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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (17 page)

BOOK: Epidemia
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La visión de Cam comenzó a nublarse, aunque aún pudo oír el grito ahogado de David cuando éste se giró y comenzó a correr. David se precipitó por el pasillo que separaba las siluetas de los invernaderos número dos y tres. El claxon del jeep continuaba sonando. Cam trató de ponerse en pie, pero las piernas no le respondían. Lo mejor que podía hacer era apretarse con fuerza el brazo que comenzaba a empaparle la chaqueta de sangre.

Entonces todo se volvió oscuro.

Al despertar, vio a Ingrid y a Greg, que trataban de llevarle a cuestas. Intentó apoyar los pies en el suelo para poner algo de su parte. Sentía como si tuviera las costillas destrozadas y trató de correr junto a Greg, que era quien soportaba la mayor parte de su peso. No podía haber estado inconsciente más de unos pocos segundos. Aún estaban cerca de la estructura esquelética del invernadero número tres, avanzando sin linternas.

El claxon del jeep había dejado de sonar. Quienquiera que estuviera en los coches había sido infectado o había decidido dejar de ser un blanco fácil.

—Esperad —dijo Ingrid, tratando de sostener a Cam.

Greg tiró de él con más fuerza y caminó un par de pasos antes de detenerse en seco.

—Dios mío —dijo.

David yacía en el espacio que había entre los dos invernaderos. Su amigo estaba de espaldas, temblando, como si hubiera chocado con un muro invisible. No había escapatoria. Detrás de ellos, los infectados habían pasado sobre el cadáver de Owen y caminaban entre las luces de las linternas caídas en el suelo, llenando los destellos blanquecinos con sombras de pies y brazos. Al mismo tiempo, vieron cómo otro grupo mayor de infectados se acercaba hacia ellos desde el norte.

Jefferson estaba en manos de los infectados.

—Atravesemos el invernadero —dijo Cam, señalando con todo su cuerpo mientras se apoyaba en Ingrid.

El viento soplaba desde el cadáver de David en dirección al invernadero número dos, si es que eso era relevante. Cada nueva bocanada era un salto al vacío. El aire debía de estar infectado de nanos.

—Vamos —dijo Greg—. Ingrid, adelante, yo cargaré con él.

Ingrid se adentró a través del muro de contención, agachándose para pasar por debajo de una viga que había servido para soportar las capas de plástico. Pero en lugar de seguir corriendo, se giró con el M16 entre las manos. Había más siluetas a su izquierda, que avanzaban con torpeza entre los invernaderos número uno y dos. En muy poco tiempo les cortarían el paso.

Cam trató de levantar la pierna para pasar sobre el muro maestro justo cuando Ingrid levantaba el cañón del arma.
Clic, clic
. El cargador estaba vacío.

—Imbécil —dijo Ingrid, sacando un nuevo cargador y retrocediendo entre los tiestos en los que aún sobrevivían algunas plantas.

Greg y Cam llegaron hasta ella antes de que abriera fuego. Los destellos iluminaron las columnas y las vigas cruzadas, abatiendo sombras que se desplomaban como crucifijos sobre la superficie del invernadero número uno. Alguien soltó un alarido. Todos los demás se movían en silencio. Comenzaron a sonar más disparos provenientes del jeep, secundando a Ingrid. Cam reconoció el sonido de un M4. Una pistola se sumó a los chasquidos, añadiendo eco a los disparos del rifle. Había al menos dos habitantes del asentamiento que habían conseguido sobrevivir. Cam comenzó a avanzar junto a Greg, movidos por una nueva esperanza.

—¡Por aquí! —gritó una mujer.

Ambos hombres cayeron al suelo al salir de detrás del invernadero. Greg consiguió ponerse en pie, pero el brazo derecho de Cam no respondía. Sólo podía ayudarse con el lado izquierdo, el herido. Su mente estaba borrosa y confusa.

«Levántate, levántate.»

—¡Cam! —gritó Ruth. Estaba de pie junto a él con la mano extendida. Efectuó tres disparos rápidos con la Beretta de nueve milímetros. Cam pensó que estaba soñando.

El M4 disparó desde algún otro lugar, vaciando un cargador entero en cuestión de segundos. Los casquetes vacíos golpeaban sobre el parachoques del jeep. Cam sintió que alguien tiraba de él y le hacía subir al coche; notó cómo las vibraciones del motor sustituían a la inmovilidad del suelo. El jeep se estremeció cuando alguien más subió al vehículo. El motor seguía en marcha, un murmullo grave y tembloroso.

—¡Ayudadme! —gritó Greg, tratando de colocar a Cam en una posición erguida. Ruth dejó la pistola y apoyó la mano libre sobre el estómago de Cam. Juntos consiguieron colocarlo en la parte trasera del jeep, donde Bobbi estaba de rodillas recargando el M4.

—Estáis locas... —dijo Cam lleno de admiración antes de quedarse sin aliento. «Malditas mujeres», pensó. Ruth y Bobbi le habían desobedecido, habían ido hacia los jeeps en lugar de esconderse en las cabañas tal y como les había ordenado.

Eso les había salvado la vida.

