Read Esas mujeres rubias Online
Authors: Ana García-Siñeriz
«You showed me where the key was yesterday», she said. «You ought to show me the door today; but I don’t believe you know!»
The Secret Garden,
F
RANCES
H
ODGSON
B
URNETT
—Ayer me enseñaste dónde estaba la llave —dijo ella—. ¡Hoy tienes que enseñarme la puerta aunque dudo que sepas dónde está!
El jardín secreto,
F
RANCES
H
ODGSON
B
URNETT
Hay veces en que todo se acelera, y, como si la vida bajara por una pendiente nevada, encajas los baches y esquivas los árboles y las piedras y te deslizas como puedes, pero sin poderte parar ni controlar el rumbo. Bastante tienes con mantener la postura y llegar de pie. Algo así ocurrió en los días posteriores al paso de Román por el hospital.
Estaban a punto de cumplirse seis meses exactos de mi aterrizaje en la casa y había llegado el momento de decidirse. Podía quedarme otros seis, y dejar que Inés siguiera adelante con la declaración de ausencia y permanecer a la espera de que de un día para otro reapareciera Estela y reclamara sus derechos a recuperar su pasado y su casa, como una niña que se pelea por la devolución de un juguete que en manos de otra vuelve a despertar su interés. Hubiera sido gracioso determinar a quién pertenecía cada recuerdo. A aquellas alturas yo ya tenía claro que no había aterrizado en Mon Repos por casualidad.
Oria, Oria Montejo o Victoria Pascual —tal y como la había conocido en mi otra vida, aupada por el apellido de su marido—, ¡tanto habíamos cambiado que no nos habíamos reconocido ninguna de las dos!, se había sumado con su tono de pájaro flauta a las llamadas de Inés, «No nos queda mucho si quieres renovar el contrato», pero nada más lejos de su intención que presionarme. Me hacía gracia pensar que, sin saberlo, era ella quien me había guiado de estación en estación, hasta llegar a Mon Repos.
De la casa de La Moraleja o de Fernando no había tenido noticias. Él necesitaba mi firma para cerrar aquella última operación. Ya no resultaba tan fácil revender mausoleos de diez dormitorios. El mundo, ahí fuera, también comenzaba a recobrar el sentido común.
Román se recuperaba lentamente en casa con los mimos de su hija, «Canceladas las visitas y el palique hasta nueva orden». Así que, abandonado el tabaco pasamos a las charlas clandestinas. Quitándose y poniéndose la máscara del oxígeno habíamos preparado el último golpe: confirmar que Estela estaba en Cuba y contactar con ella. Habíamos comprobado lo morosa que podía resultar la combinación de correo hispano-cubana; el teléfono nos parecía mejor. Si no volvía en breve, sus hermanos la declararían ausente y se encargarían de sacarse de encima a Josefina y a Román. Él era el primero que deseaba dejar Mon Repos de una vez por todas, pero no vencido por los VallésBruguera, «Por mi propia voluntad».
En cuanto a mí, sólo me faltaba la última bofetada en la cara que me hiciera despertarme. Hay veces que estás ciego pero es porque no quieres ver.
«De toda la vida, un local de putas»; el China Blue, el bar de Armando, el músico del pasado, primo de Estela y amor contrariado y efímero de Josefina. Román lo había frecuentado, «Hace más de cuarenta años. De cuando ser puta era una carrera, como ser maestra». No había vuelto desde que cambió de propietario, pero tenía entendido que lo habían transformado en un local honrado, por lo que el sexo debía de ser «gratuito, pero escaso y de peor calidad».
Dejé pasar el día, cambalacheando conmigo misma, como había cogido por costumbre; traduje un par de hojas, repasé el perfil de Fernando en la página de su empresa y releí la boda de Estela en aquel viejo
Vogue
británico del 90 y... así llegué, sin decidirme, hasta las diez, una hora desapacible para meterse en la carretera de la Arrabassada rumbo al centro de Barcelona. Más con aquellos nubarrones tan oscuros que, ya de noche, parecían vigilar malhumorados mis movimientos, listos para descargar su furia en forma de trombas de agua y de electricidad.
Preparada para salir me di cuenta de que iba algo fresca, de modo que volví a por la gabardina de Estela y me la ajusté, con la vista fija en las nubes, cogí algo de dinero y prescindí de bolso y paraguas, aunque la luna iluminaba apenas un cielo gris y amenazante. Terminaría por llover.
En el taxi, «No la voy a poder llevar hasta la puerta, eso está en una calle peatonal», me asaltaron mis pequeños miedos. Nunca había frecuentado, sola y de noche, un local público y menos un bar. Ni siquiera sabía si me permitirían la entrada. ¿Y si era un lugar de esos abarrotados de chicas y chicos que beben apoyados en los coches en la calle? ¿Y si me preguntaban si estaba esperando a alguien?, Román lo había solucionado a la primera en nuestra conversación para establecer un plan a espaldas de Josefina, «Dices que sí».
