Estado de miedo (33 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Estado de miedo
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—Bien —dijo ella—. Necesito un poco de ayuda.

—Haré lo que esté en mis manos. —El chico sonrió. Tenía diecinueve o veinte años, llevaba el pelo cortado al rape y una camiseta negra donde se leía: EL CUERVO. A juzgar por sus brazos, levantaba pesas.

—Busco a un hombre —dijo Sarah, y deslizó una hoja de papel hacia él.

—Habría dicho que más bien cualquier hombre te buscaría a ti-comentó el chico.

Cogió el papel. Era una fotografía del supuesto Brewster, el individuo que había plantado su campamento en la Antártida.

—Ah, sí —dijo el chico de inmediato—. Claro que lo conozco. Viene a veces.

—¿Cómo se llama?

—No lo sé, pero está en la tienda ahora.

—¿Ahora? —Miró alrededor buscando a Kenner, pero este estaba en la trastienda, con el propietario. No quería llamarlo ni hacer nada que atrajese la atención.

El chico, de puntillas, miraba alrededor.

—Sí, está aquí. O estaba hace unos minutos. Ha venido a comprar unos temporizadores.

—¿Dónde tenéis los temporizadores?

—Te lo enseñaré.

Salió de detrás del mostrador y la guió entre las pilas de ropa verde y las cajas amontonadas hasta una altura de casi dos metros. Sarah no veía por encima de ellas. Ya no veía a Kenner.

El chico la miró por encima del hombro.

—¿Qué eres, una especie de detective?

—Algo así.

—¿Quieres salir conmigo?

Se adentraban cada vez más en la tienda cuando oyeron la campanilla de la puerta. Sarah se volvió para mirar. Sobre las pilas de chalecos antibalas vislumbró una cabeza castaña, una camisa blanca de cuello rojo y la puerta al cerrarse.

—Se marcha…

Sin pensárselo dos veces, Sarah se dio media vuelta y corrió hacia la puerta, con la bolsa golpeteándole en la cadera. A toda prisa, saltó por encima de unas cantimploras amontonadas.

—Eh —gritó el chico—. ¿Volverás?

Ella salió por la puerta como una exhalación.

Estaba en la calle. Un sol intenso y cegador y una muchedumbre en movimiento. Miró a derecha e izquierda. No vio la camisa blanca de cuello rojo por ninguna parte. El hombre no había tenido tiempo material de cruzar la calle. Sarah fue a la esquina, y lo vio alejarse despreocupadamente en dirección a la calle Cinco. Lo siguió.

Era un hombre de unos treinta y cinco años vestido con ropa de golfista. Llevaba los pantalones arrugados y unas botas sucias de montañismo. Tenía gafas de sol y un bigote pequeño y recortado. Ofrecía todo el aspecto de una persona que pasaba mucho tiempo al aire libre, pero no de un albañil, sino más bien de supervisor. Quizá un contratista. Un inspector de obras. Algo así.

Sarah procuró fijarse en los detalles, grabárselos en la memoria. Redujo la distancia que lo separaba de él, pero decidió que no era buena idea y volvió a rezagarse. Brewster se detuvo frente a un escaparate y lo miró atentamente durante un momento. Luego reanudó su camino.

Sarah llegó al escaparate. Era una tienda de loza, con platos baratos expuestos. Se preguntó entonces si aquel hombre sabía ya que alguien iba tras sus pasos.

Seguir a un terrorista por una calle del centro parecía una escena salida de una película, pero Sarah sintió más miedo del que había previsto. La tienda de excedentes militares parecía ya muy lejos. No sabía dónde estaba Kenner. Deseó que estuviese allí. Además, ella no pasaba precisamente inadvertida; en la acera, la gente era en su mayor parte hispana, y la cabeza rubia de Sarah sobresalía por encima de casi todas las demás.

Bajó de la acera y continuó caminando junto al bordillo. De ese modo perdía quince centímetros de altura. Aun así tenía la incómoda sensación de que su cabello era llamativamente rubio. Pero a ese respecto nada podía hacer.

Dejó que Brewster se adelantara unos veinte metros. No quería distanciarse más porque temía perderlo.

Brewster cruzó la calle Cinco y siguió adelante. Recorrió otra media manzana y luego dobló a la izquierda por un callejón. Sarah llegó a la entrada del callejón y se detuvo. Había bolsas de basura apiladas a intervalos. Le llegó un olor a podrido. Un enorme camión de reparto obstruía el extremo opuesto del callejón y Brewster no estaba. Se había esfumado.

No era posible, a menos que hubiese entrado por alguna de las puertas traseras que daban al callejón. Las puertas se sucedían cada seis o siete metros, muchas de ellas hundidas en la pared de ladrillo.

Se mordió el labio. No le gustaba la idea de no verlo. Pero había repartidores junto al camión…

Empezó a avanzar por el callejón.

Miraba a cada una de las puertas al pasar por delante. Algunas estaban tapiadas, otras simplemente cerradas. Unas cuantas tenían mugrientos letreros donde se leía, junto con el nombre de la empresa:
UTILICE LA ENTRADA DELANTERA o LLAME AL TIMBRE Y LE ATENDEREMOS
.

