Read Esas mujeres rubias Online
Authors: Ana García-Siñeriz
Mi madre cejó en su empeño de bajarse del coche y se derrumbó, derrotada, sobre el respaldo de atrás.
—No lo sabía; te lo juro por lo más sagrado, que para mí es mi niña —respondió vehemente—, no lo sabía —hablaba sin mirarnos—. Pero lo temía. No sólo con ella, mucho antes de ella, también para tu hermano y para ti —confesó.
»Antes de que naciera Jaime no conseguía dormir. Tanto miedo tenía a que me pasara lo mismo que a mi madre. Cuando nació tan blanco, pasé los tres primeros años observándole fijamente, pendiente de él. Y luego tú, tan distinta, morenita y tan diferente a nosotros, fue un alivio; pensé que ya estaba terminado... En mi casa nunca se había mencionado aquello; ahora se habla de todo, con los hijos, con cualquier desconocido, pero, entonces, ni mi padre ni mi madre se referían a lo de los niños más que para pedir por sus almitas o, dos veces al año, acercarse al cementerio, el día de Difuntos y el de los Santos Inocentes. Creí que se habría acabado. Que nunca más volvería a pasar.
Fernando escuchaba, con el coche aparcado de cualquier manera en el lateral de la Castellana y la mirada fija delante de él. Respondió con un taco a un taxista que le increpó.
—De todas maneras, ya has oído al médico. La responsabilidad, que no la culpa, es de los dos. —Mamá volvió a colocarse el cinturón y se atusó el pelo, tratando de recuperar la calma, escrutándose en el retrovisor.
Fernando arrancó la marcha en silencio y giró por la siguiente calle hasta meterse en la rampa del garaje del edificio de mis padres. El portero se acercó a abrir, solícito, y mamá bajó por mi lado agarrándose con fuerza al brazo del conserje. Sin haberse dejado vencer por Fernando.
—Te llamo luego —me advirtió.
Otra vez teníamos encima las Navidades, una fecha en la que parecía que el mundo entero se volviera loco y Alma, también. Para ella era su gran acontecimiento, el día de su cumpleaños Fernando nos daba carta blanca en cuanto a regalos y celebraciones, que estudiábamos con detalle: quiénes vendrían a merendar, ¿tarta o pasteles?, ¿música, película o simplemente charla entre niñas? Era divertido pasar las tardes sopesando ideas, comparando, eligiendo y volviendo a empezar. Con casi catorce años, mamá guiaba a su nieta por los caminos de la elegancia y la belleza, como no había podido hacer conmigo. Había encontrado, por fin, una muñeca a su medida.
—Voy a querer unas pinzas para rizarme el pelo —anunció Alma, una tarde que su amiga Paula vino a casa a la hora de la merienda.
Paula formaba parte del grupo de niñas que, periódicamente, veía para mantener una mínima parte de lo que sería una vida normal. Se intercambiaban apuntes para los exámenes, que, dispensada de la asistencia a clase, Alma hacía desde casa.
—¿Para qué quieres rizarte el pelo? —preguntó Paula, delante de su vaso de Fanta—, con lo bonito que lo tienes...
La melena de Alma seguía igual de lacia desde que perdiera los rizos de bebé, suaves como un plumón.
—Estoy harta de siempre lo mismo. Quiero cambiar. Me aburro. No quiero ser siempre igual.
—¿Tú me ves cambiando mi abrigo, el bueno que llevo cuando salgo por las tardes? —preguntó mamá—, sólo se cambia lo que es feo, o viejo o se estropea; y tu pelo es precioso... —apuntó con su lógica de siempre.
Ella jamás había variado su media melena, enrasada entre el cuello y los hombros con la precisión de un leñador. Para mi madre, mantenerse fiel era una cuestión de principios de estilo, «Pitita Ridruejo, la Reina y yo». Lucía con tanto orgullo su casco de amazona rubia que ni consentía en cubrirse con un pañuelo o un gorro en verano, a riesgo de atrapar una insolación.
Yo llevaba el mío sujeto por una goma en una coleta. Lo que no vale la pena, mejor no hacerlo resaltar.
