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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (82 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Beneficiándose de un indulto parcial por buena conducta, Karkaré, Madanlal Pahwa y Gopal Godsé fueron puestos en libertad en 1969, después de veintiún años de encarcelamiento. Karkaré volvió a asumir en Ahmednagar la dirección de su posada, ofreciendo a sus clientes por 1,25 rupias (un franco) el espartano confort de sus habitaciones de siete
charpoy
. Murió de un ataque cardíaco en abril de 1974. Madanlal Pahwa se estableció en Bombay. Modesto competidor de las firmas japonesas cuyos artículos inundan los mercados de la India y de Extremo Oriente, fabrica juguetes en un camarachón contiguo a su vivienda. El terrorista que intentó matar a Gandhi con una bomba se encuentra hoy su mayor orgullo en un pequeño cohete de aire comprimido que se eleva a cien metros y vuelve a descender sostenido por su paracaídas.

Gopal Godsé, el joven hermano del asesino, vive en el tercer piso de una vieja casa de Poona. En la pared de su veranda se encuentra un mapa gigante del subcontinente indio. Todos los años, el 15 de noviembre, aniversario de la ejecución de su hermano, la urna que contiene las cenizas de Nathuram es colocada ante el mapa, por el que serpentea una línea de bombillas eléctricas que figuran el curso sagrado del Indo. Ante este emblema de la India una y entera, Gopal Godsé reúne a su familia y a los discípulos más fieles de Vir Savarkar. Ni el menor rastro de remordimientos, ni la más mínima sombra de contrición animan su reunión, cuyo fin exclusivo es glorificar el recuerdo de un «mártir» y justificar su acto ante la posteridad. Al pie del mapa, iluminado, embriagados por la melopea lancinante de un
sitar
, estos fanáticos agitan su puño derecho, juran ante las cenizas del asesino de Gandhi reconquistar «la porción amputada de nuestra madre patria, es decir, todo el Pakistán, y reunificar la India bajo la dominación hindú desde las orillas del Indo, donde los primeros
rishi
recitaron el Veda, hasta las selvas que se extienden más allá del Brahmaputra».

Como había anunciado al aceptar su cargo de primer gobernador general de la India independiente, Louis Mountbatten dimitió de sus funciones en junio de 1948.

Dedicó las últimas semanas de su poder a convencer al único príncipe indio todavía sentado en su trono, el nizam de Hyderabad, que abandonara pacíficamente sus pretensiones de independencia. En 1949, la India acabó por destronar al monarca mediante una operación militar incorporando por la fuerza su reino al territorio nacional.

Hasta el último día, Edwina Mountbatten se esforzó en aliviar la miseria de los refugiados. En cuanto llegaba a un campo, los desventurados se precipitaban para decirle adiós y testimoniarle su agradecimiento.

La víspera de su marcha, Jawaharlal Nehru dio en honor de los Mountbatten una gran cena en la sala de banquetes del palacio que se disponían a abandonar. Levantando su copa a la salud de la pareja británica, a la que le unían tantos lazos de afecto y de amistad forjados durante el año más memorable de su vida, Nehru se dirigió primeramente a Edwina Mountbatten:

—Adondequiera que habéis ido, llevasteis consuelo, esperanza y valor. ¿Es, pues, sorprendente que los indios os amen y os consideren como uno de los suyos?

Luego, volviéndose hacia Louis Mountbatten, continuó:

—Llegasteis aquí con la más alta reputación; pero, ¿no había ya engullido muchas la India? Habéis atravesado un período de graves dificultades, y, sin embargo, vuestra reputación ha conservado todo su esplendor. Ésta es la más extraordinaria de las hazañas.

