Read Esta es nuestra fe. Teología para universitarios Online
Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara
Tags: #Religión, Ensayo
Es evidente que Dios actúa a través de los no creyentes. San Clemente de Alejandría decía bellamente: «Homero profetiza sin saberlo, Platón se expresa como discípulo del Verbo, los poetas han sido catequizados por el Espíritu»
[14]
. Y el Concilio Vaticano II ha reconocido repetidas veces que en los pueblos no cristianos hay también «verdad y gracia» debidas a una «secreta presencia de Dios»
[15]
; que las demás religiones tienen no poco de «bueno y verdadero» «por divina disposición»
[16]
, tanto es así que «la Iglesia lo juzga como una preparación al Evangelio»
[17]
. En otro lugar afirma que Dios ha puesto «semillas de contemplación» en «las antiguas culturas antes de la predicación del Evangelio»
[18]
. Pero sólo cuando el hombre, tomando conciencia explícita de esa presencia de Dios en su vida, proclama con la boca a Jesús de Nazaret como su salvador podemos decir que ese hombre es cristiano.
Hacemos nuestras las siguientes tesis de Hans Küng:
1. No es cristiano todo lo verdadero, bueno, bello y humano. Nadie puede negarlo: También fuera del cristianismo hay verdad, bondad, belleza y humanidad. Sin embargo, sólo es legítimo llamar cristiano a todo lo que, en la teoría y en la praxis, tiene una relación positiva y expresa con Jesucristo.
2. No es cristiano todo hombre de verdadera convicción, sincera fe y buena voluntad. Nadie puede olvidarlo: También fuera del cristianismo hay verdadera convicción, sincera fe y buena voluntad. En cambio, es legítimo llamar cristianos a todos aquellos cuyo vivir y morir está últimamente determinado por Cristo.
3. No es Iglesia cristiana todo grupo de meditación o de acción, toda comunidad de hombres comprometidos que, para salvarse, procuran llevar una vida honesta. Jamás se debería haber puesto en duda: También en otros grupos fuera de la Iglesia hay compromiso, acción, meditación, honradez de vida y salvación. En cambio, es legítimo llamar Iglesia cristiana a toda comunidad, grande o pequeña, de personas para las cuales sólo Jesucristo es el último determinante.
4. No hay cristianismo en todas partes en que se combate la inhumanidad y se realiza la humanidad. Es una verdad manifiesta que fuera del cristianismo —entre judíos, musulmanes, hindúes y budistas, entre humanistas poscristianos y ateos declarados— se lucha contra la inhumanidad y se promueve la humanidad. Sin embargo, no hay cristianismo más que donde, en la teoría y en la praxis, se activa el recuerdo de Jesucristo
[19]
.
Ahora podemos resumir nuestras conclusiones:
El cristiano no se distingue de los demás por las obras exteriores que realiza, pero sí por su
interioridad
de creyente: Por su fe en Jesús de Nazaret. Eso es lo específico cristiano. El creyente hará quizás las mismas cosas que el no creyente, pero sus
motivaciones
se basan en la fe, la
cosmovisión
en que encuadra su compromiso procede de la fe, el
sentido de su vida
se lo ha dado la fe.
En cuanto a los hombres honestos que rechazan el cristianismo, respetamos lo que quieren y declaran ser. No les hacemos ni buscar ni encontrar a Dios a pesar suyo. Sin embargo, nos atrevemos a expresar con sencillez nuestra fe: Nuestro Dios les busca, y sin duda les encuentra, por caminos que nosotros ignoramos.
De la mano de Roger Garaudy, en el capítulo anterior llegamos a la conclusión de que no hay vida cristiana sin oración
Sin embargo, a la vez que afirmamos que la necesidad de
oración
es un absoluto para el cristiano, sostenemos que todas las
oraciones
son relativas, y nadie puede atreverse a juzgar a ningún hermano porque prescinda de tal o cual práctica oracional, por muy querida que ésta pueda ser para la Iglesia. Sirva como aviso de lo injusta que podría resultar la condena de alguien por una razón semejante el siguiente testimonio de Santa Teresa del Niño Jesús en que reconoce haber prescindido del rosario en su piedad privada:
«Lo que me cuesta en gran manera, más que ponerme un instrumento de penitencia (me da vergüenza confesarlo) es el rezo del rosario, cuando lo hago sola… ¡Reconozco que lo hago tan mal! En vano me esfuerzo por meditar los misterios del rosario, no consigo fijar la atención. Algunas veces (…)
rezo muy despacio
un padrenuestro, y luego la salutación angélica. Estas oraciones, así rezadas, alimentan a mi alma mucho más que si las recitara precipitadamente un centenar de veces…»
Y, con la deliciosa ingenuidad que la caracterizaba, concluía:
«La Santísima Virgen me demuestra que no está enfadada conmigo, nunca deja de protegerme en seguida que la invoco»
[1]
.
