—Calma, chico. ¡Cielos!
Arrastró al niño hacia el guardarraíl.
—¿Estás bien, Gus? —le preguntó Nora.
—Sí, es un tirador desastroso —respondió Gus, quien seguía forcejeando con el muchacho.
Nora se volvió hacia el helicóptero. Barnes había desaparecido. Entrecerró los ojos, deslumbrada por los reflectores del helicóptero, pero no logró ver en qué dirección había escapado.
Maldijo en voz baja.
Gus escrutó el rostro del chico y notó algo en él…, en sus ojos, en la estructura facial. Le parecía familiar. Demasiado familiar.
—Oh, vamos; no puede ser… —protestó Gus, volviéndose hacia Nora.
El chico le dio una patada con el tacón de su zapatilla. Gus se la devolvió, solo que más fuerte.
—¡Cielos, eres igual que tu padre! —exclamó Gus.
Esto desarmó al chico, que miró a Gus, aunque todavía intentaba soltarse.
—¿Y tú qué sabes? —inquirió.
Cuando Nora miró a Zack, lo reconoció de inmediato, aunque no del todo: los ojos del muchacho eran completamente diferentes a los que ella recordaba. Sus rasgos habían madurado, como los de cualquier chico en un periodo de dos años, pero ahora carecían de la luz que habían tenido en otro tiempo. Si la curiosidad aún se asomaba en ellos, ahora era más oscura y profunda. Era como si su personalidad se hubiera refugiado en su mente, queriendo leer pero no ser leído. O tal vez solo estaba en estado de shock. Después de todo, apenas tenía trece años.
«Está vacío. Él no está aquí».
—Zachary —le saludó, sin saber qué decirle.
El niño la miró durante unos instantes antes de que el reconocimiento asomara a sus pupilas.
—Nora —dijo él, pronunciando esa palabra despacio, casi como si la hubiera olvidado.
A
pesar de los escasos centinelas que había en el norte del estado de Nueva York para vigilar las diversas carreteras, la ruta del Amo se hizo cada vez más segura. El Amo percibió la emboscada de la doctora Martínez a través de los ojos del doctor Barnes, hasta que logró escapar. A partir de ese momento, el Amo vio el helicóptero en la carretera, con los rotores todavía girando, esta vez a través de los ojos de Kelly Goodweather.
El Amo vio a Kelly dirigir a su conductor por un terraplén empinado hacia una carretera auxiliar, para perseguir al Explorer a toda velocidad. El vínculo de Kelly con Zachary era mucho más intenso que el que la unía con el doctor Ephraim Goodweather, su excompañero. Su ansia era mucho más pronunciada y, en este momento, productiva.
Y ahora el Amo tenía una lectura mejor del progreso de los infieles. Habían caído en la trampa, y el Amo anticipaba el desenlace con un deleite irresistible; lo divisaba a través de los ojos de Zachary, sentado en el asiento trasero del automóvil conducido por Augustin Elizalde. El Amo casi se hallaba con ellos, allí en el vehículo mientras se dirigían al encuentro del doctor Goodweather, que tenía el
Lumen
y conocía la ubicación del Sitio Negro.
—Los estoy siguiendo —dijo Barnes, con su voz crepitando en la radio—. Le mantendré informado. Me tiene en el GPS.
Y, en efecto, un punto era visible en el GPS. Una imitación pálida, imperfecta y mecánica del vínculo con el Amo, pero que podía compartir con Barnes el traidor.
—Tengo la pistola conmigo —dijo Barnes—. Estoy listo para recibir órdenes.
El Amo sonrió.
¡Qué servicial!
Estaban cerca, tal vez a unos cuantos kilómetros de su destino. Su trayectoria apuntaba hacia el lago Ontario o al río San Lorenzo. Y si tuvieran que cruzar una masa de agua, tal inconveniente carecería de importancia. El Amo tenía a Creem para transportarlo al otro lado si era necesario, ya que el líder de los Zafiros todavía era nominalmente humano, aunque sujeto a sus órdenes.
El Amo dirigió los helicópteros al norte a toda velocidad.
A
Creem le dolía la boca. Sentía ardor en las encías, donde estaban clavadas sus prótesis de plata abolladas. Al principio pensó que eran los efectos derivados del codazo recibido por parte del señor Quinlan. Pero los dedos también le dolían cada vez más, y entonces se quitó los anillos, dándoles un respiro a sus falanges, y colocó la joyería de plata en el portavasos.
No se sentía bien. El mareo y el ardor que recorrían su cuerpo eran alarmantes. En un momento dado temió algún tipo de infección bacteriana, como la que se llevó al compinche de Gus. Pero cuanto más contemplaba la faz oscura y larvada del Amo en el espejo retrovisor, más ansioso se sentía, preguntándose si acaso el Amo no lo habría infectado. Por un instante, sintió que algo se movía a través de su antebrazo y de su bíceps. Una punzada insidiosa. Algo de camino a su corazón.
