Gabriel me hizo caso y levantó la persiana. La luz del sol entró en la habitación del vampiro, pero su cuerpo no se deshizo. Arisa dijo que a lo mejor la luz eléctrica impedía que la del sol pudiera actuar en toda su intensidad, pero después de apagar la lámpara del techo, el vampiro seguía sin desintegrarse. Entonces pensamos que a lo mejor el vidrio de la ventana impedía que los rayos del sol entraran directamente, provocando algún tipo de refracción que evitaba la descomposición del cadáver de Hide. Gabriel abrió la ventana y tampoco sirvió para nada. Lo siguiente que se nos ocurrió fue que la luz del sol aún no era lo suficientemente intensa para conseguir nuestro propósito y que quizá deberíamos esperar hasta el mediodía.
—De acuerdo, esperaremos hasta el mediodía —dijo Gabriel—, pero tengo la impresión de que esto no va a funcionar.
—Pues todas las películas coinciden en el tema del sol aniquilador de vampiros —señalé yo.
—Ya, y en los ataúdes, pero eso no es cierto y puede que lo de la luz del sol tampoco —dijo Gabriel—. De todas maneras, esperaremos a ver qué pasa.
—Y mientras, ¿qué hacemos? —pregunté yo.
—Si os parece, podríamos limpiar este estropicio —propuso Arisa—. En el armario de fuera había muchas cosas que nos pueden ser útiles.
Arisa salió de la habitación, pero volvió a entrar enseguida y sin ningún artilugio de limpieza.
—Acaba de entrar alguien en la casa —dijo Arisa en voz baja.
—¿Quién? —pregunté yo.
—Me parece que es una asistenta —contestó Arisa.
—¿Te ha visto? —preguntó Gabriel.
—No, no me ha visto. He oído la puerta abriéndose, me he asomado un segundo y he visto a esa mujer con dos fregonas y una bolsa, pero ella no me ha visto.
—¿Y qué hacemos? —pregunté yo muy preocupado.
—Guardar silencio y esperar que a ella no se le ocurra entrar —dijo Gabriel.
Escuchamos canturrear a la señora aquella por espacio de diez minutos y cómo se movía de un lado a otro de la casa. Todo parecía indicar que la mujer no entraría en la habitación de Hide, ya que seguramente sabría que él dormía a esas horas. Pensar eso hizo que nos relajásemos un poco, pues el peligro era mucho menor del que en un principio creíamos que íbamos a correr. Ese relajamiento acabó en tragedia, ya que, para aprovechar el tiempo, decidí coger la espada y envainarla de nuevo. La espada se me resbaló de las manos y cayó al suelo. La asistenta dejó de canturrear. Pudimos escuchar sus pasos acercándose a la habitación, y cuando llamó a la puerta con sus nudillos, sentí que era el fin.
—Señor Hide, ¿está despierto? —preguntó aquella señora desde el otro lado de la puerta.
Hubo un segundo de silencio eterno. Un segundo en el que me vi a mí mismo detenido por la policía o destrozado en manos de una jauría de vampiros. Un segundo que fue el preámbulo del numerito de Arisa.
—¡Oh, sí, sigue, no pares, no pares —empezó a exclamar Arisa entre gemidos—, fóllame como tú sabes, animal! ¡Muérdeme, soy tuya, toda tuya! ¡Sí, así me gusta, sigue, sigue!
