Epidemia (37 page)

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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Epidemia
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A su lado, Sweeney dijo:

—Tienes que darles un nombre. Toma.

Sweeney señaló sus notas y Lang dijo:

—W3 shí shěn yáng měng h4 duì Běi duì zh1ng. W3 zhòng fù yī biàn. W3 shì shěn yáng měng h4 duì Běi duì zh1ng. Yōu xiān yī yī sì míng h1i. Wán bì.

Cam no pensaba que llevasen más de dos horas de vuelo. Eso significaba que seguían sobrevolando Arizona o Nevada, o que acababan de atravesar la frontera de California. El juego acababa de empezar.

La Agencia Nacional de Seguridad había captado y descifrado miles de intercambios entre aviones chinos y la torre de control en tierra. Algunas de esas señales eran muy recientes, y Rezac les había proporcionado a Bornmann y a Lang tanta información como le había sido posible. Sólo podían cruzar los dedos y esperar que los códigos funcionasen. A su favor, China nunca había sido tan avanzada como Estados Unidos a la hora de organizar datos o en cuestiones de integridad de sistemas. Y lo que es mejor, las Fuerzas Aéreas chinas estaban confundidas incluso antes de los ataques de los misiles. El mando de Estados Unidos calculaba que menos de un cuarenta por ciento de la fuerza enemiga la conformaban aviones chinos. El resto eran aviones estadounidenses robados, tanto militares como civiles.

Cam no estaba seguro de qué estaba diciendo Lang, excepto por lo que había deducido de oír hablar a los comandos sobre su tapadera. Iban a fingir ser una escuadra de los Tigres Feroces de Shenyang, quienes Rezac creía que habían participado en el ataque a Grand Lake. Lang declararía que el Osprey había recibido órdenes de trasladar a los heridos más graves de regreso a California.


Què rèn
—dijo Lang. Y después, al cabo de un momento añadió—: Bù w3 zhòng fù yī biàn. Yī yī sì míng h1i. Wán bì.

Su tono era estable, pero le hizo una mueca a Sweeney.

—Esto ha sido un error —dijo Medrano.

—Cállate —espetó Foshtomi—. Somos mucho más listos que esos putos chinos.

«Eso es verdad», pensó Cam. Le lanzó a Foshtomi una mirada de admiración, aunque no le dijo nada, simplemente le tocó el brazo y después se llevó un dedo a los labios. A Lang no le ayudaría nada tener a unos estadounidenses hablando de fondo.

El silencio era anticlimático. Lang pulsó dos interruptores sobre su cabeza. Bornmann continuaba pilotando el avión y, más atrás, Cam y Foshtomi suspiraron de alivio al mismo tiempo. A ambos les agradó la pequeña coincidencia. Foshtomi golpeó con su hombro el de Cam de manera brusca y fraternal.

—Se lo han tragado —dijo Sweeney.

Lang asintió.

—Parece que todo está hecho un desastre. Aterrizaremos en Bakersfield. Parece que es la base operativa más cercana.

—¿Y qué hay de Edwards o de Twenty-Nine Palms? —preguntó Bornmann.

—Fueron destruidas —respondió Lang.

—Necesitamos una historia más creíble antes de desviarnos a Los Ángeles —dijo Sweeney, jugueteando con sus notas—. Sigamos con la idea de que formamos parte de una evacuación médica. También habrá heridos en Los Ángeles. Podemos decir que tenemos espacio para evacuar a algunos de sus...

Una alarma empezó a sonar en la cabina de mando.

—Mierda —dijo Bornmann—. Sujetaos bien.

—¡Señales hostiles a las cuatro en punto! —gritó Lang.

El Osprey ya estaba girando a babor. Cam se golpeó contra la curvada pared, y Deborah y Medrano cayeron encima de él.

Entre aquel embrollo, al mirar hacia delante, Cam vio a Sweeney aferrándose al asiento de Bornmann. Después se soltó y saltó hacia la misma zona donde estaban el resto de ellos apilados contra la pared, que casi se había convertido en el suelo. Cam sintió que el motor a babor chirriaba en algún lugar por debajo de él. El fuselaje tembló como si hubiese sido abofeteado por el viento.

—¡Sujetaos! —gritó Sweeney—. ¡Sujetaos! ¡Sujetaos!

El Osprey no contaba con ningún tipo de armamento. Ni tampoco podía competir en velocidad con los cazas, y mucho menos contra misiles tierra-aire. Su única esperanza era una acción evasiva. El avión se elevó y dio la vuelta. Cam todavía estaba quitándose al resto de encima. Se agarró a uno de los cinturones de carga, pero salió despedido de la pared, golpeándose la muñeca y la espalda contra algo. Deborah colgaba a su lado agarrada con una mano. Todos los demás parecían estar bien sujetos al fuselaje. Huff lo agarró de la chaqueta. Con esa pequeña ayuda, Cam estaba bien sujeto, pero la torsión cada vez más rápida fue demasiado para Deborah. El brazo se le torció y finalmente se soltó.

—¡No! —gritó Foshtomi, intentando agarrarla.

La teniente se había deslizado tras dos cinturones que la sujetaban de la cintura, pero ni siquiera doblada por completo consiguió llegar y agarrar a la otra mujer.

Deborah cayó y se golpeó contra el techo y después contra la pared más distante. Después, el mareante movimiento lateral y ascendente cambió cuando el Osprey empezó girando a estribor. Deborah salió despedida de nuevo hacia ellos. Cam estaba demasiado desequilibrado como para agarrar a su amiga, aunque su pierna le golpeara en la barbilla, pero Foshtomi la alcanzó por la cintura, confiando en que los cinturones las aguantasen a ambas. Nunca le había faltado confianza, y Cam volvió a sentir admiración por ella.

—¡Ya está! —gritó Foshtomi—. ¡Ya está!

Increíblemente, el avión se estabilizó. Los seis se dispusieron a abrocharse bien las sujeciones, presas del pánico. Cam terminó de asegurarse a sí mismo (los cinturones de tela parecían demasiado finos) y se volvió para ayudar a Foshtomi con Deborah. De alguna manera consiguieron asegurarla entre ambos. Deborah tenía un enorme chichón a causa de la contusión en la frente que se había abierto por un lado y le había llenado el cabello rubio de sangre. Su mirada de ojos azules era débil y estaba aturdida.

Delante, Lang volvía a hablar en mandarín mientras sus manos danzaban por encima de las consolas de mando. Ahora el Osprey estaba ascendiendo, y Bornmann empezó a gritar:

—¡Misiles! ¡Dos cazas por detrás! Vamos a amerizar este cacharro si podemos...

La pared explotó. El fuego y el calor penetraron a través de la parte trasera del avión por un centenar de minúsculos agujeros. Los fragmentos de metal repiqueteaban en el fuselaje. Después, el fuego fue sustituido por el humo y la luz del sol. El aire silbaba a través de los agujeros con un ruido ensordecedor. La mayor parte del humo negro se disipó, pero fue remplazado por la roja salpicadura que salía del pecho de Foshtomi.

—¡Sarah! —gritó Cam, pasando por encima de Deborah para ayudarla.

La explosión tuvo que haber fallado el blanco. De lo contrario, ya no estarían allí. Pero los daños provocados eran suficientemente malos. El viento y la luz del sol aullaban por el avión mientras Cam intentaba atrapar los órganos que escapaban por el costado de Foshtomi. Sus intestinos estaban calientes. Su rostro, blanco y sin vida. Cam gritaba e intentaba presionar a pesar de todo, con el brazo temblando contra la intensa fuerza de su descenso.

El Osprey caía en picado.

«No —pensó Cam—. ¡No!»

Miró hacia delante de nuevo buscando el cielo, buscando a Dios, buscando mirar otra cosa que no fuera aquel horror. Más allá de los pilotos vio un espacio azul. Después apareció el horizonte.

