Espartaco (36 page)

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Authors: Howard Fast

Tags: #Historico

BOOK: Espartaco
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Y entonces escapó. Huyó a las agrestes montañas llevando aún en torno al cuello el collar de los esclavos, y los sencillos y primitivos hombres de las tribus de la montaña lo acogieron, le dieron refugio y le quitaron del cuello el collar y lo dejaron que viviera con ellos. Allí vivió durante todo el invierno. Era gente de buen corazón, gente pobre que vivía de la caza, alimentándose casi de la nada. Aprendió su lenguaje y ellos querían que se quedara allí y desposara a alguna de sus mujeres. Pero su corazón añoraba Galilea, de modo que cuando llegó la primavera emprendió viaje hacia el sur. Una cuadrilla de comerciantes persas lo capturó y fue vendido a una caravana de esclavos que se desplazaba hacia el oeste, y en la ciudad de Tiria fue ofrecido en pública subasta cuando se hallaban muy cerca de su tierra natal. ¡Cómo se le corroía el corazón! ¡Qué amargas lágrimas derramó al sentirse tan cerca de su hogar y de los suyos y, no obstante, tan lejos de la libertad! Un mercader fenicio lo compró y lo encadenaron al remo de un barco que comerciaba con puertos sicilianos, y allí, en la húmeda obscuridad, en la húmeda inmundicia del fondo del barco, estuvo durante un año tirando de un remo hundido en las aguas.

Entonces el barco fue apresado por piratas griegos y, mientras pestañeaba como un búho inmundo, fue llevado a cubierta, donde los fieros marineros griegos lo examinaron e interrogaron. Se adoptó una rápida decisión respecto a la tripulación del mercante fenicio: se la arrojó por la borda como si fueran fardos de paja. Pero a él y a los demás esclavos los examinaron y a cada uno, a su turno, se les preguntó en el dialecto arameo de los pueblos del Mediterráneo:

—¿Sabes pelear? ¿O sólo sabes remar?

Temía tener que regresar al banco de remo, a la obscuridad y a las vías de agua como hubiera temido al demonio en persona, y respondió:

—Sé pelear. Sólo pido que me pongan a prueba.

En ese momento habría luchado contra un ejército entero a condición de que no lo enviaran de vuelta al fondo del barco a agachar la espalda sobre un remo. Pero lo pusieron a prueba en el puente y le enseñaron —sin escatimar golpes ni maldiciones— el oficio del mar, cómo recoger una vela, cómo hacer girar el cordaje y manejar el timón aferrado al remo de nueve metros, cómo empalmar una cuerda y mantener un rumbo durante la noche, guiándose por las estrellas. En su primera pelea con un gordo y falso romano demostró tal rapidez de movimientos y tal destreza con su largo puñal que se ganó un lugar seguro en aquella banda salvaje y rebelde. Mas en su corazón no anidó felicidad alguna y terminó odiando a aquellos hombres que sólo sabían de matanza, crueldad y muerte. Eran distintos como el día de la noche de aquellos sencillos campesinos con quienes había vivido durante su niñez. No creían en Dios alguno, ni siquiera en Poseidón, el señor de los mares, y aunque su propia fe se halla en entredicho, recuerda que los buenos años de su vida los había vivido junto con aquellos que eran creyentes. Cuando se lanzaban a la costa era para matar, incendiar y robar.

Fue en esa época cuando construyó en torno a él un muro dentro del cual se confinó. Vivió dentro de ese muro y los signos de la juventud desaparecieron de su rostro de fríos ojos verdes y nariz como pico de halcón. Cuando se unió a ellos, tenía poco menos de dieciocho años, pero su aspecto se tornó intemporal y en la negra maraña que cubría su cabeza apareció ya un mechón de cabellos blancos. Se encerraba en sí mismo y a veces transcurría una semana entera sin que pronunciara una palabra. Ellos no lo molestaban. Sabían cómo peleaba y lo temían.