Arisa montó aquel número sentada en la cama de Hide y dando pequeños saltitos para que se oyera el crujir del somier y el cabezal golpeando contra la pared. Mientras Arisa hacía eso, Gabriel estaba con la oreja pegada a la puerta, para avisarnos cuando la asistenta se largase de allí. Yo también colaboré en el plan improvisado por Arisa. Mi cometido consistió en limpiarme la baba que me caía y en evitar que lo que estaba pensando al ver a Arisa de aquella manera se convirtiera en frases que salieran por mi boca. ¡Madre del amor hermoso, qué mal lo pasé! Además la señora aquella seguía sin moverse del otro lado de la puerta, al parecer era una voyeur auditiva. Gabriel le hizo una señal a Arisa para que acabara con su espectáculo, con la intención de que la asistenta se largase, y ella lo acabó a lo grande (aquí sí que me puse muy malo de verdad). Lo acabó tan a lo grande que la cabeza del vampiro salió despedida de la cama y llegó rebotando hasta mis pies. ¡Qué cosa más horrible! Instintivamente le pegué una patada y la colé en el cuarto de baño, cuya puerta estaba a la izquierda de la cama. La señora fisgona se alejó de la puerta, pues ya había acabado lo interesante para ella, y nosotros suspiramos aliviados. Volvimos al estado de silencio absoluto previo a mi accidente con la espada y no hablamos de nuevo hasta que oímos la puerta de la calle abriéndose y cerrándose de un portazo, indicándonos que la asistenta había abandonado el piso.
—Por un pelo, chicos, por un pelo —dijo Arisa—. Me he manchado las manos de sangre, qué asco. Voy al cuarto de baño a asearme un poco.
—Cuando salgas, tráete la cabeza —dijo Gabriel.
Arisa entró en el cuarto de baño y le pegó una patada a la cabeza del vampiro.
—Yo paso de coger eso con las manos —dijo mientras abría el grifo del lavabo.
—Cógela tú, Abel, y déjala encima de la cama —me ordenó Gabriel.
—De acuerdo —dije mientras me agachaba a recogerla, cosa de la que no me quejé porque de hacerlo mis amigos me habrían saltado a la yugular con el tema de la cagada de la espada, y con razón—. Aparte de lo del pijama a rayas, lo que hemos descubierto es que los vampiros follan. A la asistenta no le ha extrañado que estuviera con una mujer.
—Cuida tu vocabulario que hay una señorita en la habitación —me dijo Gabriel al tiempo que me pegaba una colleja.
—¿Que cuide mi vocabulario porque hay una señorita en la habitación? ¡Pero si ella ha soltado más palabrotas hace un rato que yo en toda mi vida!
—No es lo mismo, ella estaba actuando —me replicó Gabriel.
—Pues aparte de follar, parece que los vampiros toman somníferos —dijo Arisa saliendo del cuarto de baño con un frasco de pastillas—. Además, los de este eran muy fuertes.
—¿Un vampiro que toma somníferos para dormir? —pregunté yo extrañado.
—Hombre, piensa que en una gran ciudad hay mucho ruido, no es como en la Rumania de las películas —contestó Gabriel buscándole la lógica a algo que a mí me parecía que no la tenía.
—¿Qué hacemos, esperar un par de horas más a ver si se deshace el condenado? —preguntó Arisa.
—Sí, será lo mejor, pero yo cada vez tengo más claro que el sol no nos va a echar una mano —contestó Gabriel.
A las doce del mediodía, Samuel Hide seguía entero. Bueno, decapitado, pero entero. Definitivamente los vampiros no quedaban convertidos en cenizas bajo la luz del astro rey. Ahora teníamos un problema y grave. ¿Cómo nos desharíamos de aquel cadáver? Encontramos la solución en el inmenso vestidor que tenía Samuel Hide en la habitación y que en un principio pensamos que solamente era un armario empotrado de tamaño normal. Había allí dentro más ropa y zapatos que en todas las tiendas de mi pueblo juntas. Al fondo del vestidor encontramos un baúl en el que metimos el tronco y la cabeza de Samuel Hide envueltos en una sábana. Decidimos que sacaríamos el baúl y su contenido del piso bien entrada la noche, para no toparnos con ningún vecino del edificio.
