—Aquí realizamos —explicó Craso— el proceso de destilación. Esto debemos agradecérselo a los egipcios, pero ellos nunca llegaron a transformar el proceso de destilación en producción en masa. Es Roma la que organiza las cosas.
—Pero ¿es que alguna vez fue distinto? —preguntó Cayo.
—¡Oh, sí! En tiempos pasados, el hombre debía depender de la producción natural de esencias, en especial de la oliva, la mirra y, por supuesto, el alcanfor. Todas ellas son resinas gomosas y son exudadas por la corteza de los árboles. En Oriente, por lo que he oído decir, la gente tiene plantaciones de esos árboles. Hacen incisiones en la corteza de los árboles y recogen la goma en forma regular. Fundamentalmente esas esencias se las quemaba como incienso. Entonces los egipcios inventaron el alambique, que no solamente nos proporciona el aguardiente y un camino más corto para llegar a la embriaguez, sino también perfumes.
Los condujo hasta una de las mesas donde un trabajador estaba cortando cascaras de limón en láminas tan finas como si fueran hojas de papel. Craso puso al trasluz una de aquellas láminas.
—Si observáis con atención, veréis los diminutos depósitos de aceite. Y, por supuesto, ya conocéis la fragancia de la cascara de limón. Ésta es la base (no solamente el limón, desde luego, sino cientos de frutas y cascaras distintas) para obtener la preciosa quintaesencia. Ahora, seguidme si os parece...
Entonces los condujo hacia uno de los hornos. Allí se estaba poniendo en cocción un gran recipiente con pedacitos de cascaras. Una vez colocado en el horno, éste era cerrado herméticamente con una tapa de metal. De la tapa salía un tubo de cobre enroscado sobre sí mismo hasta un lugar en que quedaba sometido a una lluvia de agua. El final del tubo se ajustaba a otro recipiente.
—Éste es el alambique —explicó Craso— en que se hierve el material, trátese de cortezas, hojas o cascaras de frutas, hasta que se abran los diminutos depósitos de aceite. Entonces sube en forma de vapor y éste se condensa con la lluvia de agua.
Craso los llevó hasta otro horno, en que el alambique estaba destilando, y prosiguió:
—Por ahí vendrá el agua. Cuando se ha obtenido un recipiente con ella, la enfriamos y el aceite se condensa en la superficie. El aceite es la quintaesencia y ésta se extrae cuidadosamente y se guarda sellada en esos tubos de plata. Lo que queda es la fragante agua que tan de moda está en nuestros días como bebida a la hora del desayuno.
—¿Así que eso es lo que nosotros bebemos? —gritó Claudia.
—Más o menos. Se la corta con agua destilada, pero le aseguro que es muy saludable. Además esas aguas son mezcladas para obtener distintos gustos, del mismo modo que se mezclan los aceites para obtener otros perfumes. Tal como está ahora, se la emplea como agua de tocador.
Vio que Helena lo miraba y sonreía y le preguntó:
—¿Cree que no les estoy diciendo la verdad?
—No, no. Simplemente estoy admirada de sus conocimientos. Puedo recordar la cantidad de veces que en mi vida oí decir la forma en que se hacían las cosas. Siempre pensé que no habría nadie que supiera cómo se hacen las cosas.
—Mi misión es saberlo —replicó Craso serenamente—. Soy un hombre muy rico. No tengo vergüenza de serlo, como ocurre con muchos. Mucha gente, querida mía, me mira en menos porque me he dedicado a hacer dinero. Eso no me preocupa. Me gusta enriquecerme. Pero a diferencia de mis colegas, yo no considero que las fincas rústicas sean una fuente de riqueza, y, cuando me ordenan hacer la guerra, el objetivo que me asignan no es conquistar ciudades, como ocurrió con Pompeyo. Me ordenaron sofocar la rebelión de los esclavos, que fue muy poco provechosa, por cierto. Cada uno de esos tubos de quintaesencia vale diez veces su peso en oro puro. Un esclavo come vuestro alimento y muere. Pero estos trabajadores se convierten en oro. No tengo que preocuparme por su alojamiento o alimentación.
—Sin embargo —dijo Cayo especulativamente—, pueden hacer lo que hizo Espartaco...
