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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Estado de miedo (40 page)

BOOK: Estado de miedo
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—¿Tú crees?

—¿De dónde nos llegaron?

—Las hice mandar desde Washington a través de FedEx.

—¿Te entregaron el paquete en mano?

—No. Lo dejaron en el motel. El dueño me lo dio cuando llegué a registrarme… pero la caja estaba cerrada.

—Tira tu radio —ordenó Kenner.

—No hay cobertura para móviles, no estaremos en contac…

Nada más. Solo una ráfaga de estática.

—Peter.

No hubo respuesta. Solo silencio en la radio. Ya ni siquiera estática.

—Peter. Contéstame. Peter, ¿estás ahí?

Nada. La comunicación estaba cortada. Kenner aguardó un momento. Evans no contestó.

Cayeron las primeras gotas de lluvia en el parabrisas. Bajó la ventanilla y arrojó la radio. Rebotó por el asfalto y desapareció entre la hierba al otro lado de la carretera.

Kenner había recorrido cien metros cuando un rayo cayó por detrás de él en el lado opuesto de la calzada.

Eran las radios, en efecto.

Alguien había tenido acceso a las radios. ¿En Washington? ¿O en Arizona? Era difícil saberlo, y a esas alturas ya no importaba. Ya era imposible llevar a cabo su plan minuciosamente coordinado. De pronto la situación era muy peligrosa. Habían planeado atacar las tres alineaciones de misiles simultáneamente. Eso ya no sería posible. Por supuesto, Kenner podía atacar la suya. Y si Sanjong aún vivía, tal vez llegase a la segunda, pero no sería una maniobra coordinada. Si uno de ellos llegaba más tarde que el otro, el segundo equipo de misiles sin duda habría sido informado por radio, y estaría esperando con las armas listas. Kenner no albergaba la menor duda al respecto.

Y Sarah y Evans habían muerto o no estaban en condiciones de actuar. En el mejor de los casos, tenían el vehículo averiado. Con toda seguridad, no llegarían a la tercera telaraña.

Así pues, solo eliminarían una alineación de misiles. Quizá dos. ¿Bastaría con eso?

Tal vez, pensó.

Kenner fijó la vista en la carretera, una cinta clara bajo el cielo oscuro. No pensó en si sus amigos estaban vivos o no. Quizá habían muerto los tres. Pero si Kenner no impedía la tormenta, morirían centenares de personas. Niños, familias. Platos de papel en el barro mientras las partidas de búsqueda desenterraban los cuerpos.

De un modo u otro tenía que impedirlo. Siguió adelante, adentrándose en la tormenta.

MCKINLEY
LUNES, 11 DE OCTUBRE
11.29 H

—¡Mamá! ¡Mamá! Brad me ha pegado, mamá. Dile que pare.

—Niños, ya está bien…

—¿Bradley? ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Deja en paz a tu hermana.

De pie en la periferia del parque de McKinley, el agente Miguel Rodríguez, de la policía de carretera de Arizona, permanecía junto a su coche y observaba el picnic. Eran las once y media de la mañana, y los niños ya tenían hambre. Empezaban a pelearse. En todo el parque, las barbacoas estaban encendidas y el humo se elevaba hacia el cielo cada vez más oscuro. Algunos padres miraban hacia arriba con preocupación, pero nadie abandonaba el parque. Allí aún no llovía, pese a que habían oído restallar los rayos y retumbar los truenos a unos cuantos kilómetros al norte.

Rodríguez echó un vistazo al megáfono que había dejado en el asiento de su coche. Durante la última media hora había aguardado con impaciencia la llamada por radio del agente Kenner para notificarle que debía evacuar el parque.

Pero aún no le había llamado.

Y el agente Kenner le había dado instrucciones claras. No debía evacuar el parque de McKinley antes de recibir la orden.

