Esas mujeres rubias (34 page)

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Authors: Ana García-Siñeriz

BOOK: Esas mujeres rubias
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Román me escuchaba en silencio. De repente había perdido la ironía.

—Me gustaría volver hacia atrás... —expresé en voz alta, concentrada en las manchas de la pared.

Retroceder en el tiempo, al momento en el que Fernando prefirió saltar hacia delante y dejar de mirar hacia donde nos quedábamos nosotras. Invertir el tiempo...

—Eso es lo único que es del todo imposible —dijo Román, haciendo crujir las sábanas—. Pero hay otra opción, niña. Se puede empezar de nuevo. Todas las mañanas. Es tan fácil como dejar de fumar.

En ese momento entró Josefina en el cuarto, calmada y fresca y con una gran sonrisa pintada en la cara. Se acercó hasta la cama y se abrazó a su padre, emocionada y, de repente, llorosa. Román protestó agitando las manos por encima del voluminoso cuerpo de su hija, «No hay para tanto, para, ¡para!, ¡que me vas a ahogar con tanta exageración!».

Los dejé a solas y salí a tomar el aire. Necesitaba alejarme un momento de las sensaciones del hospital.

Fuera los coches pasaban a menos de cinco metros. El estruendo de la autopista te recordaba que la vida transcurría a toda velocidad.

Una vibración en el bolsillo me recordó que no le había devuelto la llamada a mi madre.

—¿Qué te ha pasado? —exigió con tono inquieto.

—Nada. ¿Por qué lo preguntas?

—Te he notado rara. No sé, la voz.

Le expliqué todo lo que había acontecido en las últimas horas, que Josefina ya había llegado y que Román, aunque le habían dado un ultimátum, «Tiene usted un enfisema, ¿sabe lo que es?», respiraba, por fin, enchufado a una bombona en su cuarto. Escuchó, ausente y sin interrumpirme, y cuando terminé, cambió de tema, sin preguntar por Román.

—¿Te acuerdas de lo que era un ojáncano?

Tardé unos segundos en reaccionar. Sí, claro, el ojáncano: el hombre del saco, el coco, el trasgu... pero ¿a qué venía eso? La abuela Anselma había conseguido meternos en la cama a Jaime y a mí muchas noches bajo la amenaza de hacer venir al temible ojáncano, que se alimentaba de sangre de golondrinas y bocados a los murciélagos, si no nos portábamos bien. Era uno de los personajes de los cuentos de la montaña cántabra. El ojáncano, las anjanas —hadas, tan pequeñas, pálidas y rubias como niñas prepúberes— encargadas de proteger a los amantes o guiar a los niños perdidos; o la Guajona, con su diente negro y largo como una guadaña en busca de la sangre de los bebés. El ojáncano me había estremecido en mis pesadillas infantiles y, en mi inconsciente, lo había asociado al padre de Anselma, al que jamás en mis pensamientos había considerado como algo nuestro; abrasado por el rayo y sepultado en la vergüenza familiar.

—Ahora dicen que el Buhonero era un ojáncano.

Se quedó callada después de soltar un argumento tan extravagante; estaba muy alterada y apenas se explicaba; sólo repetía que no quería ir a Berria, que no quería «Volver a pasar por todo aquello» otra vez. Después de unos minutos de pedirle calma y averiguaciones, entendí que habían logrado localizarla a través de la casa de Berria, como nieta del Buhonero y única descendiente viva de aquel hombre del que no quedaba nada.

