Read Esta noche, la libertad Online

Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (80 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
4.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Los ocho kilómetros de recorrido hasta el Yamuna se hallaban tapizados de una alfombra de rosas y jazmines. En las aceras y las calzadas, en los árboles, en las ventanas, sobre los tejados y en lo alto de los faroles aguardaban cientos de miles de personas.

Agarrado a un farol, estaba también allí el campesino Ranjit Lal. Había caminado durante toda la noche. Cuando el cortejo pasó lentamente al pie del poste en que estaba encaramado y vio el célebre rostro, se sintió invadido de una explosión de gratitud. «Él es —pensó— quien me ha dado la libertad».

Divisando desde el tejado del palacio de Mountbatten el auténtico hormiguero humano que cubría la célebre avenida de todos los desfiles imperiales, Alan Campbell Johnson pensó que el hombre que había contribuido más que nadie al derrumbamiento del Imperio «recibía a su muerte un homenaje que sobrepasaba todos los sueños de los virreyes». El homenaje llegó también del cielo. Cuando el cortejo fúnebre llegó ante los altos muros de la prisión municipal en que había estado el liberador de la India, tres «Dakota» de las fuerzas aéreas indias dejaron caer una lluvia de pétalos de rosas.

Durante cinco horas, el interminable río se hinchó con nuevos afluentes. Cuando desembocó a orillas del Yamuna en la explanada donde había sido erigida la pira funeraria sobre una pequeña plataforma de ladrillos, los centenares de miles de fieles que se habían congregado ya allí parecieron levantados por una inmensa y poderosa ola. La fotógrafo Margaret Bourke-White tuvo conciencia de contemplar «la mayor multitud, sin duda alguna, que jamás se haya reunido sobre la superficie de la Tierra». La calculó en un millón de personas.

En el seno de esta multitud, un cordón de soldados del Ejército del Aire formaba una frágil muralla para un centenar de personalidades. Ante la pira, destacaba la elevada estatura de Louis Mountbatten.

Cuando los restos mortales del Mahatma fueron llevados por encima de las cabezas por sus hijos y sus sobrinas-nietas, un formidable impulso propulsó hacia delante a la multitud. Bajo la presión, todas las personalidades de las primera filas corrieron el riesgo de ser arrojadas al fuego. Advirtiendo este peligro, Mountbatten hizo retroceder unos veinte metros a ministros, dignatarios y diplomáticos. Luego, dando ejemplo él mismo en unión de su mujer, les hizo seña de que se sentaran en el suelo.

Los dos hijos de Gandhi depositaron por fin su cadáver sobre los grandes leños de madera de sándalo, con la cabeza orientada hacia el Norte según el rito hindú. Eran ya las cuatro de la tarde, y era preciso apresurarse para que los rayos del sol pudiesen bendecir a aquel cuyo cuerpo iban a consumir las llamas.

Se produjo entonces una indescriptible confusión. Todo el mundo quería tocar el sudario, echar una flor, añadir su trozo de madera a la alta pirámide que encerraba a Gandhi en su última prisión terrestre. Ramdas, el segundo hijo del Mahatma, a quien, en ausencia de su hermano mayor, correspondía la responsabilidad de presidir la ceremonia, escaló la plataforma. Ayudado por su joven hermano Devadas, extendió sobre el cuerpo de su padre una mezcla de
ghi
, aceite de coco, esencia de alcanfor y polvos rituales.

Contemplando los restos del hombre a quien había tomado tanto afecto, Louis Mountbatten se sintió presa de viva emoción. «Parece que estuviera solamente dormido —pensó—, y, sin embargo, dentro de unos instantes va a desaparecer ante nuestros ojos en un haz de llamas».

Ramdas Gandhi dio enconces cinco vueltas a la pira, mientras sacerdotes vestidos con túnicas amarillas recitaban
mantras
. Alguien tendió por fin la antorcha sagrada encendida en la llama perpetua del Templo de los Muertos. El hijo del Mahatma la elevó por encima de su cabeza antes de lanzarla a la pira. Cuando las primeras lenguas de fuego comenzaron a lamer los maderos de sándalo, una voz entonó una oración védica:

Condúceme

de lo irreal a lo real,

de las tinieblas a la luz,

de la muerte a la inmortalidad…

Al elevarse las primeras volutas de humo, la multitud lanzó un gigantesco clamor y se precipitó hacia delante. Pamela Mountbatten vio a decenas de mujeres sollozantes arrancarse los cabellos gritando, desgarrarse sus saris, tratar de romper la barrera de policías y soldados para realizar el ancestral rito de
sati
, el suicidio de las viudas de la India reuniéndose en las llamas con el cuerpo de sus esposos. Bajo la irresistible presión de la multitud, Mountbatten y todas las personalidades presentes escaparon por muy poco a un involuntario
sati
. «El hecho de sentarnos nos salvó —contaría más tarde—. Sin eso, habríamos ardido todos con Gandhi».

Un surtidor de chispas ascendió de pronto hacia el cielo, mientras una corona de crepitantes llamas envolvía la pirámide de madera de sándalo. Atizadas por el viento glacial que barría las riberas del Yamuna, se elevaban cada vez más altas. El rostro sereno desapareció tras una cortina de fuego.

En el momento en que el gigantesco brasero mezclaba su incandescencia con los rojizos reflejos del sol poniente un grito de adiós brotó de un millón de pechos:
«Mahatma Gandhi amar ho gayé!»
«¡El Mahatma Gandhi se ha hecho inmortal!»

