Espartaco (19 page)

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Authors: Howard Fast

Tags: #Historico

BOOK: Espartaco
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Ésas eran cualidades que algunos veían y otros no veían en Cicerón. Cuando Claudia llegó aquella noche a Villa Salaria, no observó esas cualidades. El tipo menos complicado de fuerza era más comprensible para Claudia. Helena, por el contrario, lo reconocía y le rendía tributo. «Soy igual que tú —le decían sus ojos a Cicerón—. ¿Continuaremos esto?» Y cuando su hermano yacía en el lecho, esperando la llegada de un gran general, ella se trasladó a la habitación de Cicerón. Estaba dotada de la artificial dignidad de esas personas que se desprecian a sí mismas y se sienten reconfortadas al hacerlo, pero por qué había de sentirse inferior a aquel hombre que provenía de una familia ávida de dinero perteneciente a la clase media encumbrada, no podía decirlo. No habría podido admitir, ni incluso a sí misma, que antes de que la noche terminara hubiera hecho una serie de cosas por las que a continuación se odiaría a sí misma.

Para Cicerón, sin embargo, ella era un tipo de mujer muy deseable. Su cuerpo alto y fuerte, sus líneas rectas y sus intensos ojos obscuros representaban para él todas las legendarias cualidades de la sangre patricia. Era el objetivo particular hacia el que se habían encaramado durante generaciones los suyos, mas siempre les había resultado inalcanzable. Y descubrir dentro de un aspecto exterior como aquél las cualidades que llevaban a una mujer a la habitación de un hombre a tan avanzadas horas de la noche por una sola y obvia razón, era singularmente satisfactorio.

En ese tiempo era raro encontrar a un romano que trabajara durante la noche. El desarrollo extrañamente desigual de esa sociedad tenía uno de sus puntos débiles en la iluminación artificial, y las lámparas romanas eran pobres, chisporroteantes objetos que producían fatiga visual y, en el mejor de los casos, proporcionaban una pálida luz amarilla. Trabajar de noche, en consecuencia, especialmente una noche después de ingerir tanto vino y comida, era un signo específico de admirable o sospechosa excentricidad, dependiendo de quién fuera la persona que hiciera el trabajo. En el caso de Cicerón, era más bien digno de admiración, ya que se trataba de un joven realmente extraordinario; y cuando Helena entró en su habitación, el joven se hallaba sentado en su cama con las piernas cruzadas mientras anotaba y corregía en un manuscrito extendido en su regazo. Es posible que a una mujer de mayor edad la situación le hubiera resultado demasiado estudiada; pero Helena tenía tan sólo veintitrés años de edad, y quedó verdaderamente impresionada. Alguien que era un líder tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra seguía siendo fiel a las viejas leyendas, las de aquellos romanos que se suponía dormían solamente dos o tres horas cada noche, destinando el resto de su tiempo a la nación. Estos seres estaban consagrados. A ella le agradó la idea de que un hombre consagrado la hubiera mirado de la manera en que lo había hecho Cicerón.

Aun antes de que hubiera cerrado la puerta tras ella, Cicerón le había señalado los pies de la cama, para que se sentara —cosa obligada, por otra parte, ya que no había otro lugar cómodo en la habitación donde hacerlo— y prosiguió con su trabajo. Ella cerró la puerta y se sentó en la cama.

¿Por qué no? Una de las cosas que habían maravillado a Helena en su vida era el que no hubiera dos hombres que abordaran a una mujer exactamente de la misma manera. Pero Cicerón no la abordó de manera alguna, y después de haber estado sentada allí durante un cuarto de hora, ella le preguntó:

—¿Qué está escribiendo?

Él la miró inquisitivo. La pregunta era superficial; se trataba de un comienzo convencional, pero a Cicerón le gustaba hablar. Al igual que tantos jóvenes de su tipo, estaba perpetuamente a la espera de la mujer que había de comprenderlo, o sea la mujer que alimentaría adecuadamente su ego, y le preguntó a Helena:

—¿Por qué me lo pregunta?