Rodríguez no comprendía la necesidad de esperar, pero Kenner se había mostrado inflexible. Dijo que era un asunto de seguridad nacional. Eso Rodríguez tampoco lo entendió. ¿Cómo iba a ser un asunto de seguridad nacional un picnic en el parque?

Pero reconocía una orden cuando la oía. Así que Rodríguez esperó, impaciente y nervioso, y observó el cielo. Incluso cuando oyó anunciar en el parte meteorológico riesgo de riadas en los condados del este desde Kayenta hasta Two Guns y Camp Payson —zona que incluía McKinley—, Rodríguez siguió esperando.

No sabía que la llamada de radio que esperaba nunca se produciría.

AURORAVILLE
LUNES, 11 DE OCTUBRE
11.40 H

En retrospectiva, lo que salvó a Peter Evans fue el ligero hormigueo en la palma de la mano sudorosa mientras sostenía la radio. En los minutos previos había deducido que por algún motivo los rayos los seguían allí adonde iban. Sus conocimientos en ciencias eran escasos, pero supuso que la causa debía de ser algo mecánico o electrónico. Al hablar con Kenner había sentido ese leve hormigueo eléctrico en contacto con el aparato y, movido por un impulso, lo arrojó al extremo opuesto de la habitación. Fue a chocar contra un enorme artefacto de hierro semejante a un torno que parecía una trampa para osos.

El rayo descargó un instante después, resplandeciente y ensordecedor, y Evans se echó cuerpo a tierra, sobre el cadáver de Sarah. Allí tendido, aturdido por el miedo, zumbándole los oídos por la detonación, pensó que había notado algún movimiento en ella.

Se apresuró a levantarse y empezó a toser. La habitación estaba llena de humo. La pared opuesta ardía, con llamas aún pequeñas pero que ascendían ya por las tablas. Volvió a mirar a Sarah, azul y fría. No tuvo la menor duda de que estaba muerta. Debía de haber imaginado que se movía, pero…

Le tapó la nariz y empezó a practicarle el boca a boca. Tenía los labios fríos. Eso lo asustó. Estaba convencido de que había muerto. Vio ascuas y ceniza flotar en el aire cargado de humo.

Tendría que salir antes de que todo el edificio se desplomase sobre él. Estaba perdiendo la cuenta mientras introducía aire en los pulmones de Sarah.

En todo caso, de nada servía. Oyó crepitar las llamas alrededor. Alzó la vista y advirtió que los tablones del techo empezaban a prenderse.

Lo asaltó el pánico. Se levantó de un salto, corrió a la puerta, la abrió y salió.

Asombrado, notó la fuerza del aguacero, azotándolo, empapándolo de inmediato. Con la impresión, recobró la sensatez. Miró atrás y vio a Sarah tendida en el suelo. No podía dejarla.

Regresó corriendo, la agarró por los brazos y tiró de ella hacia fuera. Lo sorprendió el gran peso de su cuerpo inerte. La cabeza le colgaba, tenía los ojos cerrados y la boca abierta. Estaba muerta, sin duda.

De nuevo bajo la lluvia, la dejó entre la hierba amarillenta, se arrodilló y le practicó de nuevo el boca a boca. No supo muy bien durante cuánto tiempo mantuvo un ritmo uniforme. Un minuto, dos minutos. Quizá cinco. Obviamente, no servía de nada, pero continuó cuando ya no había razón alguna, porque ese ritmo atenuaba su propia sensación de pánico, le proporcionaba algo en qué concentrarse. Estaba allí bajo un torrencial aguacero, con un pueblo fantasma en llamas alrededor, y…

Sarah se sacudió, y Evans, atónito, la soltó. Le sobrevinieron arcadas secas y espasmódicas y luego un ataque de tos.

—Sarah…

Ella gimió. Se revolvió en el suelo. Evans la cogió entre sus brazos y la sostuvo. Respiraba. Pero parpadeaba sin control. No parecía consciente.