Un estudioso local de las leyendas de la montaña andaba tras la pista de un malhechor mítico de los años veinte, cotejando archivos parroquiales, partidas de nacimiento, calendarios y recortes de prensa y había desenterrado —no se sabe cómo— los huesos del Buhonero entre los de los sepultados al margen del cementerio; habían resultado ser extraordinariamente grandes, tanto que se ajustaban con la descripción de aquel criminal que había aterrorizado con sus greñas de jabalí y sus asaltos a las aldeas de Pámanes —la zona por la que vendían él y Anselma peines, y calcetines, y botellas de lociones— más de ochenta años antes y que coincidían con las mismas rutas por las que sembró el terror, por lo que los lugareños decían que era un ojáncano. Un peligroso malhechor que el investigador quería probar que tenía dos ojos en vez de uno y más de un pelo blanco en la barba, y carne y huesos —grandes como los de un mamut, como ya había comprobado— y tendencias criminales de las verdaderas, no de las de ficción. Ya había ido detrás de otros ojáncanos —los del lago de Andara y el monte Dobras— que habían resultado ser tan reales como Caperucita, pero del de Pámanes tenía el saco de huesos, una lista interminable de fechorías y un nombre.

—Anselmo Expósito —murmuró mamá, temerosa de pronunciar en voz alta el nombre de aquel maldito.

En la puerta de Urgencias, los ojáncanos, con sus berridos de desafío a las tormentas, el ojo ciclópeo y los gusanos amarillos que brotaban de su vientre, no podían estar más fuera de lugar.

—No quiero ir a Santoña, no quiero ir... —repitió mamá, obcecada como una niña.

Le hice ver que no tenía ninguna obligación de hacerlo. Parecía una historia absurda; que le dijera al investigador que no sabía que ni siquiera le había conocido; además, era la verdad.

—Hablando de Santoña —cambió de tema súbitamente—, ¿sabes quién me llamó ayer?

—Ni idea —respondí, todavía intrigada por la resurrección del Buhonero.

—Fernando.

Me aparté de una pareja que fumaba de pie junto a la puerta hacia un rincón contra la pared, lo más alejado posible del ruido del tráfico. Me tapé la otra oreja con la mano para escuchar mejor.

—Quería saber por mí qué tal estabas, antes de llamarte —dijo, sin alterar el tono, de total normalidad—. Le encontré muy bien. Hasta encantador, te diría —matizó.

—Te he dicho siempre que lo era. Eras tú la que decías que no —rebatí.

—Bueno, ya. Encantador, cuando quiere —no pudo evitar apostillar—; me pidió tu dirección —desveló mientras yo contenía el aliento—, le dije que estabas en Barcelona, viviendo en el campo, y que yo no la tenía pero que podía pedírsela a tu padre —terminó de justificar—. Igual es que quiere ir a verte...

—No lo creo —respondí, a la defensiva—, el tiempo que ha estado fuera ni se ha molestado en llamarme o en mandarme unas letras.

—Es por culpa de los móviles, nos dan la sensación de estar cerca de todo el mundo...

—No siempre. Sobre todo cuando miras la lista de favoritos y ves que tus favoritos no se acuerdan de ti.

—¡Bueno! —exclamó, como si acabara de concederme un capricho—, pero esto te anima, ¡a que sí!

Todavía no había tenido el tiempo de analizarlo. Necesitaba pensar.

—No sé, mamá —respondí escéptica—, lo intento, lo intento, pero no sé yo... —respondí.

—Al final, se le olvidó recordarme que se la pidiera a tu padre —se lamentó—. La dirección —puntualizó.

—Da igual —me oí repetir. Fue la respuesta mecánica de una niña acostumbrada a que le priven del postre prometido.

Fernando había vuelto del Caribe, ¿Cuba, quizás?, y había preguntado por mí. Y cuando le habían dicho que vivía en Barcelona, en el campo, se le había olvidado reclamar la dirección.

—Está a punto de cerrar el tema de la casa de La Moraleja, necesitará arreglarlo contigo antes de firmar.

Nuestra última casa. La casa de Alma. Nunca llegué a sentirla del todo mía y sin ella, había sido como una vacía sala de espera hacia ningún lugar. Querría darme la oportunidad de despedirme, de sacar los últimos trastos que había dejado allí.

—¿Sabes a quién se la vende? —pregunté, por curiosidad.

—¡Bueno!, esto es lo mejor —anunció excitada—, a tu amiga Mencía y a Marcos, su marido —confirmó curiosa—. Están locos de remate —señaló con aires de experta—, esa casa es un caserón... —se interrumpió.