Un equipo de pedagogos vinculados a la revista «Escuela Española» sondeó en 1971 a los niños españoles sobre diversos temas de interés. Uno de ellos fue cómo rezaban. He aquí tres muestras de esas oraciones infantiles:
«Por favor, que engorden los subnormales, y los albañiles y todos».
«Pues cuando sea mayor me haces alta, y no baja, que todos se ríen de mí».
«Y te pido otra vez que mi compañero no me toque la espalda, que la tengo quemada. Ya te lo pedí otra vez. Y con ésta son dos. Pero él sigue tocando».
Es indudable que cada cual reza según la imagen que tiene de Dios. Parodiando un famoso refrán podríamos decir: «Dime cómo rezas y te diré cómo es tu Dios».
El Dios de esas oraciones infantiles es el «deus ex machina» que ya tuvimos ocasión de conocer en el capítulo 9. Y allí concluíamos, con Santo Tomás de Aquino, que «no hay que esperar de Dios algo menor que él mismo».
Como contraste con esas oraciones infantiles, he aquí el testimonio de una chica de 15 años:
«Antes pedía a Dios que me ayudase a salir bien de los exámenes, hasta que hace un tiempo comencé a hacer régimen para adelgazar, y adelgacé. Y eso no se lo debía a Dios, sino a mi fuerza de voluntad en privarme de tortas, pan y helados. De golpe comprendí que con los exámenes pasaba lo mismo. Y poco a poco dejé de rezar. No le encontré sentido».
Parece una actitud humanamente adulta, pero ¿no nos llevaría a prescindir de Dios? Y, por otra parte, ¿acaso no dice Cristo
«Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿O hay acaso alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra, o si le pide un pez, le dé una culebra? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!» (Mt 7, 7-11)?
Podría dar la impresión de que Jesús ofrece aquí un cheque en blanco, y más aún cuando dice: «Todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré» (Jn 14, 13). Pero eso resulta contradicho por la experiencia diaria.
No podemos interpretar correctamente este pasaje sin compararlo con la versión de Lucas —mucho más teológica— que nos dice cuáles son esas «cosas buenas» que podemos esperar de Dios. He aquí el final de Lucas: «…¡cuánto más el Padre del cielo dará el
Espíritu Santo
a los que se lo pidan!» (Lc 11, 3).
Así, pues, habitualmene Dios no responderá a nuestras peticiones con una ayuda paternalista (no somos «hijos de papá»; ni siquiera de «papá» Dios). Nos ayudará en cambio dándonos su Espíritu que, como ya dijimos, es «la fuerza de nuestra fuerza».
Así, pues, la oración no pretende, a fuerza de mucha insistencia —aquel «fatigare déos» de Horacio
[2]
— la recomendación de alguien muy importante. Semejante antropomorfismo fue, una vez más, magistralmente criticado por Santo Tomás de Aquino:
«Ante un semejante, la oración sirve, primero, para manifestar los deseos y las necesidades y, segundo, para inclinar su ánimo en favor nuestro. Pero esto no es necesario en la oración a Dios, pues cuando oramos no nos proponemos manifestar a Dios nuestras necesidades o deseos, porque lo conoce todo —«Vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo» (Mt 6, 8)— (…) La voluntad divina tampoco se determina a querer, por las palabras del hombre, lo que antes no quería (…) La oración dirigida a Dios es necesaria por causa del mismo hombre que ora, a fin (…) de que se haga idóneo para recibir»
[3]
.
La oración de Abraham intercediendo ante Dios a favor de Sodoma y Gomorra (Gen 18, 23-32) es una preciosa ilustración de lo que acaba de decirnos Santo Tomás:
Abraham cree ingenuamente que ha descubierto un error de bulto en los planes de Dios referentes a la destrucción de las dos ciudades y debe hacérselo notar, puesto que a él le ha pasado desapercibido: «¿Así que vas a borrar al justo con el malvado (…) el Juez de toda la tierra va a fallar una injusticia?». Y, con una táctica que sería el orgullo de cualquier pedagogía no directiva, va haciendo reflexionar a Dios:
… ¿no perdonarás a aquel lugar por los cincuenta justos que hubiere dentro?
… ¿y si faltaran cinco para los cincuenta?
… ¿y si fueran solamente cuarenta?
… ¿treinta?
¿veinte?
¿diez?
Dios, una vez tras otra, le contesta: «Sólo por esos no destruiré la ciudad». Abraham cree poder descansar tranquilo: ¡Por fin había logrado que Dios atendiera a razones!
Pero nosotros sabemos cuál fue el final de la historia: Sodoma y Gomorra fueron destruidas tal como Dios tenía pensado desde el principio. Se da el caso de que en ellas no había nada más que cuatro justos: Lot, su mujer y sus dos hijas (y los cuatro fueron salvados de la destrucción).