Fernando siempre me había dejado a cargo de todo lo que tuviera que ver con Alma. Él se quedaba al margen, ocupado como estaba hasta muy tarde por las noches con sus proyectos de Barcelona, una obra en el norte y varios concursos en la capital. Había cedido un poco en su afán por aceptarlo todo, y ahora escogía un poco más los trabajos. Llevaba varios meses sin mencionar siquiera a Gonzalo Gálvez, y yo, francamente, no le echaba de menos. Trabajaba tanto que no había tiempo para cenas, al menos en Madrid. Yo no los echaba de menos. Ni a él, ni a Liliana y sus tentativas entusiastas para que me uniera a su secta de adictas al pilates y a los materiales de relleno.
Cuando Alma le contó a su padre que quería las famosas pinzas para el pelo no le puso objeción.
—No te hacen falta... estás tan guapa como eres...
Otra cosa fue cuando se cruzó conmigo antes de marcharse.
—La consientes demasiado. Tienes mala conciencia. Y tu madre, peor todavía. Todo se lo dáis —criticó, machacón.
—¡Para, para, para! —traté de frenarle—, no es tan fácil encontrar algo que le haga ilusión; está en una edad muy rara.
—Puede ser. Pero sabes muy bien que Alma sigue siendo una niña y va a seguir siéndolo durante mucho tiempo... no sé a qué vienen estos intentos de convertirla en una mujer antes de tiempo —contraatacaba—, seguro que tu madre tiene algo que ver ahí detrás.
—No es cierto —negué—. Y puede que su cuerpo no se desarrolle, pero su cabeza va por delante. Habla con ella, ya verás.
Fernando no se daba por vencido. Le irritaba; no sabía por qué.
—Por mucho que lo desees, las cosas no van a ser de otra manera de como son.
Alma llevaba acostada un buen rato y suponía que podíamos hablar. Aun así, me levanté y fui hasta su puerta. Comprobé que estaba dormida y cerré con cuidado, por si acaso.
Esa misma tarde habíamos pasado por la consulta de Eireos. Aunque ya lo intuíamos, nos había confirmado que había muy pocas probabilidades de que Alma alcanzara la pubertad a la misma edad en que iban a hacerlo sus amigas. Ella lo encajó sin inquietarle nada más que la cuestión del pecho.
—Entonces, ¿voy a ser plana? —había inquirido Alma.
—No para siempre —le explicó el médico—, sólo que tu desarrollo será algo más tardío. Tómatelo como algo bueno —la animó—. Vas a seguir siendo una niña más tiempo. Y, llegado el momento, serás una mujer. Con un bonito pecho, y todo lo demás. Y la menstruación, que no deja de ser un engorro, y más, a tu edad, te la ahorras durante un tiempo —había sentenciado el médico, levantándose ya de detrás de su mesa para despedirnos—. ¡No sabes cuántas mujeres querrían algo así!
Me despedí calurosamente, al igual que Alma.
—¡Y no te quiero ver por aquí hasta que te toque la próxima revisión! ¡Hasta que te den las vacaciones! —nos gritó, saludándonos desde la puerta de su despacho.
—Todo va como siempre —dije a Fernando, exigiendo su atención una vez que hube cerrado la puerta—, qué importancia tiene una regla antes o después. Lo esencial es que cada día que pasa es uno que hemos ganado, y si no hacemos caso de lo que nos dicen, ¿quién sabe? Ellos también se pueden equivocar.
Fernando estaba delante de su copa de vino, tratando de ver lo que había en el fondo de color oscuro. Como si buscara adivinar el futuro. Estaba serio, ajeno a mis ojos interrogantes. Arrancó pausadamente a hablar.
—Puede que se equivoquen... quién sabe...
Fernando se marchaba a la mañana siguiente hacia el aeropuerto, muy temprano. Corría para llegar a uno de los primeros aviones del puente aéreo, un beso rápido a la niña y un portazo. Tenía prisa; «Una cita importante con la gente de la fundación». Había terminado de levantar la sede de un nuevo espacio para el arte contemporáneo y, a raíz de ese trabajo, le habían surgido otros, bastante ajenos a sus recientes tareas como promotor en la costa; pero, según él mismo decía en las pocas cenas a las que de un tiempo a esta parte acudíamos, mucho más satisfactorios a nivel profesional. «Estoy harto de encajar retretes en dos metros cuadrados. Quiero hacer otras cosas, arquitectura.»