La pira continuó consumiéndose durante toda la noche, y la multitud desfiló ante los restos de su profeta. Perdido entre ella, lastimoso rostro anónimo, se encontraba el hombre que hubiera debido encender aquellas llamas, Harilal Gandhi, el hijo mayor del Mahatma, desecho asolado por el alcohol y la tuberculosis.

Otro huérfano montó guardia también ante los rojizos fulgores de las brasas. Una época de la vida de Jawaharlal Nehru concluía en el fuego que devoraba el cuerpo de su padre espiritual. Con la primera luz del alba, depositó un humilde ramo de rosas sobre las ardientes cenizas.

—Bapuji —murmuró—, aquí tienes unas flores. Hoy, todavía puedo ofrecerlas a tus cenizas. ¿A dónde iré a llevarlas mañana, y a quién?

Los restos del hombre mortal que había sido el Mahatma Gandhi fueron sumergidos al duodécimo día siguiente a la cremación en un río que fluía hacia el mar. El lugar elegido para esta ceremonia era uno de los más sagrados del hinduismo, el
sangam
, cerca de Allahabad, donde las azuladas aguas del Yamuna se unen con las aguas fangosas del Ganges eterno en el mismo punto por el que se desliza la corriente secreta del Saravasti. Allí, en Prayag, donde Brahma el Creador había celebrado uno de sus más grandes sacrificios, en la confluencia de estos ríos cuyos nombres se hallan ensamblados desde la noche de los tiempos en la trama misma de la historia india, en el majestuoso hervor que había arrastrado las cenizas de millones de indios anónimos cuyas alegrías y penas había hecho suyas, Gandhi iba a fundirse para siempre en el alma colectiva de su pueblo como una gota de agua en medio del océano.

La urna de cobre que contenía sus cenizas llegó al final de los 615 kilómetros que separan Nueva Delhi de Allahabad a bordo de un tren especial compuesto exclusivamente de vagones de tercera clase, en medio de un pasillo triunfal de millones de hombres presentes a lo largo del trayecto para rendir homenaje a la Gran Alma de la India. En la estación de Allahabad, la urna fue colocada en una carroza fúnebre y llevada a través de una inmensa multitud hasta el río sagrado, donde le esperaba un vehículo anfibio del Ejército indio. Nehru, Patel, los dos hijos del Mahatma, Manu, Abha y varios íntimos se situaron junto a la urna. Tres millones de peregrinos apiñados en las orillas siguieron con los ojos a la blanca embarcación, que se alejó aguas abajo.

Cuando llegó el momento, se elevó de la multitud un canto védico acompañado del repicar de millares de campanillas, de gongs y del eco de las caracolas. Centenares de miles de fieles con las frentes ungidas de cenizas y pasta de sándalo entraron entonces en el agua para una gigantesca comunión mística. Tras echar a la corriente una miríada de cáscaras de coco y barquitas de hojas llenas de flores, de frutas, de leche, de mechones de cabellos, bebieron ritualmente tres tragos del agua de este río considerado como el cielo en la tierra.

Cuando la embarcación llegó a la confluencia sagrada, Ramdas Gandhi llenó la urna que contenía las cenizas de su padre con agua del Ganges y leche de vaca sagrada. Agitó suavemente la mezcla, mientras los pasajeros salmodiaban
mantras
de despedida.

Oh, alma santa, que el aire y el fuego te sean propicios…, que las aguas de todos los ríos y de todos los océanos te permitan servir en la eternidad a la causa de todos los hombres…

Al pronunciarse las últimas palabras, Ramdas Gandhi vació suavemente en las olas el contenido de la urna. El fino reguero grisáceo se estiró a lo largo del casco, y cada pasajero lo cubrió con un puñado de pétalos de rosa.

Llevado por la corriente, atrapado en los remolinos de las aguas mezcladas, la alfombra de flores, cenizas y leche se alejó muy pronto hacia el horizonte. Las cenizas de Mohandas Gandhi iban a realizar la última y más sagrada peregrinación de un hindú, el largo viaje hacia el mar y hacia el místico instante en el que en Ganges eterno las uniese con la eternidad de los océanos. Entonces, el alma de Gandhi escaparía «a las sombras de la noche». Se fundiría con el
mahat
, el Dios de su celeste
Gita
.

En compañía de sus dos fieles sobrinas-nietas, Manu, de 19 años
(a la derecha)
y Abha, Gandhi emprendió, en los pantanos de Bengala, la última cruzada de su vida para la reconcialiación de los hindúes y los musulmanes de su país. De pueblo en pueblo, Manu dormía cerca de él en los humildes cobertizos que le ofrecían los campesinos. Ella le daba masajes, rezaba con él, le preparaba sus cataplasmas de barro, le administraba los enemas, lo cuidaba cuando tenía diarrea, y comía en su misma escudilla de mendigo.

Tres balas de revólver pusieron fin, el 30 de enero de 1948, a la vida de Gandhi. El asesino
(en el centro)
pertenecía a un grupo de extremistas hindúes dirigidos por Savarkar (con fez).

Nathuram Godsé
, 39 años, el asesino, sastre convertido en director de periódico. Signos particulares: soñaba con una India unificada, le gustaban los cacahuetes y tenía terribles jaquecas. Fue ahorcado.

Narayan Apté
, 34 años, profesor de Matemáticas convertido en administrado de periódico. Signos particulares: le gustaban las conspiraciones, las mujeres y la lectura de las líneas de la mano. Fue ahorcado.

BOOK: Esta noche, la libertad
4.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Before the Storm by Sean McMullen
Motive for Murder by Anthea Fraser
The Enemy by Christopher Hitchens
Dead Simple by Jon Land
Back to Life by Kristin Billerbeck