—Tengo un satélite —dijo Rezac desde su portátil.
—Envíales nuestros archivos —ordenó Walls.
—Hecho. No tenemos ningún otro contacto.
—¿Eso qué significa? —susurró Bobbi.
Medrano se inclinó hacia ella y dijo:
—Justo lo que estás pensando. No hay nadie más en nuestras redes militares.
—Nuestra prioridad es obtener fotografías de la zona —dijo Walls a Rezac—, para trazar un plano de ciento sesenta kilómetros a la redonda.
—Hecho.
—También quiero fotografías de Los Ángeles —dijo Walls.
Cam levantó involuntariamente ambos puños en un gesto eufórico y triunfal. Se sentía como un animal que acababa de lograr escapar de una jaula. «La encontraremos», pensó al tiempo que Walls decía:
—¿Cuánto tardaremos en sobrevolar la costa Oeste?
Sweeney regresó con Huff cuarenta minutos después. Deborah les ayudó a descontaminar sus dos trajes, y después se desinfectó a sí misma de nuevo, aunque indicó que era imposible limpiar la sangre y las muestras de tejidos. Huff había llenado dos cantimploras de sangre y había sellado varios trozos de carne quemada en otra. Subir los recipientes al avión conllevaba el riesgo de infectar a los demás, porque irradiar la sangre para acabar con la plaga mental también acabaría con la vacuna. Pero tampoco tenían manera de separar las dos cosas. Tendrían que decidir si todos los que no tenían traje absorberían la vacuna antes que la plaga.
Cam se ofreció voluntario para ser el primero en probarla, ganándose otra palabra amable por parte de Emma.
—Eres muy valiente —dijo.
Pero Walls le detuvo.
—Tú conoces a Freedman, ¿no? —preguntó Walls.
Era cierto que Cam poseía conocimientos de segunda mano sobre ella que nadie más tenía. Eso lo colocaba entre la élite de Walls con el resto de intocables como los pilotos, los traductores y los médicos.
Uno de los Rangers de Foshtomi sacó el palillo corto. Se llamaba Ayers. Foshtomi también se prestó voluntaria, pero Ayers se negó.
—Tranquila, teniente —dijo.
Ayers salió del avión con la máscara bioquímica y la capucha puestas. Deborah extrajo una jeringuilla de su botiquín. La mojó en la sangre y después se la clavó en el antebrazo y repitió el proceso varias veces. Finalmente, Ayers se quitó el equipo de protección. Se acercó a la puerta del almacén y salió, escoltado por Sweeney, que transmitía todos los movimientos a través de la radio de su traje.
—Está bien —dijo Sweeney—. Funciona.
—¿Y Ruth? —preguntó Ingrid—. Cam, ¿qué demonios vamos a hacer con Ruth?
Estaban de pie junto al avión, respirando el acre y polvoriento olor de la ceniza. Ya habían llevado a cabo las inmunizaciones. Los soldados se estaban quitando las gafas protectoras y las chaquetas y charlando aliviados, incluso riendo. Los ojos color avellana de Ingrid estaban tristes. Cam la abrazó de nuevo, pero no podía dejar que su corazón se ablandase. Quería mantener su rabia. De modo que cuando Ingrid hundió su rostro contra su cuello, él permaneció rígido, con la cabeza erguida, y por ello vio cómo Deborah se acercaba con una cantimplora llena de sangre. Ésta se había quitado su traje de contención.
—¿Queréis venir conmigo? —preguntó, señalando hacia las autocaravanas que había fuera del almacén.
—Sí.
—Me alegro de veros de nuevo —añadió Deborah, abrazando a Cam brevemente. Era un gesto atípico, pero después de tanta muerte, todos estaban más abiertos al contacto físico. Cada palabra parecía una despedida.
