—¿Solo lo suficiente?
Para hacer temer al Amo.
Eph comprendió. Lo vio tan claro como el simbolismo del
Lumen
.
—El Amo vendrá aquí, eso está claro. Necesitamos desafiarlo. Intimidarlo. El Amo pretende estar por encima de todas las emociones, pero lo he visto enfadado. Remontándonos a los tiempos bíblicos, podemos constatar que es una criatura vengativa. Eso no ha cambiado. Cuando administra sus dominios sin pasión, tiene un control completo. Es eficiente e imparcial, y todo lo ve. Pero cuando interviene directamente, comete errores. Actúa con precipitación. Recordad que fue poseído por su sed de sangre después de sitiar Sodoma y Gomorra. Asesinó a un compañero arcángel, poseído por una manía homicida. Perdió el control.
—¿Quieres que el Amo encuentre a Creem?
—Queremos que el Amo sepa que tenemos el arma nuclear y los medios para detonarla. Y que conocemos la ubicación del Sitio Negro. Tenemos que hacer que se involucre en exceso. Ahora tenemos la sartén por el mango. Le ha llegado el turno de estar desesperado.
De tener miedo.
Gus se acercó a Eph. Se detuvo cerca de él, tratando de leer en su interior de la misma forma que Eph había leído el libro. Calibrando a aquel hombre. Gus tenía en sus manos una pequeña caja de cartón de granadas de humo, algunas de las armas no letales que los vampiros habían descartado.
—Así que ahora tenemos que proteger al tipo que iba a apuñalarnos por la espalda a todos nosotros —dijo Gus—. No te entiendo. Y no entiendo esto, nada de esto, pero sobre todo no entiendo que seas capaz de leer el libro. ¿Por qué precisamente tú, de todos nosotros?
La respuesta de Eph fue franca y honesta.
—No sé, Gus. Pero creo que voy a averiguar parte de esto.
Gus no esperaba una respuesta tan inocente. Vio en los ojos de Eph la mirada de un hombre que tenía miedo, y que lo aceptaba. De un hombre resignado a su destino, sin importar cuál fuera.
Gus aún no estaba listo para tragarse eso, pero sí para comprometerse con el tramo final de este viaje.
—Creo que todos lo vamos a saber —dijo.
—El Amo más que ninguno —remató Fet.
El Lugar Oscuro
LA GARGANTA SE HALLABA ENTERRADA bajo las gélidas aguas del océano Atlántico. El limo a su alrededor se había vuelto negro al contacto con ella y nada volvería a crecer ni a vivir cerca de allí.
Lo mismo podría decirse de cualquier otro sitio donde estaban enterrados los restos de Oziriel. La carne angelical se mantuvo incorrupta e inalterable, pero su sangre se filtró en la tierra y lentamente comenzó a irradiar hacia la superficie. La sangre poseía voluntad propia, cada gota se movía a ciegas, instintivamente hacia arriba, atravesando el suelo, escondida del sol, en busca de un anfitrión. Fue así como nacieron los gusanos de sangre. Contenían en su interior la estructura molecular de la sangre humana, tiñendo sus tejidos, orientándolos hacia el olor de su anfitrión potencial. Pero también transmitían en su interior la voluntad de su carne original. La voluntad de los brazos, las alas, la garganta…
Sus cuerpos minúsculos se retorcían a tientas a través de enormes distancias. Muchos de los gusanos murieron, emisarios infértiles calcinados por el calor despiadado de la Tierra, o bien detenidos por un obstáculo geológico con el que resultaba imposible negociar. Todos se alejaron de sus lugares de nacimiento, y algunos fueron conducidos muy lejos, con la tierra adherida a las extremidades de algunos insectos o a través de vectores animales involuntarios. Finalmente encontraron un anfitrión y cavaron en la carne, como un parásito obediente, penetrando profundamente. En un principio, el patógeno tardó una semana en suplantar, en cooptar la voluntad y el tejido de la víctima infectada. Incluso los parásitos y los virus aprenden por medio del ensayo y error, y estos no fueron la excepción. Con el quinto cuerpo anfitrión humano, los Ancianos empezaron a dominar el arte de la supervivencia y la suplantación. Extendieron su dominio a través del contagio, y aprendieron a jugar con las nuevas reglas de este juego terrestre.
Y se convirtieron en maestros en eso.
El más joven, el último en nacer, fue el Amo; la garganta. Los caprichosos designios de Dios le dieron movimiento a la tierra misma y al mar, y los hizo chocar y empujar hacia arriba el terreno que formó el lugar de nacimiento del Amo. En un principio fue una península y, cientos de años más tarde, una isla.
Los gusanos capilares que emanaron de la garganta se separaron de su lugar de origen y fueron los que más se alejaron, pues los seres humanos aún no habían pisado esta geografía incipiente. Era de poca utilidad y trabajoso tratar de alimentarse de una forma de vida inferior o dominarla —un lobo o un oso—, ya que su control era imperfecto y limitado, y sus sinapsis eran ajenas y de corta duración. Cada una de estas invasiones resultó infructuosa, pero la lección aprendida por un parásito era asimilada de inmediato por la mente de la colmena. Pronto su número se redujo a solo un puñado, diseminados lejos del lugar de nacimiento; ciegos, perdidos y débiles.
