Su último pensamiento fue una extraña sensación de
déjà vu
, como si estuviese volviendo a casa. Ya había estado allí antes. Su dolor y su confusión eran intensos, pero esos sentimientos venían acompañados de una sensación de nostalgia. De alguna manera sabía adónde tenía que ir. Encontraría el camino hasta allí, y su cuerpo empezó a agitarse con impulsos nerviosos cuando intentó levantarse para caminar.
Ruth Goldman había absorbido la plaga mental.
Cam sólo tenía una opción. Correr. Se dio la vuelta y se puso de pie con el impacto de la mano de Ruth todavía doliéndole en su lado herido, y después se alejó de ella con sus sentimientos enterrados en un gélido terror. Había dejado a mucha otra gente atrás. Era capaz de controlar su dolor, pero aquello le destruía.
Le dio una palmada a Bobbi al otro lado del Humvee y la arrastró hacia el avión con tal fuerza que la tiró al suelo. ¡Levántate! ¡Vamos! —gritó, agarrándola de la manga.
La reacción de Foshtomi fue más salvaje. Al principio Cam pensó que había matado a Ruth. Vació su carabina en modo automático y los disparos peinaron el metálico almacén.
—¡Nooo! —gritó Cam antes de girarse.
Foshtomi estaba en el espacio entre el Humvee y la pared de la oficina, pero Cam vio lo suficiente como para darse cuenta de que estaba disparando por encima de Ruth hacia la pared más alejada del edificio. El aluminio se abollaba y resonaba. Foshtomi estaba usando su arma para crear un flujo de aire hacia el lado contrario. Tal vez eso bastase para repeler a los nanos.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? —gritaban los hombres.
Pritchard pasó corriendo junto a Cam y Bobbi en su misma dirección, mientras éstos se agachaban por debajo de los inmensos estabilizadores verticales. Entonces alguien vestido con un traje de contención les bloqueó el paso. Era Medrano.
—¿¡Dónde está Goldman!? —gritó.
Cam intentó esquivarle, pero Medrano le agarró. Cam empujó a Bobbi hacia la parte delantera del avión mientras gritaba:
—La hemos perdido. Se ha infectado.
Los hombres se separaron. Medrano y un segundo hombre enfundado en un traje negro corrieron hacia el Humvee. Cam corrió al lado del avión. El fuselaje sólo medía dieciocho metros de largo. Había una rampa de carga bajo la cola, pero estaban usando la puerta delantera de estribor. Cada respiración le producía un terrible dolor. Se tambaleó, pero entonces Foshtomi apareció detrás de él y lo agarró por la cintura.
Pritchard sujetaba a Bobbi para alejarla de la puerta delantera mientras ella pataleaba y gritaba. Cam vio a Bornmann en el interior a través de la pequeña ventanilla de la puerta. Se había quitado el traje, pero todavía llevaba el auricular. Él también estaba gritando, pero Cam no le oía.
—¡Cállate! —gritó Cam—. ¡Cállate!
—¡Dejadnos pasar! —chilló Bobbi.
Ruth era muy contagiosa, exhalando y exudando nanos, aunque casi todo permanecería dentro de su traje. Sin embargo, también habría una nube alrededor del hombre muerto de la oficina. La plaga mental se extendería por el almacén. Probablemente parte habría entrado también en el Humvee. Tal vez sólo tuvieran unos segundos, pero no había manera de que Cam entrase a la fuerza. ¿Y si disparaba al cierre? Entonces todo el avión estaría expuesto a la plaga, pero podrían sellar los agujeros con algo. Cam estaba casi a punto de disparar cuando vio que Bornmann se llevaba la mano al oído para escuchar la radio.
Bornmann abrió la puerta.
Foshtomi se apretaba las sienes con ambas manos y maldecía.
—¡Mierda! ¡Joder! Tenía que haberme limitado a golpear a ese tipo o algo. Podía haberme infectado a mí.