—Porque quiero saberlo.

—Estoy escribiendo una monografía sobre las rebeliones de los esclavos —declaró modestamente.

—¿Quiere decir una historia de ellos?

En aquel tiempo comenzaba a estar en boga el que ociosos caballeros de la alta sociedad se dedicaran a redactar escritos históricos, y muchos aristócratas recién llegados estaban atareados manipulando la historia de los comienzos de la República, de modo que sus antepasados y los grandes acontecimientos engranaran convenientemente.

—No es una historia —respondió Cicerón con seriedad, mientras miraba a la muchacha grave e insistentemente, expresión que él sabía que transmitía una sensación de honestidad e integridad, independientemente de su proceso íntimo de simulación—. Una historia comprendería una cronología. Yo estoy más interesado en el fenómeno, en el proceso. Si uno mirara a esas cruces, a esos símbolos castigo que bordean la vía Apia, solamente vería los cadáveres de seis mil hombres. Y podría llegar a la conclusión de que los romanos son vengativos, y no basta con que digamos que somos un pueblo justo, invocando para ello la necesidad de la justicia. Debemos explicar, aun a nosotros mismos, la lógica de esa justicia. Debemos comprender. No fue suficiente que el anciano dijera:
«Delenda est Carthago».
Eso es demagogia. Por mi parte me hubiera gustado comprender por qué Cartago debía ser destruida y por qué seis mil esclavos han tenido que ser condenados a morir en esa forma.

—Algunos dicen —manifestó Helena sonriendo— que si los hubieran lanzado a todos de golpe al mercado de esclavos, algunas fortunas muy respetables habrían quedado en la ruina.

—Un poco de verdad y mucho de falso —respondió Cicerón—. Quiero ver más allá de la superficie. Quiero ver el significado de la rebelión de los esclavos. El engaño se ha convertido en un gran pasatiempo romano; no quiero engañarme a mí mismo. Hablamos de esta guerra y de aquella guerra, de grandes campañas y de grandes generales, pero ninguno de nosotros quiere siquiera cuchichear sobre la guerra de nuestro tiempo que no cesa, que ensombrece todas las otras guerras, la guerra de los esclavos, la rebelión de los esclavos. Incluso los generales implicados en ella la mantienen secreta. No hay gloria en una guerra de esclavos. No hay gloria en el sometimiento de los esclavos.

—Pero, seguramente no es un asunto de tanta importancia.

—¿No? ¿Y las crucifixiones no fueron de importancia para usted cuando venía por la vía Apia?

—Es bastante nauseabundo. No me agrada mirar esas cosas. A mi amiga Claudia sí le agrada.

—En otras palabras, tiene alguna importancia.

—Pero todo el mundo sabe de Espartaco y su guerra.

—¿Usted cree? No estoy muy seguro. Ni siquiera estoy seguro de que Craso sepa mucho de eso. Espartaco es un misterio, por lo menos por lo que a nosotros concierne. De acuerdo con los registros oficiales, era un mercenario tracio y un salteador de caminos. Según Craso, era un esclavo de nacimiento traído de las minas de Nubia. ¿A quién creer? Baciato, el canalla que dirigía la escuela de gladiadores de Capua, ha muerto; un esclavo griego que tenía como contable lo degolló, y de igual modo han desaparecido o muerto otras personas que habían estado relacionadas con Espartaco. ¿Y quién va a escribir sobre él? Gente como yo.

—¿Por qué no habían de hacerlo la gente como usted? —preguntó Helena.

—Gracias, querida. Pero yo nada sé de Espartaco. Yo sólo lo odio.

—¿Por qué? Mi hermano también lo odia.

—¿Y usted no lo odia?

—No siento nada en particular —dijo Helena—. Era, simplemente, un esclavo.

