Ensayo sobre la ceguera (28 page)

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Authors: José Saramago

BOOK: Ensayo sobre la ceguera
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Las bolsas de plástico van mucho más ligeras de lo que vinieron, no es extraño, la vecina del primero comió también de ellas, dos veces comió, primero anoche, y hoy le dejaron también algo cuando le pidieron que se quedara con las llaves y las guardara por si aparecían los legítimos dueños, cuestión de endulzarle la boca, que del carácter de ella tenemos ya noticia suficiente, y esto sin hablar del perro de las lágrimas que también comió de las bolsas, sólo un corazón de piedra habría sido capaz de fingir indiferencia ante aquellos ojos suplicantes, y a propósito, dónde se ha metido el perro, no está en la casa, por la puerta no ha salido, sólo puede estar en el huerto, fue la mujer del médico a comprobarlo, y así era en efecto, el perro de las lágrimas estaba comiéndose una gallina, tan rápido había sido el ataque que ni una señal de alarma se había disparado, pero si la vieja del primero tuviera ojos y anduviese con las gallinas contadas, no se sabe el destino que, de rabia, podían tener las llaves. Entre la consciencia de haber cometido un delito y la impresión de que la criatura humana a quien protegía se marchaba de allí, el perro de las lágrimas no lo dudó un momento, rápidamente escarbó el suelo blando, y antes de que la vieja del primero se asomara al rellano de la escalera de socorro para olfatear la fuente de los ruidos que le entraban en la casa, estaba ya enterrado lo que quedaba de la gallina, oculto el crimen, reservados para otra ocasión los remordimientos. El perro de las lágrimas se escabulló por la escalera arriba, rozó como un soplo las faldas de la vieja, que ni tiempo tuvo de darse cuenta del peligro por el que acababa de pasar, y se fue junto a la mujer del médico, donde anunció a los vientos su proeza. La vieja del primero, oyendo ladrar con tamaña ferocidad, temió, ya sabemos que demasiado tarde, por la seguridad de su despensa, y gritó estirando el cuello hacia arriba, Ese perro tiene que estar sujeto, que va a matarme cualquier día una gallina, Descuide, respondió la mujer del médico, el perro no tiene hambre, ha comido ya, y nosotros nos vamos ahora mismo, Ahora, repitió la vieja, y hubo en su voz un quiebro como de tristeza, como si quisiera que lo entendieran de un modo muy distinto, por ejemplo, Y me van a dejar sola aquí, pero no dijo una palabra más, sólo aquel Ahora que no pedía siquiera una respuesta, también los duros de corazón tienen sus disgustos, el de esta mujer fue tal que después no quiso abrir la puerta para despedir a los desagradecidos a quienes había dado paso franco por su casa. Los oyó bajar la escalera, iban hablando unos con otros, decían, Cuidado, no tropieces, Pon la mano en mi hombro, Agárrate al pasamanos, las palabras de siempre, pero ahora más comunes en este mundo de ciegos, lo que sí le pareció extraño fue oír a una de las mujeres, que decía, Aquí está tan oscuro que no veo nada, que la ceguera de esta mujer no fuese blanca ya era, de por sí, algo sorprendente, pero que la oscuridad no la dejase ver, qué podría significar. Quiso pensar, se estrujó el cerebro, pero la cabeza medio desvanecida no se lo permitió, al cabo de un rato estaba diciéndose a sí misma, Seguro que oí mal, eso fue. En la calle, la mujer del médico se acordó de lo que había dicho, tenía que andar con más cuidado, moverse como quien tiene ojos, eso sí podía hacerlo, Pero las palabras tienen que ser de ciego, pensó.

Reunidos en la acera, dispuso a los compañeros en dos filas de a tres, en la primera colocó al marido y a la chica de las gafas oscuras, con el niño estrábico en el medio, en la segunda iban el viejo de la venda negra y el primer ciego, encuadrando a la mujer. Quería tenerlos a todos cerca, no en la frágil fila india de costumbre, en hileras que en cualquier momento podrían romperse, bastaba con que se cruzasen en el camino con un grupo más numeroso o más brutal, y sería como en el mar un paquebote cortando en dos una falúa que se le hubiese puesto delante, ya se conocen las consecuencias de semejantes accidentes, naufragio, destrozos, gente ahogada, inútiles gritos de socorro en la amplitud del océano, el barco sigue adelante, ni se ha dado cuenta del atropello, así ocurriría con éstos, un ciego aquí, otro allá, perdidos en las desordenadas corrientes de los otros ciegos, como las olas del mar que no se detienen y no saben adónde van, y la mujer del médico sin saber, tampoco ella, a quién deberá acudir primero, dándole la mano al marido, tal vez al niño estrábico, pero perdiendo a la chica de las gafas oscuras, a los otros dos, el viejo de la venda negra, muy lejos, camino del cementerio de los elefantes. Lo que hace ahora es pasar alrededor del grupo, incluyéndose ella, una cuerda de tiras de paño atadas, la hizo mientras los otros dormían, No os agarréis a mí, dijo, agarrad la cuerda con todas vuestras fuerzas, sin dejarla en ningún caso, pase lo que pase. No debían caminar demasiado juntos para evitar tropiezos entre ellos, pero tendrían que sentir la proximidad de sus vecinos, el contacto si fuese posible, sólo uno no necesitaba preocuparse de estas cuestiones nuevas de táctica y dominio del terreno, ése era el niño estrábico, que iba en medio, protegido por todos los lados. A ninguno de nuestros ciegos se le ha ocurrido preguntar cómo van navegando los otros grupos, si también andan atados, por este u otro procedimiento, pero la respuesta sería fácil, por lo que se ha podido observar, los grupos, en general, salvo el caso de alguno más cohesionado por razones que le son propias y que no conocemos, van perdiendo y ganando adherentes a lo largo del día, siempre hay un ciego que se extravía y deja el rebaño, otro que, atrapado por la fuerza de gravedad ha sido arrastrado, quizá lo acepten, quizá lo expulsen, depende de lo que traiga consigo. La vieja del primero abrió la ventana lentamente, no quiere que se sepa que tiene esta flaqueza sentimental, pero de la calle no llega ningún ruido, ya se han ido, han dejado este sitio por donde casi nadie pasa, la vieja debería estar contenta, así no tendrá que compartir con otros sus gallinas y sus conejos, tendría que estarlo, y no lo está, de los ojos ciegos brotan dos lágrimas, por primera vez se preguntó si tenía algún motivo para seguir viviendo. No encontró respuesta, las respuestas no llegan siempre cuando uno las necesita, muchas veces ocurre que quedarse esperando es la única respuesta posible.