Cam no la culpaba por lo que había pasado. Todos estaban tomando malas decisiones, idiotizados a causa del agotamiento, y Foshtomi no lo había hecho con mala intención. Había intentado proteger a Ruth.
El interior del avión era utilitario. A excepción de su prominente cabina de mando, el Osprey era poco más que un tubo con una cubierta plana y riostras descubiertas en las curvas paredes de metal. El cableado estaba a la vista. No había asientos. Estaba preparado para transportar cargamento o paracaidistas, pero Foshtomi encontró uno de los únicos rincones disponibles y se hundió cerca de la larga y pronunciada junta de la cola del avión.
—¡Mierda! ¡Mierda! —repitió.
«Estábamos tan cerca —pensó Cam—. Joder, estábamos tan cerca. Deberíamos haber dejado a Ruth en el coche hasta que estuviera inmunizada.»
Pero no sabían si Huff conseguiría la vacuna. La cuestión es que era necesario que Ruth subiera a ese avión. Estaban a punto de quedarse sin aire. Pronto, otros comandos tendrían que quitarse el traje como había hecho Bornmann para ampliar el tiempo que uno o dos podían permanecer protegidos usando las botellas de oxígeno casi agotadas como una última reserva. Mantener a todo el mundo a salvo había sido como hacer malabares con bombas de relojería.
Cam se alejó de Foshtomi. No había ventanas en la parte trasera del avión; sólo unas pequeñas portillas a los lados. Se agachó para mirar por la cabina de mando, pero sólo vio las puertas del almacén. Toda la acción tenía lugar detrás de él. Bornmann dijo que los comandos habían inmovilizado a Ruth y le habían quitado el casco, comprobando que no se ahogaba ni se mordía la lengua. Deborah comprobó sus signos vitales, que eran fuertes, excepto por la mala respuesta pupilar, tal y como habían esperado. Su cerebro se estaba bloqueando.
En cuanto tuvieran tiempo pensaban llevarla a uno de los tráilers fuera del almacén. La refugiarían en la mejor autocaravana que encontrasen, pero no podían abandonarla a su suerte. Podría vagar sin rumbo y perderse o hacerse daño.
Alguien debería quedarse con ella.
Primero necesitaban descontaminar el almacén de nuevo lo mejor que pudieran, así como el portátil de Ruth. El general Walls, Ingrid y otro hombre seguían en la cabina del camión del ejército. También querían trasladar el resto de su equipamiento, después de lo cual los propios comandos desinfectarían sus trajes y embarcarían en el avión.
Cam iba de un lado al otro del avión como un poseso. Hubiera preferido ser crucificado antes de ver a Ruth en esa situación. Había sido tan cruel guardando las distancias con ella. ¿Por qué lo había hecho? Sabía lo corta que podía ser la vida. Cada segundo que habían pasado juntos había sido valioso. Ahora sólo les quedaba una remota esperanza.
Bornmann estaba hablando por el auricular de nuevo, comunicándose con la gente del exterior. Cam le tocó el hombro. Bornmann no le hizo caso, así que Cam le agarró más fuerte hasta que el hombre se volvió y le miró irritado.
—¿Qué? —espetó Bornmann.
—Tenemos que ir a Los Ángeles.
Consiguieron embarcar a Walls y a los demás sin incidentes, menos a Deborah, que se quedó con Ruth, y a Sweeney, que continuó montando guardia en el exterior del almacén. Su M4 ladró dos veces, para derribar a los zombies en la verja.
El avión estaba atestado. Por todas partes, los hombres hablaban entre ellos en voz baja, aliviados de haberse despojado de sus trajes y sus máscaras. Cam rodeaba a Ingrid con sus brazos, consolando a la anciana mientras miraba hacia delante y gritaba:
—¡Es el único modo! —dijo—. Nadie más sabe de nanotecnología, y Freedman...
