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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Estado de miedo (38 page)

BOOK: Estado de miedo
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«El cambio climático abrupto ya se ha abordado antes, y nunca ha despertado interés».

«Por eso organizas un congreso —adujo Henley con paciencia—. Organizas un congreso con mucha publicidad y casualmente coincide con varias pruebas espectaculares de los peligros del cambio climático abrupto, y al final del congreso este se habrá establecido como un problema auténtico».

«No sé…».

«Deja de lamentarte. ¿No recuerdas cuánto tiempo llevó establecer la amenaza mundial del invierno nuclear, Nicholas? Cinco días. Un sábado de 1983 nadie en el mundo había oído hablar del invierno nuclear. Se celebró un congreso con gran presencia de los medios y al miércoles siguiente el invierno nuclear preocupaba al mundo entero. Se estableció como una amenaza incuestionable para el planeta. Sin haberse publicado un solo informe científico».

Drake dejó escapar un largo suspiro.

«Cinco días, Nicholas —repitió Henley—. Ellos lo consiguieron. Tú lo conseguirás también. Este congreso va a cambiar las normas básicas referentes al clima».

La pantalla quedó en negro.

—Dios mío —dijo Sarah.

Evans, sin apartar la vista de la pantalla, guardó silencio. Sanjong había dejado de prestar atención hacía unos minutos.

Trabajaba en su ordenador portátil.

Kenner se volvió hacia Evans.

—¿Cuándo se grabó este segmento?

—No lo sé. —Evans salió lentamente de su bruma y miró alrededor, aturdido—. No tengo la menor idea de cuándo se grabó. ¿Por qué?

—Tienes el mando a distancia en la mano —recordó Kenner.

—Ah, perdón. —Evans pulsó los botones, hizo aparecer el menú y vio la fecha—. Es de hace dos semanas.

—Así pues, Morton tenía bajo vigilancia las oficinas de Drake desde hacía dos semanas —concluyó Kenner.

—Eso parece.

Evans volvió a ver las imágenes, esta vez sin sonido. Observó a los dos hombres: Drake paseándose y preocupado; Henley allí sentado, seguro de sí mismo. Evans intentaba asimilar lo que había oído. La primera grabación le había parecido relativamente razonable. En ella, Drake se quejaba de los problemas de hacer pública una auténtica amenaza para el medio ambiente, el calentamiento del planeta, cuando todo el mundo se olvidaba del tema en medio de una nevada. Eso tenía sentido para Evans.

Pero esta conversación… Cabeceó. Esta le inquietaba. Sanjong dio una palmada y anunció:

—¡Lo tengo! ¡Tengo el lugar! —Dio la vuelta al ordenador para que todos viesen la pantalla—. Este es el radar de la red NEXRAD en Flagstaff-Pulliam. Ahí se ve formarse el centro de una precipitación al nordeste de Payson. Debería producirse una tormenta mañana al mediodía en esa zona.

—¿A qué distancia está de aquí? —preguntó Sarah.

—A unos ciento treinta kilómetros.

—Creo que mejor será que subamos al helicóptero —dijo Kenner.

—¿Para qué? —quiso saber Evans—. Por Dios, son las diez de la noche.

—Conviene abrigarse —contestó Kenner.

A través de las lentes el mundo se veía verde y negro, y los árboles un poco borrosos. Las gafas de visión nocturna le apretaban en la frente. Pasaba algo con las correas: se le clavaban en las orejas y le hacían daño. Pero todos las llevaban para observar por las ventanillas del helicóptero los kilómetros de bosque que se extendían bajo ellos.

Buscaban claros, y ya habían dejado atrás una docena o más.

Algunos estaban habitados, las casas eran rectángulos oscuros con ventanas resplandecientes. En un par de claros, los edificios estaban sumidos en la mayor negrura: pueblos fantasma, comunidades mineras abandonadas.

Pero aún no habían encontrado lo que buscaban.

—Ahí hay uno —dijo Sanjong señalando.

Evans miró a su izquierda y vio un amplio claro. La ya familiar telaraña de lanzadores y cables quedaba parcialmente oculta entre la hierba. A un lado había un enorme tráiler del tamaño de los que se utilizaban para el reparto a los supermercados. Y en efecto vio, en letras negras, el rótulo A&P en los paneles laterales.

—Terroristas de la alimentación —dijo Sarah, pero nadie se rió y de inmediato el claro quedó atrás. El piloto del helicóptero tenía instrucciones expresas de no reducir la velocidad ni circundar ningún claro.

—Sin duda ese era uno —dijo Evans—. ¿Dónde estamos ahora?

—En el bosque Tonto, al oeste de Prescott —contestó el piloto—. He marcado las coordenadas.

—Deberíamos encontrar dos más en un triángulo de ocho kilómetros —dijo Sanjong.

El helicóptero siguió adelante en la noche. Tardaron otra hora en localizar las restantes telarañas, y pusieron rumbo a casa.