Ni rastro de Brewster.

Había recorrido medio callejón cuando algo la indujo a mirar atrás, justo a tiempo de ver a Brewster salir de una puerta y encaminarse de nuevo a la calle, alejándose de ella rápidamente.

Sarah echó a correr.

Al pasar por delante de la puerta, vio a una anciana en el umbral. El rótulo rezaba
SEDAS Y TEJIDOS MUNRO
.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó a gritos.

La anciana se encogió de hombros y movió la cabeza en un gesto de negación.

—Se equivocaba de puerta. Todos se…

Dijo algo más, pero Sarah ya no la oyó.

Estaba otra vez en la acera, todavía corriendo. En dirección a la calle Cuatro. Vio a Brewster a media manzana. Caminaba a paso ligero, casi al trote.

Brewster cruzó la calle Cuatro. Una furgoneta azul y destartalada, con matrícula de Arizona, se detuvo a un lado, unos metros más adelante. Él subió de un salto al asiento del acompañante y la furgoneta arrancó con un rugido.

Sarah anotaba el número de matrícula cuando el coche de Kenner paró con un chirrido junto a ella.

—Sube.

Ella obedeció, y él aceleró.

—¿Dónde estabas? —preguntó Sarah.

—He ido a buscar el coche. Te he visto salir. ¿Lo has grabado?

Sarah se había olvidado por completo de la bolsa que llevaba al hombro.

—Sí, creo que sí.

—Bien. El dueño de la tienda me ha dado un nombre para este individuo.

—¿Sí?

—Pero probablemente es un alias. David Poulson. Y una dirección postal para los envíos.

—¿De los misiles?

—No, de los lanzadores.

—¿Dónde es?

—Flagstaff, Arizona —dijo Kenner.

Delante, vieron la furgoneta azul.

Siguieron a la furgoneta primero por la calle Dos, dejando atrás el edificio de
Los Ángeles Times
y los juzgados, y luego por la autopista. Kenner era un experto; consiguió permanecer a cierta distancia sin perderlo de vista en ningún momento.

—Tú ya has hecho esto antes —comentó Sarah.

—En realidad no.

—¿Qué es esa tarjeta que le enseñas a todo el mundo?

Kenner sacó el billetero y se lo entregó. Contenía una insignia plateada —poco más o menos como una placa de policía, solo que en ella se leía NSIA— y un carnet oficial de la Agencia de Inteligencia para la Seguridad Nacional, con su fotografía.

—Nunca he oído hablar de la Agencia de Inteligencia para la Seguridad Nacional.

Kenner asintió y cogió el billetero.

—¿A qué se dedica esa agencia?

—Permanece por debajo del radar —contestó Kenner—. ¿Has sabido algo de Evans?

—¿No quieres decírmelo?

—No hay nada que decir —respondió Kenner—. El terrorismo interior incomoda a las agencias interiores. Son demasiado duras o demasiado tolerantes. En la NSIA todo el mundo tiene una preparación especial. Ahora telefonea a Sanjong y dale la matrícula de esa furgoneta para ver si puede identificarla.

—¿Te dedicas, pues, al terrorismo interior?

—A veces.

Delante, la furgoneta se desvió por la Interestatal 5, dirección este, y atrás quedó el grupo de edificios amarillentos del Hospital General del Condado.

—¿Adónde van? —preguntó Sarah.

—No lo sé —dijo él—. Pero esta es la carretera de Arizona.

Sarah cogió el teléfono y llamó a Sanjong.

Sanjong anotó la matrícula y tardó menos de cinco minutos en volver a llamar.

—Está registrada a nombre del rancho Lazy-Bar, en las afueras de Sedona —dijo a Kenner—. Por lo visto es un rancho convertido en hotel. La furgoneta no consta como vehículo robado.

—De acuerdo. ¿De quién es el rancho?

—De una sociedad de cartera: Great Western Environmental Associates. Tienen una cadena de ranchos rehabilitados en Arizona y Nuevo México.

—¿De quién es la sociedad de cartera?

—Eso estoy indagando ahora, pero me llevará un rato.

Sanjong colgó. Delante de ellos, la furgoneta se situó en el carril de la derecha y puso el intermitente.

—Va a dejar la carretera —anunció Kenner.

Siguieron a la furgoneta por una zona de decrépitos polígonos industriales. En algunos casos los letreros rezaban
PLANCHISTERÍA
o
MÁQUINAS HERRAMIENTAS
, pero la mayoría de los edificios eran cuadrados y anónimos. El aire era denso, casi una bruma ligera.

Al cabo de tres kilómetros, la furgoneta volvió a doblar a la derecha, justo después de un cartel donde se leía
SERRI CORP
encima de un pequeño símbolo de aeropuerto con una flecha.

—Debe de ser un aeródromo privado —comentó Kenner.

—¿Qué es SERRI? —preguntó Sarah.

—No lo sé —dijo él cabeceando.