Bajo una fría luna otoñal, un valiente joven iroqués estableció un campamento en una franja de tierra a decenas de kilómetros del lugar de nacimiento de la garganta. Este joven era un onondaga —un guardián del fuego— y cuando se acostó en la tierra, fue alcanzado por un gusano capilar que se hundió en su cuello.
El dolor lo despertó y de inmediato se tocó la herida. El gusano aún no estaba completamente dentro y logró agarrarlo por la cola. Tiró con todas sus fuerzas, pero la cosa se movía y se retorcía resistiéndose a sus esfuerzos y, finalmente, escapó de su control, horadando los músculos de su cuello. El dolor fue insoportable, como una puñalada lenta y ardiente, con el gusano retorciéndose hacia abajo en la garganta y en el pecho, y finalmente desapareció bajo su brazo izquierdo, mientras la criatura descubría a ciegas su sistema circulatorio.
En cuanto el parásito alcanzó el tórax, desató una fiebre que duró casi dos semanas y deshidrató el cuerpo del anfitrión. Pero una vez que la suplantación fue completada, el Amo buscó refugio en las cuevas oscuras y en la suciedad fría y suave que había en ellas. Encontró que, por razones ajenas a su comprensión, la tierra en la que tomó el cuerpo de su anfitrión le ofrecía la mayor comodidad, y por eso llevaba una pequeña cantidad de tierra adondequiera que fuera. Ahora, los gusanos habían invadido y se habían alimentado de casi todos los órganos del cuerpo anfitrión, multiplicándose en el torrente sanguíneo. Su piel se tensó y se hizo pálida, en marcado contraste con sus tatuajes tribales y sus ojos feroces, velados ahora por la membrana nictitante, que centelleaba a la luz de la luna. Pasó unas semanas sin ningún otro alimento, pero finalmente, cerca de la madrugada, cayó sobre un grupo de cazadores mohawk.
El control del Amo sobre su cuerpo anfitrión todavía era indeciso, pero la sed se vio recompensada en la lucha con la precisión y el sentido de la oportunidad. La transferencia fue más rápida la siguiente vez; varios gusanos entraban en cada víctima a través del aguijón húmedo. Incluso cuando los ataques eran torpes e inseguros, de todos modos lograban su fin. Dos de los cazadores lucharon con denuedo, y sus hachas causaron estragos en el cuerpo del guerrero onondaga poseído. Pero, al final, incluso mientras se desangraba lentamente en la tierra, los parásitos alcanzaron los cuerpos de sus atacantes y no tardaron en multiplicarse. Ahora el Amo era tres.
A través de los años, el Amo aprendió a usar sus habilidades y tácticas para satisfacer su necesidad de secreto y sigilo. La tierra estaba habitada por guerreros feroces y los lugares donde podía esconderse se reducían a cuevas y oquedades conocidas por los cazadores y tramperos. El Amo rara vez le transmitía su voluntad a un nuevo anfitrión, y solo lo hacía si la estatura o la fuerza de este eran lo suficientemente deseables. Y a través de los años, la leyenda y el nombre crecieron y los indios algonquinos lo llamaron el Wendigo.
Ardía en deseos de estar en comunión con los Ancianos, a los que naturalmente detectaba y cuyo faro de empatía sentía a través del mar. Sin embargo, cada vez que intentaba cruzar el agua en movimiento, su cuerpo humano sufría un ataque, sin importar la fortaleza del cuerpo ocupado. ¿Estaba esto relacionado con el lugar de su desmembramiento, en la cuenca del río Yarden? ¿Era una alquimia secreta, un interdicto grabado en su frente por el dedo de Dios? Aprendería esta y muchas otras privaciones a lo largo de toda su existencia.
Se movió al oeste y al norte en busca de una ruta a la «otra tierra», al continente donde los Ancianos prosperaban. Sintió la fuerza de su llamada y el impulso creció en su interior, sosteniendo al Amo durante el viaje agotador de un extremo del continente al otro.
Llegó al océano vedado, a las tierras heladas en el extremo noroeste, donde cazó y se alimentó de los unangam, habitantes de aquellos parajes yermos. Eran hombres de ojos rasgados y piel bronceada, que vestían pieles de animales para abrigarse. El Amo, al entrar en la mente de sus víctimas, se enteró de la existencia de un estrecho que comunicaba con una gran tierra situada al otro lado del mar, un lugar donde las orillas prácticamente se tocaban, como dos manos extendidas. Exploró la costa gélida, buscando ese punto de partida.
Una noche fatídica, el Amo vio unas canoas cerca de un acantilado, donde un grupo de pescadores descargaban el pescado y las focas que acababan de cazar. El Amo sabía que podía atravesar el océano con su ayuda. Había aprendido a sortear masas de agua más pequeñas con ayuda humana, así que ¿por qué no intentarlo con una extensión de agua más grande? El Amo sabía cómo doblegar y aterrorizar el alma humana, incluso la del hombre más fiero. Sabía cómo aprovechar el temor de sus súbditos y alimentarse de ello. Mataría a la mitad del grupo y se anunciaría como una deidad, un ancestro totémico, una fuerza elemental con un poder superior a aquel que ya poseía. Sofocaría cualquier disidencia y ganaría cada alianza, con indulgencias o con el terror…, y entonces viajaría a través de las aguas.