PARQUE ESTATAL DE MCKINLEY
LUNES, 11 DE OCTUBRE
10.00 H

Era una mañana clara y soleada, aunque unos negros nubarrones amenazaban por el norte. En el parque estatal de McKinley la escuela secundaria Lincoln celebraba su salida anual. Había globos atados a las mesas, las barbacoas humeaban y unos trescientos niños acompañados por sus familias jugaban en el prado junto a la cascada lanzando frisbees y pelotas de béisbol. Otros jugaban en las orillas del cercano río Cavender, que serpenteaba plácidamente a través del parque. El río bajaba con poca agua en esos momentos y había en las márgenes playas arenosas y pequeñas charcas entre las rocas donde chapoteaban los niños de menor edad.

Kenner y los otros habían aparcado a un lado y observaban.

—Cuando el río se desborde —dijo Kenner—, se llevará todo el parque y a la gente que hay en él.

—Es un parque muy grande —repuso Evans—. ¿De verdad se desbordará hasta ese punto?

—No hace falta mucho. El agua bajará turbia e impetuosa.

Quince centímetros de agua rápida bastan para derribar a una persona. Luego resbala y no puede volver a levantarse. El agua arrastra rocas y restos; el barro la ciega, se golpea contra algo, pierde el conocimiento. La mayoría de los ahogamientos se producen porque la gente intenta atravesar cauces pocos profundos.

—Pero quince centímetros…

—El agua lodosa tiene mucha fuerza —explicó Kenner—. Quince centímetros de barro arrastran un coche sin mayor problema. Pierde tracción y se sale de la carretera. Ocurre continuamente.

A Evans le costó creerlo, pero Kenner hablaba de una famosa riada de Colorado, la del Big Thompson, donde murieron ciento cuarenta personas en cuestión de minutos.

—Los coches quedaron aplastados como latas de cerveza —añadió—. El barro arrancó la ropa a la gente. No te engañes.

—Pero aquí —adujo Evans, señalando hacia el parque—, si el agua empieza a subir, habrá tiempo suficiente para salir…

—No, si es una riada. Aquí nadie se dará cuenta hasta que sea demasiado tarde. Por eso vamos a aseguramos de que no hay riada.

Consultó su reloj, alzó la vista para observar el cielo cada vez más oscuro y luego regresó hacia los coches. Había tres todoterrenos en fila. Kenner conduciría uno; Sanjong llevaría otro, y Peter y Sarah irían en el tercero.

Kenner abrió la puerta trasera de su vehículo y preguntó a Peter:

—¿Tienes un arma?

—No.

—¿Quieres una?

—¿Crees que la necesito?

—Es posible. ¿Cuánto hace que no vas a un campo de tiro?

—¿Pues… bastante tiempo? —En realidad Evans no había disparado un arma en su vida y hasta ese momento se había enorgullecido de ello. Movió la cabeza en un gesto de negación. No soy muy aficionado a las armas…

Kenner tenía un revolver en las manos. Había abierto el tambor y estaba examinándolo. Sanjong, al lado de su todoterreno, comprobaba un rifle de aspecto malévolo, con la culata de color negro mate y mira telescópica. Actuaba de manera rápida y experta. Un militar. Con inquietud, Evans pensó: «¿Esto qué es? ¿El OK Corral?».

—No hay problema —dijo Sarah a Kenner—. Yo llevo un arma.

—¿Sabes usarla?

—Claro.

—¿Qué es?

—Una Beretta de nueve milímetros.

Kenner negó con la cabeza.

—¿Te las arreglarías con una treinta y ocho?

—Desde luego.

Le entregó un arma y una funda. Sarah se prendió la funda de la cinturilla del vaquero. Parecía saber lo que hacía.

—¿De verdad esperas que disparemos contra alguien? —preguntó Evans.

—No a menos que sea necesario —contestó Kenner—. Pero quizá tengáis que defenderos.

—¿Crees que irán armados?

—Podría ser, sí.

—Dios mío.

—No te preocupes. Yo personalmente tirotearé encantada a esos cabrones —afirmó Sarah con tono severo e iracundo.

—Muy bien, pues —dijo Kenner—. Listos. Montemos. Evans pensó: «Montemos». Dios santo. Aquello sí era el OK Corral.

Kenner fue al otro extremo del parque y habló por un momento con un agente de la policía del estado cuyo coche patrulla blanco y negro se hallaba al borde de un claro. Kenner había establecido contacto por radio con el agente. De hecho, todos mantendrían contacto por radio, ya que el plan exigía un alto grado de coordinación. Tendrían que atacar las tres telarañas simultáneamente.

Como Kenner explicó, el objetivo de los misiles era provocar algo conocido como «amplificación de carga» de la tormenta. Era una idea surgida en la última década, cuando empezaron a estudiarse los rayos sobre el terreno, con tormentas reales. Antiguamente se creía que con cada rayo disminuía la intensidad de la tormenta, porque se reducía la diferencia de carga eléctrica entre las nubes y la tierra. Pero algunos investigadores habían llegado a la conclusión de que los rayos tenían el efecto opuesto: aumentaban de manera espectacular la fuerza de las tormentas. El mecanismo de este fenómeno se desconocía, pero se suponía que guardaba relación con el repentino calor del rayo, o con la onda expansiva creada, que añadía turbulencia al centro de la tormenta, ya de por sí turbulento. En todo caso, corría en la actualidad la teoría de que si podía incrementarse el aparato eléctrico de una tormenta, esta empeoraría.