—Demasiado grande para cualquiera que no sea un dictador latinoamericano —remaché.

—Pues tu marido, que es un liante, les habrá hecho la venta —conjeturó—, me da rabia tener que decírtelo, pero yo lo vi clarísimo desde el primer momento, ¡antes incluso! —exclamó victoriosa—. ¿O no?

—También hubo una época en la que comías de la palma de su mano... —añadí en voz muy baja.

—¿Yo?, ¡jamás de los jamases! —negó, ofendida por la insinuación.

Ella era así y como tal había que aceptarla.

—Perdona —contesté con prisas; Josefina me había pedido que no tardara mucho—, pero tengo que colgar.

No podía seguir hablando. Ya no.

La gran oportunidad

—Esta vez sí que no me muevo.

Fernando no levantó la vista del periódico. De sobras sabía que me movería las veces que él dijera, a la Patagonia o a Valdemoro, tanto más a La Moraleja, al «casoplón» de unos conocidos de una compañera suya que acababan de separarse y que querían partir peras y malvender si era necesario los diez mil metros cuadrados de parcela con encinas, pinos y abetos rodeados de una verja de dos metros con vigilancia las veinticuatro horas del día y de la casa que venía en el lote, de estilo Mansard, «Un poco cursi», se había lamentado, «No se puede tener todo», pero sí mil metros construidos con pista de
paddle
, sala de cine y piscinas exterior e interior.

¿Para qué necesitábamos tanta piscina?, preguntó mi madre. Me extrañó que no le entusiasmara el cambio, pues aquella urbanización de lujo a las afueras de Madrid había sido siempre la panacea, el súmmum de sus aspiraciones.

—Trae mal fario —apuntó mamá, que cada vez tenía más similitudes con la suya— yo no compraría la casa de unos que se acaban de separar.

—Fernando siempre compra casas a gente que necesita dinero porque se separa, se pone enferma o se muere... —respondí en tono irónico.

Pero era bastante cierto. Ésas eran las situaciones que desembocaban en lo que en el negocio se consideraba una «oportunidad».

Aquellos últimos años —cada vez se hacía más visible su retraso en el crecimiento; ya había problemas identificados en el hígado y en el riñón derecho— la vida de Alma había transcurrido en un entrar y salir del hospital, pero con una cierta normalidad. Transfusiones cada cuatro semanas y después, vacaciones en casa para evitar contagios, «A veces es peor el remedio que la enfermedad», resumía mi padre que, por entonces, acababa, por fin, de jubilarse. Más bajita que sus amigas, pálida y rubia, Alma superaba obstáculos. Día a día. Fernando seguía su carrera, al lado de su inseparable Gálvez, y yo, yo contaba con pocas distracciones. Aunque muchas veces me preguntaba si en realidad no usaba a Alma y su anemia para no tener que enfrentarme a mis flaquezas, a mi incapacidad. No había conseguido desarrollar una profesión, ni siquiera una afición o una parcela propia, y me había acostumbrado a cerrar los ojos a lo que llamaba «las cosas de Fernando». Y su carácter se tornaba cada vez menos agradable; lógico, los años pasaban... y sus métodos profesionales, que me hacían sentir muy incómoda y en los que prefería no entrar, no ayudaban. Una vez me leyó en voz alta Alma un artículo en el periódico de lo que dieron en llamar «espantaviejas» y evité preguntar a Fernando cómo se deshacían de lo que ellos llamaban «bichos» en los edificios de renta antigua a los que dedicaban buena parte de su actividad.

Me dejaba llevar justificándome interiormente con que Alma se beneficiaba de nuestra prosperidad. Alma, y yo.

No, no nos hacían falta dos piscinas ni una pista de
paddle
—no jugábamos ninguno de los tres—, pero había sido lo más fácil. Y tenía su lado bueno. A pesar de sus ausencias físicas y espirituales —aunque hubiera condenado al olvido aquella noche de Bruselas, era consciente de que había ocurrido
algo
con la dama del perrito, no sabía si con otras— él seguía junto a mí.