Últimamente parecía diferente, más joven. Dejaba caer en la conversación expresiones nuevas como «iluminación dramática» o remataba las frases con locuciones inglesas como
so what
. Ya no se cortaba el pelo cada tres semanas y había abandonado las corbatas y los trajes oscuros que antes le revestían de respetabilidad. Parecía vivir en un permanente estado de
dolce vita
. «Barcelona», a eso lo achacaba mi madre con una mueca sagaz. Una ciudad más relajada, con otro sentido de la estética menos austero, más mediterráneo y moderno. Además, había recibido una inesperada oferta de la fundación, que casaba con su repentino interés por el arte: formar parte del patronato. Todo un honor.
«Seguramente dormiré allí esta noche. Si se me confirma para mañana otra reunión.» Fernando trataba de acumular las citas por viaje. Se ahorraba visitas entre semana. Más largos pero más descansados. «Si no, no llego a todo.» Vivía la vida como una exhalación.
Tanta inmersión en Barcelona tenía una parte positiva. Apenas salíamos, pero los ratos que pasaba en casa Fernando era atento conmigo y delicado con Alma. Le explicaba «Lo hermoso que es el cementerio judío de Montjuïc, en una ladera frente al mar» y los caprichos de las residencias de los indianos «Con palmeras gruesas como las canoas de los indígenas». Estaba reformando —un trabajo menor, «sin importancia», precisó— una casa que había definido como «un sueño anacrónico: el escenario de un cuento».
Decidido el regalo para el cumpleaños de Alma, montamos el dispositivo entre ella, mi madre y yo. Eran las once de la mañana. Un día frío cortante. Un cielo blanco. Madrid a punto de nevar.
—¿Has cogido la bufanda? —le pregunté a Alma.
—¡Pero si la llevo puesta!
—Pues coge también los guantes y un gorro.
Mi madre se retrasaba, incapaz de llegar puntual a ningún lugar. Mi hija no podía esperar. Ese día, no.
—No se habrá olvidado la abuela, ¿verdad? —preguntaba, moviéndose—, llámala al móvil, por favor —pedía, de pie.
Traté de calmarla antes de que saliéramos. Había vomitado por la mañana y, aunque lo achaqué a los nervios, no estaba del todo tranquila. Le había prometido que no se lo diría a su padre. Deseaba esa salida desde hacía tanto tiempo...
Por fin, sonó el timbre del interfono y bajamos a la carrera por la escalera, sin esperar al ascensor.
Mamá propuso tomar un taxi aunque no hubiera mucha distancia. Empezaban a notársele los años, aunque en apariencia siguiera igual. Paramos uno rápidamente y nos apretujamos en el asiento de atrás. Mi madre ocupaba el doble de espacio que nosotras. Envuelta en un abrigo de piel de color caramelo que le llegaba hasta los tobillos, era una nube de pelo y de perfume rematada por unos delicados guantes de cuero forrados de cachemir. Sinfonía de beige.
Empezamos a reírnos tontamente, mirando de reojo la muñeca que colgaba del retrovisor. Se agitaba con cada bache, sacudiendo su falda de hawaiana. Alma respiraba agitadamente mientras el taxi avanzaba apenas, con un tráfico muy lento, hacia nuestro destino, unos grandes almacenes donde vendían las deseadas planchas para el pelo.
Tres calles más lejos, la respiración de Alma seguía siendo entrecortada, como la de un perro jadeante después de una carrera.
—Tranquila, hija, que ya estamos llegando... —trató de calmarla mi madre.
—Si yo estoy tranquila, abuela, es que no puedo parar. Es como si el corazón me latiera muy fuerte...
Me volví hacia ella, sentada entre nosotras. Su piel, habitualmente blanca, transparentaba las venas de las sienes. Grandes ojeras moradas, casi negras, le cercaban los ojos. Parecía una joven ingenua del cine mudo, a punto de desfallecer.
—¿Te encuentras bien, cariño? —le pregunté.
—No sé. El corazón me late muy deprisa...
—No pasa nada —dije, con un aire falsamente despreocupado—. Ya sé lo que vamos a hacer. Nos pasamos un momento a ver al doctor Eireos y luego vamos a por tu regalo, ¿de acuerdo?
La vida es injusta. Te desbarata los planes de un manotazo, como un dios irascible y castrador.
—Llama a papá.