—¿Y las telarañas? —preguntó Evans.

—Son misiles pequeños con microfilamentos acoplados. Se elevan trescientos metros en la capa de nubes, y allí el cable proporciona un conductor de baja resistencia y crea un rayo.

—¿Así que los misiles provocan más aparato eléctrico? ¿Para eso son?

—Sí. Esa es la idea.

Evans no se quedó muy convencido.

—¿Quién paga toda esa investigación? —dijo—. ¿Las compañías de seguros?

Kenner negó con la cabeza.

—Es todo confidencial-contestó.

—¿Quieres decir que es militar?

—Exacto.

—¿Los militares pagan la investigación meteorológica?

—Piénsalo bien —sugirió Kenner.

Evans no tenía la menor intención de hacerlo. Sentía un profundo escepticismo en cuanto a todo lo militar. La idea de que pagasen investigaciones meteorológicas le parecía la misma clase de absurdo despilfarro que las tazas de váter de seiscientos dólares y las llaves inglesas de mil dólares que tan triste fama habían adquirido.

—Si quieres saber mi opinión, es tirar el dinero.

—El FEL no piensa lo mismo —contestó Kenner.

Fue entonces cuando Sanjong habló, con notable vehemencia. Evans había olvidado que era soldado. Sanjong dijo que quienquiera que controlase la meteorología controlaría el campo de batalla. Era un antiguo sueño militar. El ejército sin duda gastaría dinero en eso.

—Estás diciendo que da resultado realmente.

—Sí —respondió Sanjong—. ¿Por qué crees que estamos aquí?

El todoterreno se adentró en los boscosos montes al norte del parque de McKinley por la tortuosa carretera. En la zona se intercalaban las densas arboledas y los prados abiertos. Desde el asiento del acompañante, Sarah miró a Peter. Era apuesto, y tenía el físico robusto de un atleta. Pero a veces se comportaba como un pelele.

—¿Haces algún deporte? —preguntó.

—Claro.

—¿Qué?

—Squash. Un poco de fútbol.

—Ah.

—Eh —protestó Evans—. Solo porque no uso armas… Por Dios, soy abogado.

Sarah se sentía decepcionada y ni siquiera sabía por qué.

Probablemente, pensó, se debía al nerviosismo y el deseo de tener al lado a alguien competente. Le gustaba estar cerca de Kenner, que poseía vastos conocimientos y notables aptitudes. Él sabía qué pasaba a su alrededor. Respondía con presteza a cualquier situación.

Mientras que Peter era un tipo agradable, pero…

Observó sus manos en el volante. Conducía bien y aquel día eso era importante.

Ya no lucía el sol. Se aproximaban a los nubarrones. El día era oscuro, tétrico, amenazador. Frente a ellos la carretera desierta serpenteaba a través del bosque. No habían visto un solo coche desde que abandonaron el parque.

—¿Estamos aún muy lejos? —preguntó Evans. Sarah consultó el GPS.

—Parece que faltan otros ocho kilómetros.

Evans asintió. Sarah cambió de posición en el asiento para que el arma enfundada no se le clavase en la cadera. Echó un vistazo al retrovisor de su lado.

—¡Mierda!

—¿Qué pasa?

Los seguía una destartalada furgoneta azul. Con matrícula de Arizona.

AURORAVILLE
LUNES, 11 DE OCTUBRE
10.22 H

—Tenemos problemas —anunció Sarah.

—¿Por qué? —preguntó Evans. Echó un vistazo al retrovisor y vio la furgoneta—. ¿Qué pasa?

Sarah tenía la radio en la mano.

—Kenner, nos han localizado.

—¿Quiénes? —preguntó Evans—. ¿Quiénes son?

La radio emitió un chasquido.

—¿Dónde estáis? —quiso saber Kenner.

—En la carretera 95. A unos seis kilómetros de distancia.

—De acuerdo —contestó Kenner—. Seguid con el plan. Haced lo que podáis.

—¿Quiénes son? —repitió Evans mirando por el espejo.

La furgoneta azul avanzaba deprisa. Muy deprisa. Al cabo de un momento, los embistió por detrás. Evans, sobresaltado, viró con brusquedad pero recuperó el control.

—¡Pero qué carajo…! —exclamó.

—Concéntrate en conducir, Peter.

Sarah desenfundó el revólver. Sosteniéndolo sobre el regazo, miró por el retrovisor lateral.

La furgoneta azul se había rezagado, pero ya volvía a acelerar.

—Ahí viene.

Quizá porque Peter pisó el acelerador, el impacto fue sorprendentemente suave. Poco más que un ligero empujón. Peter tomó las curvas a toda velocidad, lanzando vistazos al retrovisor.

La furgoneta volvía a quedarse atrás. Los siguió a lo largo de un kilómetro, pero se mantuvo a una distancia equivalente a cinco o seis coches.

BOOK: Estado de miedo
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