Read Esta es nuestra fe. Teología para universitarios Online
Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara
Tags: #Religión, Ensayo
Así ocurría, desde luego, en el Antiguo Testamento: «Yo pongo ante vosotros bendición y maldición. Bendición si escucháis los mandamientos de Yahveh vuestro Dios que yo os prescribo hoy, maldición si desoís los mandamientos de Yahveh vuestro Dios» (Dt 11, 26-28). Así ocurría también en la predicación de Juan Bautista: «Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego» (Mt 3, 10).
Pero una maravillosa originalidad de Jesús con respecto a los profetas que le precedieron es que El anuncia
sólo
la salvación: «Convertios, porque el Reino de Dios ha llegado» (Mt 4, 17).
Como es sabido, Jesús leyó en la sinagoga de Nazaret un conocido oráculo de Isaías:
«El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido
para anunciar a los pobres la Buena Nueva,
me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos
y la vista a los ciegos,
para dar la libertad a los oprimidos
y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19).
Pues bien, al repasar el texto original de Isaías resulta significativo descubrir que se «saltó» un renglón que hablaba de «pregonar el día de venganza de nuestro Dios» (Is 61, 2).
Y es que
el infierno difícilmente podría pertenecer al Evangelio
que, traducido de forma literal, significaba «Buena Noticia », anuncio de salvación (y no de salvación o condenación). Heine decía en su lecho de muerte: «Dieu me pardonnera. C'est son métier» (Dios me perdonará, es su oficio).
Mientras que la victoria final de Cristo y del conjunto de la humanidad es para el creyente una certeza absoluta («¡Ha llegado el Reino de Dios!»), la condenación sería
en el peor de los casos
únicamente una posibilidad para personas individuales. Sin duda por eso no se menciona el infierno en los antiguos símbolos de la fe.
Una concepción simétrica del juicio que concediera la misma probabilidad a la salvación eterna y a la muerte eterna traicionaría el espíritu de la escatología cristiana.
Precisamente por esa «asimetría» la Iglesia se ha considerado siempre capacitada para canonizar a muchos fieles, pero nunca ha emitido un testimonio de condena definitiva (ni siquiera de Judas).
Por descontado, el cielo de la fe no es el de los astronautas. El «cielo» no es otra cosa que el Reino de Dios. Ocurre que Mateo (y sólo él), puesto que escribió su Evangelio para los judíos, empleó casi siempre la expresión «Reino de los Cielos»; es decir, una perífrasis para evitar, según el uso rabínico, pronunciar el sacratísimo nombre de Dios.
Eso tuvo importantes consecuencias porque, en los siglos posteriores, olvidado ya el origen de la expresión, se empezó a hablar de «cielo» a secas, polarizándose el esfuerzo de los cristianos en llegar
individualmente
al «cielo» después de la muerte, amortiguándose la preocupación
colectiva
por la tierra.
Grave equivocación. En el capítulo titulado «El cristiano en el mundo» vimos ya que los destinos del hombre y del cosmos están ligados para siempre. Ambos deben perfeccionarse poco a poco hasta alcanzar su plenitud, que llegará tras esos momentos de discontinuidad que en el caso del hombre llamamos «muerte» y en el caso del cosmos «fin del mundo».
Así, pues, dejemos de hablar del «cielo» y digamos que la bienaventuranza eterna se llama Reino de Dios; la situación de reconciliación definitiva con nosotros mismos, con nuestros hermanos, con el mundo y con Dios. A esa situación accederán todos cuantos ya aquí intentaron vivir así, y se mantuvieron firmes en su propósito, aun con los altibajos de cualquier ser humano. Tras la muerte, sin posibilidad ya de retroceso, permanecerán para siempre en ese estado que eligieron.
Esperamos vivir, pues, en unos «nuevos cielos y nueva tierra en los que habite la justicia» (2 Pe 3, 13). Esperamos que cuando el mundo llegue a su fin será transformado por Dios, y ese mundo nuevo nos servirá de patria.
Pero —pensará alguno— si la resurrección tuviera lugar en el momento de la muerte, ¿qué será de los que hayan muerto antes del fin del mundo? ¿cuál será su patria hasta entonces? La pregunta se responde fácilmente si caemos en la cuenta de que el tiempo y la sucesión temporal corresponden a este lado de la muerte. Al otro lado quedarán abolidas nuestras categorías de espacio y tiempo. La eternidad no es, pues, una sucesión infinita de tiempo, sino un permanente ahora; un ahora persistente en el que todo es realidad
a la vez
.
