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Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara

Tags: #Religión, Ensayo

Esta es nuestra fe. Teología para universitarios (24 page)

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La existencia de una teología moral dentro de la Iglesia no supone, por tanto, ningún atentado contra la libertad humana. Antes bien, puede
liberar al hombre de la inconsciente tiranía del «se hace»
.

Pongamos un ejemplo: Si alguien me pregunta cuántas formas hay de pasar las vacaciones, y yo se las explico, y le informo de las ventajas e inconvenientes de cada una, dejándole después la decisión a él, no le he quitado libertad, sino que le he hecho más libre. Tan sólo si le engaño al informarle, o ejerzo sobre él violencia, le quito libertad.

La teología moral cristiana tiene un principio vertebrador muy claro que seguramente habremos imaginado desde el momento que dijimos que la vida ética del bautizado consiste tan sólo en mantener viva la opción fundamental que un día hizo por el Reino de Dios. En efecto: Toda la teología moral se reduce a contestar una pregunta invariable:
¿Qué hay que hacer aquí y ahora, dado que ha llegado el Reino de Dios?

Todos los «preceptos» concretos —desde los contenidos en el Sermón de la Montaña hasta los de las epístolas paulinas— no constituyen una masa inconexa. Se trata de
pormenores de un único mensaje fundamental: La conversión para el Reino de Dios
.

En consecuencia, igual que existe un «orden» o «jerarquía» en las verdades de la doctrina católica, porque es diverso el enlace de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana
[10]
, podemos afirmar que también existe un orden o jerarquía en las exigencias morales de la fe, según su derivación más o menos directa de lo nuclear del mensaje evangélico: Que en Jesucristo ha llegado el Reino de Dios. Sería deformador, por ejemplo, presentar como igualmente importantes la prohibición de comer carne los viernes de cuaresma y la comunicación de bienes.

Ama y haz lo que quieras

Así, pues, la teología moral es necesaria; pero una teología moral que no tiene nada que ver con la casuística que se enseñaba hasta hace unos años.

El cristiano necesita de muy pocos preceptos concretos porque «toda la Ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gal 5, 14).

San Agustín supo expresarlo con una frase feliz: «Ama y haz lo que quieras»
[11]
. Evidentemente, el que ama no necesita de ninguna ley que le diga lo que tiene que hacer:

«No tenemos necesidad de Ley como pedagogo los que conversamos con el Padre y estamos ante El frente a frente, como niños en cuanto a la malicia y como adultos en cuanto a la justicia y el decoro. La Ley, efectivamente, ya no tiene que decir «no adulterarás» a quien jamás deseó a la mujer del prójimo, ni «no matarás» a quien ha eliminado en sí mismo toda ira y toda enemistad, o bien «no desear el campo del otro, ni sus bienes, ni su asno» a quien no tiene deseo de las cosas terrenas, sino que acumula su tesoro en el cielo; ni dirá no al «ojo por ojo, diente por diente» a quien no considera a nadie como enemigo, sino a todos como prójimos y nunca extiende su mano por venganza; la Ley no exige los diezmos a quien ha entregado a Dios todos los bienes»
[12]
.

¡Feliz culpa!

Lamentablemente, la realidad no es tan hermosa, y el cristiano descubre dolorido la existencia del pecado en su vida de hombre nuevo.

En la Antigua Alianza Dios volvía la espalda a los pecadores, y éstos debían suplicarle insistentemente que se volviera hacia ellos. Jesús de Nazaret vino a decirnos que, frente al pecador,
la actitud de Dios es la de alguien que se siente más apenado que el propio pecador
.

Por eso, si nos preguntáramos ahora cuál es la forma específicamente cristiana de hablar del pecado, no deberíamos dudar en contestar que su lenguaje es el de la esperanza.

«¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: «Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido». Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión» (Lc 15, 4-7).

Pues bien, en el próximo capítulo hablaremos del sacramento de la penitencia.

20
El retorno del que fracasó
La crisis del Sacramento de la Penitencia

Anselmo, aquel viejo guerrillero de la contienda civil española que aparece en la novela
Por quién doblan las campanas,
lloraba cada vez que tenía que matar a alguien. «Si después de esto sigo viviendo —decía— trataré de actuar de tal manera, sin hacer daño a nadie, que se me pueda perdonar». Y Robert Jordán, el norteamericano que peleaba a su lado, le preguntaba: «¿Por quién?» «No lo sé —confiesa Anselmo—. Desde que no tenemos Dios, ni su Hijo ni Espíritu Santo, ¿quién es el que perdona? No lo sé»
[1]
.