Oculto bajo una gruesa capa de pieles, tendido en una improvisada cama de tierra, el Amo se disponía a intentar el viaje que lo reuniría con los seres más cercanos a su propia naturaleza.
Arsenal Picatinny
CREEM SE ESCONDIÓ EN UNO DE LOS DOS EDIFICIOS DEL COMPLEJO, lejos del alcance de Quinlan; o al menos eso creía. La boca le seguía doliendo después de chocar contra el codo del Nacido, cuando intentó escapar y arrebatarle el arma a Nora, y su prótesis de plata ya no mordía bien. Se sentía molesto consigo mismo por su codicia, por haber regresado a buscar las armas al garaje de mantenimiento de la universidad. Siempre tan hambriento de más, más, más…
Al cabo de un rato, oyó un coche pasar, pero no demasiado rápido. Parecía un vehículo eléctrico, uno de esos compactos.
Se dirigió al lugar que usualmente acostumbraba evitar, la entrada principal del arsenal Picatinny. La oscuridad reinaba de nuevo, y fue directo hacia las luces del edificio de control de visitantes, mojado y hambriento, y con un fuerte calambre en el costado. Dobló por la intersección y vio la puerta destrozada por la que habían entrado una hora antes, y unas siluetas apiñadas cerca de la garita de acceso. Creem levantó las manos y se encaminó hacia ellos.
Creem les dio las explicaciones del caso, pero de todos modos lo encerraron en un baño, cuando lo único que él quería era comer algo. Pateó la puerta un par de veces, pero era sorprendentemente sólida; comprendió que los baños también servían como celdas de detención preventiva para visitantes problemáticos. Entonces se sentó en la tapa del inodoro y esperó.
Un estruendo terrible, casi como una explosión, sacudió las paredes. El edificio se estremeció, y el primer pensamiento de Creem fue que aquellos imbéciles habían chocado en la carretera, y lo peor, que habían volado la mitad de Jersey. La puerta se abrió y vio la figura imponente del Amo con su capa. Llevaba un bastón con una cabeza de lobo en la mano. Dos de sus criaturas, los niños ciegos, correteaban alrededor de sus piernas como mascotas ansiosas.
¿Dónde están?
Creem se echó hacia atrás contra la cisterna, extrañamente relajado con la presencia del rey de los chupasangres.
—Se han ido. Se han puesto en marcha. Hace poco tiempo.
¿Hace cuánto tiempo?
—No lo sé. Dos vehículos. Por lo menos dos.
¿En qué dirección?
—Yo estaba encerrado en este baño de mierda, ¿cómo voy a saberlo? Ese vampiro que tienen a su lado, el cazador, Quinlan, es un hijo de puta. Me jodió la prótesis. —Creem se tocó la prótesis dental abollada—. Así que, oye, ¿me harías un favor cuando los atrapes? Dale al mexicano una patada adicional en la cabeza; y le dices que es de mi parte, ¿vale?
¿Ellos tienen el libro?
—Tienen ese condenado libro y también una bomba nuclear. Y saben hacia dónde se dirigen. Al Sitio Negro o algo así.
El Amo permaneció en silencio. Creem esperó. Los exploradores también notaron el mutismo del Amo.
—Te decía que iban hacia…
¿Hacia dónde exactamente? ¿Te lo dijeron?
El modo de hablar del Amo era diferente. Sus palabras sonaban más lentas.
—¿Sabes qué podría utilizar yo para refrescar mi memoria? —dijo Creem—. Algo de comida. Estoy débil, fatigado…
El Amo se abalanzó de inmediato sobre él. Lo rodeó con sus manos, levantándolo del suelo.
Ah, sí
—dijo con el aguijón asomándose entre sus dientes—.
Alimento. Tal vez un bocado nos ayudaría a ambos.
Creem sintió la punta húmeda del aguijón sobre su cuello.
Te he preguntado hacia dónde se dirigen.
—Yo… no lo sé. El médico, tu otro amiguito, lo leyó en ese libro. Es todo lo que sé.
Hay otras maneras de asegurar el cumplimiento de nuestro pacto.
Creem sintió un golpe leve, como el de un pistón apoyado contra su cuello. Luego un pinchazo y una suave calidez. Chilló, esperando la succión.
Pero el Amo contuvo su aguijón y le apretó los hombros; Creem sintió la presión en los omoplatos y en la clavícula, como si el Amo estuviera a punto de aplastarlo como a una lata.
¿Conoces estas carreteras?
—¿Que si conozco estas carreteras? ¡Claro que las conozco!
El Amo lanzó a Creem por la puerta del baño con un giro, y el corpulento líder de los Zafiros cayó despatarrado en el suelo del edificio de control de visitantes.