Esta es nuestra fe. Teología para universitarios (27 page)

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Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara

Tags: #Religión, Ensayo

BOOK: Esta es nuestra fe. Teología para universitarios
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Como es sabido, ellos no se contentaban con hablar, sino que realizaban también acciones proféticas. Por ejemplo, la compra de aquel campo de Jerusalén que hizo Jeremías cuando la ciudad estaba cercada y sentenciada por las tropas de Nabucodonosor, y que explicó con estas palabras: «Así dice Yahveh Sebaot, el Dios de Israel: Todavía se comprarán casas y campos y viñas en esta tierra» (Jer 32, 15). Jeremías compró, pues, en una acción simbólica, el primer campo de postexilio, de la liberación.

Pues bien, Jesús utilizó también el lenguaje de las acciones simbólicas. Entre ellas destacan sus comidas con los pecadores y la última Cena. Ambas anticipan la plenitud del Reino de Dios, dado que hacen sacramentalmente presente la reconciliación definitiva de los hombres entre sí y con Dios.

El pan y el vino son en nuestra tierra signo de desigualdad. Mientras unas minorías lo acaparan en sus mesas sobreabundantes, otros muchos viven desprovistos de lo más necesario. Pues bien, la mesa eucarística —que ofrece a todos por igual los «frutos de la tierra y del trabajo de los hombres»— debe servimos de brújula para la historia. Se trata de hacer realidad a escala cósmica el
proyecto eucarístico
.

San Crisóstomo decía:

«En el viejo mundo el rico se prepara una mesa espléndida y goza de los deleites, y el pobre no puede permitirse semejante liberalidad. Mas aquí (en la celebración eucarística) nada de eso sucede: Una misma es la mesa del rico y del pobre. Aun el mismo emperador y un mendigo que esté sentado a la puerta para pedir limosna tienen puesta la misma mesa. Y así, cuando vieres en la iglesia al pobre con el rico, al que fuera temblaba ante el príncipe unido con él aquí dentro sin temor alguno, piensa que ha llegado el momento en que encuentra cumplimiento aquella profecía: «Entonces (en el Reino de Dios) se apacentarán juntos el lobo y los corderos» (Is 11, 6)»
[10]
.

Quizás no pocos tengamos una experiencia similar: Quien haya encontrado una eucaristía vivida con autenticidad, fácilmente habrá pensado que no hay mejor imagen de la gloria. Nada tiene de extraño que los primeros cristianos estuvieran convencidos de que la parusía que había de inaugurar la plenitud del Reino de Dios tendría que ocurrir durante al celebración de la eucaristía. Un empujoncito más… y disfrutarían de la misma realidad, sin los velos del sacramento. Nos cuenta San Jerónimo que en las eucaristías vividas con especial intensidad, como la de la Vigilia Pascual, les costaba trabajo despedirse sin que hubiera llegado la parusía
[11]
.

Importancia política de la eucaristía

La reforma litúrgica ha puesto especial interés en eliminar de nuestras eucaristías todo aquello que pueda oscurecer ese carácter anticipatorio del Reino. Por eso, aunque se distingue un presidente jerárquico (precisamente porque actúa en nombre de Cristo), no se admite ninguna otra distinción entre los participantes por razón de su clase social, edad, sexo, etc. La Constitución sobre Sagrada Liturgia afirma claramente que «no se hará acepción alguna de personas o de clases sociales ni en las ceremonias ni en el ornato externo»
[12]
. En la Ordenación General del Misal Romano se dice: «La costumbre de reservar asientos a personas privadas debe reprobarse»
[13]
. (Es sabido que antes «los principales del lugar» solían tener reclinatorios personales —a veces con cadena y candado— a modo de «minifundios espirituales»). En definitiva, que la celebración de la eucaristía debe ser una vivencia anticipada de la fraternidad del Reino.

Por eso la celebración de la eucaristía es a la vez
el más radical acto de protesta contra una sociedad en la que unos hombres oprimen o marginan a otros hombres
. Es evidente que aquellos que se llaman a sí mismos cristianos y se aprovechan de los demás, o simplemente los ignoran, no pueden celebrar la eucaristía nada más que
haciendo de ella una máscara de su vida real
. Eso es lo que nos revela aquella historia —que hace unos años era edificante— de un marqués que, al cederle el paso uno de sus criados cuando ambos iban a comulgar le contestó: «Pasa tú delante, que
aquí
somos todos iguales» (en lo que implícitamente estaba contenido «
sólo aquí
»).

Esa es la peor deformación: Cuando una comunidad cristiana escindida por la injusticia celebra la eucaristía, ha convertido la celebración en una máscara para el opresor y en una venda para el oprimido. San Pablo es tajante en su condena a los corintios que estaban actuando así: «No estáis comiendo el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sino vuestra propia condenación» (1 Cor 11, 17-34). ¿Tiene algo de extraño, oyendo esas palabras, que San Juan Crisóstomo llamara a la eucaristía «la hora escalofriante »
[14]
?