Precisamente porque la eternidad es un permanente ahora viviremos lo que Olivier Clément llama el «milagro de la primera vez: la primera vez que sentiste que ese hombre sería tu amigo; la primera vez que oíste tocar, cuando niño, aquella música que te marcó; la primera vez que tu hijo te sonrió; la primera vez… Después uno se acostumbra. Pero la eternidad es desacostumbrarse»
[8]
. No debemos temer, pues, la monotonía. (Es conocida la anécdota del pintor Lantara: Cuando en su lecho de muerte, en 1778, alguien le dijo que pronto vería a Dios para siempre cara a cara, replicó: «¡Cómo!, ¿y nunca de perfil?»).
Soy consciente de que apenas he dicho nada sobre el cielo. Me he limitado a emplear algunas imágenes, pero es que —como decía San Anselmo— la bienaventuranza es más fácil conseguirla que explicarla. Hoy por hoy, «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Cor 2, 9).
Yo me contento con saber que en el Reino de Dios veremos la auténtica realización humana. «Cuando llegue allá, entonces seré hombre»
[9]
.
A menudo vemos en la Biblia cómo el encuentro con Dios provoca en el hombre una conciencia repentina de su indignidad, de su pecaminosidad. Pues bien, esa es la experiencia del purgatorio. La mayoría de los hombres llegan al final de sus vidas no como hombres plenamente madurados, sino como aspirantes inacabados a la humanidad. Cuando esos hombres se encuentran cara a cara con el Dios santo, infinito y misericordioso se desencadena un proceso por el que se actualizan todas su potencialidades no desarrolladas hasta entonces. Es —naturalmente— un proceso doloroso (pensemos en los penosos ejercicios de rehabilitación o fisioterapia que son necesarios para recuperar la agilidad de miembros que se habían atrofiado como consecuencia de fuertes traumatismos).
No debemos preguntar dónde está el purgatorio porque sería convertir la
situación
que acabamos de describir en
sitio
. La mirada llena de gracia y amor que dirige Cristo al hombre que va a su encuentro es el «lugar» teológico del purgatorio.
Tampoco tiene sentido preguntar cuánto dura. Ya dijimos que al otro lado de la muerte quedan abolidas nuestras categorías temporales.
Y, desde luego, a la luz de lo anterior no deberíamos ver el purgatorio como un castigo por el pasado pecador del hombre —una especie de «infierno temporal»—, sino más bien como la última gracia concedida por Dios al hombre para que se purifique con vistas a su futuro junto a El. Por eso dice la liturgia que quienes están allá «duermen ya el sueño de la paz». Sin duda llevaba razón Santa Catalina de Genova: «No hay felicidad comparable a la de quienes están en el purgatorio, a no ser la de los santos del cielo»
[10]
.
Por eso convendría también purificar las motivaciones de la oración por los difuntos. Tiene, sin duda, pleno sentido, pero no debemos entenderla tanto en clave de reparación como en clave de fraternidad eclesial. Expresa que ninguno nos presentamos ante Dios como individuos aislados, sino como hermanos y hermanas en Cristo.
Llega ahora el momento de hablar del infierno; una verdad de fe «incómoda» que desde la Ilustración ha sido frecuentemente repudiada. Por ejemplo, en los «Pensamientos Filosóficos » —una obra que Diderot escribió en su juventud, cuando todavía era deísta— podemos leer lo que sigue:
«¡Qué voces! ¡qué gritos! ¡qué gemidos! ¿Quién ha encerrado en esos calabozos a todos esos cadáveres plañideros? ¿Qué crimen cometieron todos esos desgraciados? Unos se golpean el pecho con guijarros, otros se rasgan el cuerpo con uñas de hierro; todos tienen la mirada cargada de lamentos, dolor y muerte. ¿Quién condena a estos tormentos? El Dios a quien han ofendido… ¿Qué Dios es? Un Dios lleno de bondad… Pero, ¿puede un Dios lleno de bondad sentir agrado al verse bañado de lágrimas? ¿No insultan estos temores su clemencia?»
[11]
.
Como vemos, para Diderot admitir el infierno es tanto como admitir la imagen de un Dios sádico que inventa tormentos refinados para hacer sufrir a sus enemigos derrotados. Veremos que no es así en absoluto:
Ante todo debemos erradicar todas esas descripciones fantásticas y terribles de los calabozos y las uñas de hierro porque, ni que decir tiene, carecen del más mínimo fundamento. Es verdad que el Nuevo Testamento habla del infierno con la imagen del fuego, pero tomarla al pie de la letra es tan absurdo como tomar al píe de la letra la imagen del banquete nupcial que suele emplear para referirse al Reino de Dios.
En segundo lugar, aclaremos lo más importante:
Dios no ha creado el infierno
. Todo lo que tiene su origen en El es bueno: Al acabar la creación «vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien» (Gen 1, 31).
Más aún, Dios no
pudo
crearlo porque el infierno es una situación humana y, por lo tanto, no es algo que pueda existir con independencia de que alguien decida colocarse en dicha situación. (Como es sabido, la Iglesia siempre se opuso al predestinacionismo, es decir, a la afirmación de que Dios hubiera destinado de antemano a alguien a la condenación).