—Pero ¿es que lo era? ¿Y cómo un esclavo llega a ser lo que Espartaco llegó a ser? Ése es el misterio que debo resolver. Descubrir dónde empezó y por qué empezó. Pero... ¿no la estoy aburriendo?

Había en Cicerón un aire de sinceridad que la gente captaba y creía que le sirvió de defensa cuando se lanzaron contra él tantos cargos unos años más tarde.

—Por favor, siga hablando —dijo Helena. Los hombres de la edad de Cicerón que ella conocía en Roma hablaban de los últimos perfumes, de los gladiadores por quienes apostaban, del caballo que admiraban o de sus últimas amantes o concubinas—. Siga, por favor —insistió ella.

—No confío por completo en la retórica —dijo Cicerón—. Me gusta escribir las cosas y dejar que caigan en su lugar Temo que mucha gente sienta como usted que el levantamiento de esclavos carece de mayor importancia. Pero observe: todas nuestras vidas están relacionadas con esclavos y un levantamiento de esclavos implica más guerras que las de todas nuestras conquistas. ¿Puede usted creer eso?

Ella movió la cabeza.

—Yo puedo probárselo. Comenzó hace unos ciento veinte años, con el levantamiento de los esclavos cartagineses que manteníamos en cautividad. Después, dos generaciones más tarde, se produjo la gran rebelión de los esclavos en las minas de Laurio, en Grecia. Después estalló la enorme revuelta de los mineros en Hispania. Luego, pocos años más tarde, se desencadenó la guerra de esclavos dirigida por Salvio. Ésas son solamente las grandes rebeliones, pero entre ellas se han producido miles de pequeños levantamientos, y todo en su conjunto es una sola guerra, una guerra ininterrumpida y vergonzosa, una interminable guerra librada entre nosotros y nuestros esclavos, una guerra silenciosa, una vergonzosa guerra de la que nadie habla y que los historiadores no desean registrar. Tenemos miedo de dejar constancia de ella, miedo de mirarla, porque es algo nuevo sobre la tierra. Ha habido guerras entre naciones, entre ciudades, entre grupos y hasta guerras entre hermanos, pero éste es un nuevo monstruo, engendrado dentro de nosotros mismos, metido dentro de nuestras vísceras, y que se enfrenta a todos los partidos, a todas las naciones, a todas las ciudades.

—Usted me asusta —dijo Helena—. ¿Se da cuenta de la descripción que está haciendo?

Cicerón asintió y la miró inquisitivo. Ella sintió el impulso de cubrirle las manos con las suyas y sintió una poderosa corriente de atracción hacia él. Allí estaba un hombre joven, no mucho mayor que ella, profundamente preocupado con la suerte y el futuro de la nación. Le hizo recordar las historias que había oído de los tiempos pasados, vagos recuerdos de historias de su infancia. Cicerón dejó a un lado el manuscrito y comenzó a acariciarle suavemente la mano y finalmente se inclinó sobre ella y la besó. Vivamente recordó ella entonces los símbolos de castigo, la carne descompuesta, picoteada por los pájaros, ennegrecida por el sol, de los hombres crucificados a lo largo de la vía Apia; pero solamente ahora dejaba de ser horrible, ya que Cicerón había hecho algo racional de ello, aunque en toda su vida nunca podría ella recordar el contenido de aquel raciocinio.

«Somos un pueblo singular, dotado de una gran capacidad para el amor y la justicia», pensó Cicerón. Y sintió, mientras comenzaba a hacerle el amor a Helena, que allí había por fin una mujer que lo comprendía. Mas esto no disminuyó la sensación de poder que el conquistarla le proporcionaba. Por el contrario, se sintió ampliamente dotado de poder, la extensión del poder, y era esa misma extensión, si es que la verdad ha de ser dicha, la que comprendía la lógica de lo que escribió. En un momento de mística revelación, vio el poder de sus ijares unido al poder que había aplastado a Espartaco y lo aplastaría una y otra vez. Mirándolo, Helena comprendió de pronto, y con horror, que su rostro estaba poseído por el odio y la crueldad. Y como siempre, ella se sometió con temor y odio hacia ella misma.

