Esta es nuestra fe. Teología para universitarios (13 page)

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Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara

Tags: #Religión, Ensayo

BOOK: Esta es nuestra fe. Teología para universitarios
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Pero tampoco compartimos, evidentemente, la postura de los predestinacionistas, para quienes el hombre puede cruzarse de brazos ya que el destino está en las manos de Dios. La gracia no tiene nada en común con la magia ni con los antibióticos. Es lo que con fina ironía dice una conocida copla de nuestro pueblo:

«Vinieron los sarracenos,

y nos molieron a palos;

que Dios ayuda a los malos

cuando son más que los buenos».

Pero eso se ha dicho —con mucha ironía también— que hay que ser teológicamente predestinacionista y pastoralmente pelagiano. O, como decía, San Ignacio de Loyola: «Actuar como si todo dependiera del hombre, confiar como si todo dependiera de Dios». El cristiano sabe que todo es gratuito, pero nada parece serlo.

La desproporción entre las posibilidades humanas y el Reino de Dios es lo que hace que hablemos de
salvación
y no de
éxito
: «Es don de Dios; no es por lo que hayáis hecho, para que nadie se engalle» (Ef 2, 8-9).

Por tanto, el bien aparece como fruto de la colaboración entre el hombre y Dios (aunque en planos distintos, como ya hemos dicho), mientras que el mal es únicamente obra del hombre (que se niega a dejarse mover por el «empujón interior» de Dios). Esto queda bien afirmado en un canon del Concilio de Quiersy (año 853):

«Que algunos se salven, es don del que se salva; pero que algunos se pierdan, es merecimiento de los que se pierden»
[16]
.

El hombre es la providencia de Dios

Ya estamos en condiciones de recapitular todo lo anterior: ¿Qué puede esperar el hombre de Dios? La pregunta suena a negocio. Nadie que esté en su sano juicio se atrevería a preguntar a la persona amada: «¿Qué puedo obtener de ti?». Un verdadero amante busca el bien del otro y a él mismo, pero no sus cosas.

Respondemos, pues, con Santo Tomás: «No hay que esperar de Dios algo menor que Él mismo»
[17]
. Las cosas menores que Dios debe conseguirlas el hombre con la fuerza que Dios le ha dado. Solamente así estaremos todos en nuestro lugar. Como dijo Ernst Bloch: «Sed vosotros hombres, y Dios será Dios»
[18]
.

Por lo tanto, la providencia de Dios no podemos imaginárnosla como la del jugador de ajedrez que mueve sus piezas; lo que Dios dirige son hombres libres, dotados de vida interior: «Dios se comporta en su gobierno del universo entero como se comporta el alma con el cuerpo»
[19]
, o sea, dándole vida desde dentro.
La providencia de Dios es el hombre
[20]
.

10
En Cristo adivinamos las posibilidades del hombre
Imagen de Dios

San Agustín, en sus Confesiones, constataba admirado: «¿Qué más cerca de mí que yo mismo? Con todo, he aquí que no me comprendo (…) ¿Qué soy, Dios mío? ¿Qué naturaleza soy?»
[1]
.

Y en verdad que las múltiples y diversas respuestas que esa pregunta ha recibido a lo largo de la historia justifican la perplejidad de San Agustín. ¿El hombre será quizás un «bípedo sin plumas», como decía Voltaire
[2]
? ¿O simplemente «una de las ochocientas o novecientas mil especies animales que actualmente pueblan el planeta»
[3]
? ¿A lo mejor «un mono desnudo que se ha puesto a sí mismo el nombre de
homo sapiens
»
[4]
? Pues bien, la Biblia, con una sencillez admirable, afirma que el hombre es «imagen de Dios» (Gen 1, 26.27).

Una interpretación muy antigua, iniciada por Filón, ha visto la imagen de Dios en el ser espiritual del hombre que participa de la naturaleza espiritual de Dios. Modernamente se han propuesto muchas interpretaciones más. Para Emil Brunner el hombre es imagen de Dios por su libertad
[5]
; otros opinan que la imagen de Dios se manifiesta en el trabajo creador
[6]
; Karl Barth defendió la idea —entrañable, sin duda, para los enamorados— de que la mención expresa al varón y a la mujer (Gen 1, 27) indica que la imagen de Dios radica en la bisexualidad del hombre con lo que implica de comunicación y complementariedad, a imagen de la familia trinitaria
[7]
.

Realmente, las discusiones sobre el particular podrían ser interminables; pero una cosa parece clara: Para el cristiano cualquier ser humano es acreedor a un respeto infinito por ser imagen de Dios (cfr. Gen 9, 6; Sant 3,9). Incluso cabría explicar quizás la prohibición de hacer imágenes de Dios que contenía el Decálogo (Ex 20, 4) por el hecho de que si Dios necesitara de alguna «imagen» ésta sólo podría ser la que Él mismo creó: El hombre.