—Aquí no decides tú —dijo Bornmann, dando un paso al lado para evitar que Cam llegase hasta donde estaban Walls y Rezac, que estaban arrodillados en el suelo con una radio y los dos ordenadores.
—¿Qué vais a hacer si no? —preguntó Cam, hablando por encima de Bornmann.
—Déjalos en paz. Déjalos trabajar.
—¡Es demasiado tarde! —exclamó Cam—. Aunque Huff consiga llegar con la vacuna, ¿qué vais a hacer? Sólo tenéis un minúsculo grupo de gente y ningún sitio a donde huir.
Unos minutos antes, la sargento Huff había vuelto a comunicarse con ellos. Su equipo había encontrado al menos diez cuerpos dentro del avión chino siniestrado. Todos estaban terriblemente calcinados. Huff había dicho que había recogido sangre y muestras. «Muestras», pensó Cam. ¿Qué significaba eso? ¿Que había recogido el brazo o los intestinos de alguien?
El lugar del siniestro era una trampa. El avión debía de haber acumulado una gran concentración de nanos en su superficie mientras caía en picado. Posiblemente también llevaba la plaga abordo, como un avión suicida. Huff se acercó a los restos sola con su traje amarillo, y ordenó al resto del equipo que se mantuviesen a una distancia de noventa metros. Sin embargo, el viento estaba en su contra, de modo que sus dos soldados, que sólo contaban con la protección de unas máscaras bioquímicas, resultaron infectados. Se giraron hacia el tercer hombre. Éste se rompió un sello de su cuello. Su valor no había servido para nada. Huff les disparó a todos. Ahora conducía hacia el Sur sola, incapaz de reemplazar sus botellas de oxígeno casi agotadas. Era un trabajo que requería a dos personas. Pensaba que lograría llegar hasta ellos, pero Walls había ordenado a Sweeney que acudiera en su busca en uno de los Humvee.
Mientras tanto, Walls y Rezac continuaban intentando contactar con alguien por radio o a través del teléfono por satélite.
—Todavía podemos ganar esta guerra —dijo Cam.
—Tendré un satélite encima en tres minutos —murmuró Rezac.
—Venga. Suéltalo—dijo Walls.
—¡Kendra Freedman diseñó ambas plagas, y probablemente creó también la segunda vacuna! ¿Y si tuviésemos ese poder de nuestro lado?
—Ya basta —dijo Bornmann—. Es una orden. Lang. Pritchard. Cogedle y llevadle atrás.
—¡Podríamos matarlos a todos —dijo Cam—. ¡Escuchadme! Freedman es nuestra mejor baza si queréis matar a todos esos chinos de mierda.
El rostro de Lang se tensó. Cam no pensó que fuera a molestarle con aquel comentario racista. Los chinos estadounidenses debían de haber sufrido un millón de desaires y de chistes malos. De hecho, Cam pensaba que Lang lo aprobaba. La rabia en los ojos de Bill Lang no estaba dirigida a Cam, sino más allá, a su enemigo, mientras miraba de un lado a otro a los demás hombres que ocupaban el avión. Su aceptación debía de significar mucho para él.
—Éste es nuestro hogar —dijo Cam—. Este lugar es nuestro.
—Lang, sácalo de aquí o lo haré yo mismo —dijo Bornmann, pero Cam no se habría detenido ni aunque hubiese podido controlarse.
—Cientos de miles de personas han muerto, ¿y lo único que queréis es esconderos? —gritó.
Lang lo agarró del brazo. Él tenía más que demostrar que todos los demás, motivo por el que obedecía las órdenes a rajatabla. Cam sabía que era a los demás a quienes tenía que convencer.
—¡Podemos recuperarlo todo! —dijo—. Colorado. California. ¿Y si Freedman crease una tercera plaga o un nuevo parásito?
Walls se puso de pie, pero no se metió entre el puñado de hombres. No necesitaba hacerlo. Su mera presencia bastó para atraer la dirección de todos hacia la parte delantera del avión.