Más adelante se veía el pequeño aeródromo, con varias avionetas de hélices, Cessnas y Pipers estacionadas a un lado. La furgoneta se acercó y aparcó junto a un bimotor.

—Un Twin Otter —observó Kenner.

—¿Eso es importante?

—Despegue en corto, gran carga útil. Es un aparato de transporte. Utilizado para apagar incendios y para toda clase de cosas.

Brewster salió de la furgoneta y se acercó a la cabina del avión.

Habló brevemente con el piloto. Luego volvió a entrar en la furgoneta y recorrió unos cien metros por la carretera hasta detenerse frente a un enorme cobertizo rectangular de acero acanalado. Había allí otras dos furgonetas. El cartel del cobertizo rezaba
SERRI
en grandes letras azules.

Brewster salió de la furgoneta y se dirigió a la parte de atrás mientras el conductor se apeaba.

—Hijo de puta —dijo Sarah.

El conductor era el hombre a quien conocían como Bolden.

No llevaba vaqueros, ni gorra de béisbol, ni gafas de sol, pero su identidad no dejaba lugar a dudas.

—Tranquila —dijo Kenner.

Observaron a Brewster y Bolden entrar en el cobertizo por una puerta estrecha. A continuación la puerta se cerró con un ruido metálico.

Kenner se volvió hacia Sarah.

—Tú quédate aquí.

Salió del coche, fue rápidamente hacia el cobertizo y entró.

Sarah aguardó en el asiento del pasajero, protegiéndose los ojos del sol. Transcurrieron los minutos. Forzando la vista, miró con atención el cartel de la pared lateral del cobertizo, porque veía unas letras pequeñas y blancas debajo de la sigla
SERRI
. Pero estaba demasiado lejos para leerlas.

Pensó en telefonear a Sanjong, pero no lo hizo. Le preocupaba la posibilidad de que Brewster y Bolden saliesen, y Kenner se quedase dentro. En tal caso, tendría que seguirlos ella sola. No podía dejados escapar.

Al concebir tal perspectiva, decidió ocupar el asiento del conductor. Apoyó las manos en el volante. Consultó su reloj. Sin duda habían pasado ya nueve o diez minutos. Recorrió el cobertizo con la mirada en busca de cualquier indicio de actividad, pero obviamente el edificio estaba concebido para ofrecer el aspecto más discreto y anónimo posible.

Volvió a consultar su reloj. Empezó a sentirse como una cobarde, sentada allí de brazos cruzados. Toda su vida había hecho frente a las cosas que la asustaban. Así había aprendido a practicar el esquí extremo, la escalada en roca (pese a ser demasiado alta), el buceo entre restos de naufragios, y ahora estaba sentada en un coche, con un calor sofocante, dejando pasar los minutos.

«Y un cuerno», pensó, y salió del coche.

En la puerta del cobertizo había dos letreros pequeños. En uno se leía
SERRI SISTEMAS DE ENSAYO DE RESISTENCIA A LOS RAYOS INTERNACIONAL
, y en el otro
PELIGRO: NO ENTRAR EN EL BANCO DE PRUEBAS DURANTE LOS INTERVALOS DE DESCARGA
.

Fuera lo que fuese lo que aquello significase.

Sarah abrió la puerta con cautela. Encontró una zona de recepción, pero no había nadie. En un sencillo escritorio de madera vio un rótulo escrito a mano y un intercomunicador:
PULSE EL BOTÓN Y LE ATENDEREMOS
.

Sarah prescindió del intercomunicador y abrió la puerta interior, donde un amenazador cartel advertía:

PROHIBIDO EL PASO

ALTO VOLTAJE

SOLO PERSONAL AUTORIZADO

Cruzó la puerta y entró en un espacio industrial abierto y poco iluminado: tuberías en el techo, una pasarela, pavimento de caucho.

Todo estaba a oscuras excepto una cámara de paredes de cristal y dos pisos de altura, situada en el centro, que se hallaba bien iluminada. Era un espacio bastante amplio, poco más o menos del tamaño de su sala de estar. Dentro de la cámara vio algo semejante a un motor de avión, montado sobre una pequeña sección de ala. A un lado de la cámara, contra la pared, había una gran lámina de metal, y fuera un panel de control. Un hombre ocupaba el asiento frente al panel. N o se veía por ninguna parte ni a Brewster ni a Bolden.

Dentro de la cámara, un monitor empotrado indicó de manera intermitente:
DESPEJEN LA ZONA
. Una voz sintetizada dijo: «Por favor, despejen la zona de ensayo. Las pruebas empezarán dentro de… treinta segundos». Sarah oyó un zumbido, que aumentó lentamente de volumen, y el tableteo de una bomba. Pero, por lo que ella veía, no sucedía nada.

Movida por la curiosidad, avanzó hacia allí.

—¡Pssst!

Sarah miró alrededor, pero no vio de dónde procedía el sonido.

—¡Pssst!

Alzó la vista. Kenner estaba encima de ella, en la pasarela. Le indicó que se reuniese con él señalando una escalera en el ángulo del cobertizo.

La voz sintetizada anunció: «Las pruebas empezarán dentro de… veinte segundos».

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