Fernando seguía en su torbellino de vuelos, corbatas italianas y llamadas desde el coche a su secretaria, pero, por suerte, después de una época especialmente benigna de Alma y de rogarle —tengo que reconocerlo, rogarle—, encontró un hueco para hacer algo juntos. Londres. La excusa, una cita importante para su trabajo. Y hacía mil años que no salíamos —desde Bruselas, seis años atrás— desde entonces no había sido capaz de alejarme de Alma sin sentirme tan culpable que nunca lo hacía, y ya ni me acordaba de cómo era tomar un avión.

La reunión con los inversores se programó para un viernes, de tal manera que, después, dispondríamos de todo el fin de semana entero para nosotros solos. Ya tenía incluso las entradas para los museos compradas con anticipación.

Dos días antes del viaje salimos a cenar con Gonzalo Gálvez, su socio, con los Vilches, que por entonces ya eran «íntimos», y con otro matrimonio al que no conocíamos y que era el objetivo de la salida —todavía faltaba un poco más de capital para el proyecto—, Miguel y Rosaura Tarrés.

Ella era unos quince años mayor que yo, y lo que mi madre hubiera definido como «más viajada». Compartía con Margarita, la mujer de Juan Vilches, su pasión por los joyones. Compraban en los salones privados, «¡De Grisogono!», y en las trastiendas de Buenos Aires donde liquidaban las joyas de familia las víctimas del Corralito; Margarita llevaba siempre diamantes de colores a juego con su ropa —gracias a ella aprendí que los diamantes podían tener color—. Era su manera de tratar de parecer más joven. Ir por la vida permanentemente envuelta en su propia nube de color pastel.

Gonzalo se decantó por un restaurante de moda en un lateral de la Castellana que entonces frecuentaban parejas bien situadas de más de treinta o cuarenta años —Fernando y yo resultamos ser de los más jóvenes—, un local enorme con mesas cuadradas y bancos corridos forrados en capitoné. Todo en tonos beiges y piedra, con lámparas de Armani en pergamino negro. Un lugar sin riesgo, sin falta. La comida era sólo decente, y los precios, astronómicos. Lleno hasta rebosar.

Antes de estas citas, que al final eran profesionales, Fernando supervisaba mi vestuario y me dictaba instrucciones, como sin darle importancia. Compartíamos espejo y lavabo. Todavía no teníamos metros suficientes para el «cada uno con su baño» de las parejas acomodadas —que adoptaría para nuestra nueva casa de La Moraleja— y allí era donde me hacía un resumen del orden del día.

—Gonzalo y Liliana son muy amigos de ellos. Cada verano les invitan una semana al barco de los Tarrés, un pepino de más de treinta metros con una tripulación de siete australianos y un cocinero que les prepara
sushi
en el desayuno. El año pasado estuvieron en Cerdeña a todo trapo —me aleccionaba mientras se pasaba la cuchilla con mucho cuidado de no cortarse—. Él es un constructor que se ha forrado comprando corrales y vendiéndolos como si fueran casas y molinos rehabilitados. Bueno, así arrancó. Ahora, hace de todo, y gordo, muy gordo. —Me miró desde su lado—. ¿Por qué no te pintas un poco? Con ese traje se te ve como si estuvieras... a medio vestir... —se giró y siguió afeitándose—, ponte mejor el que te regalé.

Se refería a un modelo de Versace que no me convencía. Escotado y con unos tirantes negros que se cruzaban en una forma caprichosa, era bonito pero cada vez que iba a ponérmelo, después de mirarme, terminaba por sacármelo por la cabeza. No era mi estilo. No era yo.

Por darle gusto volví con él al cuarto de baño y me miró con aprobación.

Saqué el neceser de las pinturas y me hice un apaño de compromiso. Máscara en las pestañas y labios rojo encendido. No era mi cara pero, desde su lado del espejo, Fernando me dio a entender que estaba bien.