Y, sin embargo, no cabe duda de que, entre «los que tenemos Dios», el sacramento de la Penitencia no se cotiza demasiado. Cada vez se confiesa menos gente, sin que por ello disminuya el número de las comuniones (más bien al contrario).

Además, tanto los fieles que se acercan a confesar como los sacerdotes que se dedican a ese ministerio experimentan cierta insatisfacción por la forma en que transcurre todo. Al ponerse a reflexionar sobre lo que hicieron en el confesonario, muchos descubrieron que lo que allí habían confesado como pecado tenía con frecuencia muy poco que ver con lo que realmente acontecía en su vida. Se llamaba «pecado» a lo que a uno no le atañía íntimamente para nada, ni le dolía ni le quitaba el sueño; pero lo confesaba a pesar de todo «por si acaso», «por miedo» y «para más seguridad». En cambio, lo verdaderamente importante parecía no serlo.

Pues bien, confío en que el sacramento del perdón de los pecados, correctamente entendido y despojado de las adherencias innecesarias, aparezca como respuesta a esa profunda necesidad de ser perdonado que experimenta todo hombre que —como Anselmo, el viejo guerrillero— se siente culpable.

Digo «despojado de adherencias innecesarias» porque no pocos aspectos que a nosotros nos resultan tan familiares como para caracterizar el sacramento de la Penitencia, son en realidad accesorios y muy bien podrían ser de otra forma. No pensemos, por ejemplo, que ya San José construyó en su taller de carpintero el primer confesonario: Semejante mueble no apareció hasta el siglo XVI, después del Concilio de Trento. Tampoco existió durante siglos la confesión por devoción. Muchísimos santos (San Agustín, San Jerónimo, San Gregorio Nacianceno, San Juan Crisóstomo, etc.) no se confesaron ni una sola vez en su vida. Incluso hasta después del año 700 estuvo prohibido recibir más de una vez la absolución sacramental.

Historia del Sacramento del Perdón

Como vamos a ver a continuación, ningún sacramento ha experimentado tantos cambios como éste a lo largo de los siglos.

Los primeros cristianos no ignoraban que «el justo cae siete veces al día» (Prov 24, 16), pero consideraban que el auténtico pecado, es decir, aquel que supone romper radicalmente los compromisos bautismales, no debería tener ya cabida en la vida de los cristianos: «Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado» (1 Jn 3, 9).

A pesar de ello, concedían una nueva oportunidad a los culpables de pecados graves y notorios (homicidio, apostasía y adulterio); pero en caso de volver a las andadas eran definitivamente expulsados de la Iglesia. La irrepetibilidad del sacramento de la Penitencia se consideraba un freno contra el laxismo: «Nadie ha de hacerse malo porque Dios sea bueno, ni piense que cuantas veces es perdonado, tantas puede pecar»
[2]
.

Durante los primeros siglos el sacramento se celebraba en tres etapas temporalmente espaciadas. Un día, que por lo general era el miércoles de ceniza, reunida toda la comunidad, los cristianos que habían incurrido en un pecado grave y notorio, confesaban al obispo su culpa. Nunca se exigió que la confesión fuera en voz alta, e incluso San León Magno lo prohibió expresamente
[3]
, pero dado que entonces no existía la confesión de las faltas leves, era inevitable que el penitente apareciera como reo de culpa grave.

El obispo, entonces, cubría al penitente con un cilicio (vestidura confeccionada con pelos de cabra) y le indicaba el tiempo durante el cual, vestido así, debería llevar una vida de profundo sacrificio y entrega a los demás con el fin de expiar su culpa. Por lo general, la duración de esa penitencia era toda la cuaresma, aunque en algunos casos se prolongaba varios años.

Con ese acto, que expulsaba temporalmente de la comunidad cristiana al culpable para incorporarlo al «ordo paenitentium », se iniciaba la segunda etapa del sacramento, que tenía como fin garantizar que no volvería a repetirse el pecado: «No es verdadera la penitencia que deja al hombre otra vez en situación de pecar»
[4]
.

Por fin, el jueves santo por la mañana, reunida de nuevo la comunidad en el interior del templo con las puertas cerradas, los penitentes que habían logrado superar con éxito la prueba, llamaban a la puerta, y el obispo salía a recibirlos en medio de la alegría de toda la comunidad que exteriorizaba así la fiesta que existe en el cielo «cuando un solo pecador se convierte» (Lc 15, 10).

No obstante, después de la reconciliación del penitente con la comunidad, quedaba sujeto todavía a ciertas exigencias penitenciales para el resto de sus días (como la prohibición de usar del matrimonio) que hacían de él casi un monje.

