—Claro, papá… —Entonces Sofia le prestó más atención.
—Si no fuera por tu madre… Es ella la que acaba obligándome a participar en las fiestas del pueblo. —«Al menos tiene algún mérito», pensó Sofia—. El próximo lunes, por ejemplo, se celebra la cena en la plaza. Me gusta ir con tu madre, nos lo pasamos bien a pesar de que hay que hacer una donación y nunca puedes dar demasiado poco.
—Bueno, sí, claro… —Siguió escuchándolo, pero acabó distrayéndose de nuevo. Pensó en Stefano, en que su vida era parecida a la de su padre. Pasan los años, llegan nuevas generaciones, pero algunas cosas, lamentablemente, permanecen inalterables—. Me voy a dormir, papá…
Le dio las buenas noches también a su madre, se encerró en su habitación, llamó a Andrea y luego se quedó dormida sin pensar demasiado. No soñó, o al menos, si lo hizo, al día siguiente no recordó nada.
Los días siguientes fueron de completo relax: algún paseo hasta la playa, un salto al mercado para comprar los indispensables cazzilli —unas croquetas de patata a las que no había sido capaz de renunciar desde pequeña y por culpa de las cuales a menudo tenía que ponerse a dieta.
La tarde antes de irse, se encontró con aquel chico.
—¡Sofia Valentini! —Se volvió, sorprendida por aquel grito—. ¡No me lo puedo creer! ¿Qué haces aquí? ¡Es demasiado bonito para ser verdad! ¡Y eres demasiado bonita para ser real! Pero ¿eres tú, verdad?
Sofia se echó a reír.
—Sí, sí, soy yo… Y no te ofendas, pero la verdad es que no me acuerdo de quién eres.
El chico se llevó las manos a la cabeza.
—No puede ser, ¿cómo es posible? —Pero no le dio tiempo a responder—. ¡Soy Salvatore Catuzzo!
—Venga, ¿me estás tomando el pelo? ¡Salvatore!
Entonces Sofia lo abrazó y se dieron un beso.
—¡Cuánto tiempo!
—Una vida.
Sofia lo miró con más atención. Había sido su sueño desde muy joven, había estado locamente enamorada de él y además fue su primer beso. Se acordaba de todo perfectamente: un día de invierno, durante las vacaciones, hacia las cinco de la tarde, Salvatore la llevó al acantilado del elefante. En el mar aquel día había temporal y además hacía frío. Soplaba un mistral fuerte y cortante. Pero él se empeñó. Llegaron hasta allí en bicicleta.
—¡Nos pondremos aquí!
—Pero es peligroso, hay muy mala mar.
—¡Y qué, Sofia! Mira que eres exagerada. —Así que ascendieron hasta la cima del acantilado. Las olas eran tan fuertes que los salpicaban algunas gotas—. Sofia, tú me gustas.
—Y tú a mí.
A la muchacha aquellas palabras no le parecieron nada del otro mundo. En las películas, antes de los besos, las declaraciones siempre eran bonitas, y después se decían palabras de ensueño. Pero Salvatore le gustaba mucho, así que cerró los ojos, como le habían aconsejado sus amigas y, cuando notó aquellos labios en los suyos, abrió la boca, siempre siguiendo las indicaciones de las más expertas. Pero en el momento en que Salvatore le metió la lengua en la boca, casi se muere. Nunca se había imaginado que pudiera ser tan larga. Por otra parte, aquello no se lo habían explicado sus amigas. Luego, mientras se resistía a aquel extraño enroscamiento, llegó una gran ola que los empapó.
—Chica, qué pasada, ¿te acuerdas?
—Sí, ¿quién podría olvidarlo?
Aquel beso fue único en todo y por todo, pero el Salvatore de entonces ya no tenía nada que ver con el que recordaba: había engordado, tenía una barriga bastante prominente y estaba completamente calvo.
—Salvo, ven, tenemos que volver a casa.
En la calle, un poco más allá, una chica rubia y con el mismo tipo que él —y que llevaba a un niño y a una niña de la mano— lo miraba con curiosidad mientras esperaba una respuesta.
