Sin embargo, la universidad —tal como el exterminador descubrió a su llegada— era una madriguera de vampiros. Fet tenía la esperanza de que Islandia hubiera seguido el ejemplo del Reino Unido, que reaccionó con rapidez a la peste, volando el Eurotúnel y cazando a los
strigoi
tras el brote inicial. Las islas británicas permanecieron casi libres de vampiros, y sus habitantes, completamente aislados del resto del mundo invadido por el virus, lograron preservar su condición de humanos.
Fet había esperado hasta el amanecer para inspeccionar las oficinas saqueadas, con la esperanza de localizar la procedencia del libro. Se enteró de que había sido la fundación universitaria, y no un erudito o benefactor específico como se esperaba, la que había decidido subastar el libro. Y como el campus estaba abandonado, era un camino muy largo para encontrarse finalmente en un callejón sin salida. Pero no fue una pérdida de tiempo, porque en un estante del departamento de Egiptología, Fet encontró un texto muy curioso: un antiguo libro en francés encuadernado en cuero, impreso en 1920. La portada contenía las palabras
Sadum et Amurah:
exactamente las últimas palabras que Setrakian le había pedido que recordara.
Fet no dudó en apropiarse del texto, aunque no sabía ni una sola palabra de francés.
La segunda parte de su misión fue mucho más productiva. En algún momento, al comienzo de su asociación con los traficantes de marihuana, tras enterarse de la magnitud de sus operaciones, Fet los desafió a que le consiguieran un arma nuclear. Esta petición no era tan descabellada como podría parecer inicialmente. En la antigua Unión Soviética, donde los
strigoi
tenían el dominio absoluto, muchas de las llamadas «maletas nucleares» habían sido robadas por exagentes de la KGB, y se rumoreaba que estaban disponibles en el mercado negro de Europa oriental. El apremio del Amo por erradicarlas de la faz de la Tierra, de modo que no pudieran ser utilizadas para destruir su lugar de origen —tal como él había hecho con los de los seis Ancianos—, les había demostrado a Fet y al resto del grupo que el Amo era realmente vulnerable. Al igual que en el caso de los Ancianos, el sitio de origen del Amo, la clave misma de su destrucción, estaba cifrado en las páginas del
Lumen
.
Los traficantes contaron con la complicidad de un grupo de marineros, a los que prometieron una recompensa en plata. Fet se mostró escéptico cuando le informaron de que tenían una sorpresa para él, pero lo cierto es que los desesperados creen casi en cualquier cosa que les digan. Se reunieron en una pequeña isla volcánica al sur de Islandia con una tripulación de siete ucranianos a bordo de un yate destartalado, provisto de seis motores fueraborda. El capitán de la tripulación tendría unos veinticuatro años, y tenía una sola mano, pues su brazo izquierdo estaba marchito y terminaba en una especie de garra con un aspecto desagradable.
El dispositivo no era una maleta. Parecía un pequeño barril o un cubo de basura, envuelto en una lona negra y cubierto con una malla metálica; los laterales estaban asegurados con correas verdes. Medía casi un metro de alto por setenta centímetros de diámetro. Fet intentó levantarlo con suavidad: pesaba más de cincuenta kilos.
—¿Estás seguro de que esto funciona? —preguntó.
El capitán se rascó la barba cobriza con la mano derecha. Hablaba un inglés deficiente con fuerte acento ruso:
—Me dicen que sí. Solo una forma de saberlo. Le falta una parte.
—¿Le falta una parte? —preguntó Fet—. Déjame adivinar: plutonio U-233.
—No. El combustible está en el núcleo. Un kilotón de capacidad. Le falta el detonador. —Señaló un manojo de cables en la parte superior y se encogió de hombros—. Todo lo demás es bueno.
La fuerza explosiva de una bomba nuclear de un kilotón equivalía a mil toneladas de TNT; una onda expansiva de más de trescientos metros que podía quebrar el acero como si se tratara de una astilla.
—Me encantaría saber cómo conseguiste esto —dijo Fet.
—Me gustaría saber para qué lo quieres —replicó el capitán.
—Es mejor que todos guardemos nuestros secretos.
—Me parece justo.
El capitán estaba acompañado por otro tripulante que ayudó a Fet a cargar la bomba en el barco de los traficantes. Fet abrió la bodega debajo del suelo de acero, donde estaba la plata. Los
strigoi
se empeñaban en apoderarse de todas las piezas de plata del mismo modo en que decomisaban y desmantelaban armas nucleares. Por lo tanto, el valor de ese metal para matar vampiros había aumentado de forma gradual.
Una vez hecho el trato, incluyendo una transacción de cajas de vodka por bolsas de tabaco de liar, se sirvieron dos chupitos de vodka.
—¿Tú eres de Ucrania? —le preguntó el capitán a Fet después de beber el líquido ardiente.
Fet asintió.
—¿Se me nota?