—¿Queda alguien más? —gritó Ruth.

—No, todos han caído —respondió Ingrid.

—Pero yo vi...

—¡Todos han caído!

Algo pasaba con el rifle de Bobbi. Probablemente se había encasquillado. El M4 solía hacerlo cuando disparaba en modo automático, Bobbi lo arrojó al suelo del jeep y saltó al asiento del conductor mientras Ingrid se sentaba al lado de Cam. No tenían nada, excepto otro rifle y una mochila. Cam no veía la radio Harris AN/PRC-117.

—La radio... —dijo con dificultad.

—Susan se quedó con ella —respondió Bobbi.

—¡El microscopio! —gritó Ruth, efectuando dos disparos más hacia el espacio que separaba ambos invernaderos—. Tengo el portátil, pero creo que el microscopio está junto a mi cabaña. Si pudiéramos...

—¡Olvídalo! —gritó Greg—. ¡Sube al jeep! —Entonces el hombre comenzó a alejarse del vehículo.

—¿Qué estás haciendo? —gritó Bobbi.

—Voy a quemar el asentamiento. El fuego los mantendrá a raya. —Su voz estaba inundada de miedo, y Cam comprendió que lo que más deseaba Greg Estey era reunirse con su esposa y su hija.

—¡No puedes hacerlo! —gritó Ruth.

Pero su amigo ya había desaparecido en la oscuridad. Cam comprendió que se dirigía a la cabaña de las herramientas, donde guardaban los últimos bidones de gasolina. Ingrid sacó medio cuerpo fuera del jeep y comenzó a disparar hacia la camioneta que había junto a ellos. Las balas atravesaron la carrocería del vehículo y perforaron el depósito de gasolina. El combustible comenzó a gotear sobre el suelo. Intentaba acelerar el trabajo que Greg había empezado, pero entonces Bobbi pisó el acelerador. Estuvo a punto de tirar a Ingrid del jeep. Debía de haber pensado que la camioneta iba a explotar, por lo que los sacó del aparcamiento, pasando a toda velocidad entre las dos cabañas que delimitaban el lado este del asentamiento.

Quizá Cam pudiera ver a Greg durante un instante. ¿Flaquearía su amigo una vez que llegara a la cabaña de las herramientas? En vez de crear una barricada contra los infectados, un incendio podría matar a Tricia, a Hope y a todo el que estuviera en Jefferson, al asfixiarse con el humo. Quizá ésa fuera la intención de Greg, aunque no tuviera valor para ser sincero consigo mismo. De haber estado lo suficientemente cerca, puede que hubiera disparado a su hija en lugar de hacerla sufrir en la inmensidad de la noche o bajo el calor de la mañana, abandonada e indefensa; o quizá Greg se hubiera convencido a sí mismo de que su amor por Hope conseguiría de algún modo sobrevivir a la plaga. Quizá pensaba que podría conservar una chispa de amor hacia su hija.

«Deprisa», pensó Cam. No quería tener que decirle adiós, de modo que confió en que Greg tuviera éxito. Era el único modo de poder permanecer junto a su amigo.

El jeep dio una sacudida al pasar sobre un bache. Bobbi dio un volantazo y comenzó a atravesar las vallas del perímetro, encendiendo por fin las luces. Algo que parecía ser un tapacubos se desprendió de una de las ruedas delanteras. Entonces algo mucho más pesado golpeó la parte inferior del vehículo.

—¡Hay más gente a la izquierda! —gritó Ingrid.

Había más figuras que avanzaban hacia Jefferson descalzas y en pijama. El frío de la noche hacía que su piel pareciera de mármol; tenían los labios azulados y los ojos blanquecinos. Una mujer tenía un corte en la cara y la sangre le goteaba sobre el pecho.

Un instante después, Bobbi dejó atrás aquella multitud silenciosa. Disminuyó la velocidad y se inclinó hacia delante dando volantazos y escudriñando la noche tras la luz de los focos. El terreno era abrupto y estaba salpicado de rocas. Cam apretó con fuerza el codo contra las costillas, tratando de contener la sangre que le brotaba de la herida.

—Necesito ayuda —le dijo a Ingrid, pero Ruth fue la primera en darse la vuelta—. Mis costillas... —añadió.

Cam hizo un gesto de dolor y se irguió ligeramente. Tenía que dejarle espacio para inspeccionar la herida y para, al menos, taponarle el orificio que tenía en el pecho.

No podía permitir que el suicidio de Greg resultara inútil.

Las pérdidas eran inimaginables. Allison, Hope, Tricia, Tony, Owen y todos los demás... los cientos de habitantes de Morristown. ¿Cuántos otros supervivientes estarían encontrando el mismo destino? ¿Y si aquella nueva plaga se había extendido por toda Norteamérica? Así era como Allison habría analizado la situación, incluyéndose como parte de un todo en lugar de verse como algo aparte. Cam suspiró ante la sensación de estar junto a ella. Abrazó con fuerza las brasas de aquel dolor y dejó que el fuego se avivara. La rabia era un mecanismo de defensa que había aprendido a utilizar hacía años, enterrando el dolor y sacando energía de lo más profundo de su odio. En ocasiones era lo único que le permitía seguir adelante.