Los tres salieron del edificio mientras Bornmann y Pritchard abrían las altas puertas del almacén. Casi todos los demás ya estaban revisando los vehículos, la comida y demás pertrechos libres del peso del temor a infectarse. Bobbi siguió a Cam con la mirada, pero ella estaba ayudando a Lang con tres cajas de agua y continuó con su labor. Tal vez fuese la opción más inteligente.
Deborah les guió hacia una de las autocaravanas, una enorme Holiday Rambler de color arena.
—Preparaos —dijo—. Ésta no es Ruth. ¿Entendido? No es la Ruth que conocíais.
Cam oía unos golpetazos constantes procedentes del interior. ¿Qué era aquello? ¿El aire acondicionado o las cañerías? Después miró a Deborah y vio que estaba apretando los dientes.
—De acuerdo —respondió Cam.
Deborah empujó la puerta plegable y les guió por los empinados y estrechos escalones. En el interior, el suelo se ensanchaba. El lujoso vehículo medía casi tres metros de largo, y tenía una grandes ventanas tintadas, con un parabrisas más claro. Detrás del asiento del conductor, unos sofás color canela y una mesa de madera llenaban el espacio delantero. Cam no miraba por dónde iba y se golpeó la cabeza con una televisión colgada demasiado baja, pero no apartó la vista de Ruth.
Estaba atada al pomo de un armario que había detrás de uno de los sofás, con las manos sujetas por detrás de su cabeza. «Ha sido Sweeney», pensó Cam. No podía imaginarse a Deborah atando a su amiga de esa manera. Era una postura inmovilizadora de la que Ruth no podría librarse sin hacerse daño. Ese instinto básico parecía funcionar. Se había desplomado con parte de su cuerpo fuera del sofá, pero no había luchado más contra la cuerda, aunque su tobillo golpeaba incesantemente el rodapié del asiento. El ritmo era interminable. ¿Estaría intentando hacerles alguna señal? De ser así, su memoria estaba atrofiada, limitada a unos pocos segundos. Estaba atrapada en un bucle. Y apestaba. Sus ropas estaban sucias de ceniza, sudor, sangre y orina. Y lo peor de todo es que estaba babeando, y con los ojos en blanco.
—¡No! —exclamó Ingrid—. ¡No! ¡Ruth no!
Cam no se movió. Sus pensamientos estaban encerrados en una oscura y definida línea de incredulidad. Estaba conmocionado, pero se aferró a su sentido del destino.
—Prueba la vacuna —dijo Cam.
Si Ruth se equivocaba, podría revertir la infección. Deborah se acercó a Ruth; pero Ruth había tenido razón, como siempre. Esperaron varios minutos después de haber atravesado su muslo con la jeringa ensangrentada, pero no hubo ningún cambio en su rostro ausente y animal.
Ingrid se echó a llorar. Los suaves y hermosos rasgos de Deborah se tensaron mientras luchaba por contener sus propias lágrimas. Los sentimientos de Cam estaban extrañamente silenciados. Aquél no era el final. Ruth estaba viva, y había hablado sobre cómo la infección parecía tener diferentes fases. Podría despertarse por su cuenta al día siguiente. O tal vez en una semana. Lo principal era asegurarse de que los chinos no obtenían el control total para que no pudieran herirla o esclavizarla.
—¿Me oyes? —preguntó Deborah. Al principio Cam no estaba seguro de a quién le estaba hablando. Se sentía muy distante, pero entonces Deborah añadió—: ¿Ruth? Ruth, cielo, por favor.
—Yo cuidaré de ella —dijo Ingrid mientras se arrodillaba. Intentó relajar la agitada pierna de Ruth con una mano. Ésta no parecía darse cuenta de nada. Ingrid alzó la vista hacia ellos de nuevo. Parecía asustada, pero su voz era firme.
—Yo me quedaré con ella, Cam. Puedes contar con ello. Le daré de comer, la bañaré y la mantendré a salvo.
—De acuerdo.