—Te pareces a la gente de mi aldea antes de desaparecer.
—¿Desaparecer? —preguntó Fet.
El joven capitán asintió.
—Chernóbil —explicó, levantando su brazo encogido.
Fet miró la bomba, atada a la pared con una gruesa soga. No brillaba, no hacía tictac. Era una bomba adormecida esperando a ser activada. ¿Habría adquirido un barril lleno de basura? Fet creía que no. Confiaba en que el traficante ucraniano se hubiera cerciorado de la fiabilidad de sus proveedores, y también estaba el hecho de que tenía que seguir haciendo negocios con los traficantes de marihuana.
Fet se sentía emocionado, e incluso seguro. Era como sostener un arma cargada, solo que sin el gatillo. Lo único que necesitaba era un detonador.
Fet había visto con sus propios ojos a un grupo de vampiros excavar en la zona geotérmica situada en las afueras de Reikiavik conocida como el Estanque Negro. Esto demostraba que el Amo no conocía la localización exacta de su lugar de origen ni su fecha de nacimiento, sino el sitio en donde apareció en forma de vampiro.
El secreto estaba contenido en el
Occido lumen
. Lo único que Fet debía hacer era algo que no había logrado todavía: descifrar el texto y descubrir por sí mismo la localización del lugar de origen. Si el
Lumen
fuera un manual práctico para exterminar vampiros, Fet habría podido seguir sus instrucciones, pero el libro estaba lleno de imágenes irracionales, alegorías extrañas y afirmaciones dudosas. Trazaba un camino retrospectivo a lo largo de la historia humana, la cual no estaba regida por la mano del destino, sino por el dominio sobrenatural de los Ancianos. Ese texto le resultaba tan confuso a él como a muchos otros en el pasado. Fet no confiaba en su erudición y echaba mucho de menos la seguridad que entrañaban los grandes conocimientos del viejo profesor. Sin este, el
Lumen
era tan útil para ellos como la bomba nuclear sin el detonador.
Sin embargo, esto suponía un progreso. Su inquieto entusiasmo lo hizo encaminarse hasta la cubierta. Se agarró a la barandilla y miró el océano turbulento. Esa noche se cernía una niebla espesa y salobre que no amenazaba tormenta. Los cambios atmosféricos hacían más peligrosa la navegación, y más impredecible el clima del mar. El barco avanzaba a través de un banco de medusas, una especie que se había extendido por gran parte del mar abierto, alimentándose de huevos de peces y bloqueando la escasa luz solar que llegaba al océano. Las medusas flotaban en parches de varios kilómetros de extensión, cubriendo la superficie acuática como si se tratara de un pudín.
Estaban a diez millas de la costa de New Bedford, Massachusetts, lo cual le recordó a Fet uno de los relatos más interesantes que había encontrado en los apuntes de Setrakian; eran las notas que había compilado para acompañar al
Lumen
. En ellas, el viejo profesor daba cuenta de la flota de Winthrop de 1630, que cruzó el Atlántico diez años después del
Mayflower
, llevando una segunda oleada de colonizadores al Nuevo Mundo. El
Hopewell
, uno de los barcos de la flota, transportaba tres piezas de carga no identificada en el interior de unos hermosos cajones de madera tallada. Desembarcaron en Salem, Massachusetts, y se trasladaron a Boston (debido a la abundancia de agua dulce), pero las condiciones de los colonos se hicieron brutales a partir de entonces. Doscientos colonos desaparecieron el primer año, y sus muertes se atribuyeron a las enfermedades en vez de a su verdadera causa: habían sido presa de los Ancianos, pues habían llevado —sin saberlo— a los
strigoi
al Nuevo Mundo.
La muerte de Setrakian había dejado un gran vacío en Fet, que echaba de menos profundamente los consejos del sabio, tanto como su compañía, pero lo que más le faltaba era su intelecto. La desaparición del anciano representaba no solo una muerte, sino —y no era una exageración— un golpe letal para el futuro de la humanidad. El anciano le había entregado aquel libro sagrado, el
Occido lumen
, corriendo un gran riesgo, aunque no le había facilitado los medios para descifrarlo. Fet también había estudiado los cuadernos de cuero que contenían las reflexiones herméticas y profundas del anciano, entreveradas con pequeñas observaciones domésticas, listas de compras y cálculos financieros.
Abrió el libro en francés y, como era de esperar, no entendía lo que decía. Sin embargo, algunos de sus hermosos grabados resultaron ser muy reveladores: en una ilustración a toda página, Fet vio la imagen de un anciano huyendo con su esposa de una ciudad devorada por un fuego divino, y a la esposa convertida en sal. Él conocía esa historia… «Lot…», murmuró. Unas cuantas páginas atrás se detuvo en otra ilustración: el ancianoprotegiendo ados criaturas aladas increíblemente hermosas; eran los arcángeles enviados por Dios. Fet cerró el libro bruscamente y miró la portada:
Sadum et Amurah
.