Entonces, ¿no sirvió para nada la oración de Abraham? Sí, para mucho: para que cuando se cumplió la voluntad de Dios comprendiera que era justa y pudiera aceptarla. La oración no es para cambiar a Dios, sino a nosotros.
No es para adaptar la voluntad de Dios a la nuestra, sino la nuestra a la de Dios
: «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú» (Mt 26, 39).
Ninguna oración muestra mejor este fin que la del P. Foucauld que —aligerada de algunas repeticiones— dicen los «Hermanos de Jesús» al terminar el día y retirarse a reposar:
«Padre mío, me entrego en tus manos; haz de mí lo que quieras; sea lo que sea te lo agradezco. Gracias por todo; estoy dispuesto a todo; lo acepto todo; te agradezco todo. Con tal que tu voluntad se haga en mí y en todas tus criaturas, en todos aquellos que tu corazón ama, no deseo nada más, Dios mío. Me entrego en tus manos sin medida, con infinita confianza, porque Tú eres mi Padre»
[4]
.
Y es que, en el fondo, cierta oración de petición fácilmente puede trocarse en blasfemia, porque ¿acaso no es blasfemia utilizar a Dios como medio para alcanzar un fin?
Naturalmente, si la oración es para conseguir que nuestra voluntad se ponga de acuerdo con la de Dios, y no al revés, lo más importante de la oración no será hablar a Dios, sino escucharle. Así hacía Samuel: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 Sam 3, 1-20), y así invitaba a hacer Unamuno: «¡Silencio, silencio, para oir al Señor!»
[5]
.
Dios, precisamente porque no es «hechura de manos humanas» (Sal 115, 4), es un Dios «totalmente otro» que nos juzga, nos desilusiona, nos contradice y nos saca de quicio; frecuentemente nos obliga, en definitiva, a modificar nuestros planes. En una inolvidable novela, el viejo cura de Torcy dice:
Permitirá que me ría en las narices de las personas que cantan a coro antes de que Dios haya levantado su batuta (…) No quisiera citar el ejemplo de un buenazo como yo. Sin embargo, cuando tengo una idea (…) trato de elevarla hasta Dios por medio de la oración. Es sorprendente cómo cambia de aspecto. A veces ni siquiera se la reconoce»
[6]
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Jesús obtenía de la vida la «materia prima» para su oración: reza antes de tomar decisiones importantes, como cuando tiene que elegir a los Doce (Lc 6, 12); reza por los que ama (Lc 22, 32) y por sus verdugos (Lc 23, 34); reza cuando algo le maravilla (Mt 11, 25; Lc 10, 21) y cuando no consigue entender (Me 14, 35-42). Y actúa así para referir su vida a un Dios «siempre mayor»: «El Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre» (Jn 5, 19).
Nosotros, que no tenemos la visión del Padre que tuvo Jesús, debemos ser cautos y no dar por supuesto que hemos entendido lo que quiere:
Hay quienes «lo bautizan todo por de Dios y suponen que es así, diciendo: «Díjome Dios», «respondióme Dios», y no será así, sino que (como habernos dicho) ellos las más de las veces se lo dicen»
[7]
.
Nuestra oración deberá ser el resultado del encuentro de la vida cotidiana con la palabra de Dios. Como decía San Ambrosio, «a El hablamos cuando oramos; y a El oímos cuando leemos las palabras divinas»
[8]
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San Gregorio Magno expresaba muy bien con qué actitud debemos asomarnos a la Biblia:
«La Sagrada Escritura se pone ante los ojos de nuestra mente como si fuera un espejo para que se vea en él nuestro rostro interior. En él conocemos nuestra fealdad y nuestra belleza. En él apreciamos cuánto adelantamos y lo lejos que aún estamos de la perfección»
[9]
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Y después de haber oído lo que Dios nos pide aquí y ahora, se trata de que hagamos de nuestra vida un «salmo responsorial»; eco a la Palabra de Dios, para que, como decía San Pablo, un día también nosotros podamos afirmar: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20).
Luego ya sólo falta pedir perdón si no hemos respondido bien a la voluntad de Dios o alabarle si hemos sido fieles.
La oración de alabanza es una dimensión tan fundamental de la vida cristiana que, empleando una hermosa expresión de San Atanasio, debemos llegar a ser «el hombre convertido en salterio»
[10]
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«Si la aventura del progreso, tal como hasta el día la hemos entendido, ha de traducirse inexorablemente en un aumento de la violencia y la incomunicación; de la autocracia y la desconfianza; de la injusticia y la prostitución de la naturaleza; del sentimiento competitivo y del refinamiento de la tortura; de la explotación del hombre por el hombre y la exaltación del dinero, en ese caso, yo, gritaría ahora mismo, con el protagonista de una conocida canción americana: «¡Que paren la Tierra, quiero apearme!»
[1]
. Así terminaba Delibes su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua.