Entre nosotros (15 page)

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Authors: Juan Ignacio Carrasco

Tags: #Terror

BOOK: Entre nosotros
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Tras equiparnos para la misión, regresamos corriendo a la calle de El Año del Dragón, bordeamos el edificio y entramos en el callejón en el que se encontraba la puerta trasera del restaurante.

Después de comprobar que no había nadie por los alrededores, saqué el diamante de su cajita. La herramienta estaba envuelta en un plástico duro y transparente a prueba de niños. No sé qué concepto tenía Thorn de la infancia norteamericana porque si aquello estaba hecho a prueba de niños, estos debían de ser mini culturistas anabolizados hasta las cejas. Probé con las uñas, mordí, rocé el plástico contra ladrillos que sobresalían de una pared y, nada, que no había manera de abrirlo.

Me rendí y le pegué una patada al puñetero diamante, enviándolo a diez metros de distancia, momento que aprovechó Gabriel para romper el grueso cristal de la puerta trasera del restaurante golpeándolo con la llave inglesa.

Al entrar, lo primero que nos encontramos fue un corto pasillo por el que pasamos sin necesidad de utilizar la linterna, pues veíamos sin problemas gracias a la luz natural que entraba a través de la puerta. Al final de ese pasillo se encontraba la cocina, y al entrar Gabriel me dio la llave inglesa y encendió la linterna. La cocina estaba vacía, no había ni neveras abandonadas ni pucheros olvidados, solamente un gran fogón en el centro y una extraña peste a curry en el ambiente. Dejamos la cocina y accedimos al comedor. Algo de luz entraba por los huecos de los tableros que cubrían las ventanas del local. Eran unas ventanas pintadas, que imitaban paisajes de una China con dibujos animados sin dictadores comunistas de cabeza grande y frente despejada. Las paredes estaban cubiertas de un papel pintado con motivos orientales y adornadas con grandes manchas de humedad. No había ni mesas ni sillas ni ningún otro tipo de mueble, solamente una barra de bar al lado de la puerta de la cocina. Gabriel estuvo paseando por aquel comedor durante varios minutos, enfocando todos y cada uno de los rincones, esperando encontrar un dos de diamantes que, al parecer, no estaba allí. Tras suspirar amargamente, me miró alumbrándome con la linterna. Yo no podía verle la cara, pero estaba seguro de que era la misma que había puesto cuando la T mayúscula de Thorn fue incapaz de traerle ningún recuerdo útil.

—Nada, Abel, aquí no hay nada. Lo mejor será que volvamos a casa. Quizá esta noche, meditando un poco, sea capaz de unir las piezas.

Bajó la linterna y la enfocó hacia la puerta de la cocina. En ese momento sentí que algo estaba subiendo por una pernera de mi pantalón. Di un grito, Gabriel se volvió, enfocó mi pierna y vi que se trataba de una rata. Empecé a agitar la pierna bruscamente para que el bicho se desenganchara, pero la rata no estaba por la labor de despegarse de mí. Así que hice lo más irracional, golpearla con la llave inglesa. Irracional porque conseguí darle al tercer intento, golpeándome a mí mismo las dos primeras veces. La rata salió corriendo, y yo estaba tan rabioso de haberme golpeado a mí mismo por su culpa que le lancé la llave inglesa. Le di en toda la cabeza y el bicho chilló como un loco antes de estirar la pata… No, es mentira, no le di. A ver, si cuando la tenía pegada al cuerpo atiné con ella al tercer intento, las probabilidades de lograrlo con la rata corriendo hacia la oscuridad eran nulas. No, no le di, lancé la llave inglesa y esta se estrelló directamente contra el suelo produciendo un gran eco.

—¿Has oído eso? —me preguntó Gabriel.

—Ha sido la llave inglesa, la acabo de lanzar. Mierda de rata, espero que no me haya llenado de pulgas, piojos o de…

—No, ya sé que ha sido la llave inglesa, pero ese eco no era de esta habitación, sino que provenía de debajo del suelo.

—¿Crees que hay un sótano?

—Sí, seguro que hay algo aquí abajo.

Me di cuenta enseguida de que lo que realmente estaba diciendo Gabriel era que había un sótano y que, por supuesto, íbamos a bajar para investigar. A mí el tema empezaba ya a preocuparme, básicamente por la fauna roedora
cloaquera
y repulsiva que seguramente habitaba en ese sótano al que con tanta alegría quería bajar Gabriel. Iba a decirle que por lo que a mí respectaba la aventura ya había concluido. Si se había pasado varios años entrando y saliendo de un sanatorio, era poco plausible que sus problemas mentales —que en aquellos momentos yo no dudaba que existieran— fuesen a arreglarse por visitar el tenebroso sótano de un restaurante chino abandonado. Pero no le dije nada porque antes de que me diera cuenta, Gabriel ya había abierto una trampilla del suelo y había bajado un par de escalones de la escalera que llevaba al sótano rateril.

—Anda, recoge la llave inglesa y sígueme —me dijo mientras su cuerpo iba desapareciendo por aquel agujero del suelo del restaurante.

La escalera era larga y muy empinada. Descendimos lo equivalente a dos pisos de un edificio normal. Mucho descenso para un simple sótano, pensé yo. Al final de la escalera nos topamos con una puerta de metal que parecía nueva. La abrimos y entramos en un largo pasillo que la linterna no podía iluminar en toda su extensión. Gabriel enfocó la linterna hacia el suelo de aquel pasillo y la luz reflejada en él nos deslumbró. Las baldosas que estábamos pisando parecían ser de mármol blanco, pulido y encerado. Gabriel apuntó con la linterna el techo, que también era de mármol blanco, y vimos que había una hilera de lámparas doradas, imitando candelabros, colgando de él. Mi compañero se volvió automáticamente al ver aquellas lámparas, dirigió su luz a la puerta por la que habíamos entrado y junto a ella vimos que había un interruptor. Me acerqué hasta allí, lo accioné y al instante el pasillo se iluminó por completo, dejando de ser un pasillo para convertirse en otra cosa muy diferente. En las paredes, también de mármol blanco, había cavidades rectangulares de unos dos metros de profundidad, unos noventa centímetro de ancho y sesenta centímetros de altura. En total conté sesenta, treinta a cada lado del pasillo central. Cada una de estas cavidades tenía un pequeño cojín dorado que parecía hacer las funciones de almohada.

—Esto parecen nichos —dijo Gabriel—. Es como un mausoleo o como una catacumba de lujo.

—¿Catacumba? ¿Eso no es un baile vudú jamaicano?

—No, hombre, las catacumbas eran una especie de cuevas subterráneas que los primeros cristianos de Roma utilizaban como cementerios.

—Pues peor me lo pones, Gabriel. Esto tiene muy mala pinta.

—Quizá aquí había un cementerio antes de que edificaran encima y tal vez esto sea una especie de monumento subterráneo que los propietarios de los edificios de arriba están obligados a conservar.

—¿Tú has visto
Poltergeist
, Gabriel?

—¿Es una película? No, no la he visto.

—Pues yo sí y te aseguro que no es recomendable construir nada encima de un cementerio. Más aún, teniendo en cuenta la gente que ha muerto misteriosamente después de trabajar en
Poltergeist
y sus secuelas, es incluso poco recomendable hacer una película sobre cualquier edificio construido encima de un cementerio.

—Lo que me parece curioso es que los nichos tengan cojines.

—A mí no me parece curioso, a mí me acojonan directamente. Tío, vámonos, por favor.

Gabriel no me hizo caso. Supongo que el hecho de que fuera esquizofrénico declarado le permitía decidir lo que era real o no dependiendo de las circunstancias. Si estaba a ocho o diez metros bajo el suelo de Nueva York, metido en una especie de cementerio de lujo de sesenta nichos con cojines dorados y no tenía miedo era porque algo no funcionaba bien en su cabeza. A mí aquellos cojines dorados me parecían siniestros y a él no, a él le parecían curiosos. Incluso se atrevió a coger uno, sin guantes de
CSI
ni nada, para mirarlo más detenidamente.

—Mira, Abel, aquí hay un pelo —me dijo enseñándome un cabello largo y rubio que alguien se había dejado olvidado en aquel cojín.

—Vámonos, por favor, Gabriel, por favor, por favor —supliqué arrodillándome.

—De acuerdo —dijo Gabriel dejando el cojín en su nicho y señalando otra puerta metálica que estaba al final del pasillo—. A ver qué nos encontramos detrás de esa puerta.

—No, tío, cuando digo que nos vayamos, me refiero a que volvamos a Ithaca ya mismo.

—Hombre, ya que hemos llegado hasta aquí, no me digas que no tienes curiosidad por saber qué puede haber más adelante.

—No, no tengo ninguna curiosidad, te lo juro.

—Yo sigo, tú haz lo que quieras. Yo no me voy de aquí sin averiguar lo que he venido a averiguar.

—Mira, Gabriel, no tengo ni la más remota idea de lo que puede haber detrás de esa puerta, pero dudo que ahí encuentres tu dos de diamantes. Por lógica, haya lo que haya, será peor que lo que hay aquí, y aquí hay un cementerio con cojines que acojonan.

Gabriel ni me escuchó, me cogió de la mano y me arrastró consigo hacia la segunda puerta metálica de la excursión a las entrañas de El Año del Dragón. ¿Y qué había detrás de esa puerta? Pues más de lo mismo, oscuridad absoluta y una nueva escalera, en esta ocasión en forma de espiral. Sí, una bonita escalera de caracol metálica, colgada de no se sabe dónde y que era más larga que la versión extendida de la trilogía de
El señor de los anillos
. Aparte de la oscuridad y la escalera, la otra cosa que nos encontramos al atravesar aquella puerta fue un hedor nauseabundo que a medida que descendíamos se hacía cada vez más penetrante. Parecía una mezcla de cloaca saturada y carne putrefacta de algún animal muy grande. Cuando llegamos al final de la escalera, el hedor ya era tan insoportable que no pude soportarlo y vomité el especial de la casa que me había comido en el restaurante de enfrente. No sé si aquello era el infierno, pero seguro que apestaba igual.

Gabriel comenzó a alumbrar hacia todas partes con la linterna, pero parecía que estábamos en medio de la nada absoluta. No se veía nada delante ni tampoco a los lados, y el techo de aquel lugar debía de estar a cincuenta metros de altura. Era un momento ideal para darse la vuelta y largarse de allí; no podíamos seguir en medio de la oscuridad absoluta, sin referencias visuales y envueltos por aquella peste nauseabunda. Por supuesto, Gabriel no pensaba lo mismo, él quería continuar con su búsqueda absurda. Iluminó el suelo, de cemento gris oscuro, y seguimos hacia delante esperando encontrar alguna nueva puerta o algo que nos sirviera para situarnos. Caminábamos muy lentamente, deteniéndonos cada cuatro pasos para comprobar si algo de lo que nos rodeaba había cambiado. En una de estas ocasiones que nos detuvimos, sí se produjo un cambio, pero no fue visual, sino sonoro. Por encima de nuestras cabezas se oyó un sonido que yo identifiqué como un gemido humano enmudecido bruscamente. A este sonido le siguieron otros que no sabría definir. Nos quedamos totalmente inmóviles, y en aquel momento los pensamientos de Gabriel coincidieron con los míos, ya que me cogió del brazo y me hizo dar media vuelta. Sí, volvíamos a Ithaca, la aventura había acabado.