No importaba si él no regresaba siempre que vencieran a los chinos. E incluso si fracasaban... «Tampoco importa —pensó—. Si hay algo al otro lado, te encontraré. Si vamos al cielo o a cualquier sitio parecido, te esperaré. Estaremos juntos.» Allison también estaba en su mente, pero su amor por ambas mujeres era el mismo. Le dolía y le llenaba de determinación al mismo tiempo, y era mejor que cualquier otra cosa que jamás hubiese experimentado. Cam se inclinó para besar el pelo sudado de Ruth y permaneció pegado a su cabeza, recordando lo bien que olía. «Te encontraré», pensó.
Después se dio la vuelta y se marchó.
El general Walls no podía arriesgar su vida en el avión. Si establecían contacto con otras fuerzas estadounidenses, necesitarían que estuviera vivo para coordinarlas, de modo que su intención era quedarse en Colorado sólo con Rezac y Ayers bajo su mando, y con Ingrid y Bobbi como cuidadoras de Ruth. Ellos irían al sur y otra pequeña escuadra conduciría hacia el este.
Foshtomi se negó a quedarse atrás.
—Señor, soy responsable de lo que le ha sucedido a Goldman —dijo—. Tiene que dejarme participar en esto.
Walls accedió. También permitió que la sargento Huff permaneciese con Foshtomi. Puso a Pritchard al mando de la segunda escuadra, que estaba formada sólo por el propio Pritchard, Emma y los otros dos supervivientes del grupo de Foshtomi. Cam pensó que habría tenido más sentido dejar a Foshtomi o incluso a Huff al mando, pero Walls debía de confiar más en sus comandos. El teniente Pritchard estaría solo. De hecho, si Walls era capturado o asesinado, Pritchard le sustituiría como comandante en jefe de Estados Unidos. El capitán Bornmann tenía un rango superior al de Pritchard, pero como Bornmann no se comunicaría por radio desde el avión, eso le dejaba fuera de la cadena de mando. Walls también se negó a enviar cualquiera de sus códigos o datos sobre la misión en California. En lugar de ello le entregó a Pritchard uno de sus portátiles y varios documentos.
Rezac tenía una hoja de notas diferente para Bornmann. También les mostró a todos su portátil. Una hora antes había encontrado varias fotos de Kendra Freedman, pero no tenía impresora. No había manera de compartir las imágenes, salvo memorizarlas cada uno en su cabeza.
La científica tenía cuarenta y pocos años antes de la plaga de máquinas. Era regordeta y muy negra, una afroamericana con una piel color chocolate llena de hoyos y unos labios todavía más oscuros. Tenía el cabello alisado y unos ojos sorprendentemente pequeños para su amplio rostro, o tal vez fuese sólo una ilusión causada por sus gruesas mejillas.
Mientras todo el mundo estudiaba las fotos, Rezac discutía sobre los transpondedores del Osprey con Bornmann.
—Dejadlos conectados —dijo Rezac.
—Puedo desactivar el Modo 2 —sugirió él.
—Eso os marcará como un problema en cuanto aparezcáis en un radar. Ninguna de sus naves robadas van apagadas —respondió Rezac.
—Cuidad de Ruth —les dijo Cam a Bobbi y a Ingrid.
Bobbi le dio un beso.
—Que Dios os bendiga. Buena suerte —se despidió Bobbi.
Bornmann encendió los motores del avión y lo condujo fuera del almacén. Cam no se volvió a mirar a Ruth antes de embarcar. Prefería recordar su alegre y sonriente rostro en lugar de aquella muñeca de trapo en la que se había convertido. No había asientos. La única sujeción que había era la de unos cinturones de carga que se habían atornillado en las riostras de la pared a babor. Cam se sentó junto a Foshtomi y Huff contra las tiras de lona, y Deborah se unió a ellos con expresión adusta.
El Ospray se elevó hacia el cielo. Ascendió dando sacudidas y salió del estrecho espacio de la verja del depósito con los rotores tronando por encima de sus cabezas. Al cabo de unos minutos, Cam oyó el chirrido de ambas alas. El familiar ruido de las aspas de un helicóptero se fue intensificando, aunque con el tono más suave de las hélices de un avión. La velocidad aumentó.