—¿Una sublevación de trabajadores? —dijo sonriendo Craso al tiempo que movía la cabeza—. No, eso nunca ocurrirá. Fíjese en que no son esclavos. Son hombres libres. Pueden ir y venir a voluntad. ¿Por qué habrían de sublevarse?
Craso miró en torno al gran cobertizo y agregó—: No. En efecto mientras duró la rebelión de los esclavos, jamás apagamos estos hornos. No hay lazos de unión entre hombres y esclavos.
Mas, cuando abandonaron el lugar, Cayo estaba inquieto. Aquellos extraños y silenciosos hombres barbudos, que trabajaban con tanta rapidez y eficacia, lo habían llenado de temor y desconfianza. Y no sabía por qué.
Que trata del viaje de regreso a Roma de Cicerón
y Graco, de lo que hablaron durante el camino,
y del sueño de Espartaco y de cómo le fue contado
a Graco
Mientras Cayo, Craso y las dos muchachas emprendían viaje hacia al sur por la vía Apia en dirección a Capua, un poco más temprano, Cicerón y Graco partían hacia el norte, en dirección a Roma. Villa Salaria quedaba a algo menos de un día de viaje de la ciudad y, con el transcurso del tiempo, se la consideraría ubicada en los suburbios. En consecuencia, Cicerón y Graco viajaron sin prisa en sus literas, colocadas éstas una junto a la otra. Cicerón, que tenía inclinación a proteger a los demás y que en cierto modo era un esnob, se impuso el tratar respetuosamente a aquel hombre que tanto poder tenía en la ciudad y, para decir verdad, resultaba difícil para cualquiera no responder a la gracia política de Graco.
Cuando un hombre dedica toda su vida a conquistar el favor de la gente y a evitar su enemistad, está destinado a desarrollar ciertos atributos de convivencia social, y Graco difícilmente había encontrado a persona alguna a quien no pudiera conquistar. Cicerón, en cambio, no era un hombre excesivamente agradable; se trataba de ese tipo de joven inteligente que nunca permite que los principios interfieran con el éxito. Si bien Graco era igualmente oportunista, difería de Cicerón en que respetaba los principios; los consideraba meramente como un inconveniente que había que evitar. El hecho de que Cicerón, que gustaba considerarse a sí mismo como materialista, se negara a reconocer vestigio alguno de decencia en el ser humano, hacía de él un individuo menos realista que Graco. Ello le permitía también escandalizarse, de vez en cuando, ante la suave malicia del obeso anciano. La verdad es que Graco no era más malvado o vicioso que cualquiera. Simplemente había combatido con mayor fuerza el autoengaño, habiendo encontrado que era un obstáculo a sus ambiciones.
Por otra parte, Graco sentía por Cicerón menos desprecio del que podría haber sentido. En cierta medida, Cicerón lo intrigaba. El mundo estaba cambiando; Graco sabía que en el transcurso de su propia vida se había producido un nuevo gran cambio, no solamente en Roma, sino en el mundo entero. Cicerón era un precursor de tal cambio. Cicerón era parte de toda una generación de jóvenes inteligentes y despiadados. Graco era despiadado, pero dentro de su falta de piedad había cabida para cierto reconocimiento de la compasión, un sentido de la piedad que existía aunque no realizaba actos basados en esa piedad. Pero aquellos despiadados jóvenes no podían permitirse ni piedad ni compasión. Parecían tener una armadura sin hendedura alguna. Algo de envidia social había de por medio, ya que Cicerón era excesivamente bien educado y tenía buenas relaciones; pero había también un elemento de envidia por la frialdad concreta que se percibía. En cierta medida, Graco envidiaba en Cicerón una zona de fortaleza en la que él era débil. Y sobre esto meditaba y recapacitaba.
—¿Está usted durmiendo? —preguntó Cicerón suavemente. Los cadenciosos movimientos de la litera le hacían amodorrarse y le producían somnolencia.
—No, simplemente pensaba.
—¿Sobre importantes asuntos de Estado? —preguntó con ligereza Cicerón, imaginándose que aquel viejo pirata estaba tramando la perdición de algún inocente senador.