Gabriel y yo fuimos al aparcamiento, pues nuestro plan era bajar el baúl hasta allí y meter el cadáver en el maletero del coche del vampiro, para después llevarlo hasta Congers y enterrarlo al lado de nuestro cerdo de prácticas. Ya en el aparcamiento, mi amigo apretó el botón de la llave del coche que había cogido del mueble del recibidor y un pitido acompañado de un destello de focos e intermitentes nos permitió descubrir cuál era el vehículo de Hide. Se trataba del mismo
Vampmóvil
que Arisa y yo habíamos seguido hasta el puerto de Nueva York la noche en la que su propietario mató al señor Shine. Entramos en el coche y le expliqué a Gabriel que con los botones que había en la puerta se activaba el dispositivo que hacía salir las placas metálicas. Hicimos la prueba y, efectivamente, las placas aparecieron, como lo habían hecho cuando yo toqué los botones traseros por error en el viaje de Syracuse a Ithaca. No apareció ninguna placa que cubriera las lunas delanteras, lo cual tenía sentido, ya que en un principio nosotros habíamos pensado que las placas metálicas eran para evitar que la luz del sol entrara en el coche, pero el hecho de que Hide no se hubiera convertido en cenizas significaba que los vampiros no necesitaban ese tipo de protección. ¿Para qué servían, entonces, esas placas? Gabriel me pidió que fuera a la parte de atrás del coche y que intentara bajar las placas apretando el mismo botón que apreté en aquella ocasión. Bajé del coche, me subí a la parte de atrás y apreté el botón, pero las placas no bajaron.
—Lo que suponía —dijo Gabriel.
—A lo mejor desde aquí atrás no pueden bajarse —señalé yo.
—No, no es por eso. He apretado un botón que bloquea el dispositivo. Prueba ahora y verás como sí consigues bajarlas.
—De acuerdo —dije mientras apretaba de nuevo el botón, que en esta ocasión sí consiguió que bajaran las placas—. ¿Por qué crees que el conductor puede bloquear el sistema? ¿Es para evitar accidentes?
—No, es por otra razón. Es porque esto no es un
Vampmóvil
, sino un
Secuestromóvil
. Meten a la gente atrás, como hicieron con mi padre, la separan del conductor y cubren las lunas para que no sepa adónde se dirigen. Además, también he encontrado un botón para bloquear las puertas traseras. Prueba a abrir una, ya verás como no puedes.
Efectivamente, el botón que había apretado Gabriel bloqueó las puertas traseras del
Secuestromóvil
. Me parecía un poco exagerada toda aquella maquinaria para conseguir el mismo efecto que se logra maniatando a una persona y colocándole una venda en los ojos, pero los vampiros son seres muy extraños y al parecer necesitan toda esa parafernalia para sentirse seguros.
Mientras esperábamos a que anocheciera, comimos y bebimos a costa de nuestra primera víctima. Los vampiros no solamente dormían en pijama, roncaban, practicaban sexo y tomaban somníferos, sino que además comían de todo —verduras, pescado, carne, dulces, pasta— y bebían vino —de excelentes cosechas, según Arisa— y otros licores. Lo de la sangre debía de ser un extra, algo que les daba más fuerza o que formaba parte de un ritual para seguir siendo vampiros inmortales, pero lo que estaba claro era que no la bebían como alimento porque podían comer de todo. Después de comer Gabriel nos dijo a Arisa y a mí que intentáramos dormir un poco, mientras él se quedaba de guardia. Arisa se tumbó en el sofá y yo me quedé dormido en uno de los sillones de aquel pequeño salón.
A eso de las once de la noche, Gabriel nos despertó. Creo que si no lo hubiera hecho, habría sido capaz de dormir dos días seguidos. Gabriel y yo sacamos a rastras el baúl del piso, mientras Arisa llamaba al ascensor. Bajamos al aparcamiento y yo cogí el
Secuestromóvil
y lo acerqué hasta el ascensor. Abrimos el baúl y metimos el tronco y la cabeza de Hide en el maletero. Arisa preguntó si teníamos que volver a subir al piso para dejar allí el baúl, y Gabriel le dijo que no hacía falta, ya que en aquel aparcamiento había una especie de cuarto trastero donde, al parecer, los vecinos abandonaban cosas inútiles. Allí dejamos el baúl y subimos al coche, Gabriel y yo delante y Arisa detrás con la bolsa de deporte, la espada, la mochila y su ballesta.