El coche me dejó a dos calles, cerca de un antiguo mercado con soportales y cierres metálicos tan apretados como ojos muertos de sueño. A pie, entre las callejuelas vacías del Borne, las nubes me acechaban entre los bloques de cuatro plantas y las sábanas tendidas que alguna ama de casa olvidadiza había dejado sin recoger. La noche flotaba en calma, demasiada calma. Escuché un sonido de voces al doblar una esquina, luego los pasos acompasados de una pareja que marchaba hombro con hombro delante de mí. Una ráfaga de música se coló desde una puerta remachada en hierro que se entreabrió a mi paso. Un chico de pantalones muy ajustados y el brillo de un pendiente en el lóbulo de la oreja me invitó a entrar. Doblé la esquina, nerviosa, y ensayé una carrera, como si llegara tarde a una cita, sobre mis zapatos de tacón.
«Cojea un poco todavía, lo reconocerás sin problemas», me había advertido Román, antes de marcharme. Aparté la cortina de terciopelo rojo que protegía la puerta del bar de las intromisiones de la calle, me hice una lazada en el cinturón de la gabardina de Estela e irguiéndome dentro de ella entré en el China Blue.
El ambiente era cálido y las luces bajas. La primera impresión tenía mucho que ver con lo que me había avanzado Román. Podía oler a polvos Maderas de Oriente e imaginarme los labios pintados de carmín y los canalillos tan prietos por los que no cabía, según él «de canto, ni la medalla de la comunión». Algo en los paneles de los palcos, en las pequeñas mesas con faldas de brocado rojo, algo conservaba el tinte y las hechuras de un antiguo cabaret. Varios sofás de cuero desperdigados por las zonas más oscuras sugerían apartes y desmayos y manos que se deslizaban entre la ropa. Dragones y arabescos en azul cobalto, y enormes tibores de porcelana sustituían con trampa a los vapores de opio y a la permisividad. En otros tiempos, en lugar del rock convencional de la sala, los rumores de billetes crujientes y las risas ahogadas habrían conformado otra música.
Me dejé acompañar hasta una mesa apartada, y asentí con la cabeza cuando el
maître
—pajarita y chaquetilla blancas, a la antigua usanza; cabeza igualmente blanca, muy profesional— me preguntó si no me sentiría más cómoda en una «para dos». Negué cuando me sugirió liberarme de mi gabardina, y, en lugar de quitármela, me apreté el cinturón todavía más, clavándomelo en la cintura. Para la ropa, Estela y yo éramos de la misma talla.
Pedí
champagne
, por pedir algo. Al minuto y medio, otro camarero igualmente ceremonioso me sirvió una copa burbujeante y ambarina sin derramar una sola gota. El primer sorbo me sorprendió por lo delicioso y helado. Procuré abordarlo despacio porque llevaba demasiado tiempo sin beber; fue algo que me había prohibido. Beber sola, nunca.
Entonces fue cuando, pegado a la barra del fondo, advertí a Armando. No andaba pero había visto su cara en la foto de uno de sus conciertos en uno de mis rastreos tras la pista de Estela y no me cabía duda. El mismo aire de juguete roto o de perro flaco, ojos brillantes y expresivos y manos temblorosas aferradas a un vaso de tubo y a un cigarrillo a la vez. El pelo despeinado y la camiseta negra y holgada con el lema de alguna revolución perdida reforzaban el aire de viejo joven. Siempre que se refería a él, Román lo zanjaba con uno de sus pensamientos, «Drogarse es muy malo, pero dejarlo, a veces, es peor».
—Aquí se permite fumar, pero no vendemos tabaco —escuché a mi izquierda.
Armando pensaba que la expresión ansiosa de mi cara se debía al deseo incontenible de llevarme un cigarrillo a la boca. O era su frase de entrada, un pasaporte hacia las damas que no querían reconocer sus propias debilidades. Con una broma le quité la idea de la cabeza, y me presenté, «María», ése era mi nombre. Él contraatacó de inmediato. ¿Esperaba a algún amigo?, ¿qué me había hecho venir?
—Alguien, que me ha hablado mucho de este local.
No, no me molestaba que se sentara a mi lado; tampoco, si quería fumar. Yo lo había dejado, hacía mucho, mucho tiempo. ¿Y no me daban ganas de caer de vez en cuando? A veces, pero prefería matarme más rápido, bromeé. No, prefería quedarme con la gabardina puesta, no era cuestión de frío, aunque sí que era muy friolera, como todas las mujeres; pies fríos, corazón caliente, se decía. O una tontería del mismo calibre, dijo él. Me sentía bien con ella. Gracias por considerarla elegante. Era bonita, sí.
Para entonces ya se había acomodado a mí, con una sonrisa de lado y el vaso siempre pegado. No, yo no era de Barcelona, por lo tanto, «probablemente», no habría oído hablar de él.
—Tuvimos una banda de música, en los ochenta, con un cierto éxito... hace mucho tiempo ya. De vez en cuando nos juntamos unos cuantos y la liamos...
Sí, me sonaba, su banda se llamaba China Blue, por una película que yo no recordaba. Todo muy ochentas, sonrió.