—¡Sodoma y Gomorra! —exclamó—. ¡Sadum y Amurah son Sodoma y Gomorra…! —Y súbitamente sintió que sabía francés. Recordó una ilustración del
Lumen
casi idéntica a la del libro en francés; no en su estilo ni en la sofisticación de los grabados, pero sí en el contenido: Lot protegiendo a los arcángeles de los hombres que querían hablar con él.
Las claves estaban allí, pero Fet era incapaz de interpretarlas correctamente. Incluso sus manos, grandes y toscas como guantes de béisbol, parecían impropias para manipular el
Lumen
. ¿Por qué Setrakian lo había escogido a él y no a Eph para guardar el libro? Eph era más inteligente —de eso no cabía duda— y mucho más instruido. ¡Diablos, y seguramente hasta sabía francés! Setrakian sabía que Fet moriría antes de permitir que el libro cayera en las manos del Amo; conocía bien a Fet. Y también lo quería mucho: con la paciencia y la delicadeza de un padre anciano. Setrakian, que era firme pero compasivo, nunca le había acusado de ser demasiado lento o estar poco instruido; al contrario, le explicaba todos los asuntos con gran diligencia, haciendo que Fet se sintiera incluido. Le había dado un sentido de pertenencia.
El vacío emocional en la vida de Fet fue llenado por la fuente más insospechada. Cuando Eph se volvió cada vez más errático y obsesivo tras los primeros días transcurridos en el túnel del metro bajo el río Hudson —un trastorno que aumentó una vez salieron a la superficie—, Nora comenzó a confiar y apoyarse más en Fet, en busca de consuelo. Con el paso del tiempo, Fet aprendió a corresponder a esa deferencia. Admiraba la tenacidad de Nora frente a la desesperación tan abrumadora, cuando tantos otros habían sucumbido a la desesperanza o a la locura; o como en el caso de Eph, habían permitido que su desesperación los cambiara. Era evidente que Nora Martínez —al igual que el anciano profesor— había visto algo en Fet, tal vez una nobleza primitiva más parecida a la de una bestia de carga que a la de un hombre, algo de lo que el propio Fet no había sido consciente hasta hacía muy poco. Y si esa cualidad suya —constancia, determinación, ferocidad o lo que fuera— hizo posible que a ella le pareciera más atractivo bajo estas circunstancias extremas, entonces es que él era el más indicado para asumir la misión encomendada por el anciano.
Fet se había resistido a aquella situación por respeto a Eph, negando sus propios sentimientos, así como los de Nora. Pero su atracción mutua era más evidente ahora. El último día antes de su partida, Fet había apoyado su pierna contra la de Nora. Era un gesto casual en sentido estricto, excepto para alguien como Fet. Él era un hombre grande pero increíblemente consciente de su espacio personal, y nunca buscaba ni permitía que fuera transgredido de ninguna manera. Establecía distancias y se sentía incómodo con casi todo contacto humano, pero tenía la rodilla de Nora presionada contra la suya, y su corazón latía acelerado. Latía de esperanza mientras caía en la cuenta: «Ella es consciente de esto. No se está alejando…».
Nora le había pedido que fuera cauteloso, que se cuidara, y al hacerlo, las lágrimas asomaron en sus ojos. Lágrimas que se deslizaron por sus mejillas mientras lo veía marcharse.
Nadie había llorado nunca por él antes.
Manhattan
EPH SUBIÓ AL TREN EXPRESO NÚMERO 7, aferrándose rápidamente al exterior del vagón. Se agarró del lateral posterior del último vagón, encaramando su bota derecha en el último peldaño de la escalera, con las yemas de los dedos clavadas al marco de la ventana, y meciéndose con el movimiento del tren sobre la vía elevada. El viento y la lluvia negra azotaban los bordes de su impermeable gris y su rostro encapuchado, inclinado hacia las asas de su bolsa de las armas.
Anteriormente, los vampiros debían viajar en la parte exterior de los trenes, yendo y viniendo a través de las profundidades de Manhattan para no ser descubiertos. Por la ventana, a cuyo marco abollado se había aferrado con los dedos, Eph vio a los pasajeros sentados mecerse con el movimiento del tren. Sus miradas distantes, los rostros carentes de expresión: una escena perfectamente ordenada y obediente. No los miró durante mucho tiempo, pues si había
strigoi
, su visión nocturna sensible al calor les permitiría detectarlo, y no tendría un recibimiento precisamente agradable en la próxima parada. Eph todavía era un fugitivo, su imagen estaba en las oficinas de correos y comisarías de policía en toda la ciudad, y la noticia sobre el exitoso asesinato de Eldricht Palmer —hábilmente tergiversado tras su primer intento fallido— aún se transmitía por la televisión cada semana, haciendo que su nombre y su rostro estuvieran presentes en las mentes de los ciudadanos vigilantes.