Por eso la Didajé decía: «Todo aquel que tenga contienda con su compañero, no se junte con vosotros hasta tanto no se hayan reconciliado, a fin de que no se profane vuestro sacrificio »
[15]
.

Esta norma se seguía a rajatabla, incluso cuando afectaba a personajes importantes. Por ejemplo, cuando San Ambrosio, Obispo de Milán, supo que el emperador Teodosio había mandado asesinar a miles de personas en Tesalónica, le escribió una carta anunciándole que se negaba a «ofrecer el sacrificio eucarístico delante de él»
[16]
.

En nuestro siglo, en cambio, hacemos problema de muchas cosas: qué vestido, qué forma, qué gestos, quién lee, cómo se comulga… Y tranquilamente hemos dejado pasar si se dan las condiciones mínimas necesarias para celebrar la eucaristía.

Pues bien, no nos engañemos: El «pan de la concordia», como lo llamaba San Agustín
[17]
, no se puede comer donde no hay concordia.

22
La «otra» vida

«La miseria del pueblo español, la gran miseria moral, está en su chabacana sensibilidad ante los enigmas de la vida y de la muerte. La vida es un magro puchero; la muerte una carantoña ensabanada que enseña los dientes; el infierno, un calderón de aceite albando donde los pecadores se achicharran como boquerones; el cielo, una kermes sin obscenidades, adonde, con permiso del párroco, pueden asistir las hijas de María. Este pueblo miserable transforma todos los grandes conceptos en un cuento de beatas costureras. Su religión es una chochez de viejas que disecan el gato cuando se les muere».

Este es el juicio que D. Ramón M.ª del Valle-Inclán hace de las creencias populares en la «otra» vida. Y lo curioso es que, haciendo abstracción de lo que esta descripción tiene de caricatura, la escatología
[1]
había degenerado efectivamente en un reportaje ingenuo del «fin del tiempo», o en una «física de las postrimerías», como dice Congar
[2]
. Los libros antiguos de teología y de piedad hacían descripciones exactas y precisas del cielo, el purgatorio, el juicio (particular y universal, para que la información fuera todavía más detallada), la resurrección de los muertos y la forma y el tiempo de ésta, el limbo de los niños y hasta el seno de Abraham. Todo ese mundo del «más allá» era descrito en exhaustivos reportajes, cargados de colorido y, por supuesto, de imaginación
[3]
. Baste decir que un profesor de dogmática de Münster, llamado Baus, se atrevió a calcular la temperatura del fuego del infierno.

Quede claro desde ahora que es inútil especular sobre el «modo» de lo que ocurrirá al final de los tiempos. Dios no lo ha revelado, como no ha manifestado el «modo» de la creación, del principio de los tiempos. Lo mismo que hemos aceptado como lenguaje literario las descripciones de la creación que trae la Biblia, debemos hacerlo con las descripciones coloristas del final.

Ha llegado el momento de intentar una nueva formulación, aunque sea muy prudentemente.

¿Vida después de la vida?

Si recordamos lo que dijimos sobre el cuerpo y el alma en el capítulo titulado «En Cristo adivinamos las posibilidades del hombre», nos daremos cuenta en seguida de que «muerte», «inmortalidad», «resurrección», tienen que significar necesariamente cosas muy diversas para una antropología dualista, como la de Platón, o para una antropología unitaria, como la cristiana.

Desde una antropología dualista la muerte es simplemente la separación del alma inmortal y el cuerpo mortal. Este se corrompe bajo tierra y aquella queda liberada para siempre
[4]
. Desde una antropología unitaria, en cambio, la muerte aparece mucho más terrible porque
es el final del hombre entero
. Si al hombre se le promete un futuro después de la muerte, sólo podrá entenderse como
resurrección
. De hecho, el Credo que proclamamos todos los domingos durante la celebración eucarística no dice «creo en la inmortalidad del alma», sino «espero la resurrección de los muertos».

Para Platón el alma era inmortal porque era divina. Igual que preexistía al cuerpo, seguirá existiendo cuando éste desaparezca. Para el cristiano, en cambio, el alma ni es divina ni preexiste al cuerpo. Ha sido creada precisamente para que informe una materia, y no hay razón para pensar que tenga que seguir existiendo una vez que deje de informar esa materia. La certeza en la incorruptibilidad del alma (expresión preferible a «inmortalidad») se basa en la voluntad de Dios, y no en el alma como tal. Taciano decía: «Griegos, nuestra alma no es inmortal por sí misma, sino mortal; pero es capaz también de no morir»
[5]
.

