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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (77 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Repentinamente, como una tormenta monzónica, una nota discordante turbó la paz de esta plácida jornada. Un grupo de sikhs e hindúes, supervivientes de una matanza que se había producido en el Pakistán el primer día de su ayuno, solicitó ser recibido. Antes incluso de que Gandhi hubiera podido expresar su compasión, uno de los refugiados exclamó con voz llena de odio:

—Ya nos has causado bastante mal. Márchate. ¡Vete a esconderte en una gruta del Himalaya!

Esa tarde, camino de la oración, sus manos se apoyaban más pesadamente en los hombros de Manu y Abha. El Mahatma se dirigió a sus compatriotas con voz particularmente fatigada y triste. Evocó el penoso encuentro que tanto le había turbado.

—¿A quién debo oír? —preguntó—. Unos me suplican que permanezca aquí, y otros me exhortan a que me vaya. Unos me censuran y me injurian, otros me cubren de alabanzas. Sí, ¿qué debo hacer? Yo cumplo la voluntad de Dios. Busco la paz en medio del desorden.

Tras una larga pausa, añadió:

—Para mí, el Himalaya está aquí.

Aproximadamente a la misma hora, el director general de la Policía de Nueva Delhi recibió una llamada de Bombay. Sanjevi reconoció la voz del comisario Nagarvalla. Tras un principio prometedor, la investigación se había atascado. La vigilancia de la casa de Savarkar no había aportado informaciones decisivas, ya que éste era demasiado hábil para correr el menor riesgo. Sin embargo, el número de sus visitantes parecía un poco sospechoso.

—No me pregunte por qué —confió a Sanjevi—, pero mi instinto me dice que está en marcha un nuevo intento.

—¿Qué quiere usted que haga yo? —protestó Sanjevi—, Los propios Nehru y Patel han suplicado a Gandhi que permita a la Policía registrar a los que acuden a Birla House. ¿Sabe usted lo que ha respondido? Que, si veía un solo policía entre el público, ayunaría hasta la muerte. ¿Qué podemos hacer?

La respuesta se encontraba ante los ojos de otro policía, a 1.200 kilómetros de Nueva Delhi. Después de haber perdido cuatro días, U. H. Rana, el jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Poona, se había decidido a pedir los expedientes de los hindúes extremistas sometidos a vigilancia unos meses antes. Conocía por fin la identidad de los que habían penetrado en el recinto de Birla House el 20 de enero para matar a Gandhi. Pero este importante descubrimiento no saldría jamás de su despacho: Rana no se tomó la molestia de llamar a Nueva Delhi para comunicar las señas de Nathuram Godsé y de Narayan Apté. Tampoco envió sus fotografías al responsable de la seguridad en Birla House.

Como su colega de Nueva Delhi, el jefe de la Policía de Poona estaba convencido de que los asesinos no repetirían su intento.

En la habitación número 6 del «Hotel de Viajeros» de la estación de la Vieja Delhi, los conjurados habían fijado ya el día y la hora de su crimen. El brazo vengador de Nathuram Godsé golpearía el día siguiente, viernes 30 de enero, a las cinco de la tarde.

Continuación de la confesión
de Vishnu Karkaré

Nathuram estaba de buen humor. Estaba contento y relajado. Hacia las ocho y media de la tarde, nos dijo:

—Venid, tenemos que comer juntos por última vez. Es preciso que sea una buena comida, una verdadera fiesta. Tal vez los tres nunca volvamos a tener otra
.

Bajamos de la habitación y atravesamos la estación hasta el restaurante «Brandon’s», establecimiento que pertenecía a una cadena de fondas de estación
.

—No podemos ir ahí —dijo Apté—, Karkaré es vegetariano
.

—Tienes razón —respondió Nathuram, echándome el brazo por el hombro—. Esta noche tenemos que permanecer juntos
.

Y salimos en busca de otro restaurante. Pedimos una cena principesca: arroz, legumbres con especias,
chapati.
El camarero nos dijo que no había leche cuajada de cabra, esa bebida que solemos tomar en casa cuando celebramos un banquete vegetariano. Nathuram llamó al jefe de camareros y le dio cinco rupias
.

—Esta cena es una fiesta —le dijo—. Queremos beber leche cuajada. Vaya a donde quiera, pero tráiganosla al precio que sea
.

Encantados por nuestro festín, acompañamos a Nathuram hasta su habitación. Estábamos dispuestos a quedarnos con él y charlar, pero nos dijo:

—Ahora, dejadme descansar. Quiero estar solo
.

Al salir de la habitación, Karkaré se volvió para saludar a su amigo. El hombre que iba a matar a Gandhi estaba ya echado sobre la cama sumido en la lectura de uno de los dos libros que se había traído a Nueva Delhi. Era una novela policíaca, un
Perry Mason
de Erle Stanley Gardner.

Gandhi pasó el último anochecer de su vida puliendo la redacción de lo que sería su testamento, la nueva constitución del partido del Congreso. A las nueve y cuarto, terminado su trabajo, se levantó.

—Me da vueltas la cabeza —se quejó.