Fue lo último que pidió mientras la camilla atravesaba las hojas de caucho del pasillo de Urgencias.
«Pero ¿dónde se ha metido este hombre?, pero ¿no está siempre pegado a su móvil?», repetía mi madre, taconeando nerviosa, por el pasillo de la planta donde estaba la habitación de Alma. Se había despojado de su abrigo, una maraña de pelos de animal muerto que había cedido a dejar a regañadientes en el perchero de la habitación, «A ver si en una de éstas me lo van a robar». Se calló con una tos, censurándose ella misma la inoportunidad de su comentario.
Habíamos comido un sándwich sin dejar aquel mismo pasillo; una masa húmeda y sin gusto, tragada entre llamada y llamada en voz muy baja, para no molestar a los enfermos de las habitaciones adyacentes. A las cinco y media pasadas, por fin, Fernando me devolvió la llamada; no aparecía su número en la pantalla, como cuando te llamen desde el extranjero, y respondí automáticamente sin saber que era él. Salí a la calle a hablar, a pesar de que estaban empezando a caer gruesos copos de nieve.
Tan sólo pronunciar mi nombre, noté que estaba muy inquieto.
—Tengo siete llamadas perdidas tuyas en el teléfono... ¿pasa algo?
—No te asustes pero han ingresado a Alma —le tranquilicé—. Tiene síntomas de insuficiencia cardíaca y ahora mismo está en observación. Quiere que vengas.
Fernando chasqueó la lengua en señal de contrariedad y le escuché titubear.
—No voy a poder llegar tan rápido... —respondió—, pero ¿está bien? No me estás engañando, ¿verdad?
—Sí, está bien, pero vente. Coges un puente aéreo, y lo que tardes... —insistí.
—Si dices que está bien... Estará dormida y hoy en el puente había el lío padre; mañana estará más despierta...
—Sí, pero vente, mejor —le pedí.
Hacía frío, y quería terminar la conversación para volver a entrar. ¿Por qué se resistía a coger un avión a esas horas? No iba a ser la primera vez. Me soplaba las puntas de los dedos mientras notaba que mi nariz se volvía roja y mis labios, blancos. Ya quedaba poca luz. Una atmósfera difuminada envolvía los últimos coletazos de la tarde, blanca como un atardecer londinense. Se acercaba el día más corto del año...
—No puedo llegar hoy —reveló despacio en un tono grave.
Me quedé en silencio al otro lado del inexistente hilo telefónico. Una flecha cruzó de lado a lado mi cerebro. Sin pensarlo, respondí.
—No estás en Barcelona...
No hubo respuesta.
—¡No estás en Barcelona! —grité.
Un par de familiares de enfermo que fumaban a la puerta del hospital se giraron a mirarme, sorprendidos por aquel grito de odio y de dolor.
Me tapé la cara con el pelo para poder seguir hablando, escamoteando a los otros la visión de mi cara y mis lágrimas.
—No es el momento de enzarzarnos con esto —respondió, con una calma extraña que, de repente, me dio miedo—, mañana por la mañana salgo, te lo juro por ella —me susurró, sin atreverse a pronunciar el nombre de nuestra hija—. Te llamo en cuanto me levante —siguió en ese nuevo tono cansado; extrañamente conciliador—, ¡me jode que esto haya sido así!
Cuando Fernando llegó al hospital me pareció que lo hacía con un aspecto distinto, como si en vez de tres días hubieran pasado tres años. Más calmado y dueño de sus palabras —menos «hambriento», si se me permite la expresión—, como si hubiera saciado el ansia que siempre le había mordido por dentro. Traía el rostro con un halo de bronceado impropio del mes de diciembre y al ver sus manos abandonar la pequeña maleta de fin de semana junto a la cama no pude evitar preguntarme en qué recovecos se habrían posado antes de rozar la mejilla de Alma.
El aeropuerto de Madrid había permanecido cerrado por la gran nevada que había colapsado la ciudad y las comunicaciones. La promesa de Fernando sólo pudo cumplirse dos días después. Entró en el cuarto con el arrepentimiento pintado en la cara, abrumado, abandonándose en los brazos de Alma, que le regañaba como una pequeña marimandona, tirándole de las orejas y feliz de verle, «cómo has podido tardar tanto en llegar desde Barcelona, papá».