—Esto es algo personal para todos nosotros —dijo Walls—. Debéis mantener la mente despejada.
—¡No haréis ningún bien si os limitáis a huir!
—Necesitamos la vacuna, y compartirla es nuestra principal prioridad. Alguien tiene que sobrevivir.
—¿Para qué? La vacuna no revertirá los efectos de la plaga. Sólo protegerá a quien se la inocule antes de enfermar. ¿Qué importa que consigáis salvar a un centenar de personas más? Lo único que conseguiréis será tener un grupo grande de gente que vea cómo os arrodilláis y os rendís.
—Señor —dijo Bornmann, dispuesto a defender a Walls, pero el general no necesitaba su ayuda.
—Piensa en lo que nos estás pidiendo —replicó Walls—. Todas las cartas están en manos de los chinos. Una misión suicida no cambiará ese hecho. Necesitamos tiempo para reagruparnos.
—No. Éste es el mejor momento para intentarlo, mientras siguen con los efectos del ataque. Si esperáis, les proporcionaréis más tiempo para organizarse también. Ataquemos a esos putos amarillos ahora —dijo Cam, usando el insulto como un cuchillo. Había sido testigo de bastantes discriminaciones por el color de su piel como para sentirse furioso y avergonzado de sí mismo, pero tenía que agotar todos sus cartuchos para convencerles. El odio religioso podía ser la única opción que le quedase para lograrlo. Sin un dogma ciego e irracional, estaban demasiado maltrechos y agotados como para luchar. Cam podía verlo en sus rostros. Walls también. Por eso el general quería dejar que descansaran y se repusieran, esperando que se produjera el milagro de establecer contacto con otras fuerzas estadounidenses. Pero Cam temía que si dejaban de moverse incluso por un día, jamás volverían a levantarse.
Si necesitaba invocar una guerra de razas, que así fuera. Aquélla era la realidad del intento de China de dominar el mundo: amarillos contra blancos, mestizos y negros. Se odiaba a los invasores en toda Norteamérica. Nadie era inmune a la ira o a la indignación. Cam sólo quería canalizar esas emociones.
La tormenta de fuego de su mente debía de ser exactamente lo que Ruth había sentido al final de la última guerra. Ahora comprendía su histeria. Si había un Dios, esto es lo que Él quería para Cam. El camino era evidente. En su día, los hombres de las cuevas en el mundo islámico se habían automotivado contra el inmenso poder de Estados Unidos de la misma manera, declarándose puros y rectos, y condenando al mundo occidental como el Gran Satán. Ahora era su turno como la última resistencia contra un enemigo muy superior. No había muchas posibilidades de ganar. Sólo podían aspirar a ello. Buscar a Freedman entre las líneas enemigas habría sido una locura incluso antes de que estallaran los misiles y convirtieran la ciudad de Los Ángeles en un infierno radiactivo, pero no hacerlo sería admitir la derrota.
Sólo los fanáticos seguirían adelante.
—Kendra Freedman podría ser la última persona que pudiera ayudarnos —dijo Cam—. Si puede revertir la infección, nos devolverá a Ruth también. Y después las dos masacrarán a los malditos chinos.
—Creo que quieres hacer esto por los motivos equivocados —dijo Bornmann—. Por ella.
—¿Y si tiene razón? —dijo Emma con voz calmada, sorprendiéndoles a todos. Emma no había dicho nada desde hacía horas, excepto para aceptar órdenes.
—Señor, podríamos dividirnos —sugirió Pritchard.
—Iré yo —dijo Foshtomi—. Me ofrezco voluntaria.
—Indudablemente nos dividiremos —dijo Walls—. Probablemente en tres grupos. Necesitamos estar seguros de que extendemos la vacuna, y el avión será un objetivo muy visible. Algunos de nosotros se marcharán en los Humvees en direcciones opuestas. Un grupo se encargará también de mantener a Goldman con vida.