—Vamos, Sarah.

Ella tosía, su cuerpo se convulsionaba. Evans se preguntó si estaba muriendo de asfixia.

—Sarah…

Ella agitó la cabeza, como para despejarse. Abrió los ojos y lo miró fijamente.

—Oye —dijo—, qué dolor de cabeza. Evans pensó que iba a echarse a llorar.

Sanjong consultó su reloj. Llovía con más intensidad y el limpiaparabrisas iba de un lado para otro. Estaba muy oscuro, y había apagado los faros.

Había tirado la radio hacía ya muchos minutos, y los rayos habían cesado cerca del vehículo. Pero seguían cayendo en otras partes; oyó un trueno lejano. Comprobando el GPS, vio que se hallaba solo a unos cientos de metros de la telaraña que debía desbaratar.

Escrutó la carretera frente a él, buscando el desvío. Fue entonces cuando vio el primer grupo de misiles ascender hacia el cielo, como pájaros negros derechos hacia las nubes oscuras y turbulentas, y al cabo de un momento descendió una serie de rayos, conducidos por los cables.

Quince kilómetros al norte, Kenner vio elevarse los misiles de la tercera telaraña. Calculó que había solo unos cincuenta en esa alineación, lo cual significaba que quedaban otros cien en tierra.

Llegó al camino adyacente, dobló a la derecha y llegó de inmediato a un claro. A un lado había estacionado un enorme tráiler. Vio a dos hombres con impermeables amarillos de pie junto a la cabina. Uno de ellos sostenía una caja entre las manos: el disparador.

Kenner no vaciló. Dio un volantazo y dirigió el todo terreno hacia la cabina. Los hombres permanecieron atónitos por un momento y en el último instante se apartaron de un salto, justo cuando Kenner pasó rozando el lado de la cabina con un chirrido metálico y torció hacia el campo de misiles.

Por el retrovisor, vio levantarse a los dos hombres, pero estaba ya en la telaraña, avanzando a lo largo de la línea de cables, intentando aplastar los tubos lanzadores con las ruedas. Oyó el golpeteo metálico mientras los embestía. Esperaba alterar así el desarrollo del lanzamiento, pero se equivocaba.

Justo enfrente vio otros cincuenta misiles despedir llamaradas y ascender raudos hacia el cielo.

Sanjong estaba en el segundo claro. Vio una cabaña de madera a la derecha, y un gran camión aparcado aliado. En la cabaña había luz, y unas siluetas se movían tras las ventanas. Dentro había hombres. Unos cables salían del interior por la puerta delantera y desaparecían entre la hierba.

Avanzó derecho hacia la cabaña y accionó el control de velocidad de crucero en la barra del volante.

Vio salir de la cabaña a un hombre con una metralleta. Un fogonazo surgió del cañón, y el parabrisas de Sanjong se hizo añicos. Abrió la puerta y saltó del todoterreno, manteniendo el rifle alejado del cuerpo. Al caer, rodó entre la hierba.

Alzó la vista justo a tiempo de ver el todoterreno estrellarse contra la cabaña. Se produjo una gran humareda y se oyeron gritos. Sanjong se hallaba solo a unos veinte metros. Esperó. Al cabo de un momento el hombre de la metralleta rodeó el vehículo corriendo, en busca del conductor. Vociferaba, exaltado.

Sanjong disparó una sola vez. El hombre cayó de espaldas. Esperó. Salió un segundo hombre, gritando bajo la lluvia. Vio a su compañero caído y retrocedió de un salto para agazaparse detrás del parachoques delantero del todoterreno. Se inclinó hacia delante y llamó al hombre caído.

Sanjong le disparó. El hombre desapareció, pero Sanjong no estaba seguro de haberle acertado.