—Sobre nada que tenga importancia. Pensaba en una vieja leyenda, para ser exacto. Un cuento muy viejo, algo tonto, como son siempre los viejos cuentos.
—¿Por qué no me lo cuenta?
—Estoy seguro de que le aburriría.
—Solamente el paisaje aburre a los viajeros.
—De todos modos, es una historia moral, y nada es más cansador que un cuento moralizador. ¿Cree usted que los relatos moralizadores tienen cabida hoy en nuestras vidas, Cicerón?
—Son buenos para los niños pequeños. Mi cuento favorito se refiere a un posible pariente lejano. La madre de los Gracos.
—Sin parentesco alguno.
—Por aquel entonces, recuerdo, yo tenía seis años. A los siete años lo puse en duda.
—Usted no pudo haber sido tan malo a los siete años —dijo Graco sonriendo.
—Estoy seguro de que lo era. Lo que más me gusta de usted, Graco, es que nunca ha comprado para usted un árbol genealógico.
—Fue por economía, no por virtud.
—¿Y el cuento?
—Me temo que sea usted demasiado mayor.
—Inténtelo —repuso Cicerón— nunca me han defraudado sus cuentos.
—¿Aun cuando no tengan sentido alguno?
—Nunca carecen de sentido. Tan sólo hay que ser lo suficientemente inteligente para hallarles el sentido.
—En ese caso se lo contaré —dijo Graco riendo—. Se refiere a una madre que sólo tenía un hijo. Era alto, bien formado y bien parecido y ella lo amaba más que madre alguna haya amado jamás a su hijo.
—Yo creo que mi madre encontró en mí un obstáculo para sus fantásticas ambiciones.
—Digamos que esto ocurrió hace mucho tiempo, cuando las virtudes eran posibles. Esta madre amaba a su hijo. El sol nacía y se ponía en él. Entonces él se enamoró. Perdió su corazón en manos de una mujer que era tan hermosa como perversa. Y, como era muy perversa, puede estar seguro de que era hermosísima. Para el hijo no tenía ella, sin embargo, ni una mirada, ni siquiera un saludo. Absolutamente nada.
—He conocido algunas mujeres así —dijo Cicerón.
—De modo que estaba loco por ella. En cuanto tuvo una oportunidad le dijo qué es lo que haría por ella, qué castillos le construiría, qué riquezas reuniría. Eran cosas algo abstractas y ella le dijo que nada de eso le interesaba. En cambio, pidió un regalo que estaba totalmente dentro de sus posibilidades satisfacerlo.
—¿Un regalo corriente? —preguntó Cicerón.
A Graco le gustaba narrar historias. Tomó en consideración la pregunta y luego asintió.
—Un regalo muy sencillo. Le pidió al joven que le trajera el corazón de su madre. Y él lo hizo. Tomó un cuchillo, lo hundió en el pecho de su madre y le arrancó el corazón. Y entonces, avergonzado por el horror de lo que había cometido y muy nervioso, corrió por el bosque en que vivía la malvada y hermosa mujer. Y, mientras corría, tropezó en una raíz y cayó, y, al caerse, el corazón saltó de sus manos. Corrió para recoger el precioso corazón que habría de darle el amor de aquella mujer, y al inclinarse para recogerlo, oyó que el corazón le decía: «¿Hijo mío, hijo mío, te hiciste daño al caer?».
Graco se echó hacia atrás en la litera, unió los extremos de los dedos de ambas manos y los contempló.
—¿Y entonces? —preguntó Cicerón.
—Eso es todo. Le dije que se trataba de un cuento moralizador sin propósito alguno.
—¿Perdón? No es un cuento romano. Nosotros, los romanos, no somos dados a perdonar. De todos modos, ésa no es la madre de los Gracos.
—No se trata de perdón, sino de amor.
—¡Ah!
—¿Usted no cree en el amor?
—¿Por encima de todas las cosas? ¡De ningún modo! Tampoco eso es romano.
—¡Cielos, Cicerón! ¿Puede usted clasificar todas las benditas cosas que hay sobre la tierra en las categorías de romano y no romano?
—La mayoría de las cosas —respondió de modo satisfecho Cicerón.
—¿Y usted lo cree?
—Para decir verdad, no —dijo Cicerón riendo.
