Esta es nuestra fe. Teología para universitarios (20 page)

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Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara

Tags: #Religión, Ensayo

BOOK: Esta es nuestra fe. Teología para universitarios
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Se conserva, por ejemplo, una carta del Papa Celestino I dirigida a los obispos de las Galias (provincias de Vienne y Narbona) el año 428, cuando supo que algunos presbíteros empezaban a usar hábitos semejantes a los de los monjes, en la que dice:

«Debemos distinguirnos del pueblo y de los otros por nuestra doctrina, no por nuestros vestidos; por nuestra conducta, no por nuestros hábitos; por la pureza de nuestra alma, no por nuestra
toilette
»
[7]
.

Algo similar podríamos decir del celibato obligatorio que, propugnado por vez primera en el Sínodo de Elvira
[8]
(año 305 ó 306), no se generalizó en la Iglesia de una manera efectiva hasta el siglo XII. Todavía en el siglo XI un obispo de Lieja se quejaba de que debería deponer a todo su clero si tuviese que aplicar las medidas disciplinarias eclesiásticas
[9]
.

No debe extrañarnos que, paralelamente a esa evolución, se recuperara el título de «sacerdotes» para los ministros del Evangelio. El primero en emplearlo fue Hipólito de Roma, ya a fines del siglo II
[10]
, y poco después Polícrates llama «sacerdote» al apóstol Juan
[11]
.

Los sacramentos del cristiano

Llega ya el momento de resumir nuestra reflexión. De lo dicho hasta aquí se deduce que es inútil buscar a Dios en los lugares y tiempos «sagrados», porque no existen.
A Dios se le encuentra en lo profano
(«pro-fanum» = fuera del templo), y, por tanto, no se trata de vivir religiosamente algunos momentos de la vida, sino la vida entera.

Y, sin embargo, frecuentamos el templo. Los sacramentos, como veremos en los próximos capítulos, serán necesariamente
celebraciones de la vida
. «Celebramos en el templo lo que se realiza fuera del templo, en la historia humana»
[12]
.

De esto se deduce que, obviamente, el culto del templo nunca podrá celebrarse en perjuicio del servicio al hermano. Dios siempre «cede sus derechos»: «El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado» (Me 2, 27). Y si Dios cede sus derechos —como decía Bonhóeffer— «no debemos ser más religiosos que el mismo Dios» .
[13]
.

Lo malo es que para muchos cristianos los sacramentos siguen siendo ritos al margen de la vida. Son hombres «religiosos», más que hombres cristianos (aunque invoquen a su Dios como Padre de Jesucristo). Han accedido a los sacramentos sin una suficiente evangelización.

Una anécdota ejemplifica perfectamente este problema: Los monjes romanos que habían ido a evangelizar Inglaterra en el siglo VI preguntaron al Papa San Gregorio Magno: «¿Qué hacemos con los templos de los ídolos?». Y él, en una carta por lo demás muy interesante, respondió: «Muy sencillo: Quitad a los ídolos, poned a Jesucristo, y todo estará en su sitio».

Pero no es tan sencillo: Si todo lo que hemos hecho ha sido cambiar de nombre a Dios, y seguimos relacionándonos con él con actitud pagana, no hemos resuelto nada. Kierkegaard lo decía claramente:

«Si de dos hombres uno reza al verdadero Dios con insinceridad personal, y el otro con toda su sincera pasión a un ídolo, es el primero en que en realidad ora a un ídolo, mientras que el segundo ora de verdad a Dios»
[14]
.

17
Sacramentos para hacer visible el encuentro con Dios

Hoy ocurre algo curioso: Mientras muchos cristianos desprecian los sacramentos, los no creyentes sienten la necesidad de inventarse algo que los sustituya. Pablo Neruda cuenta en sus memorias cómo reaccionó ante la muerte de su amigo Alberto Rojas Giménez: El y un tercer amigo compraron dos inmensas velas, tan altas casi como un hombre, y las encendieron en el centro de la basílica de Santa María del Mar, en Barcelona. Después se sentaron, en medio de la iglesia vacía, junto a los dos velones y dos botellas de vino verde que simbolizaban el «torrencial alcoholismo» del difunto. «Pensamos —dice Neruda— que aquella ceremonia silenciosa, pese a nuestro agnosticismo, nos acercaba de alguna manera misteriosa a nuestro amigo muerto»
[1]
.

Pues bien, vamos a mostrar cómo los sacramentos responden a una necesidad íntima del hombre.

La vida está llena de sacramentos

Hoy está superado el cartesianismo. Pretender que la vida humana se gobierna únicamente por «ideas claras y distintas»
[2]
sería una terrible mutilación.

Como admite hoy la antropología, el hombre, más que como «animal racional», debe ser pensado como «animal simbólico»
[3]
. El lenguaje es ya un sistema simbólico, y lo mismo debemos decir de infinitas acciones corporales: dar un beso, guiñar un ojo, apretar la mano… ¿Quién sería capaz de traducir esos símbolos a «ideas claras y distintas» sin empobrecerlos?