Vivía en un sueño, y el sueño era su vino y su sustento. Soñaba en que algún día, tarde o temprano, alcanzarían las costas de Palestina y que se deslizaría por sobre la borda, nadaría hasta la costa y se abriría paso a pie hasta las queridas colinas de Galilea. Pero transcurrieron tres años y ese día nunca llegó. Primero hicieron incursiones en la costa africana y luego, cruzando el mar, a lo largo de la línea costera italiana. Lucharon en las costas de Hispania e incendiaron villas romanas y se apoderaron de las riquezas y de las mujeres que encontraron allí. A continuación volvieron a cruzar el mar y pasaron todo un invierno en una ciudad amurallada y sumida en la anarquía cercana a los Pilares de Hércules. Después navegaron a través del estrecho de Gibraltar y llegaron a Bretaña, donde quedaron varados; allí asearon y repararon la galera. Navegaron después hacia Irlanda, donde intercambiaron trozos de telas y abalorios por los ornamentos de oro de las tribus irlandesas. Luego pusieron rumbo a la Galia y recorrieron sus costas, de norte a sur, una y otra vez. Y después regresaron a África. Así pasaron tres años y nunca alcanzaron la costa de su tierra natal. Pero el sueño y la esperanza permanecieron dentro de él mientras se endurecía más allá de cuanto un hombre tiene derecho a endurecerse.

Pero en esa época aprendió mucho. Aprendió que el mar era un camino por el que surcaba la vida, como corre la sangre por el cuerpo del hombre. Aprendió que el mundo era grande e ilimitado, y que allí donde se fuera había gente pobre y sencilla, como la de su propio pueblo, gente que arañaba el suelo para obtener el sustento de cada cual y el de los hijos, pero que, no obstante, tenía que entregar a los amos, a los reyes o a los piratas la mayor parte de lo que ganaban. Y aprendió que había un jefe, un rey y un pirata que estaba por encima de todo, y que lo llamaban Roma.

Y al final se lanzaron sobre un barco de guerra romano, y él y otros catorce de la tripulación, que sobrevivieron, fueron llevados a Ostia para ser ahorcados. Pareció de ese modo que los granos de arena de su pequeño reloj de la vida se hubieran acabado, pero en el último instante un agente de Léntulo Baciato lo compró para la escuela de Capua...

Tal era, en suma, la trama de la segunda época de su vida, la época del conocimiento y del odio. Esa parte se completó en Capua. Allí tuvo ocasión de aprender los más acabados refinamientos de la civilización, el adiestramiento de hombres para que se mataran entre ellos para distracción de ociosos romanos y para que se enriqueciera un hombre grasiento, sucio y perverso llamado
lanista.
Se convirtió en gladiador. Le cortaron el cabello al rape. Iba a la arena del circo con un puñal en una mano y allí mataba, no a los que odiaba, sino a hombres que, como él, eran esclavos o condenados.

Allí fue donde el conocimiento se combinó con el odio. Pasó a ser un receptáculo del odio, y día a día el receptáculo se llenaba. Vivía solitario en la odiosa desnudez y desesperanza de su celda; se encerró en sí mismo. Ya no creía en Dios, y cuando pensaba en los dioses de sus padres era sólo con odio y desprecio. Una vez se dijo:

—Me gustaría entrar a la arena con ese maldito anciano de la cima del monte. Le devolvería todas las lágrimas y promesas incumplidas que les proporciona a los hombres. Todo cuanto quiero es un puñal en mi mano. Haré un sacrificio para él, por supuesto. Le enseñaré algo respecto a la ira y la cólera.

Una vez soñó que estaba ante el trono de Dios. Pero no sintió temor. «¿Qué es lo que harás conmigo? —le gritó sarcásticamente—. He vivido veintiún años ¿y qué más puedes hacer de mí que lo que el mundo ha hecho? Vi crucificar a mi padre. Trabajé como un topo en las minas. Durante dos años trabajé en las minas, y durante otro año viví en la suciedad y las vías de agua, con las ratas andando por sobre mis pies. Durante tres años fui un ladrón que soñaba con su tierra y ahora mato hombres por encargo. Maldito seas, ¿qué es lo que harás conmigo?»

Eso es lo que fue la segunda época de su vida y en ese tiempo fue llevado a la escuela de Capua un esclavo tracio, un hombre extraño de voz suave y nariz quebrada y profundos ojos obscuros. Así fue cómo este gladiador conoció a Espartaco.