Estamos hablando además de cualquier hombre. Mientras la religión egipcia atribuía solamente al rey la semejanza con Dios, Gen 1, 26 afirma que
todo hombre
es imagen suya. En el Nuevo Testamento se irá más lejos todavía al afirmar que los «hermanos insignificantes» son de una forma especial imagen de Cristo (Mt 25, 31-46).

Así, pues, allá donde sea necesario para valorar a un hombre que ese hombre tenga algunas cosas más —un buen traje, unas condecoraciones colgando, un saldo elevado en la cuenta corriente, un carnet en el bolsillo, etc.— quiere decir que al hombre no se le respeta realmente como hombre. La condición de «imagen de Dios» es para nosotros el gran atributo de cualquier «hombre sin atributos»
[8]
. Sirva como ejemplo la sorpresa que un marxista, Lombardo-Radice, experimenta al constatar que:

«Desde un punto de vista cristiano es también importante dedicarse a una criatura humana, cuidarla y amarla, aunque esta entrega nuestra sea improductiva. Para el cristiano es importante dar todo su tiempo con gozo y alegría al enfermo incurable, y dárselo "gratuitamente", para el cristiano es importante acompañar con amor y con paciencia al anciano, ya "inútil", en su camino hacia la muerte, es importante cuidar bondadosamente a los seres humanos "últimos", a los más infelices y a los más imperfectos, incluso a aquellos en los que resultan ya casi indiscernibles los "rasgos humanos"»
[9]
.

Cuerpo y alma

La cultura occidental está muy influida por la antropología platónica que consideraba al alma como lo único valioso y verdadero del hombre. El alma —espiritual y preexistente— era para Platón una sustancia incorruptible y afín a las ideas para quien la unión con el cuerpo representa tan sólo un desgraciado accidente que se superará en el momento de la muerte:

«Mientras tengamos el cuerpo y esté nuestra alma mezclada con semejante mal, jamás alcanzaremos de manera suficiente lo que deseamos (…) Son un sinfín de preocupaciones las que nos procura el cuerpo por culpa de su necesaria alimentación; y encima, si nos ataca alguna enfermedad, nos impide la caza de la verdad. Nos llena de amores, de deseos, de temores, de imágenes de todas clases, de un montón de naderías, de tal manera que, como se dice, por culpa suya no nos es posible tener nunca un pensamiento sensato»
[10]
.

Un día habrá que investigar cuántas neurosis se fundamentan, en definitiva, en la negativa del hombre a aceptar su cuerpo. Porfirio, por ejemplo, comenzó la biografía de Plotino diciendo: «Parecía un hombre que se avergonzaba de existir en un cuerpo»
[11]
. Para él, nacer fue una desgracia tal que se negó siempre a celebrar el día de su cumpleaños
[12]
.

A diferencia de Platón, la Biblia considera al hombre como una unidad. Para referirse a él se emplean, sobre todo, tres palabras:

1.
Nefesh,
que inicialmente significaba «cuello», «garganta», en cuanto órgano que siempre está necesitando y no puede saciarse con la obra humana. Aparece así, poco a poco, como la raíz de los deseos y demás sentimientos y acabará designando el centro de la personalidad, el «principio vital».

2.
Basar
, que originariamente significaba «carne» (en contraposición a «huesos») y con el tiempo llegó a ser equivalente a «cuerpo». Indica algo que el hombre tiene en común con el animal y caracteriza la vida humana como débil y caduca, pero no tiene la valoración negativa que le da Platón.

3.
Ruah
, que en un principio significaba «viento», «aliento», «soplo», acabará significando «espíritu». Es lo divinamente fuerte que hay en el hombre y aparece en contraste con basar, lo humanamente débil (cfr. Is 42, 5; Ez 37, 6; Sal 104, 30). Sólo cuando Dios mete el
ruah
en los huesos revestidos de nervios, carne y piel se vivifican los cuerpos. San Gregorio Nacianceno se atreve a decir que el hombre recibe «un chorro de divinidad»
[13]
.

Conviene notar que la Biblia nunca presenta al hombre como un compuesto de esos tres elementos:
basar
,
nefesh
y
ruah
. Cada una de esas palabras designa más bien al hombre como un todo, aunque visto desde una perspectiva u otra. La antropología bíblica es tan unitaria que atribuye funciones psicológicas a los órganos corporales y viceversa: «exultarán mis ríñones» (Prov 23, 16); «aun de noche mis ríñones me instruyen» (Sal 16, 7); «alma hambrienta» (Sal 107, 9); «alma sedienta» (Prov 25, 25); «diré: Alma, descansa, come, bebe, banquetea» (Lc12, 19)…

Como es lógico, cuando el cristianismo empezó a extenderse por el mundo griego, intentó expresar esa antropología en las categorías culturales de Platón. Es el proceso imprescindible de inculturación de la fe. Habló entonces de «alma» y de «cuerpo », pero a la vez modificó profundamente el significado de ambos términos. Donde esto se ve con más claridad es en el rechazo de la preexistencia de las almas y en la afirmación de la resurrección corporal, una idea sencillamente escandalosa para el filósofo ateniense. En cambio no siempre supo evitar cierta desvalorización del cuerpo.