El hombre vive en todas las cosas un significado que supera a las cosas mismas. ¿Por qué, si no, un anciano se niega a cambiar los muebles que ha tenido «siempre», aunque no sean ya funcionales?

En cualquier cosa hay que distinguir
la realidad
en sí misma y
su mensaje
. Quizás como «cosa» sea irrelevante, pero su «mensaje» le da un valor inestimable (pensemos, por ejemplo, en el árbol de Guernica). ¡Qué incapacidad para comprender la vida denota Sartre cuando todo lo que «ve» en la eucaristía es que «en las iglesias, a la luz de los cirios, un hombre bebe vino delante de mujeres arrodilladas»!
[4]
.

Cuando las cosas empiezan a pregonar su mensaje íntimo y el hombre presta oído, surge el
pensar sacramental
. Sacramento es, como veremos, el
signo visible que hace presente una realidad invisible
.

A veces es la propia persona quien da significado sacramental a una cosa; pero otras veces es toda la colectividad quien lo hace. Un caso típico en Cataluña sería la rosa que los hombres regalan el día de San Jorge a la mujer de la que están enamorados. Cuando el asentimiento de todo un pueblo ha dado valor sacramental a una realidad, su fuerza es infinitamente mayor. Puede darse el caso de una chica que quede decepcionada en lo más profundo de su ser porque no le haya llegado la rosa en
ese día
.

También hay sacramentos divinos: el hombre que tiene una profunda experiencia de Dios lo encuentra, como San Francisco de Asís, en todas partes: en el pájaro que canta sobre una rama, en la hormiga que arrastra su comida, en el fuego y hasta en la «hermana» muerte.

Como decía San Ireneo, «en relación con Dios nada está vacío; todo es signo suyo»
[5]
.

Los siete sacramentos

De entre todos los signos de Dios que hay en el mundo, uno se destaca luminosamente: Jesús de Nazaret. El pudo decir de sí mismo: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Todo en Jesús parecía apuntar «más allá» de las apariencias. Frecuentemente San Agustín, después de proclamar un fragmento del Evangelio, se dirigía a quienes le oían diciendo: «Hemos oído el hecho; busquemos ahora su misterio»
[6]
. Por eso, ya desde San Agustín, se ha convertido en lugar común afirmar que
Cristo es sacramento de Dios
[7]
.

Pero tras la Pascua el mismo Cristo ha dejado de ser accesible a nuestra experiencia directa, lo cual sería especialmente grave si con su desaparición quedara bloqueado el camino de encuentro con Dios. Sin embargo, vimos en el capítulo 15 que ahora es la Iglesia quien «da cuerpo» a Cristo Resucitado. «Cuerpo místico» no quiere decir otra cosa que «cuerpo sacramental». Como decía San León Magno, «lo que era visible en Cristo ha pasado a los sacramentos de la Iglesia»
[8]
.

Pero no quememos etapas. Antes de hablar de los «siete sacramentos» debemos hablar de la Iglesia entera como «sacramento universal de salvación»
[9]
. Es lo que en el capítulo 15 llamamos «el misterio de la Iglesia». En ella, lo visible hace presente algo invisible. Los sacramentos no deben considerarse, pues, como átomos aislados; lo que ocurre es que hay «densidades sacramentales», momentos en los que se densifica la sacramentalidad de la Iglesia.

La diversificación de la sacramentalidad de la Iglesia se debe precisamente a que Dios quiere salir al encuentro del hombre en sus experiencias fundamentales: el nacer (bautismo) y el pasar a la vida adulta (confirmación), el enamoramiento (matrimonio) y la consagración al servicio de la comunidad cristiana (orden), la cotidianidad de la vida creyente (eucaristía) e incluso el fracaso (penitencia) y la lucha contra la enfermedad (unción).

San Agustín llegó a hablar de 304 sacramentos: la lectura de la Sagrada Escritura, la predicación de la palabra de Dios, el lavatorio de los pies, el cuidado de los pobres, el amor a los hermanos… Pero poco a poco se fueron resaltando algunos frente a los demás.

Todavía en el siglo XI decía San Bernardo que «muchos son los sacramentos, y no es bastante el tiempo (de una hora) para meditar sobre todos»
[10]
. Fue Pedro Lombardo, profesor de la Universidad parisina de la Sorbona y más tarde obispo de aquella ciudad, quien fijó definitivamente, en el siglo XII, lo que hoy llamamos el «septenario» sacramental
[11]
; y así aparece ya en el Segundo Concilio de Lyon
[12]
.

Trento definió que «los sacramentos de la Nueva Ley no son ni más ni menos que siete»
[13]
, pero entenderíamos mal semejante afirmación si creyéramos que habla de «siete» como el dígito que en la serie de los números naturales sigue a 5 y 6, de suerte que la lista de los sacramentos se detiene casualmente ahí. «El número siete designa la totalidad»
[14]
y Trento quiere decir que todos los signos a los que damos nombre de sacramento —y sólo ellos— tienen de hecho eficacia sacramental.