Se tendió, apoyando la cabeza en las rodillas de Manu, que le friccionó con aceite. Para sus íntimos, estos momentos que precedían al sueño eran la parte privilegiada en la agitación del día, breve cuarto de hora en que
Bapu
cesaba de pertenecer a todos para ser solamente de ellos. Descansado y feliz, Gandhi tenía costumbre de hacer entonces el balance de la jornada, esmaltando sus frases con su dulce ironía habitual.

Esta noche, el Mahatma estaba triste. Incapaz de olvidar la imagen del refugiado lleno de odio que le había injuriado, guardó silencio durante varios minutos. Luego, reflexionando en la carta que acababa de redactar, atacó la creciente corrupción de los jefes políticos.

—¿Cómo podremos mirar cara a cara al mundo, si persiste tanta corrupción? —se inquietó—. El honor de la nación entera se halla ligado a los que han participado en el combate por la liberación. Si ellos abusan de su poder, no podemos sino esperar lo peor.

Tras un nuevo silencio, recitó en urdu, con voz apenas audible, una estrofa de un poeta nacido en Allahabad:

«Efímera es la primavera en el jardín del mundo. ¡Apresuraos a contemplar el grandioso espectáculo antes de que desaparezca!»

Continuación de la confesión
de Vishnu Karkaré

Apté y yo estábamos excitados al separarnos de Nathuram y no teníamos ganas de dormir. Salimos a la calle y entramos en el primer cine que encontramos. La película presentaba un relato de Rabindranath Tagore, el gran poeta bengalí. En el descanso, estuvimos charlando en el vestíbulo. Yo estaba inquieto.

—¿Crees de verdad que Nathuram podrá lograrlo? —pregunté a Apté—. No será fácil.

—Escucha, Karkaré —me respondió Apté—, conozco a Nathuram mejor que tú. Voy a decirte cómo decidió matar él mismo a Gandhi. Cuando huimos de Delhi en la noche del 20 de enero, fuimos en tren a Cawnpore en un coche-cama de primera clase. Nos pasamos charlando parte de la noche, y no dormimos muy bien. Hacia las seis de la madrugada, casi habíamos llegado, cuando Nathuram saltó de su litera. Me sacudió. «¿Estás durmiendo, Apté? —me preguntó—. Escucha, me encargaré yo de ello, yo y nadie más. Es preciso que lo haga un hombre dispuesto a sacrificar su vida. Yo seré ese hombre. Lo haré completamente solo».

Apté clavó entonces en mí una ardiente mirada. En voz baja, para que no pudiera oírle ninguno de los que se encontraban a nuestro alrededor, pero recalcando bien sus palabras, añadió:

—¿Sabes una cosa, Karkaré?, cuando oí a Nathuram pronunciar esas palabras, vi ante mis ojos, tendido en el suelo del vagón, el cadáver del Mahatma Gandhi.

Un violento acceso de tos sacudía a Gandhi. Al verle sufrir así, la muchacha que había compartido todas sus pruebas desde hacía un año, sintió llenársele los ojos de lágrimas. Manu sabía que Sushila Nayar había preparado tabletas de penicilina por si se producía una crisis, pero no se atrevía a ofrecérselas; cuidar al
Bapu
era cada vez más difícil. Cuando, finalmente, se decidió a traerlas, su reacción fue exactamente la que ella había previsto: un reproche. Su actitud, declaró Gandhi, revelaba una falta de confianza en quien era su único protector, Rama.

—Si muero dominado y deshecho por la enfermedad, o, incluso, por un simple forúnculo —explicó entre dos accesos de tos, tu deber será proclamar al mundo entero que yo no era un
verdadero
Mahatma. Pero, si se produce una explosión como la semana pasada —añadió mirándola con ternura—, o si alguien dispara sobre mí y sus balas me alcanzan en pleno pecho sin que exhale un suspiro, y muero con el nombre de Rama en los labios, entonces podrás proclamar a la tierra entera que yo era un
verdadero
Mahatma. Pues será beneficioso para el pueblo de la India.

Al salir del cine, Karkaré y Apté regresaron al «Hotel de Viajeros» y abrieron sin ruido la puerta de la habitación número 6 para echar un vistazo. Nathuram Godsé había dejado su libro: yacía inmóvil sobre la cama. Le pareció a Karkaré «que estaba profundamente dormido, sin que le turbara, al parecer, la más mínima preocupación».

XX

«LA SEGUNDA CRUCIFIXIÓN»

L
a última jornada de la vida de Mohandas Karamchad Gandhi comenzó como todas las demás: con la oración del amanecer. Sentado en la posición del loto, con la espalda apoyada contra la pared, salmodió a coro con sus íntimos los versículos del canto celeste del hinduismo, el Bhagavad Gita. Esta mañana del viernes 30 de enero de 1948, había elegido los dos primeros de sus dieciocho diálogos:

Puesto que es segura la muerte para quien nace

y seguro el renacimiento para quien muere,

¿por qué compadecerte ante lo ineluctable?

Después de lo cual, Manu sostuvo a Gandhi hasta la pequeña habitación que le servía de lugar de trabajo. Sentándose ante su baja mesa, pidió a Manu que canturreara para él un cántico cristiano que le agradaba especialmente: «Te abrume o no la fatiga, no te detengas, oh, hermano».