E
l jeep de Eph llegó finalmente a Fishers Landing. La carretera bordeaba la margen septentrional del río San Lorenzo. El señor Quinlan no detectó presencia de vampiros en el área circundante. Un letrero decía: «Campo Riverside», y señalaba el terreno donde el camino se desviaba del río. Siguieron esa ruta, hasta llegar a una gran lengua de tierra que se adentraba en el río. Unas cuantas cabañas y un restaurante con una tienda de helados contigua era todo lo que se veía en aquel lugar, frente a una playa de arena rodeada por un muelle largo y ancho, escasamente visible sobre la superficie del río.
Eph se detuvo bruscamente en el descampado al final de la carretera, dejando encendidos los faros delanteros del jeep, y señaló hacia el río. Quería ir hasta el muelle, pues necesitaban un barco.
Tan pronto como cerró la puerta, una luz poderosa lo cegó. Agitó el brazo, y solo pudo ver un haz luces, cerca del restaurante, y al lado de la caseta de las toallas. Por un momento le entró el pánico, pero luego se dio cuenta de que se trataba de luces artificiales, algo que los vampiros no usaban ni necesitaban.
—¡Alto ahí! ¡No te muevas! —gritó una voz.
Era una voz real, y no la de un vampiro proyectándose en su mente.
—¡Vale, vale! —dijo Eph, tratando de protegerse los ojos—. ¡Soy un ser humano!
—Lo estamos viendo —indicó una voz femenina.
—¡Está armado! —exclamó una voz masculina desde el otro lado.
Eph miró a Fet, en el lateral del jeep.
—¿Estáis armados vosotros? —preguntó Fet.
—¡Ya lo creo! —confirmó la voz masculina.
—¿Podemos dejar las armas y hablar? —propuso Fet.
—No —dijo la voz femenina—. Nos alegra que no tengáis aguijones, pero eso no quiere decir que no seáis asaltantes. O miembros de Stoneheart disfrazados.
—No somos ni lo uno ni lo otro —aclaró Eph, abriendo sus manos para protegerse de las luces.
—Estamos aquí en una… especie de misión. Pero no tenemos mucho tiempo.
—¡Hay alguien más en el asiento trasero! —gritó la voz masculina—. ¡Déjanos verte!
«Oh, mierda —pensó Eph—. ¿Por dónde empezar?».
—Mira —dijo—, hemos venido desde la ciudad de Nueva York.
—Estoy seguro de que allí estarán encantados de veros regresar.
—Vosotros… parecéis combatientes. Contra los vampiros. Nosotros también lo somos. Parte de una resistencia.
—Aquí está todo ocupado, amigo.
—Tenemos que llegar a una de las islas —dijo Eph.
—Haz lo que quieras. Pero hazlo desde otro punto de la ribera del San Lorenzo. No queremos problemas, aunque quiero advertirte que estamos preparados si los hay.
—Si pudierais darme solo diez minutos para explicaros…
—Tienes diez segundos para largarte. Puedo ver tus ojos y los de tu amigo. Parecen normales bajo la luz. Pero si tu otro amigo no sale del coche, comenzaremos a disparar.
—En primer lugar, tenemos algo delicado y explosivo en el coche, así que por vuestro propio bien, no disparéis. En segundo lugar, no os va a gustar lo que veréis en nuestro acompañante.
—Él lee a los vampiros —intervino Fet—. Sus pupilas se vuelven vidriosas a la luz. Porque es mitad aguijón.
—No existe tal cosa —objetó la voz masculina.
—Un momento… —dijo Eph—. Él está de nuestro lado, y puedo explicarlo (o tratar de hacerlo) si me dais una oportunidad.
Eph sintió que la luz se movía en dirección a él. Se quedó firme, temiendo un ataque.
—¡Cuidado, Ann! —dijo la voz masculina.
La mujer detrás de la luz se detuvo a unos diez metros de Eph, lo suficientemente cerca para que él sintiera el calor de la lámpara. Eph vio unas botas de goma y un codo detrás del rayo de luz.
—¡William! —exclamó la voz femenina.
William, que tenía otra lámpara, vino corriendo hacia Fet.
—¿Qué pasa?
—Mírale bien la cara —dijo.
Por un momento, las dos lámparas iluminaron directamente a Eph.
—¿Qué pasa? —preguntó William—. No es un vampiro.
—No, tonto. Los informes de prensa: el hombre buscado. ¿Eres Goodweather?
—Sí. Me llamo Ephraim.
—Goodweather, el médico fugitivo. El que mató a Palmer Eldritch.
—En realidad —dijo Eph—, me acusaron falsamente. Yo no maté a ese viejo hijo de puta. Lo intenté, sin embargo.
—Te querían a toda costa, ¿verdad? Esos hijos de puta.
Eph asintió.
—Todavía me persiguen.
—No sé, Ann —dijo William.
—Tienes diez minutos, cabrón —concedió Ann—. Pero tu acompañante se queda en el coche. Si intentáis algo, todos vosotros seréis la cena de los peces.
F
et permaneció en la parte trasera del jeep; les mostró el dispositivo y el temporizador con una linterna.
—Mierda. Una maldita bomba nuclear —dijo Ann, que resultó ser una mujer de unos cincuenta años con una trenza larga, el pelo canoso y marchito. Calzaba botas de goma y un impermeable de pescador.