En algún lugar más abajo, el general Walls y los demás también se marchaban, pero sus Humvees ya estaban muy por detrás.
Cam tenía cincuenta preguntas para Deborah. Probablemente, ella buscaba el mismo número de respuestas por su parte, pero ninguno tenía ganas de hablar. Ambos dormitaron, y lo mismo hicieron Foshtomi, Huff y Medrano. El zumbido del V-22 los adormecía, y todos habían aguantado más de lo que físicamente podían resistir. Tampoco había nada que ver. En el interior del avión parpadeaban sombras y luces que se volvían cada vez más definidas conforme escapaban de la radiación. La luz del sol resplandecía en el parabrisas. Aunque Cam debería haber dormido un poco, sus pensamientos no cesaban. Sus músculos no se relajaban. Lo único que consiguió fue dormitar de manera ligera.
Su vista a través de la parte delantera del avión estaba bloqueada por Sweeney, que se encontraba de pie entre los dos asientos de los pilotos con la cabeza agachada a la altura de Bornmann y Lang. Esperaban encontrar problemas, lo cual no sucedió. El Osprey zumbó hacia el oeste. Sweeney seguía analizando las notas de Rezac, ojeando las páginas con nerviosa energía. Reorganizaba y doblaba los papeles y hacía anotaciones en los márgenes con un lápiz azul.
Llevaban veinte minutos volando cuando Lang empezó a parlotear en mandarín. Y de la misma repentina manera dejó de hacerlo.
Todavía les quedaban más de mil trescientos kilómetros por recorrer. El Osprey alcanzaba una velocidad de 500 kilómetros por hora, pero Bornmann dijo que lo mantendría a velocidad de crucero, a unos 440 kilómetros por hora. No quería levantar sospechas. Además, quería ahorrar combustible. Con los depósitos llenos y una pequeña carga, el Osprey podía cubrir más de 3.860 kilómetros, pero alguien debía de haber extraído combustible para otros propósitos durante el largo período de paz. Los tanques apenas estaban medio llenos. Aun así, si no llevaban a bordo más que ocho personas, algunas armas pequeñas y otros materiales, Bornmann calculaba que podrían recorrer como máximo unos 2.400 kilómetros. No era inconcebible que pudiesen llegar hasta San Bernadino y escapar de nuevo sin necesidad de repostar. No podrían llegar muy lejos, pero ese margen extra podría marcar la diferencia entre la vida o la muerte.
En una ocasión entraron en una zona de turbulencias. Varias veces, Bornmann tuvo que realizar pequeños desvíos para corregir la dirección, y el estómago de Cam sintió las subidas y bajadas de altura. Tenía la impresión de que no se habían elevado demasiado del suelo en ningún momento, y tras un gran giro a la izquierda se preguntó si estaban evitando las montañas.
El vuelo se estabilizó. Medrano fue al baño que había junto a la rampa de carga trasera. Deborah y Cam se turnaron también. Foshtomi repartió agua, pan de harina dura y pimientos secos. Cam se deleitó en su fuerte sabor masticando con los ojos cerrados. Pensó en Ruth. Y en Allison. Y en todo lo que podría haber sido.
—¡Cuidado! —gritó Lang, mirando hacia atrás desde el asiento del copiloto hacia Sweeney al tiempo que empezaba a hablar en chino por el auricular con una voz mucho más calmada.
—Yī yī sì míng h1i —dijo—. Yī yī sì míng h1i. Wán bì.
«Nos ha visto alguien», pensó Cam.
—Ahí vamos —susurró Foshtomi.
—W3 dān wèi zhēng yòng zhè jià fēi jī yòng yú yì liáo chè tuì. W3 mén zài fēi jī shàng y3u qī míng shāng yuán hé li1ng míng s0 zhě. Wán bì.