Le daba algo por lo que luchar.

Si había algún modo de luchar contra la nueva plaga, tenían que llevar a Ruth a la seguridad de los laboratorios de Grand Lake.

11

El soldado que había en la puerta del búnker se puso rígido, tras lo cual se relajó y cayó. A su lado, un segundo marine comenzó a sufrir sacudidas y a golpearse contra el muro de cemento. La cinta aislante que estaba usando para sellar la puerta cayó al suelo. Acto seguido, se desplomó junto al cuerpo de su compañero, retorciéndose con movimientos secos y rígidos. Ambos eran voluntarios, pero eso no haría más fácil la decisión de la mayor Reece, que estaba al otro lado de la habitación sosteniendo una pistola entre sus diminutas manos.

Con los ojos secos, Deborah Reece apretó el gatillo. Siempre se había sentido orgullosa de su determinación y su disciplina, fueran cuales fuesen sus sentimientos. Pero no podía respirar y le costaba mantener el equilibrio. Falló el primer disparo. La bala hizo saltar unas chispas sobre el suelo de cemento y se incrustó en el muro.

—Por favor —dijo casi como si estuviera rezando.

El primer soldado comenzaba a emerger de debajo del peso muerto de su compañero. Aunque pareciera imposible, a pesar del esfuerzo miraba fijamente a la mujer. Sus pupilas se habían convertido en dos agujeros enormes iguales a los que había visto en todas las demás bajas.

No sabía su nombre. No era más que uno de los especialistas del J2 que estaban en el interior del complejo cuando la plaga consiguió atravesar la divisoria continental. Tendría unos treinta y cinco años, la misma edad que Deborah, y parecía estar en la flor de la vida. Era capitán. Delgado y quemado por el sol, era la clase de hombre que Deborah prefería para sus relaciones sentimentales, discretas y casi profesionales, y en aquel instante experimentó una especie de intimidad hacia aquel hombre.

«Acaba con él», pensó a modo de advertencia.

Grand Lake estaba siendo asolado por la nueva plaga. A pesar de estar a tres mil trescientos metros, y oculto en el interior de la montaña, la estructura del complejo resultaba muy vulnerable. Todos los que se encontraban en el exterior habían sido infectados. Parecía que algunos aún recordaban lo que se ocultaba bajo la roca, y trataban de abrirse paso entre los túneles y las puertas de seguridad. Los nanos eran más peligrosos que la lluvia radiactiva o que los agentes químicos. El complejo número cuatro había quedado silenciado pocos minutos después del ataque, y tanto el número uno como el dos estaban en peligro.

Aquellas galerías habían sido construidas por ingenieros con un equipamiento y unos recursos muy limitados. Casi todos los complejos subterráneos se habían diseñado únicamente para resistir a los crudos inviernos de las montañas. Los ataques aéreos habían sido una prioridad secundaria, y probablemente las posibilidades de que sobrevivieran a un ataque nuclear eran casi inexistentes.

Con el paso del tiempo, muchas secciones habían sufrido diversos desperfectos, por lo cual habían quedado muy deterioradas. La nieve derretida de la montaña se había filtrado, lo cual había provocado un aumento de la presión que soportaban los tabiques de contención, erosionando la roca que había alrededor y creando grietas y bolsas de aire. Las puertas de acero podrían detener a las personas, incluso a las llamas, pero no a las máquinas microscópicas. Los intentos de reparar y actualizar la base después de la guerra habían sido escasos. Se había dedicado mucha más energía a expandir la red de subterráneos que a mejorar los que ya existían. El complejo número uno se había ampliado para instalar tres entradas que daban al exterior; y según los últimos informes, los nanos habían conseguido atravesarlas todas.

Y no eran sólo los accesos. El sistema de ventilación también constituía un punto débil, al igual que los cientos de conductos que albergaban cables eléctricos y sistemas de comunicaciones. Una vez en el interior, los nanos serían imparables. Los subterráneos eran demasiado angostos, como panales de abeja. El complejo más grande apenas ocupaba media hectárea de oficinas, almacenes y otras estancias comprimidas dentro de un puzle vertical. Deborah necesitaba voluntarios, y el capitán de los marines se había girado hacia su colega diciendo: «Nosotros mismos». A continuación dieron su vida por intentar sellar una puerta con cinta aislante.

«Han dado lo mejor de sí mismos —pensó Deborah—. Ahora te toca a ti.» Había una terrible simetría en aquella idea. Respetaba demasiado su valor como para no tratar de emularlo, y el siguiente disparo impactó directamente en la cabeza del capitán.

Los espasmos del otro marine se habían ralentizado hasta convertirse en temblores erráticos y débiles. Se estaba muriendo. La solución de Deborah sería más rápida. También le disparó a él.

La mujer se giró y pasó junto a un escritorio puesto del revés que había al fondo de la habitación. Sus piernas largas y ágiles se movían con facilidad entre los escombros mientras se cubría la nariz y la boca con la camisa blanca de la Armada, haciendo ondear su melena rubia a pesar de llevarla muy corta.

BOOK: Epidemia
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