—¿Pensabais que era más grande? —preguntó Fet.
—No sé qué pensar… —repuso Ann.
Ella miró de nuevo a Eph y Fet. William —un hombre de unos cuarenta años, con un jersey raído de lana virgen y unos pantalones vaqueros caídos— permaneció a un lado, sosteniendo un rifle con las dos manos. Las lámparas estaban a sus pies, una de ellas encendida. La luz indirecta se proyectaba sobre el señor Quinlan, que había salido del vehículo, como un manto de sombra.
—Aunque la verdad es que vuestra presencia aquí es demasiado extravagante para tratarse de una trampa —reconoció William.
—No queremos nada de vosotros, excepto un mapa de estas islas y un medio para salir de aquí —aclaró Eph.
—¿Vas a detonar ese artefacto?
—Lo haremos. Será mejor que os vayáis lejos de aquí, se encuentre la isla a más de ochocientos metros de la costa o no —advirtió Eph.
—No vivimos aquí —dijo William.
En un primer momento, Ann le lanzó una mirada, indicándole que ya había hablado demasiado. Pero luego se ablandó, dándose cuenta de que podía ser franca con Eph y Fet, ya que ellos habían sido sinceros.
—Vivimos en las islas —explicó Ann—. Donde no pueden llegar los malditos aguijones. Allí perduran algunas fortalezas que datan de la Guerra de la Independencia. Nos refugiamos en ellas.
—¿Cuántos sois?
—Cuarenta y dos en total. Éramos cincuenta y seis, pero hemos perdido a varios compañeros. Nos dividimos en tres grupos, porque incluso después de que nuestro mundo se viniera abajo, algunos imbéciles todavía no se llevan bien. En realidad, somos vecinos que no nos conocíamos antes de esta maldita historia. Venimos constantemente a tierra firme en busca de armas, herramientas y alimentos, como si fuéramos Robinson Crusoe, si se considera que el continente ha naufragado.
—¿Tenéis barcos? —preguntó Eph.
—Claro que sí, maldita sea. ¡Tres lanchas y muchos botes pequeños!
—Bien —dijo Eph—. Muy bien. Espero que podáis facilitarnos uno. Siento mucho haberos traído este problema. —Entonces se dirigió al Nacido, que permanecía completamente inmóvil— ¿Nada todavía?
Nada inminente
.
Sin embargo, Eph se percató, por el tono de su respuesta, de que les quedaba poco tiempo.
—¿Conoces estas islas? —le preguntó a Ann.
Ella asintió.
—William las conoce mejor. Como la palma de su mano.
—¿Podemos entrar en el restaurante para que me hagas un mapa con las instrucciones? Sé lo que estoy buscando. Es una isla casi desierta; rocosa, con forma de trébol; como una serie de tres anillos superpuestos. Como un símbolo de riesgo biológico, si es que lo has visto alguna vez —le explicó Eph a William.
Ann y William se miraron de una forma que reveló que ambos sabían exactamente a qué isla se refería Eph. Eph sintió una descarga de adrenalina.
El crujido de una radio los sorprendió, haciendo saltar a William. El
walkie-talkie
en el asiento delantero del jeep.
—Amigos nuestros… —indicó Fet, yendo hacia la puerta en busca de la radio—. ¿Nora?
—Oh, gracias a Dios —dijo ella con una voz distorsionada por las ondas—. Por fin hemos llegado a Fishers Landing. ¿Dónde estáis?
—Sigue las señales hacia la playa. Verás el letrero del Campo Riverside. Continúa por el camino de tierra hacia el muelle. Date prisa, pero en silencio. Hemos encontrado a unas personas que nos pueden ayudar a embarcar.
—¿Otras personas? —preguntó ella.
—Simplemente confía en mí y ven de inmediato.
—Está bien, veo un letrero hacia la playa —dijo ella—. Llegaremos en un momento.
—Están cerca —confirmó Fet, dejando la radio.
—Bien —dijo Eph, volviéndose hacia el señor Quinlan; el Nacido miraba el cielo, como en busca de una señal. Esto preocupó a Eph—. ¿Hay algo que debamos saber?
Todo tranquilo.
—¿Cuántas horas faltan para el meridiano?
Demasiadas, me temo.
—Algo te preocupa —dijo Eph—. ¿Qué es?
No me gusta viajar por el agua.
—Lo comprendo. ¿Pero?
Ya deberíamos tener noticias del Amo. No me gusta el hecho de que no…
A
nn y William querían continuar hablando con ellos, pero Eph insistió encarecidamente en que le trazaran la ruta a la isla. Los dejó dibujando el mapa sobre un mantel de papel y regresó junto a Fet, que no se despegaba de la bomba, apoyada sobre el mostrador de la heladería situada al lado del restaurante. A través de las puertas de cristal, Eph vio al señor Quinlan expectante frente a la playa.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Eph.
—No lo sé. Espero que el suficiente —respondió Fet, mostrándole el mecanismo del interruptor—. Se gira así para el temporizador. —Señaló el icono del reloj en el panel—. No lo gires para este lado. Únicamente hacia la «X». Y luego corre como alma que lleva el diablo.