Tan duras eran esas exigencias que la penitencia canónica resultaba casi inaccesible a las personas jóvenes y llenas de vida, que eran precisamente quienes más necesidad tenían de ella. Poco a poco se fue imponiendo la costumbre de retrasar hasta la vejez la recepción del sacramento, y los mismos obispos y concilios llegaron a recomendarlo así
[5]
.

Esa insostenible situación necesariamente tenía que dar paso a nuevas fórmulas, lo que en efecto ocurrió. A partir del siglo VI se empezaron a someter a la penitencia canónica todos los cristianos que querían, aun cuando no hubieran pecado gravemente. Poco a poco el estado de penitente fue convirtiéndose en una especie de «tercera orden» en la que, en vez de los auténticos pecadores, se enrolaban hombres deseosos de perfección. El primer santo del que existe constancia de que se confesó es San Isidoro de Sevilla (570-636)
[6]
. Pero de esa forma la situación se volvió todavía más absurda porque recurrían al sacramento de la penitencia los «buenos» y no lo hacían los «malos».

Los monjes irlandeses iniciaron entonces (siglo VII) una costumbre que en seguida se propagó por el continente: Admitir, desde luego, la confesión de los pecados menos graves, cuantas veces se quisiera, y en un encuentro privado entre el sacerdote y el penitente. El rasgo más característico de este sistema es que el sacerdote imponía la penitencia aplicando unas «tarifas» que estaban detalladas en el
Líber paenitentialis
, que ya en el siglo VIII formaba parte de los libros litúrgicos que debía tener todo sacerdote con cura de almas. He aquí un ejemplo:

Por robar, un año de ayuno;

Por jurar en falso, siete años;

Por derramar sangre, sin llegar a matar, tres años de ayuno.

Por masturbarse, un año de ayuno…
[7]
.

Después de cumplir la penitencia, el pecador volvía al sacerdote que se la había impuesto y recibía la absolución, pudiendo participar nuevamente en la eucaristía y sin las obligaciones posteriores de la penitencia antigua.

El sistema de la penitencia tarifada acabó cayendo en abusos, porque —inspirándose en el derecho civil— se comenzó a admitir la permuta de las penitencias por limosnas dadas a otros para que las cumplieran en lugar del penitente, o por misas que se mandaban celebrar con este objeto, con lo que fecuentemente eran los pobres y los monjes quienes hacían las penitencias que correspondían a los pecadores ricos. Había sacerdotes que celebraban ¡hasta veinte misas diarias!

A partir del siglo XII, la penitencia tarifada fue dando paso, poco a poco, al sacramento de la penitencia tal como hoy lo conocemos.

Se consideró que la principal penitencia, más que las obras de satisfacción, era la vergüenza que suponía descubrir a otro los propios pecados
[8]
, y en consecuencia se empezó a absolver a los penitentes inmediatamente después de la confesión, sin esperar a que cumplieran la expiación, que, por otra parte, se redujo a unas oraciones mínimas por lo general.

Hasta aquí la historia. Veamos ahora lo que podemos aprender de ella.

El segundo bautismo

Lo primero que se aprecia al repasar la historia del sacramento de la penitencia es que, aun cuando puedan —evidentemente— confesarse los pecados veniales, encuentra su máximo sentido en el perdón de los mortales.

El Concilio de Trento afirmó claramente que el sacramento de la penitencia fue instituido para reconciliar de nuevo con Dios y con la comunidad a quienes rompieran la opción del bautismo, y
no habría sido necesario si existieran sólo los pecados veniales
[9]
.

Es importante este punto de partida. Aunque al final nos preguntemos por el posible sentido que tiene la confesión por devoción, lo que no se puede pretender es entender a partir de ella el sacramento de la reconciliación. Sería como explicar las operaciones quirúrgicas partiendo de enfermedades que pueden curarse también con inyecciones.

Así, pues, debemos hacer un esfuerzo para no pensar de momento en las confesiones periódicas a las que tan acostumbrados estamos. El marco correcto es otro. Los hombres que un día se sintieron fascinados por Jesús de Nazaret, después de una etapa catecumenal, recibieron el bautismo consciente y responsablemente. Aquel día hicieron pública ante la comunidad cristiana una opción fundamental por el Reino de Dios y su justicia que entraña un cambio radical de costumbres. La mayoría se mantendrán fieles de por vida a esa opción que tomaron después de pensarlo durante tanto tiempo, aun cuando sea a costa de tener que estar luchando constantemente contra el pecado, que —en frase de San Agustín— «está muerto, pero no sepultado (…) y se rebela»
[10]
.

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