Algo que resultó difícil de expresar en las categorías de Platón fue la unidad del hombre bíblico. Hablar del alma como
motor
del cuerpo resultaba demasiado poco. El ejemplo clásico del arpista y el arpa hace pensar que pueden separarse quedando intactas ambas realidades, aunque el arpa dejara de sonar. Correspondería al genio teológico de Santo Tomás solucionar el problema con ayuda de una categoría aristotélica que a nosotros no nos resulta ya demasiado familiar: El alma como
forma
del cuerpo. El alma
informa
no al cuerpo, sino a una materia que sólo al estar informada por el alma se convierte en
cuerpo
. Por lo tanto, el cuerpo y el alma tienen que pensarse juntos: Lo que llámanos «cuerpo» es ya materia animada. Y el alma, por su parte, tampoco preexiste como tal al cuerpo, es desde el principio espíritu encarnado. Dicho con otras palabras: Entre cuerpo y alma puede y debe establecerse una distinción metafísica, pero no física.

Santo Tomás llegará a afirmar que el alma separada del cuerpo se encontraría en un estado contrario a su naturaleza y, por lo tanto, no es posible una realización del espíritu al margen de la materia
[14]
. Es significativo que una expresión tan frecuente hasta hace poco en el lenguaje eclesiástico como «salvar el alma» no aparece nunca en la Biblia
[15]
. El Vaticano II dirá claramente que «es la persona del hombre la que hay que salvar (…) todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad»
[16]
.

Por desgracia, la equilibrada antropología de Santo Tomás no caló lo suficiente como para evitar la desvalorización del cuerpo. Recordemos aquello del famoso catecismo de Astete, que se reimprimió casi 600 veces entre los años 1599 y 1900: «Los enemigos del alma son tres: El primero es el mundo; el segundo, el demonio; el tercero, la carne; (…) éste es el mayor enemigo, porque la carne no la podemos echar de nosotros; al mundo y al demonio, sí»
[17]
.

Apertura al otro

En cuanto cuerpo, el hombre vive ligado a los demás hombres y, en general, a toda la creación. Es un «ser en relación» que no se puede conocer a sí mismo mirándose en el espejo, sino gracias al llamamiento que recibe de los otros. El hombre en-si-mismado (que no otra cosa es el hombre egoísta) no es auténtico hombre.

Por tanto, no tiene sentido indagar cuándo comenzó el hombre a relacionarse con sus semejantes. Se trata de algo tan antiguo como la humanidad misma, y esto porque si alguien quisiera o tuviera que vivir absolutamente solo, sencillamente dejaría de vivir, como muestra la historia de los niños-lobo de Midnapore
[18]
.

A la inversa, parece como si al amar recibiéramos un
incremento de existencia
, que sólo los símbolos permiten expresar:

«La mirada del poeta ha quedado clavada en los ojos de la dama; la mirada de la dama se ha posado en los ojos del poeta. El aire es más resplandeciente ahora. Los pájaros trinan con más alegría. Canta la calandria y contesta el ruiseñor. Las flores tienen sus matices más vivos. Las montañas son más azules. El agua es más cristalina. El cielo es más brillante. Todo parece en el mundo nuevo, fuerte y espléndido. ¿Es el primer día de la creación? ¿Ha nacido ahora el primer hombre?»
[19]
.

Apertura a Dios

Si el hombre en cuanto cuerpo está llamado al encuentro con los demás, en cuanto
ruah
está orientado radicalmente hacia Dios. Como dijo San Agustín, «nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»
[20]
.

Creo que merece la pena recordar aquí la descripción que hizo Pablo VI del auténtico desarrollo humano:

«El verdadero desarrollo es el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas, a condiciones más humanas. Menos humanas: las carencias materiales de los que están privados del mínimum vital y las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo. Menos humanas: las estructuras opresoras, que provienen del abuso del poder, de la explotación de los trabajadores o de la injusticia de las transacciones. Más humanas: el remontarse de la miseria a la posesión de lo necesario, la victoria sobre las calamidades sociales, la ampliación de los conocimientos, la adquisición de la cultura. Más humanas también: el aumento en la consideración de la dignidad de los demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza, la cooperación en el bien común, la voluntad de paz. Más humanas todavía: el reconocimiento, por parte del hombre, de los valores supremos, y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin. Más humanas, por fin y especialmente: la fe, don de Dios acogido por la buena voluntad de los hombres, y la unidad en la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres»
[21]
.

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