—¡Ya voy! Y de ella, ¿te acuerdas?
Sofia la observó con más atención.
—No…
—¡Ya está bien, no te acuerdas de nada! ¡Es Gabriella Filoni! Me casé con ella, ahora tenemos dos hijos.
—Ah, sí, ahora ya sé quién es. Qué bien, me alegro muchísimo por vosotros.
Permanecieron un instante en silencio.
—Bueno, me voy corriendo, que Gabriella me espera. ¿Te quedarás mucho?
—No, me marcho mañana. Me ha gustado verte.
—A mí también.
Y de aquel modo se alejó, se reunió con Gabriella, agarró al niño de la mano y luego lo cogió en brazos. Empezó a hablar con su esposa mientras se dirigían al coche. Gabriella se volvió y la miró de nuevo. Lo más seguro era que estuvieran hablando de ella. «No te preocupes, no volveré a besarlo, puedes estar tranquila.» Sofia se echó a reír y volvió a casa.
Al día siguiente, cuando estaba a punto de irse, su padre se le acercó.
—¿Seguro que no quieres que te lleve? Me gustaría mucho.
—Papá, es demasiado tarde, y luego tienes que volver solo hasta aquí. Ya he llamado a un taxi.
—Como quieras, pero prométeme que volverás pronto.
—Te lo prometo.
Y tras decirse aquello, se besaron.
Sofia se despidió de Maurizio, que estaba arreglando el ordenador de casa.
—Y éste tampoco funciona, hermanita, es una epidemia.
Le dijo a su madre que la acompañara hasta la calle, ya que había insistido mucho en ello. Cruzaron el portal y no había ni rastro del taxi. Permanecieron en silencio. Sofia albergaba la esperanza de que el vehículo llegara pronto. Al final, Grazia habló:
—¿Estás molesta porque te lo haya contado?
—No lo sé. Tal vez. Habría preferido no saberlo.
—Quizá el que te lo haya contado ahora tenga un motivo.
Su hija la miró.
—No lo creo, mamá. El único motivo que veo es que has querido hacerlo. No has sido feliz y no ha servido para nada.
—Las cosas suceden.
—Pero nosotros también podemos hacer que no sucedan. Ayer estaba viendo la televisión con papá y, por primera vez en mi vida, no sabía qué decirle, sólo quería irme…
—Lo siento. Pero si no hubiera ido al parque aquella mañana habría vivido toda la vida con aquella duda. En cambio ahora me siento serena.
El taxi llegó y salvó a Sofia de aquella situación embarazosa.
—Adiós, mamá. —La besó—. Nos llamamos.
—Sí. Vive tu vida al máximo. Las cuentas tienes que rendirlas tú sola, y al final.
Sofia habría querido decirle muchas cosas, pero prefirió callar. El taxi se marchó.
Grazia entró en casa y fue a arreglar la habitación de Sofia. Debajo de la mesa, dentro de la papelera, encontró la muñeca Fiore con su camiseta roja.
El coche pasó de largo ante la iglesia de la Gran Madre y, poco después, se detuvo delante del parque de Valentino.
Gregorio Savini se volvió hacia él.
—Ahí está, es ella.
Señaló a una mujer vestida con unos pantalones de rayas anchos. Era alta, tenía el pelo castaño con ligeros toques más claros y llevaba unos pendientes enormes. Sonreía mientras trataba de ayudar a un niño pequeño en un triciclo.
—Vamos, Nicolò. Si haces eso frenas, tienes que empujar hacia delante…
El niño volvió a intentarlo, pero cada vez que metía los pies en los pedales, se le resbalaban hacia abajo y terminaban en el suelo. La madre le ponía las manos sobre los hombros para hacerlo avanzar.
—¡No sabe, no sabe! —junto a ellos apareció una bonita niña de pelo claro que, insolente, se puso las manos en las caderas.
—Greta, no digas eso. A ti tampoco te salía cuando eras pequeña. ¡Dale tiempo a tu hermano!