Al día siguiente por la mañana, mientras Louis y Edwina Mountbatten se alejaban en el landó dorado que, quince meses antes, les había dejado al pie de la gran escalinata de honor, uno de los seis caballos del tiro se negó a avanzar. A la vista de este animal que ningún latigazo podía obligar a moverse, una voz exclamó entre la multitud: «¡Es un signo de Dios, debéis quedaros con nosotros!» Para Louis y Edwina Mountbatten, nada habría podido superar a este homenaje.

La cruel enfermedad ocultada desde hacía dos años como un secreto de Estado, acabó por abatir a Mohammed Ali Jinnah el 11 de septiembre de 1948, trece meses solamente después de la realización de su sueño y ocho del asesinato de su viejo adversario político.

Con el valor que había caracterizado toda su carrera, Jinnah luchó hasta el último instante por consolidar el futuro de su amado Pakistán. Murió en Karachi, su ciudad natal, convertida en capital provisional de una gran nación islámica gracias a su voluntad de hierro. Hasta en el borde mismo de la tumba, Jinnah continuó siendo el inflexible personaje que jamás había dejado de ser. A la cabecera de su cama, el último día, su médico aún quiso darle ánimos:

—Le he puesto una inyección. Si Dios quiere, todo irá bien.

Jinnah le miró, lleno de lucidez.

—No —respondió—, sé que voy a morir.

Media hora después, estaba muerto.

El Pakistán sobrevivió a la difícil época que siguió a su creación, pero no las instituciones democráticas que Jinnah le había dado. Un golpe de Estado militar dirigido por un antiguo oficial del Ejército de la India, el mariscal Ayub Khan, puso fin en 1958 al régimen parlamentario que la corrupción política había desacreditado. Tras diez años de un reinado autoritario pero beneficioso, el régimen de Ayub Khan fue derrocado por otro golpe de Estado militar.

La traumatizante experiencia de la guerra del Bangla-Desh que condujo en 1971 a la ruptura del Pakistán y a su separación en dos Estados, como lo había predicho antaño Louis Mountbatten, restableció un gobierno democrático bajo la dirección de Zulfikar Ali Bhutto. Aun cuando se vea periódicamente amenazada por revueltas tribales en la Provincia Fronteriza del Noroeste y la del Baluchistán, la cuarta nación islámica del mundo —después de Indonesia, Bangla-Desh e India— contempla actualmente el futuro con confianza, asegurándole la solidaridad musulmana una sustanciosa ayuda por parte de sus vecinos productores de petróleo.

En una eminencia situada en el corazón de Karachi un suntuoso mausoleo cobija bajo su cúpula de piedra el cenotafio de mármol del fundador de la nación, tributo de todo un pueblo al último heredero de sus grandes mogoles.

Como había predicho el Mahatma Gandhi, la terrible herencia de la partición continuaría sacudiendo durante años el subcontinente indio. En dos ocasiones, en 1965 y en 1971, la India y el Pakistán se enfrentaron en los campos de batalla. Este desacuerdo impuso a los dos Estados una abrumadora carga financiera que, con destino a estériles gastos militares, desvió recursos indispensables para su desarrollo económico y el aumento de la producción agrícola, es decir, para la elevación del nivel de vida de sus paupérrimos habitantes.

Sin embargo, en menos de una década los dos países realizaron la proeza de integrar a la mayoría de los millones de refugiados del trágico verano de 1947. Las fértiles llanuras del Penjab, regadas con la sangre de tantas víctimas inocentes, recuperaron poco a poco los colores de su feliz pasado, el oro de los campos de trigo, la nívea blancura de las cosechas de algodón, el verde de las plantaciones de caña de azúcar. Bajo el vigoroso impulso de su población sikh, la parte india de la mutilada provincia se puso a la cabeza de la «revolución verde», que le permitió realizar, en 1970, el gran sueño de la India: una producción de cereales capaz de subvenir a sus necesidades. Por desgracia, dos malas cosechas, en 1971 y 1972, interrumpirían provisionalmente este sueño.