VI

Una vez, mucho tiempo después de esto, un esclavo romano fue crucificado, y después de haber estado en la cruz durante veinticuatro horas, fue perdonado por el propio emperador, y consiguió vivir. Escribió un relato de lo que había sentido en la cruz, y lo más extraordinario de ese relato es lo que decía de la cuestión del tiempo. «En la cruz —contaba— hay solamente dos cosas: dolor y eternidad. Me han dicho que estuve en la cruz solamente veinticuatro horas, pero yo permanecí en la cruz más tiempo que el que ha transcurrido desde que existe el mundo. Si el tiempo no existe, entonces cada instante es igual a siempre.»

En ese peculiar «siempre» surcado por el dolor, la mente del gladiador quedó destrozada y la capacidad de raciocinio cesó de manera gradual. Los recuerdos se transformaron en alucinaciones. Nuevamente volvía a vivir gran parte de su vida. De nuevo volvió a hablar con Espartaco por primera vez. Volvía a imaginarse qué era lo que más hubiera deseado conservar de las ruinas vacías de su vida, la insignificante vida de un esclavo anónimo en la arrolladora corriente del tiempo.

(Mira a Espartaco. Lo observa. Este hombre es como un gato y sus ojos verdes aumentan su parecido a este felino. Ya se sabe cómo andan los gatos, en continua tensión. Así es cómo camina el gladiador, y se tiene la sensación de que si se lo arrojara por el aire, caería con facilidad sobre sus dos pies. Es difícil que alguna vez mire de frente a un hombre; en cambio, observa de soslayo. De ese modo observa a Espartaco, día tras día. Ni siquiera podría explicarse a sí mismo qué cualidad de Espartaco hace que le preste tanta atención; pero no es un gran misterio. Él es todo tensión y Espartaco es todo soltura. Él no habla con nadie, pero Espartaco habla con todos, y todos acuden con sus problemas a Espartaco. Espartaco está infundiendo algo nuevo a la escuela de gladiadores. Espartaco la está destruyendo.

(Todos, excepto este judío, acuden a Espartaco. Espartaco se pregunta por qué. Entonces, cierto día, en el período de reposo entre dos ejercicios, va hacia el judío y le habla.

(—¿Hablas griego, hombre? —le pregunta.

(Los ojos verdes se clavan en él, impávidos. De pronto Espartaco advierte que se trata de un hombre muy joven, apenas algo más que un muchacho. Lo lleva oculto tras una máscara. No está mirando al hombre, sino a su máscara.

(El judío se dirige a sí mismo: «¿Griego? ... ¿Hablo griego yo? Me parece que hablo todos los idiomas. Hebreo y arameo y griego y latín y muchos otros idiomas de muchas partes del mundo. ¿Pero por qué he de hablar en un idioma concreto? ¿Por qué?».

(Con mucha suavidad, Espartaco lo urge: «Una palabra mía y después una palabra tuya. Somos personas. No estamos solos. El gran problema surge cuando uno se encuentra solo. Estar solo es algo terrible, pero aquí no estamos solos. ¿Por qué hemos de tener vergüenza de lo que somos? ¿Hicimos algo terrible para que nos trajeran aquí? No creo que hayamos hecho ninguna cosa terrible. Cosas mucho más terribles las hacen los que ponen puñales en nuestras manos y nos ordenan que matemos para distracción de los romanos. De manera que no tenemos por qué avergonzarnos y odiarnos los unos a los otros. Todo hombre tiene alguna fortaleza, alguna esperanza, algún amor. Esas cosas son como semillas sembradas en todos los hombres. Pero si las guardamos para nosotros solos, se secarán y morirán rápidamente, y que Dios proteja a ese pobre hombre, porque nada le quedará y la vida no valdrá la pena de ser vivida. Por otra parte, si da a otros su fortaleza, su esperanza y su amor, encontrará una reserva inagotable de esas existencias. Esos bienes jamás se agotarán para él. Entonces la vida merecerá la pena vivirla. Y créeme, gladiador, la vida es lo mejor que hay en el mundo. Nosotros lo sabemos. Somos esclavos. Lo único que tenemos es la vida. De modo que sabemos lo que vale. Los romanos tienen tantas otras cosas que la vida no significa mucho para ellos. Juegan con ella. Pero nosotros nos tomamos la vida en serio, y por ese motivo no podernos permitirnos estar solos. Tú estás demasiado solo, gladiador. Háblame un poco.»