Continuación de la confesión
de Vishnu Karkaré

De acuerdo con lo convenido, a las siete de la mañana fui con Apté a buscar a Nathuram a la habitación 6 del «Hotel de Viajeros». Ya estaba despierto. Nos quedamos allí charlando juntos, bebiendo té y café. Bromeamos, reímos y discutimos. Luego, bruscamente, nos pusimos serios. Acabábamos de rendirnos a la evidencia: Nathuram iba a matar a Gandhi dentro de unas horas, pero ni él ni nosotros teníamos la menor idea de cómo se las iba a arreglar. Era preciso que elaborásemos un plan.

Estábamos convencidos de que, después de la explosión de la bomba de Madanlal, Birla House se había convertido en una verdadera fortaleza. Sin duda, la Policía registraba a los fieles que acudían a la reunión de oración para comprobar que no tenían armas. Debíamos encontrar un medio de introducir sin peligro el revólver.

Reflexionamos largo rato y, luego, Nathuram dijo que tenía una idea: compraríamos a un fotógrafo ambulante su máquina con el trípode y el paño negro. Ocultaríamos la pistola en su interior. Nathuram colocaría la cámara ante el micrófono de Gandhi. Se situaría bajo el paño y, así escondido, podría disparar tranquilamente sobre Gandhi.

Salimos, pues, en busca de un fotógrafo. Encontramos uno cerca de la estación. Pero, después de haber examinado detenidamente el instrumento, Apté declaró que la idea no servía. Nadie usaba ya esa clase de máquinas fotográficas. Un verdadero fotógrafo utilizaría con toda seguridad una cámara pequeña alemana o americana.

Volvimos entonces a la habitación para buscar otra solución. Apté sugirió utilizar un
burqa,
el velo que llevan las mujeres musulmanas para salir a la calle. Por entonces, acudían muchas mujeres musulmanas a la oración de Gandhi, pues era su salvador. Además, las mujeres solían estar en las primeras filas, lo que permitiría a Nathuram disparar prácticamente a bocajarro. Nos sentimos muy excitados ante esta idea. Nos precipitamos al bazar para comprar un
burqa,
el más grande que hubiera, y se lo llevamos a Nathuram.

Nada más ponérselo, Nathuram comprendió en seguida que aquello no serviría. «Nunca conseguiré sacar mi revólver —declaró— y, para mi eterna vergüenza, seré capturado con este vestido de mujer sin haber matado a Gandhiji».

Se hacía urgente encontrar una buena solución. Habíamos perdido toda la mañana. Solamente nos quedaban seis horas para la hora fijada, y seguíamos sin tener un plan. Por fin, Apté le dijo a Nathuram: «Las cosas más sencillas son con frecuencia las mejores», y le sugirió que se vistiera con uno de los uniformes color caqui que muchos antiguos soldados llevaban entonces en Nueva Delhi. Un militar corría menos riesgo de ser registrado a la entrada. La amplia camisa flotante disimularía a la perfección el revólver. A falta de una idea mejor, adoptamos esta solución. Volvimos, pues, al bazar para comprarle un uniforme a un ropavejero.

Luego, fuimos a ver de nuevo al fotógrafo cuya máquina habíamos estado a punto de comprar. Y cometimos una enorme, insensata y sentimental estupidez: nos fotografiamos los tres juntos.

Después, volvimos a la habitación de Nathuram para descansar un poco y poner a punto los detalles de nuestro plan. Decidimos que Nathuram iría el primero a Birla House y que al poco rato Apté y yo nos reuniríamos con él. En el momento de matar a Gandhi, estaríamos uno a cada lado de Nathuram. De este modo, si alguien intentaba interponerse, nosotros podríamos rechazarle y permitirle a Nathuram apuntar bien.

Había llegado el momento de abandonar la habitación. Nathuram metió siete balas en el cargador, se colocó el revólver en el cinturón y salimos.

Fuimos a sentarnos en la sala de espera de la estación para pasar allí el tiempo hasta el momento de ponernos en camino. De pronto, Nathuram anunció que tenía ganas de comer cacahuetes. No era un capricho muy grande, y sentíamos tal afecto hacia él que habría podido pedirnos cualquier cosa. Estaba dispuesto a sacrificarse. No queríamos que nada pudiera contrariarle.

Apté salió, pues, en busca de cacahuetes. Volvió al poco rato, lamentándose de que no había uno solo en toda Delhi. «¿Servirían unos anacardos? ¿O almendras, quizá?» Nathuram hizo una mueca. «¡Tráeme sólo cacahuetes!»

Como queríamos contentarle a toda costa, Apté salió de nuevo. Al cabo de un rato, regresó resplandeciente de alegría con un enorme cucurucho de cacahuetes en la mano. Nathuram se dedicó a devorarlos con glotonería. Cuando el cucurucho quedó totalmente vacío, ya era hora de partir. Decidimos detenernos primero en el templo Birla. Apté y yo queríamos orar a las divinidades y tener su
darsan.

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