—¡Pero si es un negado, mamá!
—No digas eso.
—¡Pero lo es!
Nicolò se concentró, puso los dos pies en los pedales y empezó a hacer fuerza para hacerlos girar de prisa mientras su madre trataba de caminar a su lado.
—Despacio… Ve despacio.
Pero Nicolò aceleró. Pedaleaba con decisión y al final se lanzó por una recta. Madre e hija empezaron a correr detrás de él. Greta reía, divertida. Al final Nicolò se equivocó de dirección y acabó en el césped. La rueda de atrás se atascó en las raíces de un árbol y el triciclo se volcó. Nicolò cayó de bruces, con las manos hacia delante y la barbilla en el suelo.
—¡Nicolò! —gritó la madre mientras acudía en su ayuda y el niño se echaba a llorar. En aquel momento también llegó Greta.
—¡Ya te lo dije, es un negado!
La madre ayudó a Nicolò a levantarse y comprobó que no se había hecho nada. Sólo tenía un pequeño rasguño en la rodilla derecha.
—Cariño, no ha sido nada…
El niño sorbía por la nariz. La madre le echó el pelo oscuro hacia atrás y le acarició la mejilla mientras él, con el puño cerrado, se frotaba el ojo derecho. Ya había dejado de llorar.
Tancredi subió la ventanilla y luego le hizo una señal a Gregorio Savini, que empezó a leerle las hojas.
—Olimpia Diamante. Tiene dos hijos: Greta de seis años y Nicolò de cuatro. Su marido le es infiel desde hace un año y medio. Ella lo descubrió hace siete meses. Tuvieron una gran discusión, ella lo obligó a irse, él hizo de todo para quedarse y, al final, lo consiguió. Le prometió que no volvería a ver a la otra mujer, pero tres días más tarde ya estaba de nuevo con ella. La chica tiene veinticuatro años, trabaja en su despacho como secretaria, se llama Samantha con hache y está prometida con un tipo de Nápoles, Gennaro Paesanielli, que trabajaba de gorila en un local de la periferia. Tuvo que trasladarse a Turín tras una pelea en la que resultó herido un tipo famoso con antecedentes penales. A la chica la conoció aquí, y ya hace dos años que mantienen una relación muy turbulenta. —Gregorio Savini levantó la mirada de las hojas que estaba leyendo—. Su marido es Francesco D'Onofrio. Iba a tu escuela, al Collegio Sacra Famiglia.
Tancredi siguió mirando a la chica por la ventanilla.
—Sí, me acuerdo de él. Prosigue.
Savini hizo lo que le pedía:
—La semana pasada, Olimpia descubrió que la relación entre Samantha y su marido continuaba. Tuvieron otra violenta discusión durante la cual ella se cortó con la esquirla de un vaso roto. Le tuvieron que dar varios puntos en la mano izquierda… —Tancredi la observó con más atención. Entonces se percató de la venda que le sobresalía de la chaqueta. Olimpia había levantado el triciclo y estaba ayudando a Nicolò a montar en él de nuevo. Savini continuó leyendo—: Olimpia fue al despacho de Levrini, que se ocupa de separaciones y divorcios, y habló con el abogado Alessandro Vinelli. Él le explicó todo el procedimiento y los pasos que debía dar, pero la verdad es que ella todavía no ha tomado una decisión. —Savini cerró la carpeta—. Luego hay otros detalles sobre los diversos gastos de la casa, los sitios donde han ido de vacaciones, los otros inmuebles que poseen, y también sobre las vacaciones y los hoteles a los que él ha llevado a Samantha durante el último año. —Cogió un sobre—. Aquí hay algunas fotos de él con su amante.
Tancredi lo abrió y miró aquellas fotografías. Samantha era una chica guapa, siempre vestida de manera llamativa, con zapatos de tacón alto, camisetas muy cortas, tops con estampados de tigre o de colores, escotes provocativos y el pelo recogido con pinzas ordinarias. También había algunas imágenes de ellos besándose en un parque, en el coche, entrando en un hotel, fotos que los retrataban a través de una ventana mientras se desnudaban y otras más atrevidas. Tancredi volvió a meter las instantáneas en el sobre y se las pasó. Savini permaneció en silencio.