El intenso color naranja del desierto llenó el parabrisas. El suelo estaba muy cerca. «¡Esto no debía acabar así!», pensó, pero el ala derecha del Osprey impactó contra la tierra y la aeronave dio una voltereta al tiempo que el fuselaje se desintegraba.

23

En aquella vorágine de cuerpos y de metal, Deborah sintió un fuerte dolor en el hombro izquierdo. El ambiente estaba lleno de polvo caliente y humo. Y después todo terminó. El tornado se detuvo, pero el dolor se quedó con ella, inutilizándole el brazo.

Estaba fuera del avión. El suelo bajo su cuerpo era duro y seco, y podía sentir la brisa y la luz del día. A pesar de las cortinas de polvo, veía la mayor parte del fuselaje cerca de allí. Después, el neblinoso sol desapareció. Cuando levantó la cabeza, se había desplazado bajo las sombras de una de las altas alas.

Tenía que haber más supervivientes.

—¡Bornmann! —gritó, esforzándose por respirar—. ¿Cam? ¿Me oís?

¿Por qué no le respondían?

De alguna manera consiguió ponerse de pie, doblada casi por la mitad a causa del hombro dislocado. También le dolían las costillas de ese lado y estaba cubierta de arena y sangre. La mayor parte no era suya. «Foshtomi», pensó, intentando determinar la gravedad de las heridas de la otra mujer a partir de la cantidad de líquido que empapaba su uniforme. ¿Sería posible que todavía estuviese viva?

Unos retorcidos robles y matorrales cubrían la ladera. Las plantas marrones estaban cubiertas de restos grises y blancos. El fuego lamía la maleza por varios lugares. El Osprey había arrojado irregulares trozos de aluminio y de acero hacia la ladera junto con trozos de cable, cristales y plástico. El viento hedía a combustible.

Deborah no pensó en huir. Ni siquiera al ver las crecientes llamas. No era nadie sin sus compañeros de escuadra. Apenas recordaba las dudas que le habían asaltado antes de que Walls les hubiese sacado del complejo número tres. Deborah había recorrido un camino muy largo para verse de nuevo en el mismo sitio donde había empezado, como una pieza clave de la maquinaria, pero se alegraba de volver a ser esa mujer. Eso era todo lo que siempre había querido. Su sufrimiento había reforzado su mejor cualidad: su disposición a entregarse por los demás. El equipo la necesitaba, no sólo como otra arma, sino como médico, especialmente ahora.

Se volvió hacia los restos. Había un hombre tirado bajo un trozo plano de la paleta de una hélice. Corrió hacia él, pero Sweeney estaba muerto, con el cuello roto e inclinado hacia atrás. También tenía las piernas rotas, y puede que la columna. Deborah apartó la mirada y vio uno de los motores detrás de ella. En cierto modo todavía estaba dentro del avión. La mayor parte de la aeronave la rodeaba, formando una barricada desigual.

El cielo retumbaba con el distante rugido de los reactores. Pero aquello no parecía importar. Dio dos pasos y vio otras dos formas humanas. Deborah oyó que alguien gruñía y se acercó.

—¿Bornmann? —dijo—. ¿Me oyes?

El primer hombre era Lang. Una pequeña área en la parte izquierda de su rostro estaba ilesa. De lo contrario no le habría reconocido. El impacto le había arrancado la mayor parte de la piel y de los músculos desde el cráneo.

Traductor, copiloto y comando, Lang podía haber sido el elemento más versátil de su equipo, y Deborah se detuvo sobre su cadáver, desmoralizada y perdida. Después superó su dolor con un poco de humor negro que había aprendido de Derek Mills, el piloto de la lanzadera
Endeavour
. «Los pilotos son siempre los primeros en la escena de un accidente aéreo», había dicho cuando estaban planeando su descenso de la EEI. Tenía que honrar a Lang. Le daba la sensación de que los pilotos habían evitado que la Osprey se estrellase y cayera en una espiral mortal elevando la nave en el último minuto. De no haberlo hecho, ella también habría muerto, así que pasó junto a él con un firme sentimiento de gratitud.