Desarrollemos esta idea un poco más: El infierno es la situación existencial que resulta del endurecimiento definitivo de una persona en el mal. Es una
existencia absurda que se ha petrificado en el absurdo
. Por lo tanto,
el infierno lo han creado los propios condenados
. Recordemos el descubrimiento que hacen aquellos tres asesinos de la tragedia
Huis-clos
que deben vivir eternamente juntos, bajo sus miradas recíprocas:
«Entonces esto es el infierno. Nunca lo hubiera creído… Ya os acordaréis: el azufre, la hoguera, las parrillas… Qué tontería todo eso… ¿Para qué las parrillas? El infierno son los demás»
[12]
.
Y esto es muy importante. Si el cielo fuera un lugar, sería inconcebible que Dios excluyese de él a nadie; pero si es un estado de amor, ni siquiera Dios puede introducir en él a quien se niega a amar. Beda decía que el demonio no necesita estar recluido en un lugar porque «llevaría el infierno siempre consigo»
[13]
. También D. Quijote, que a veces ejercía de teólogo, explicó un día a Sancho que los diablos, «dondequiera que están, traen el infierno consigo»
[14]
.
Así, pues, existe infierno porque la amistad no se puede imponer. Es algo que se ofrece gratuitamente y libremente se acepta. La oferta divina es la salvación total. Rehusada se convierte en la total perdición. Por eso puede decir paradójicamente von Balthasar: «El infierno es un
producto
de la redención»
[15]
; es no aceptar el que se ahoga la mano que se le tiende.
El infierno será por toda la eternidad un testimonio del respeto que tiene Dios a la libertad del hombre
.
Pero, ¿habrá algún hombre a la vez suficientemente maduro y perverso para rechazar
lúcidamente
la salvación? Es conocida la «boutade» del abate Mugnier: «Existe el infierno, pero está vacío. ¡Los hombres no son suficientemente malos para poder merecerlo!».
La Iglesia ha condenado la doctrina de Orígenes según la cual la salvación universal se producirá
automática y necesariamente
[16]
; pero ha preservado la esperanza de que pueda ocurrir tal cosa: «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1 Tim 2, 4).
Si esa esperanza se hiciera algún día realidad deberíamos sentirnos felices; no vayamos a reaccionar como aquellos viñadores de la parábola que se quejaron de que los compañeros llegados a la hora undécima recibieron un denario igual que ellos, que habían estado trabajando todo el día con denuedo (Mt 20, 1-16). Karl Barth se indignaba contra los predicadores de la cólera de Dios:
«Valiente cristianismo éste, cuya preocupación más acuciante parece ser que la gracia de Dios sea demasiado generosa, que el infierno, en vez de poblarse con muchísima gente, resulte acaso algún día estar vacío»
[17]
.
Ya sólo queda un tema importante por tratar: La figura de María. Aparece al final del libro porque, siendo como es modelo para los discípulos de Jesús, en ella encontraremos recapituladas las ideas que han ido apareciendo a lo largo de los capítulos anteriores. Al lector le servirá, sin duda, de repaso general.
Parodiando una fórmula cristológica diría que es necesario distinguir entre la «María de la historia» y la «María de la fe». Hoy sería una ingenuidad ponerse a escribir una «Vida de María», al estilo de aquellas de Willam o Rilke; y no sólo porque los datos que aporta sobre ella el Nuevo Testamento son harto escasos, sino también porque los acontecimientos están narrados con muchísima «libertad». Sabemos ya que los autores bíblicos
pretendían servir mejor a la teología que a la historia
. Pero, a pesar de esa dificultad, merece la pena acercarnos a su figura.
Si prescindimos de los relatos fantásticos que los evangelios apócrifos inventaron sobre la infancia de María, la primera noticia cierta que tenemos de ella es la referente a la anunciación (Lc 1, 26-38).
¿En qué consistió la anunciación? Ya hemos dicho que no es fácil acceder a la «María de la historia». El dato revelado nos dice que
pasó algo
a nivel de experiencia profunda de fe en la vida de María; pero resulta muy difícil saber en qué consistió ese «algo», porque el relato de Lucas no se ha construido a partir de la historia sino a partir de los modelos estereotipados de anunciaciones que contiene el Antiguo Testamento: aparición del ángel, reacción de temor, anuncio del nacimiento, imposición del nombre, indagación del que recibe el anuncio («¿cómo?») y donación de una señal. Desde luego nadie debe pensar que María vio y escuchó a alguien con sus sentidos corporales. Si los ángeles son incorpóreos, ni pueden ser vistos ni tienen cuerdas vocales. «Expresándonos en terminología teológica clásica diríamos que María recibió una revelación a través de una experiencia mística»
[1]
.