En realidad, resurrección de los muertos e incorruptibilidad del alma son dos realidades que se implican mutuamente. En primer lugar, si lo que afirmamos no es la incorruptibilidad del «alma-espíritu puro» de Platón, sino la del «alma-forma del cuerpo», eso exige la resurrección del hombre (ya dijimos que para Santo Tomás el alma separada del cuerpo se encontraría en un estado contrario a su naturaleza). Y, a la inversa, para que de verdad pueda haber resurrección es necesaria la incorruptibilidad del alma, porque si nada del sujeto sobreviviera a la muerte y sirviera, por tanto, de nexo entre esta vida y la otra, más que de una resurrección se trataría de la creación de
otro
ser a partir de la nada.

Dado que el alma separada del cuerpo se encontraría en un estado contrario a su naturaleza muchos teólogos defienden hoy la tesis de que la resurrección tiene lugar en el momento mismo de la muerte. En tal caso la muerte sería la frontera entre dos formas de existencia, de las cuales sólo la actual conocemos bien.

En efecto, no tenemos la menor idea de cómo será el cuerpo resucitado, pero podemos asegurar con toda seguridad que no estará formado por las moléculas que se descomponen en el sepulcro. Ya dijimos de Jesús —y lo repetimos ahora para todos— que la resurrección no es la reanimación del cadáver:

«Se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 42-44).

Evidentemente, no cabe ninguna comprobación empírica de la existencia de esa vida al otro lado de la muerte. Tampoco de su no existencia. Se trata de
otra
dimensión del ser.

No debemos dejarnos confundir por los testimonios aducidos en libros como «Vida después de la vida»
[6]
. En ellos aparecen hombres que fueron dados por muertos y volvieron a vivir. Narran su encuentro con parientes y amigos muertos, así como con un Ser luminoso que irradia luz y paz. Tan a gusto se sentían, que se desilusionaron al comprender que debían volver a la vida.

¿Se tratará verdaderamente de gente que ha echado un vistazo «al otro lado» de la muerte y nos han contado cómo son allí las cosas? No. Fueron hombres que sufrieron la «muerte clínica», es decir, la paralización del cerebro, del aparato respiratorio y del corazón, pero no llegaron a la «muerte biológica», cuando la pérdida de todas esas funciones tiene ya lugar de forma irreversible.

Los testimonios recogidos por el Dr. Moody son de hombres que comprobaron lo que era «el morir», pero no «la muerte». Fueron hombres «aparentemente muertos» y, como se vio después, «falsamente muertos». Sus experiencias no prueban nada sobre una vida después de la muerte porque no tuvieron lugar cinco minutos después de morir, sino cinco minutos antes.

Por suerte o por desgracia, la existencia de una vida después de la muerte es objeto de fe.

El juicio, una fiesta casi segura

Nos hemos imaginado el juicio de Dios que sigue a la muerte como un acto forense del que brotarán para unos sentencias absolutorias y para otros condenatorias. Pero es necesario tener presente que el verbo hebreo
safat
no significaba originalmente «juzgar», sino «hacer justicia» en el sentido de liberar del enemigo, salvar (por eso Gedeón, Sansón, etc. —que nunca presidieron un tribunal de justicia— reciben el nombre de «jueces»).

El juicio de Dios será, pues, la definitiva y aplastante victoria de Dios sobre el pecado y la muerte. Por eso los primeros cristianos deseaban ardientemente ese día, como indica la exclamación
Marana tha
(¡Ven!) que repetían en las reuniones litúrgicas (cfr. Ap 22, 17-20).

Después, por la influencia del concepto latino de justicia, se empezó a ver el juicio como una rendición de cuentas. Ya no evocaba la confianza en el triunfo, sino la angustia y la inseguridad ante la sentencia incierta. En el siglo XI se pensaba que la inmensa mayoría de los hombres estaba condenada. San Bernardo no dudaba en afirmar que eran muy pocos los que se salvaban. Todavía en el siglo XIII, Berthold de Ratisbona dirá que sólo uno de cada cien mil alcanza la salvación. Con Malebranche, en el siglo XVII, mejoró algo la proporción, pero de todas formas seguía siendo muy baja: «De mil personas, no hay una veintena que sean salvadas efectivamente. Habrá veinte veces, cien veces más condenados que elegidos»
[7]
. Así, pues, el antiguo
Dies Domini
(Día del Señor) se fue transformando cada vez más en el
Dies irae
(Día de la ira), cuya expresión plástica más espeluznante la ofreció Miguel Ángel en el Cristo- Juez de la Capilla Sixtina que separa con el puño cerrado a los buenos de los malos. Nada tiene de extraño que ante esa imagen hayamos suprimido el gozoso grito de
Marana tha
.

Pero es necesario poner las cosas en su sitio. No pensemos que la salvación y la condenación son dos destinos
igualmente
probables para los hombres.

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