Me abroché la pulsera de oro que me habían montado en una joyería recomendada por Liliana con las medallas de mi abuela —las seis, más una que me había regalado Fernando por el nacimiento de Alma—, y la descartó con un gesto de la boca, «Pareces una señora de pueblo vestida para una boda; quítatela».

Ya estaba terminando el afeitado, por segunda vez en el día. Tenía una barba tan fuerte que te arrancaba la piel.

Siguió con la historia de ese tal Tarrés que tenía tanto dinero y al que querían implicar.

—Gonzalo quiere que entre en lo de los Alcornocales pero él todavía no se ha decidido. ¡Hay que tirar este calentador! —exclamó, cabreado porque el agua no salía hirviendo, como a él le gustaba—; se mueve muy bien en los ayuntamientos. Es un lince. Y tienen mucha pasta. Su mujer es increíble: le encanta coleccionar pedruscos. Parece Sara Montiel.

Salimos de casa a toda prisa, «No podemos hacerles esperar». Llegamos los primeros, luego los Gálvez y los últimos, las llaves de un Porsche Cayenne negro al aparcacoches, los Tarrés. Efectivamente, de las orejas de Margarita, algo maciza, con los labios de rosa brillante y una chaqueta negra escotada, colgaban sendos diamantes talla brillante del tamaño de una aspirina efervescente. Tan grandes que parecían falsos.

—¿Y dónde os quedáis? —nos preguntó Gonzalo, sacudiendo la ceniza de su cigarrillo, ya en el restaurante.

Él era el principal interesado en que el viaje de Londres saliera como era debido. Les faltaba parte del capital para iniciar el más ambicioso de sus proyectos, un hotel de cinco estrellas con apartamentos y
spa
en unos terrenos pendientes de recalificación, «Pan comido», en la Costa del Sol.

—En The Gore —contestó Fernando.

Era un pequeño hotel de lujo que había elegido yo.

—¡Me encanta! Todo el mundo habla del Sanderson, del Dorchester, del Savoy... pero The Gore es una monada, y tan fuera de los circuitos... —apuntó Margarita haciendo tintinear sus pendientes de diamantes rosa de talla esmeralda aderezados con su top de seda del mismo color entre chicle y salmón.

Estaban sirviendo los segundos platos, y ella y Gonzalo habían aprovechado para fumar un pitillo. Yo sonreí cortésmente y me metí un pedazo de pan en la boca para no tener que decir nada. Los demás habían rechazado con un gesto de la mano al camarero con cestita que nos había propuesto «De aceite, integral con semillas, de aceitunas, con sobrasada, de pasas y blanco». Yo había elegido de aceite y «normal».

—¿Y a ti?, ¿te gustan ese tipo de hoteles? —me preguntó Margarita con su tono extremadamente risueño—, tienes un aire tan moderno, no sé, ¡como de hippy! —no sabía qué entendería ella por «hippy», ¿desaliñada, quizás?

—María es algo artista; pero tiene muy buen gusto —se apresuró a defenderme Fernando, como si ambas cosas fueran incompatibles. Entonces sí que quedó claro que «artista» significaba «desastrada».

Solté una risa corta como si yo fuera el último ser humano que hablara un idioma en el que cada palabra tuviera un significado real.

En ese momento se acercó una pareja a la mesa por detrás de Gonzalo, que recibió una colleja cariñosa pero fuerte de la manaza de un hombre voluminoso y sonriente y todavía —en octubre— muy bronceado.

—¡Hombre! —exclamó Gonzalo girándose sorprendido—, ¡Vicente Pascual!, ¡cuánto tiempo!

El hombre que se había tomado tantas confianzas le sonreía con todos sus mofletes desde lo alto de su puro. A su lado, una mujer de la edad media del restaurante se apoyó en el respaldo de la silla excesivamente peripuesta y cubierta de complementos con mezcla de marcas —pantalón blanco con cinturón D&G, zapatos con estampado de logo de Dior, bolso de raso Prada y chaqueta blanca Ralph Lauren— que conformaban una ensalada ecléctica y de resultado desigual.