El siguiente hombre era el capitán Medrano. Éste volvió a gruñir.

—Soy yo —dijo Deborah sin sentido.

El hombre apenas estaba consciente. Tenía el brazo roto y cortes en la cara. Pero su pulso era firme, y al examinarlo superficialmente, no detectó ninguna otra hemorragia ni heridas importantes. En el poco tiempo que hacía que se conocían, Medrano le había recordado a un tejón. Era bajo, redondo y escéptico. No estaba segura de que le gustase, pero era su hermano de todos modos. No quedaban demasiados como para poder escoger.

Mientras le presionaba la herida del rostro, miró entre los restos de nuevo. Se sentía como si le hubiese fallado a Ruth por ser incapaz de encontrar a Cam. ¿Se habían emparejado Cam y Ruth por fin? ¿Y si él había muerto como Sweeney y Lang?

A Deborah nunca le había gustado Cam para ella. Era peligroso, inexperto y parecía sacar lo peor de Ruth. La volvía demasiado sensible. Pero también era terriblemente leal. Deborah no podía evitar respetar ese grado de entrega y, al igual que le sucedía con Medrano, también estaba ligada a Cam.

—Levántate —dijo Medrano como para sí mismo.

—Despacio —le advirtió Deborah, pero él hablo de nuevo, claramente, intentando centrar sus ojos en ella.

—Levántate. Huye. Los cazas...

Los cazas chinos estaban regresando.

Deborah había estado oyendo el cambio de volumen e intensidad de los motores distantes sin darse cuenta de lo que eso significaba. El sonido la impulsó a actuar.

—Vas a venir conmigo —dijo repleta de nuevas fuerzas.

—No puedo andar —dijo Medrano—. Tengo el tobillo...

—Y yo tengo el hombro... —contestó ella.

Una larga sección del fuselaje se meció hacia ellos. El metal chirrió contra trozos más pequeños de escombros. Deborah arrastró a Medrano del uniforme con la mano buena, ganando unos centímetros mientras los restos pasaban por encima de ellos.

Alguien salió del avión como un milagro.

Estaba sucio y puede que quemado. También caminaba de lado como Deborah, protegiéndose las costillas, y reconoció el pelo negro por los hombros. Cam. La suerte parecía acompañarle siempre, algo que ella envidiaba.

—¡Ayúdame! —gritó, pero Cam se detuvo y alzó la vista.

El ruido en el cielo aumentaba. Resonaba desde las colinas. Deborah tiró de Medrano hacia arriba mientras Cam se acercaba corriendo. Agarró a Medrano por el otro lado y los tres corrieron cuesta abajo hacia los árboles espaciados. Medrano gritó cuando su muñeca golpeó la espalda de Deborah. A ella le dolía intensamente el hombro. Su maltrecho avance les llevó más allá de los restos del siniestro y de una mata naranja de roble venenoso.

Cam se inclinó delante de Medrano; sus labios se apartaron de sus dientes. Le faltaban dos incisivos. El resto de sus dientes parecían colmillos fuera del sitio.

—¡Por aquí! —gritó, arrastrando a todos hacia él como una cadena humana.

«No vamos a lograrlo», pensó Deborah, mirando hacia atrás mientras los cazas chinos chillaban en el aire. Quería enfrentarse a su propia muerte.

Las turbulencias azotaron los robles y su pelo corto y sucio. En el mismo momento, un misil impactó contra los restos del Osprey. La artillería era algo valiosísimo. Si aquellos pilotos sabían que había supervivientes, debieron de pensar que con un misil bastaría. La explosión lanzó el vientre y el ala de estribor del Osprey por los aires. Se produjeron estallidos secundarios de los depósitos de combustible del ala. Las llamas salpicaron la ladera.

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