II

Debido al enorme cansancio y al trastorno emocional que la aquejaba, Helena terminó por dormirse, y la pesadilla del despertar, que marcaba siempre sus relaciones con un hombre, se convirtió en un extraño e inquietante sueño. El sueño combinaba de tal manera realidad e irrealidad que era difícil separarlas. En su sueño recordó ella el día en que, en las calles de Roma, su hermano Cayo le había señalado a Léntulo Baciato, el
lanista.
Había ocurrido hacía apenas siete meses, y pocos días antes el contable griego había degollado a Baciato a consecuencia, como se decía en las murmuraciones, de una disputa acerca de una mujer que el griego había comprado con dinero robado al
lanista.
Baciato había logrado en cierto sentido una reputación al estar relacionado con Espartaco. En esa oportunidad se encontraba en Roma para defenderse en una querella referente a sus casas de vecindad. El edificio se había derrumbado y los familiares de seis inquilinos muertos lo habían demandado.

En su sueño lo recordaba muy bien y normalmente: un inmenso individuo obeso, producto del exceso de alimentación y disipación, que no alquilaba literas, sino que acostumbraba caminar envuelto en una gran toga, carraspeando y escupiendo constantemente y echando de la calle a bastonazos a los rapaces pordioseros que imploraban limosna. Más tarde, ese mismo día, ella y Cayo se detuvieron en el Foro y por simple casualidad ocurrió que lo hicieron ante el tribunal en que se estaba defendiendo Baciato. Esto, en el sueño, era prácticamente igual a lo que había ocurrido en la realidad. El tribunal estaba reunido al aire libre. Había un enjambre de espectadores —holgazanes, mujeres a las que les sobraba el tiempo, jóvenes de los alrededores, niños, forasteros que no querían marcharse de la gran urbe sin presenciar cómo se administraba la famosa justicia romana, esclavos que iban y venían de realizar algún recado—, y, en verdad, parecía milagroso que pudiera sentenciarse algo mínimamente razonable, no digamos justo, en medio de tal muchedumbre. Pero así era como actuaban los tribunales, semana tras semana. Baciato era interrogado y respondía a las preguntas con rugidos de toro, y todo esto era como había sido en la realidad. Pero entonces, como ocurre en sueños, se encontró sin explicación alguna de pie en el dormitorio del
lanista
observando al contable griego acercándose con un cuchillo desenvainado. El cuchillo era una curva
sica
de esas con las que los tracios luchan en el circo, y el piso del dormitorio era como el de un circo, o sea de arena, ya que ambas cosas tienen el mismo nombre,
arena
, en latín. El griego cruzó la arena con la cuidadosa agilidad de un tracio, y el
lanista
, despierto y sentado en su cama, lo miraba horrorizado. Pero ninguno de los hombres pronunció palabra alguna ni hizo ruido alguno. Entonces, junto al griego apareció una gigantesca figura, un poderoso hombre bronceado cubierto con una armadura y Helena comprendió inmediatamente que se trataba de Espartaco. Su mano se había cerrado sobre la muñeca del tenedor de libros y la había estrujado apenas, y el cuchillo cayó sobre la arena. Entonces el bronceado y bien parecido gigante, que era Espartaco, hizo una señal a Helena y ésta levantó el cuello y cortó el cuello del
lanista.
Después, el griego y el
lanista
desaparecieron y ella quedó a solas con el gladiador, pero cuando le abrió los brazos él le escupió a la cara, giró sobre sus talones y salió. Entonces ella corrió tras él, sollozando e implorando que la esperara, pero él desapareció y ella quedó sola en medio de un infinito espacio de arena.

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