Nuestra intención era llevar a Arisa hasta el Volkswagen y que ella lo condujera hasta Congers siguiéndonos de cerca. Esa era nuestra intención, pero un puñetero vampiro de madre alemana y un semáforo de mierda nos obligaron a cambiar de planes.
Por una cabeza
N
os topamos con Helmut Martin al salir del aparcamiento. Seguramente había quedado con Samuel Hide para ir esa noche por ahí a cometer juntos sus fechorías vampíricas y por eso nos lo encontramos caminando por la acera del edificio en dirección a la puerta del mismo. Pasamos junto a él y no nos vio, pero cuando le rebasamos comenzó a correr detrás de nosotros gritando: «¡Samuel, para, que estoy aquí!». Arisa y yo miramos a Gabriel, y éste resopló, negó con la cabeza y, por supuesto, no se detuvo. Helmut se paró de repente y se puso a llamar por su móvil. Nos habíamos librado de él, pero hace muchos años a algún imbécil que no tenía nada mejor que hacer se le ocurrió inventar un buen día el semáforo y uno de estos simpáticos artilugios nos obligó a detenernos en el segundo cruce que encontramos en nuestro camino. ¡Mierda de semáforos con sus lucecitas de las narices! Al ver que nos deteníamos, Helmut se puso otra vez en marcha, corriendo muy rápido para alcanzar nuestro coche antes de que el semáforo se pusiera otra vez en verde. Gabriel se volvió y le dijo a Arisa que pasara a la parte delantera sin salir del coche y que con ella trajera todos los trastos que había detrás. Arisa obedeció, y cuando ya estaba acurrucada contra mí en mi asiento, Gabriel me pidió que me volviese y abriese la puerta trasera de mi lado del coche. Me estiré todo que pude y logré abrir la puerta, momento que aprovechó Gabriel para activar el dispositivo de las placas metálicas. El semáforo cambió a verde, pero Gabriel no se puso en marcha hasta que oyó que la puerta trasera se había cerrado. Entonces comprendí que acabábamos de secuestrar a Helmut Martin.
—¿No me has visto antes, Samuel? —preguntó el vampiro, pero no recibió respuesta—. Samuel, ¿por qué están las placas puestas? ¿Se ha estropeado el dispositivo? ¿No me oyes? Para y pasaré a la parte de delante. Para, por favor. ¿Estás sordo? ¿Te crees que esto es gracioso? ¡Para ahora mismo!
No fue por orden suya, sino por otro semáforo por lo que Gabriel detuvo de nuevo el coche. Oímos cómo Helmut intentaba abrir la puerta.
—Samuel, la puerta no se abre. ¿Has bloqueado las puertas, Samuel? Me estoy empezando a cabrear, te lo juro. ¡Desbloquea las puertas, joder!
Nos pusimos en marcha de nuevo y Helmut empezó a golpear la placa metálica que nos separaba de él, mientras profería todo tipo de insultos y amenazas en inglés y alemán. Gabriel nos preguntó en voz baja si seríamos capaces de indicarle dónde mataron Helmut y el otro vampiro a su padre. Yo le contesté que no sabría llevarle hasta allí, pero Arisa dijo que si era capaz de llevarnos hasta el puerto, una vez allí ella podría guiarle hasta el almacén en el que murió su padre. Gabriel musitó un «gracias» y Arisa le besó en la boca, luego se volvió y me besó en una mejilla. No era un beso en el mismo lugar, pero creo que para ella y para mí significaba lo mismo que el que le acababa de dar a Gabriel.
Poco antes de llegar al puerto, nuestro vampiro secuestrado se cansó de aporrear la placa de metal y se dedicó solamente a seguir insultando y amenazando a Samuel Hide. Una vez en el puerto, Arisa guió sin problemas a Gabriel hasta el almacén en el que asesinaron al señor Shine. Gabriel detuvo el coche y me pidió que saliera y comprobara si podía abrir la puerta del almacén de par en par para entrar con el coche en él. Hice lo que me pidió y lo que comprobé fue que no se podían abrir las puertas porque estaban unidas con un candado.