Poco importa, en realidad, que al hacer el cómputo de tales ritos resulte efectivamente el número aritmético 7 o no. (De hecho, podrían considerarse bautismo y confirmación como desdoblamiento de un único sacramento; o el diaconado, presbiterado y episcopado como tres sacramentos distintos, resultando en ambos casos una suma distinta de siete).

Naturalmente, si la Iglesia no habló hasta el siglo XII de los «siete» sacramentos no es porque se los haya inventado a lo largo de ese tiempo. Desde el principio bendijo el amor humano, se reunió para la celebración de la eucaristía, etc.; lo que ocurrió es que necesitó tiempo para tomar conciencia de que era únicamente en esos siete ritos donde ella expresaba de forma plena su fuerza sacramental. A partir de ese momento a los demás signos que hasta entonces había llamado sacramentos empezó a llamarlos «sacramentales».

Relacionado con lo anterior está el problema de la institución de los sacramentos por Cristo. El Concilio de Trento definió que «los sacramentos de la Nueva Ley fueron instituidos todos por Jesucristo Nuestro Señor»
[15]
. Sin embargo, los protestantes justificaron la «limpieza» que hicieron de sacramentos y sacramentales afirmando que en la Escritura únicamente consta con certeza la institución por Cristo del bautismo («Id y bautizad… ») y de la eucaristía («Haced esto en memoria mía»). Dejando aparte ahora que el Nuevo Testamento habla también de otros sacramentos, conviene aclarar que la institución por Cristo de los siete sacramentos no necesita apoyarse en otras tantas frases del Jesús histórico que nos hayan sido conservadas en los Evangelios. Cuando Cristo instituyó la Iglesia —que como hemos visto es el «sacramento primordial»— instituyó por eso mismo los sacramentos particulares en que se densifica su sacramentalidad.

Estructura interna de los sacramentos

Los siete sacramentos tienen la estructura que ya habíamos anticipado en nuestro análisis antropológico: Son
signos visibles que hacen presente una realidad invisible
[16]
.

Esa realidad invisible no es otra que el mismo Dios. Los sacramentos son
encuentros con Dios
; y encuentros que tienen lugar sensiblemente, como reclama nuestro ser corporal:

«Al hombre le es natural llegar a las cosas inteligibles por medio de las sensibles, y los signos son un medio para llegar al conocimiento de ciertas cosas (…) Se requieren, pues, para los sacramentos, cosas sensibles»
[17]
.

Los signos sacramentales no son unos signos cualesquiera que hayan sido declarados arbitrariamente instrumentos de salvación, sino que gozan de un poder evocador intrínseco: la inmersión bajo el agua es signo expresivo de una vida que se acaba para que empiece otra, el pan y el vino compartidos son signo de fraternidad, etc.

Por desgracia, una mentalidad legalista preocupada exclusivamente por salvar los mínimos necesarios para que el sacramento fuera válido ha ido, poco a poco, destruyendo los signos: bautismo mediante unas gotas de agua (escasas) sobre la cabeza, en vez del gesto mucho más expresivo de la inmersión; pan que no parece pan; copa que no pasa de mano en mano… Los signos empleados hoy han perdido en general su eficacia evocadora; por sí mismos dicen poco y exigen ser explicados. Pero, claro, tener que explicar un signo equivale a reconocer tácitamente que ya no es signo.

Es importante recordar, con Santo Tomás, que el «sacramento pertenece al género de signo»
[18]
y ese «validismo» minimalista es responsable en gran medida del desinterés que muchos experimentan hoy ante los sacramentos.

Naturalmente, también la palabra es necesaria para que exista sacramento. San Agustín, hablando del bautismo, dice:

«Quita la palabra: ¿qué es el agua sino agua? Pero se junta la palabra al elemento y se hace sacramento, que es como una palabra visible»
[19]
.

Pero la palabra es necesaria no para explicar el signo, sino para hacer presente la salvación que el signo invoca. De hecho, esta eficacia misteriosa de los sacramentos es lo más grande de ellos, pero también lo que más cuesta admitir. Es fácil comprender su eficacia pedagógica, pero mucho más difícil creer en su eficacia salvífica. Esta eficacia, como dice San Ambrosio, se explica únicamente por la palabra poderosa de Dios:

«Ordenó el Señor y se hizo el cielo; ordenó el Señor y se hizo la tierra; ordenó el Señor y se hicieron los mares; ordenó el Señor y se engendraron todas las criaturas. Mira, pues, cuan eficaz es la palabra de Dios. Si tan poderosa es su palabra que por ella comienza a ser lo que antes no era, cuánto más ha de serlo para hacer que las cosas que ya eran sean y se cambien en otra cosa»
[20]
.

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