Tancredi siguió mirando a Olimpia. Se estaba riendo con sus hijos. Los tres habían subido en un tiovivo y ella empujaba con fuerza el círculo central intentando que se moviera. Cuando empezaron a girar, aumentó la velocidad. Se divertía con los niños, echaba la cabeza hacia atrás y tal vez se mareaba un poco, pero en el fondo se notaba que no era feliz. Era como si su risa y su mirada estuvieran veladas por la tristeza. Y, sin embargo, hubo una época en que no era así en absoluto.
—No me mires, me da vergüenza.
Olimpia se cubría los senos con los brazos cruzados y estaba medio escondida detrás de la puerta. Tancredi hacía correr el agua en la bañera, intentaba regularla porque salía demasiado caliente.
Se volvió hacia ella y le sonrió.
—Pero ¿por qué te da vergüenza? ¡Después de todo lo que hemos hecho!
Olimpia lo golpeó en la espalda.
—¡Idiota! ¿Qué tiene que ver? Eso es distinto.
Tancredi fingió que le había hecho daño.
—¡Ay, cómo me duele!
—Sí, y yo me lo creo… Pero ¿cuánto falta? —Metió la mano en el agua—. Está perfecta, venga, vamos a meternos…
Olimpia poco a poco se sumergió en la bañera. Tancredi cerró el grifo y se quedó quieto delante de ella, completamente desnudo. Olimpia sacó una pierna del agua con malicia; tenía un poco de espuma en la rodilla. Empezó a acariciarle el muslo a Tancredi con el pie y, lentamente, fue subiéndolo. Entonces sonrió.
—Mmm, te hago efecto.
—Muchísimo. —Tancredi estaba excitado. El pie de Olimpia no quería pararse. Siguió moviéndose despacio hasta que llegó a rozarlo. Tancredi entró en la bañera con lentitud y, todavía excitado, se puso de rodillas entre las piernas de Olimpia y se las abrió.
—Ay, más despacio…
Tancredi sonrió.
—Sí, y yo me lo creo…
—Tienes que creértelo, has hecho que me dé un golpe con el grifo.
Empezaron a reírse mientras él buscaba un punto de apoyo para deslizarse suavemente sobre ella. Al final lo consiguió y, con dulzura, comenzó a empujar con los glúteos hasta que estuvo dentro de ella.
—Eso es, así.
Olimpia lo sujetaba con fuerza; agarrada a sus hombros, mojada, apoyaba el rostro en su cuello y se mordía el labio mientras él la tomaba con suavidad.
—¿A qué hora vuelven tus padres? —preguntó Tancredi.
—Han dicho que más tarde.
—Pero ¿estás segura?
—Sí… Venga… No pares. —Tancredi no lo pensó más. Siguieron amándose dentro de la bañera, meciéndose apasionados en el agua caliente. Entonces se oyó un claxon—. ¡Oh, Dios mío! —Olimpia se puso rígida. Se inclinó hacia delante mientras él seguía moviéndose encima de ella—. Quieto. —Se concentró para oír cualquier posible ruido. De repente se levantó una persiana—. Es nuestro garaje. Son mis padres. Ya han vuelto.
—¿Qué?
—Sí, muévete.
Salieron de la bañera volando. Tancredi se resbaló al pisar el suelo.
—¡Venga, muévete!, ¿qué haces ahí?
—Me he caído. —Se levantó dolorido. El deseo de hacía un momento se había apagado del todo. Al cabo de un segundo ya estaban en la habitación de Olimpia. Se vistieron de prisa y corriendo. Tancredi, todavía mojado, intentó ponerse los calcetines sin mucho éxito; se puso los bóxer, después los pantalones y la camisa y al final los zapatos. Hizo una bola con los calcetines y se los metió en el bolsillo.