Graco pensó: «No tiene sentido del humor. Ríe porque cree que es el momento oportuno para reír». Y agregó en alta voz:
—Iba a aconsejarle que abandonara la política.
—¿Sí?
—De todos modos, no creo que mi consejo le afecte en modo alguno.
—De modo que usted cree que nunca tendré éxito en la política, ¿verdad?
—No. Yo no diría eso. ¿Ha pensado usted alguna vez en la política? ¿Qué es la política?
—Me imagino que es muchas cosas. Ninguna de ellas muy limpia.
—Tan limpia o sucia como cualquier otra cosa. He pasado mi vida siendo político.
Graco pensó: «No le gusto. Le ataco y me contraataca. ¿Por qué será tan difícil para mí aceptar el hecho de que no les gusto a algunos?».
—He oído decir que su gran virtud —le dijo Cicerón a su obeso interlocutor— es una enorme memoria para los nombres. ¿Es cierto que usted puede recordar los nombres de cien mil personas?
—Otra ilusión acerca de la política. Apenas si conozco a cien personas por su nombre.
—He oído decir que Aníbal recordaba los nombres de todos los soldados de su ejército.
—Sí. Y a Espartaco le atribuiremos una memoria similar. No podemos admitir que nadie alcance la victoria porque sea mejor que nosotros. ¿Por qué le gustan tanto a usted las grandes y pequeñas mentiras de la historia? —¿Es que son todas mentiras?
—La mayoría —dijo Graco en un rugido—. La historia es una explicación basada en la astucia y la codicia. Por eso, nunca es una explicación honesta. Por ese motivo lo interrogué sobre la política. Alguien dijo en Villa Salaria que en el ejército de Espartaco no había política. Allí no podía haberla.
—Ya que usted es un político —dijo Cicerón sonriendo—, ¿por qué no me dice qué es un político?
—Un farsante —respondió Graco secamente. —Por lo menos usted es franco.
—Es mi única virtud y es extremadamente valiosa. En un político la gente la confunde con la honestidad. Como usted sabe, vivimos en una república. Y esto quiere decir que hay mucha gente que no tiene nada y un puñado que tiene mucho. Y los que tienen mucho tienen que ser defendidos y protegidos por los que no tienen nada. No solamente eso, sino que los que tienen mucho tienen que cuidar sus propiedades y, en consecuencia, los que nada tienen deben estar dispuestos a morir por las propiedades de gente como usted y como yo y como nuestro buen anfitrión Antonio Cayo. Además, la gente como nosotros tiene muchos esclavos. Esos esclavos no nos quieren. No debemos caer en la ilusión de que los esclavos aman a sus amos. No nos aman y, por ende, los esclavos no nos protegerán de los esclavos. De modo que mucha, mucha gente que no posee esclavos debe estar dispuesta a morir para que nosotros tengamos nuestros esclavos. Roma mantiene en las armas a un cuarto de millón de hombres. Esos soldados deben estar dispuestos a marchar a tierras extrañas, marchar hasta quedar exhaustos, vivir sumidos en la suciedad y la miseria, revolcarse en la sangre, para que nosotros podamos vivir confortablemente y podamos incrementar nuestras fortunas personales. Los campesinos que murieron luchando contra los esclavos se encontraban en el ejército, en primer lugar, porque habían sido desalojados de sus tierras por los latifundios. Las casas de campo atendidas por esclavos los convirtieron en miserables sin tierras y ellos murieron para mantener intactas estas casas de campo. Por lo que nos vemos tentados a asegurar que todo esto es una
reductio ad absurdum.
Porque usted debe considerar lo siguiente, mi querido Cicerón: ¿qué perderían los valerosos soldados romanos si los esclavos vencen? En verdad, ellos los necesitarían desesperadamente, ya que no hay suficientes esclavos para trabajar adecuadamente las tierras. Habría tierras de sobra para todos y nuestros legionarios lograrían aquello con que sueñan, su parcela de tierra y una pequeña casita. No obstante, marchan a destruir sus propios sueños, para que dieciséis esclavos transporten a un viejo cerdo obeso como yo en una cómoda litera. ¿Niega usted la verdad de todo lo que he dicho?