Pero la restauración de la paz no podía borrar las dolorosas huellas dejadas por la pesadilla del éxodo. A ambos lados de la frontera trazada por el lápiz de Sir Cyril Radcliffe, subsistían el rencor e, incluso, el odio. El lastimoso destino de un hombre, Boota Singh, el campesino sikh que había comprado a una joven musulmana que huía de su raptor, simbolizaría para millones de penjabíes las trágicas consecuencias de sus escisiones, pero también la esperanza en que la capacidad del amor del hombre pudiera triunfar sobre los más tenaces odios.

Once meses después de su matrimonio, nació una niña en el hogar del sikh y la musulmana. Conforme a la costumbre, Boota Singh abrió al azar el libro santo de lo sikhs, el
Granth Sahib
, y eligió para la niña un nombre que empezaba por la primera letra de la primera palabra de la página. Ésta era una «T». Puso a su hija el nombre de «Tanvir», que significa «Milagro del Cielo» o «Fuerza de la Gracia».

Ocho años después de este nacimiento, dos sobrinos de Boota Singh, furiosos por la merma que ello supondría en su herencia, denunciaron a Zenib y su hija a las autoridades que buscaban a las mujeres raptadas durante el éxodo para proceder a su repatriación. Zenib fue arrancada del lado de su marido y depositada en un campo de tránsito en espera de que fuesen hallados sus padres en el Pakistán.

Loco de dolor, Boota Singh corrió a Nueva Delhi a realizar el acto más difícil para un sikh. Se cortó los cabellos y se hizo musulmán en la gran mezquita. Convertido en Jamil Ahmed, se presentó entonces en el despacho del alto comisario del Pakistán para pedir que le fuera devuelta su mujer. En vano. Los dos gobernadores habían acordado aplicar una norma implacable: casadas o no, las mujeres raptadas debían ser devueltas a su comunidad de origen.

Durante seis meses, Boota Singh visitó todos los días a su esposa en el campo en que esperaba su traslado al Pakistán. Permanecía sentado a su lado durante horas, llorando en silencio el sueño perdido de su felicidad. Un día, supo que había sido localizada su familia y que iba a ser enviada con ella. En una conmovedora escena de despedida, Zenib juró no olvidarle jamás y regresar en cuanto pudiera.

Proclamando su calidad de musulmán, Boota Singh cursó una solicitud para emigrar al Pakistán. Fue denegada. Pidió un visado, pero recibió una nueva negativa. Repartió entonces todos sus bienes entre los pobres de su aldea, hizo un hatillo con un poco de ropa y varios utensilios, introdujo dos mil rupias en su cinturón y cruzó clandestinamente la frontera con su hija, rebautizada Sultana. Dejando a la niña en Lahore, se dirigió al pueblo en que se había establecido la familia de Zenib. Al llegar, descubrió que su mujer se había vuelto a casar con un primo suyo a las pocas horas de bajar del camión que la había traído de la India. El pobre hombre gemía: «¡Devolvedme a Zenib! ¡Devolvedme a mi mujer!» Fue salvajemente apaleado por los hermanos y los primos de Zenib y, luego, denunciado a la Policía por haber cruzado ilegalmente la frontera.

Ante el tribunal, Boota Singh alegó que era musulmán y suplicó al juez que le devolviera su esposa, por lo menos que la dejara expresar libremente su voluntad. Conmovido por la aflición del anciano, el juez aceptó.

El careo tuvo lugar una semana más tarde en una sala rebosante de una multitud advertida por los periódicos. Todo Lahore estaba ya al corriente y de parte de Boota Singh.

Llegó Zenib, rodeada por todos los miembros de su familia. Parecía aterrorizada.

—¿Conoces a este hombre? —le preguntó el juez.

—Sí —respondió ella, temblorosa—, es Boota Singh, mi primer marido.

—¿Conoces a esta niña?

—Sí. Es nuestra hija.

—¿Deseas volver a la India con ellos?