(Pero el judío nada dijo y sus ojos y su rostro en nada cambiaron. Pero escuchaba. Escuchaba silenciosa e intensamente, y después se volvió y se alejó. Pero después de haber andado unos pasos, se detuvo. Volvió a medias la cabeza y observó de soslayo a Espartaco. Y a Espartaco le pareció que allí había algo que antes no existía, una chispa, una súplica, un destello de esperanza. Tal vez.)

Así comenzó la tercera de las cuatro épocas en que puede dividirse la vida del gladiador. Ésta podría llamarse la época de la esperanza, y fue en ese tiempo cuando desapareció el odio y el gladiador sintió gran cariño y camaradería hacia los otros de su clase. No ocurrió de pronto ni ocurrió rápidamente. Poco a poco aprendió a confiar en un hombre y a través de ese hombre aprendió a amar la vida. Ésa era la cualidad de Espartaco que lo había atraído desde el comienzo: el enorme amor que el tracio sentía por la vida. Espartaco era como un guardián de la vida. No se trataba solamente de que la deseara y estimara; la absorbía. Era algo que nunca discutía. Él criticaba. En cierta medida, era como si hubiera un pacto secreto entre Espartaco y todas las fuerzas de la vida.

De observar a Espartaco, el gladiador David pasó a seguirlo. No lo hacía ostensiblemente; lo hacía casi en secreto. Cada vez que se presentaba la ocasión y siempre que no se advirtiera directamente, se colocaba cerca de Espartaco. Tenía un oído tan sensible como el de un zorro. Escuchaba las palabras de Espartaco; recordaba esas palabras y se las repetía mentalmente. Trataba de desentrañar el significado de aquellas palabras. Y durante todo ese tiempo algo ocurría en su fuero interno. Estaba cambiando; estaba creciendo. Y de manera similar pequeños cambios y pequeños crecimientos se operaban en cada uno de los gladiadores de la escuela. Pero en David era algo singular. Descendía de gente cuyas vidas estaban embebidas en Dios. Cuando perdió a Dios, quedó un vacío en su vida. Ahora estaba llenando ese vacío con hombres. Estaba aprendiendo a amar a los hombres. Estaba aprendiendo la grandeza del hombre. No pensaba las cosas con esas palabras, pero eso era lo que ocurría en él y, en cierta medida, en todos los demás gladiadores.

Para Baciato y los senadores de Roma aquello era inconcebible. Según ellos, la rebelión de los gladiadores había estallado de manera súbita y sin que hubiera existido premeditación. Estaban convencidos de que no había habido preparativos ni preludio, y dejaron constancia de ello. No había para ellos otra forma de registrarlo.

Sin embargo, había existido un preludio sutil y extraño y creciente. David jamás olvidó el momento en que por vez primera oyó a Espartaco recitar versos de la
Odisea.
Había en ellos una música nueva y encantadora, la vida de un hombre valiente que tuvo que soportar muchos avatares pero que jamás fue derrotado. Muchos de los versos eran totalmente comprensibles para él. Conocía la dolorosa frustración de que se lo tuviera alejado de la tierra que amaba. Había conocido los caprichosos azares de la suerte. Había amado a una muchacha en las colinas de Galilea, cuyos labios eran rojos como amapolas y sus mejillas suaves como el atardecer. Y su corazón sufría por ella, porque era inaccesible para él. ¡Pero qué musical era aquello y cuan maravilloso era que un esclavo, un esclavo hijo de esclavo, que nunca había sido libre, pudiera recitar interminablemente de memoria tan hermosos versos! ¡Y en ellos hasta había un hombre como Espartaco! ¡En ellos había un hombre tan suave, tan paciente y con tanto aguante!

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