Tenía que cambiar de posición. La lluvia había aplanado la hierba, así que no disponía de tanta cobertura como habría deseado. Rodó rápidamente, desplazándose unos diez metros a un lado, y a continuación avanzó a rastras con cautela, intentando ver el interior de la cabaña. Pero el vehículo se había encajonado en la puerta delantera, y dentro las luces estaban apagadas. Tenía la certeza de que había más hombres en el interior, pero no veía a nadie. Los gritos se habían interrumpido. Se oían solo los truenos y el golpeteo de la lluvia.

Aguzó el oído. Le llegó el crepitar de las radios. Y voces. Aún quedaban hombres en la cabaña.

Aguardó entre la hierba.

La lluvia le entraba a Evans en los ojos mientras hacía girar la llave para apretar las tuercas del neumático delantero del todoterreno. La rueda de repuesto estaba ya firmemente colocada. Se enjugó los ojos y luego apretó por turno cada tuerca una última vez. Solo para mayor seguridad. Los esperaba un difícil camino de regreso a la carretera, y con esa lluvia, estaría embarrado. No quería que la rueda se aflojase.

Sarah lo esperaba en el asiento del acompañante. Medio a rastras, medio en volandas, la había llevado hasta el vehículo. Seguía aturdida, grogui, así que le sorprendió oída levantar la voz por encima del sonido de la lluvia.

Evans alzó la vista.

Vio unos faros a lo lejos. En el lado opuesto del claro. Entornó los ojos.

Era una furgoneta azul.

—¡Peter!

Soltó la llave y corrió hacia el lado del conductor. Sarah ya había puesto el motor en marcha. Evans se sentó al volante y arrancó. La furgoneta azul se acercaba a ellos a través del claro.

—Vamos —dijo Sarah.

Evans pisó el acelerador, giró y se adentró en el bosque, volviendo por donde habían llegado. Detrás de ellos, la lluvia había sofocado el incendio del edificio. Este era ahora un montón de escombros humeante.

La furgoneta azul pasó frente al edificio sin detenerse. Y los siguió por el camino.

Kenner dio la vuelta y regresó hacia el tráiler. Los hombres estaban allí de pie con el disparador. Uno había sacado una pistola y descerrajó varios tiros en dirección a Kenner. Este, derecho hacia ellos, aceleró. Embistió al hombre de la pistola, que voló por el aire por encima del todoterreno. El segundo hombre había conseguido escapar.

Kenner giró el volante.

Al retroceder, vio al hombre que había atropellado ponerse en pie, vacilante, entre la hierba. El otro hombre se había perdido de vista. El primero alzó el arma justo cuando Kenner volvió a arrollarlo. Cayó y el todoterreno se sacudió al pasar por encima de su cuerpo. Kenner buscaba al otro hombre, el que tenía el disparador.

No lo veía por ninguna parte.

Giró el volante. Solo podía haber ido a un sitio. Kenner enfiló derecho hacia el tráiler.

Mientras Sanjong esperaba entre la hierba, oyó el sonido de un motor de camión. Le obstruía la vista su propio todoterreno estrellado. El camión estaba más allá del todoterreno. Oyó que alguien lo ponía en marcha y retrocedía.

Sanjong se levantó y empezó a correr. Una bala silbó cerca de él. Volvió a echarse cuerpo a tierra.

Habían dejado a alguien en la cabaña.

Tendido entre la hierba, avanzó a rastras hacia el camión. Las balas cortaron la hierba alrededor. De algún modo, pese a estar entre la hierba, habían localizado su posición. Eso significaba…

Con una rápida contorsión, se volvió de cara a la cabaña. Se limpió la lluvia de los ojos y observó a través de la mira del rifle.

El hombre estaba en el tejado. Apenas visible excepto cuando se levantaba para abrir fuego.

Sanjong disparó justo por debajo de la línea del tejado. Sabía que la bala traspasaría la madera. No volvió a ver al hombre, pero su rifle resbaló por el tejado.

BOOK: Estado de miedo
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