Bueno, eso es lo que pensé yo, pero no fue así, ya que no habíamos dado ni un paso cuando Gabriel empezó a tambalearse. Al parecer el hedor de aquel lugar también estaba causando efectos en él. Se separó de mí, dando cuatro largos pasos, se detuvo y me lanzó la linterna, al tiempo que se encorvaba para poder vomitar como Dios manda. Yo no pude coger la linterna al vuelo porque en la mano derecha llevaba la llave inglesa y la mano izquierda la suelo tener de adorno. La linterna acabó dándome en un costado, salió rebotada hacia delante y rodó por el suelo unos cuantos metros. Fui hasta donde se había parado, y cuando me agaché a recogerla, me di cuenta de que se encontraba en el borde de algo, que un palmo más allá había una nueva escalera, un pozo o, tal vez, un precipicio por el que caer definitivamente al infierno. Cogí la linterna e iluminé hacia abajo para saber al borde de qué estaba. No, no era una escalera. Tampoco era un pozo. ¿Era el infierno? Sí, el infierno en forma de una inmensa fosa abierta, del tamaño de una piscina olímpica, en la que había cientos de esqueletos y sobre estos otros cadáveres en diferentes estados de putrefacción. Algunos de estos cadáveres estaban desnudos, pero la mayoría de ellos se estaban descomponiendo embutidos en las ropas que llevaban el día que, por alguna razón, les sobrevino la muerte. No se podían distinguir muy bien los colores de las ropas que llevaban porque todas tenían un mismo color marrón verdoso, quizá producido por los líquidos que supuraban de los cuerpos de aquella gran olla de putrefacción.

Evidentemente, yo estaba en estado de shock porque de no estarlo me habría desmayado. En vez de desmayarme, lo que hice fue ponerme a caminar tomando como referencia el borde de aquella fosa, con la intención de iluminar todos y cada uno de los rincones de aquel infierno de cadáveres. Gabriel se acercó a mí poco después de iniciar mi paseo de reconocimiento, y al asomarse a aquel espectáculo de muerte, se apoyó con fuerza sobre mi hombro derecho y musitó: «Joder, ¿qué es esto?». No podíamos dejar de mirar hacia el interior de la fosa, mientras seguíamos caminando lentamente por su borde. Era tan real que parecía irreal. Ya no sentíamos el pestazo de la putrefacción de aquellos cadáveres que nos había golpeado al entrar en aquel lugar. Creo que el hecho de que la linterna solamente iluminara un espacio muy limitado nos permitía seguir nuestro recorrido, ya que de haber podido iluminar completamente aquel lugar, no tengo la menor duda de que no habríamos podido soportarlo. Aun así, llegó el momento en el que no pudimos continuar más. La linterna iluminó unas piernecitas desnudas que parecían ser de un bebé que estaba boca abajo, con el resto del cuerpo sepultado entre dos cadáveres.

—¡Dios mío! ¿Dónde nos hemos metido, Abel? —preguntó Gabriel con la voz trémula.

—No lo sé. Lo único que no entiendo es por qué seguimos aquí.

—Es verdad, vámonos a casa y que mi padre llame a quien tenga que llamar.

Nos dimos media vuelta y volvimos hacia atrás. Había tenido la precaución de buscar una referencia dentro de la fosa antes de ponerme a pasear por su borde, para poder volver si hiciera falta al lugar en el que se había quedado Gabriel vomitando o a la escalera por la que habíamos bajado hasta allí. Esa referencia era un zapato rojo de tacón de aguja, que estaba muy cerca del borde de la fosa, sin ningún pie en su interior, aclaro. Encontramos el zapato sin problemas, así que solamente había que darse la vuelta, caminar unos metros y estaríamos a los pies de la escalera de caracol. Sin embargo, un nuevo incidente retrasó un poco más nuestra salida de aquel lugar. De la nada absoluta cayó algo en la fosa, estrellándose delante de nosotros, aunque a muchos metros de distancia. La linterna no alcanzaba a iluminar el lugar exacto en el que había caído lo que seguramente era un nuevo cadáver. Eso podía explicar aquel gemido enmudecido que habíamos escuchado antes. Alguien había matado a una persona, encima de nuestras cabezas, y luego había lanzado el cuerpo a la fosa. Si eso había ocurrido estando nosotros allí, por lógica el asesino nos había visto y corríamos peligro. No había tiempo que perder, teníamos que salir de allí inmediatamente.

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