Zenib volvió la cabeza hacia los miembros de su familia, que no apartaban los ojos de ella. Una insoportable tensión reinaba en la sala. Boota Singh contenía el aliento. Por fin, Zenib, bajando los ojos, murmuró solamente:

—No.

Un grito de animal herido brotó de la garganta de Boota Singh. Se tambaleó. Cuando recuperó el dominio de sí mismo, llevó su hija hacia Zenib.

—No puedo privarte de tu hija. Te la dejo.

Mientras hablaba, había sacado del bolsillo un fajo de rupias, que ofreció a su esposa.

El juez preguntó a Zenib si aceptaba la custodia de su hija.

De nuevo, un angustiado silencio llenó la sala. Desde sus asientos, los hombres del clan de la joven le hicieron seña de que rehusase. No querían que su familia pudiera quedar contaminada con sangre sikh.

Zenib miró a su hija. Tomarla consigo habría sido condenarla a una vida de desdicha.

—No.

Boota Singh permaneció inmóvil largo rato, mirándola. Luego, cogió de la mano a su hija y salió del tribunal sin volver la vista atrás.

El pobre hombre pasó la noche llorando y rezando en el mausoleo del santo musulmán Data Ganj Bakhsh, mientras su hija dormía al pie de una columna. Al amanecer, llevó a la niña a un bazar próximo. Con las rupias que su esposa no había aceptado, le compró un vestido nuevo y un par de sandalias bordadas con hilo de oro.

Cogidos de la mano, el anciano y su hija caminaron hasta la cercana estación de Shahdarah. En el andén, explicó a la niña que nunca volvería a ver a su mamá.

Cuando la locomotora entró en la estación, Boota Singh levantó dulcemente a su hija en brazos, la estrechó contra sí y avanzó hasta el borde del andén. La niña tuvo la impresión de que se apretaba el abrazo de su padre. De pronto, se sintió caer hacia delante. Oyó un pitido y un grito desgarrador. Luego se encontró al otro lado de la locomotora.

Boota Singh había saltado a la vía. Murió instantáneamente, pero, por un milagro, la niña estaba ilesa. Sobre el cuerpo destrozado del viejo sikh, la Policía encontró una carta de despedida manchada de sangre.

«Mi querida Zenib, has escuchado la voz de la multitud, pero esta voz nunca es sincera. No te guardo rencor. Mi último deseo es estar cerca de ti. Quisiera que me enterrases en tu pueblo y que vinieras de vez en cuando a poner flores sobre mi tumba».

El suicidio de Boota Singh conmovió al Pakistán. Sus funerales se convirtieron en una cuestión nacional. Sin embargo, aun en la muerte, continuaría siendo víctima del odio el viejo sikh que había creído escapar a la pesadilla comprando la felicidad por 1.500 rupias. La familia de Zenib y los habitantes de su pueblo le negaron el derecho a reposar en su cementerio. El 22 de febrero de 1957, una barricada defendida por todos los hombres del clan bajo el mando del segundo marido de Zenib se opuso al paso del féretro.

Temiendo que se produjeran disturbios, las autoridades ordenaron al cortejo fúnebre, seguido por millares de paquistaníes, que regresara a Lahore, donde los restos de Boota Singh fueron sepultados bajo una montaña de flores.

Furiosa por el honor que se había rendido al viejo sikh, la familia de Zenib envió un comando para profanar y arrasar su sepultura. Este gesto provocó la indignación de la población. De todas las ciudades y aldeas del Pakistán afluyeron millares de rupias ofrecidas para que se edificara un grandioso mausoleo al mártir del amor. Boota Singh fue de nuevo enterrado bajo una montaña de flores. Esta vez, centenares de musulmanes montaban guardia ante la sepultura del viejo sikh, afirmando con este gesto la esperanza de que, algún día, el tiempo acabaría quizá borrando del Penjab la cruel herencia del año 1947
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