado preparado. Decepcionado, pero sin ninguna amargura, Fet reabrió su negocio de exterminador. Las ratas volvieron, proliferando una vez más; otro desafío al que había que hacer frente. Él no era de los que creían en la perfección o en los finales felices: aquel era el mundo que ellos habían salvado, con ratas y todo. Pero un puñado de partidarios convirtió a Vasiliy Fet en un héroe de culto, y aunque él se sentía incómodo con cualquier tipo de fama, terminó aceptándolo, y agradeció lo que tenía.
T
odas las noches, mientras dormía a su pequeño Ephraim, Nora le acariciaba el cabello y pensaba en su homónimo y en su hijo, y se preguntaba qué final habrían tenido. Durante los primeros años, ella se preguntaba con frecuencia cómo habría sido su vida con Eph si la cepa vampírica no se hubiera extendido nunca. A veces lloraba en silencio, y en esas ocasiones, Fet sabía que era mejor no indagar. Esa era una parte de Nora que él no compartía —que él no compartiría nunca—, y le dejaba espacio para que se lamentara a solas. Pero a medida que el niño creció, siendo muy semejante a su padre y sin que nada recordara al que le había dado su nombre, la realidad de los días eliminó las circunstancias del pasado, y el tiempo siguió su curso inalterable. Para Nora, la muerte ya no era uno de sus temores, porque ella había vencido su opción más maligna.
Llevaba consigo aquella marca en la frente: la cicatriz del disparo de Barnes. La consideraba como un símbolo de lo cerca que estuvo de sufrir un destino peor que la muerte, aunque en los últimos años se había transformado en un símbolo de esperanza para ella. Ahora, mientras Nora contemplaba la cara de su bebé —sin cicatrices y llena de paz—, una gran serenidad inundó su espíritu, y de repente recordó las palabras de su madre: «Mirando hacia atrás tu propia vida, verás que el amor es la respuesta a todo».
Cuánta razón tenía.
[1]
«Buen tiempo».
(N. del T.)
[2]
Equivale a 0,47 l.
(N. del E.)
[3]
Las palabras en castellano marcadas en cursiva están también en castellano en el original inglés.
(N. del E.)