—¡Y Victoria! —añadió Gonzalo, dirigiéndose a la señora multimarca—, ¿qué tal os va?

La mujer empezó a desgranar lugares comunes acerca de los precios, que estaban por las nubes y que todos decían que eso, algún día, tendría que acabarse, pero que no parecía que fuera a ocurrir todavía porque cada vez se hacían operaciones más locas, «¡Y venga oficinas, y venga más pisos!», y los bancos seguían soltando la pasta, y «Fíjate en lo de Ferrándiz» que ha salido a Bolsa, y lo que querían montar ahora en República Dominicana, en Brasil, en Marruecos, todo «una barbaridad».

Preguntó cortés por nuestra futura casa —«Vaya suerte, ¿eh?»—, «Un chollo, una perita en dulce; se han tirado los trastos a la cabeza y se la quieren sacar de encima a toda prisa», y Fernando, delante de Gálvez y de Vilches y, sobre todo, de los Tarrés, que era a quien se trataba de impresionar en aquella cena con
champagne
de aperitivo, de primero y de segundo, sonrió satisfecho de su suerte y su habilidad.

Se despidieron entre sonrisas y vaharadas de puro, repartiendo palmadas en las espaldas de Vilches y Tarrés, que se limitaron a girarse para decir adiós. Cuando los recién llegados estuvieron a tan sólo un par de mesas de distancia, Gonzalo se agachó hacia el centro de la mesa para comentar la jugada sin tener que alzar la voz.

—¡Esta Victoria Pascual está cada día más majareta! El otro día me quería colocar una casa en la que decía que se aparecía la antigua propietaria, que se había marchado al otro barrio por propia voluntad. ¡Y que avisaba, como la rubia de la curva: «Cuidado con fulanito, que no está bien...», ¡hay que joderse! —exclamó, con un resoplido—, ¡mejor que ir al loquero!

—Siempre le ha ido el rollo ese del más allá y de todo eso... y a su marido también... —apuntó Fernando—, igual son ellos los que tienen razón...

—¡Pues ella está hasta las pelotas del marido! —reveló Gonzalo, con una carcajada cínica.

—Pues parecía muy contenta —apuntó Margarita, la mirada fija en su tenedor.

—Porque sabe que va a cerrar un buen negocio con aquí el amigo —indicó Gonzalo, señalando a Fernando, que sonrió estirando los labios, sin decir nada—, de todas maneras le dará la patada al pobre Vicente, porque aunque él es el que tiene el dinero, y la casa de Baqueira, y las fincas de Trujillo, a ella, desde que se vende todo, le está yendo pero que muy bien. Y sin fantasmas.

A Fernando le había costado años aprender a relajarse antes de estos encuentros sociales que, al principio, le ponían muy nervioso. Había aprendido un truco. Quedarse en silencio. Sonreía y fijaba los ojos en su interlocutor. Con algo tan simple, los hombres le consideraban una persona atenta e inteligente —lo que era cierto, además— y en las mujeres, la misma mirada concentrada y silente les hacía sentirse estudiadas, calibradas, y por qué no, deseadas. Estar callado le volvía interesante. Él lo era también hablando, pero no quería arriesgar.

—Me encantaría tener alguna excusa para ir a Londres más a menudo —comentó Liliana mientras se llevaba a la boca una lámina de su
carpaccio
.

La mujer de Gonzalo, Liliana, que era argentina y un poco «locatis», se había atrevido con una camiseta que le dejaba el esternón al aire, «Pilates, pilates», trataba de convencerme de las bondades del ejercicio levantándose la esquina de la camiseta en un aparte, demorando el gesto lo suficiente para que lo pudiera entrever alguien más. Tantas horas de gimnasio y esteticistas pedían una vitrina donde lucir sus cuarenta «y pocos» bien llevados.

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