Él también pidió
champagne
—una botella entera— y se fumó un segundo cigarrillo. Y luego otro. Y otro más.
—No me queda tabaco —se quejó, arrugando el paquete entre sus dedos pálidos y nerviosos—, en mi oficina tengo un cartón, y más cosas —apuntó como una promesa.
Me levanté para acompañarle, así me enseñaba su guarida. Además de su reserva personal de botellas de licor y cigarrillos, «Nada de drogas, ya no», guardaba algunos discos míticos, «Bowie, Marc Bolan, los Rolling». Y su equipo de música, mejor que el de la sala. Y una vieja jukebox que funcionaba todavía y que había limpiado a base de un cepillo de dientes y de paciencia. Ya vería, era el mejor bar dentro de un bar.
Nos cruzamos con una pareja que salió del mismo cuarto de baño con un intervalo de dos segundos. La puerta de su oficina —identificada con un cartel que decía «Privado»— estaba semicamuflada detrás de una muralla de barriles de cerveza que la protegía de los despistados y los curiosos del bar.
Tenía ganas de besarme. ¿Quería yo?
La piel de Armando estaba caliente y olía a limón y a humo; su boca era un abrazo húmedo que envolvía mi cara y me succionaba buscando mi centro mientras me aplastaba contra la pared. No pensé en nada, sólo en lo fácil que había resultado entrar en aquel cuarto y dar la vuelta a la llave.
Podía verme como desde fuera —no, no había uno de esos espejos de crápula estratégicamente colocados— en una especie de viaje astral. ¿Era yo o no era? Al principio había sido como si fuera ella, otra, y eso me había dado el último empujón.
Me quitó la gabardina de Estela, tironeando de los botones, impaciente. La vi en el suelo, arrugada y ajena, y ya entonces sentí que ella se había marchado de allí.
Podría parecer tonto, pero me hizo mucho bien.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —pidió, despegándose unos centímetros para ganar visión de conjunto. De cerca estaba aún más delgado, casi como un adolescente al que le sobresaliera, impertinente y delatora, la nuez.
—Claro —musité, sorprendida.
—¿Estabas esperando a alguien?
—A ti —respondí, sonriendo con el rostro vuelto hacia arriba, sin que pudiera ver mi expresión. La voz nacía desde el fondo de la tráquea, gutural y proyectada hacia el techo, como si fuera la de otra persona. Rió un segundo y volvió a ahogarme con su boca encima de la mía.
No me creyó.
No sé cuántas horas pasamos allí dentro. Dos, tres. No sé. Hablamos y hablamos, en susurros, con los cuerpos pegados piel contra la piel.
Todos aquellos años en los que sólo una mirada de Fernando había sido mi recompensa, todos aquellos años...
Fue tan inesperado que tuve que morderme para contener las ganas de llorar.
Me sentí mal marchándome como una espía.
Cuando inició una leve maniobra de aproximación bastó con revelarle que vivía en la Arrabassada, en Mon Repos. Se levantó de golpe y buscó los pantalones entre las prendas desperdigadas por el suelo. No, no había ido como emisaria de nadie, sólo en mi propio nombre e interés. No hubiera necesitado eso para hacerle un par de preguntas, ya se lo podía imaginar... No tenía por qué explicarle nada, entonces ya estaba decidida: me marcharía de Mon Repos, y dejaría que Inés y Diego ajustaran sus viejas cuentas con ella, pero Román era quien quería avisar a Estela. Y le plantée antes de irme una última cosa, ¿había escuchado a Estela hablar de una enfermedad muy rara ¿de algún amigo, de alguien que tuviera algo que ver con una historia similar?
—No, ¿por qué tendría que haberlo hecho?
Por nada.
Debía perdonarme, era un asunto privado.
Del paradero de Estela no tenía duda, reconoció, ya separados y vestidos. Estaba en Cuba, seguro, ella misma se había despedido de él, en ese mismo bar, en esa misma habitación. Sonrió; no, no había pasado nada. Ellos tenían otros intereses en común. Quiso marcharse a limpiarse, a cambiar totalmente de vida. Necesitaba un sitio en el que fuera difícil... daba igual, se interrumpió. Le había dejado el encargo de que avisara a sus hermanos.
Armando se encendió un primer cigarrillo en la trastienda y se apoyó contra la pared, descalzo y a medio vestir.
—Todos tenemos nuestros secretos, señorita misteriosa...
Él mismo se había ocupado de acercarse hasta la Costa Brava para entregarle su comisión a su prima Inés. Estela iba a quedarse en casa de su padre, en Cienfuegos, los próximos meses, les dejaba su teléfono, por si tenían que ponerse en contacto con ella, pero sólo por urgente necesidad.
Ella calculó que se quedaría allí una buena temporada, ocho, nueve meses, un año quizás. Lo necesario.
Estela nunca había desaparecido. Habían intentado hacerla desaparecer.
Una lluvia espesa como una cortina barría las calles cuando salí del China Blue. Armando apagó su cigarro en la acera a la vez que se despedía; un adiós con el deseo de que te vaya bonito aunque supiéramos que lo nuestro se terminaba allí.