Por el camino que llevaban pasarían a dos manzanas de la casa donde el viejo de la venda negra tenía su cuarto de hombre solo, pero habían decidido que seguirían adelante, comida allí no hay, ropas no necesita, los libros no los puede leer. Las calles están llenas de ciegos que andan buscando algo que se coma. Entran y salen de las tiendas, con las manos vacías entran y con las manos vacías salen casi siempre, después discuten entre ellos la necesidad o la ventaja de dejar este barrio y buscar en otras partes de la ciudad, el gran problema es que, tal como están las cosas, sin agua corriente, sin energía eléctrica, con las bombonas de gas vacías, y con el peligro añadido de encender fuego dentro de las casas, no se puede cocinar, eso contando que supiéramos dónde está la sal, el aceite, los condimentos, en el supuesto de querer preparar un plato con algún vestigio de sabores a la antigua, que si hubiera hortalizas, sólo con un hervor nos daríamos por satisfechos, y lo mismo la carne, aparte de los conejos y gallinas de siempre, servirían los perros y los gatos que se dejaran atrapar pero, como la experiencia es realmente maestra de la vida, hasta estos animales, antes domésticos, han aprendido a desconfiar de las caricias, ahora cazan en grupo, y en grupo se defienden de ser cazados, como, gracias a Dios, siguen teniendo ojos, saben mejor cómo esquivar y cómo atacar si es preciso. Todas estas circunstancias y razones han llevado a la conclusión de que los mejores alimentos para los humanos son los que vienen en lata, no sólo porque en muchos casos están ya cocinados, dispuestos para ser consumidos, sino también por la facilidad de transporte y la comodidad de uso. Cierto es que en las latas, tarros y embalajes varios en los que vienen estos comestibles se menciona la fecha de caducidad, y que a partir de esta fecha su consumo resulta inconveniente, e incluso, en algunos casos, peligroso, pero la sabiduría popular no tardó en poner en circulación un proverbio en cierto modo indiscutible, simétrico a otro que ha dejado ya de usarse, ojos que no ven, corazón que no siente, se decía, ahora los ojos que no ven gozan de un estómago insensible, por eso se comen tantas porquerías por ahí. Delante de su grupo, la mujer del médico hace mentalmente balance de la comida que aún tiene, llegará, si llega, para una cena, sin contar con el perro, pero él, que se las arregle como pueda, que bien pudo con la gallina, agarrarla por el pescuezo y cortarle la voz y la vida. Tiene en casa, si no recuerda mal y si nadie por allí anduvo, una razonable cantidad de conservas, lo adecuado para un matrimonio, pero aquí son siete a comer, las reservas poco durarán, aunque se aplique un severo racionamiento. Mañana, o cualquier día de éstos, tendrá que volver al almacén subterráneo del supermercado, tendrá que decidir si va sola o si le pide al marido que la acompañe, o al primer ciego, que es más joven y más ágil, la elección está entre recoger una cantidad mayor de comida y la rapidez de acción, incluyendo, conviene no olvidarlo, las condiciones de la retirada. La basura en las calles, que parece haberse duplicado desde ayer, los excrementos humanos, medio licuados por la lluvia violenta los de antes, pastosos o diarreicos los que están siendo evacuados ahora mismo por estos hombres y mujeres mientras vamos pasando, saturan de hedores la atmósfera, como una niebla densa a través de la cual sólo con gran esfuerzo es posible avanzar. En una plaza rodeada de árboles, con una gran estatua en el centro, una jauría está devorando a un hombre. Debía de haber muerto hace poco, sus miembros no están rígidos, se nota cuando los perros los sacuden para arrancar al hueso la carne desgarrada con los dientes. Un cuervo da saltitos en busca de un hueco para llegar también a la pitanza. La mujer del médico desvió los ojos, pero era demasiado tarde, el vómito ascendió irresistible de las entrañas, dos veces, tres veces, como si su propio cuerpo, aún vivo, se viera sacudido por otros perros, la jauría de la desesperación absoluta, hasta aquí he llegado, quiero morir aquí. El marido preguntó, Qué tienes, los otros, unidos por la cuerda, se acercaron más, repentinamente asustados, Qué ha pasado, Te ha sentado mal la comida, Algo que estaría pasado, Pues yo no noto nada, Ni yo. Menos mal, mejor para ellos, sólo podían oír la agitación de los animales, un insólito y repentino graznido de cuervo, en la confusión uno de los perros le había mordido en un ala, de pasada, sin mala intención, entonces la mujer del médico dijo, No lo he podido evitar, perdonadme, es que hay aquí unos perros que se están comiendo a otro perro, Se están comiendo a nuestro perro, preguntó el niño estrábico, No, no es el nuestro, el nuestro, como tú dices, está vivo, anda alrededor de ellos, pero no se acerca, Después de la gallina que se ha comido, seguro que ya no tiene hambre, dijo el primer ciego, Estás mejor, pregunta el médico, Sí, mucho mejor, vámonos ya, Y nuestro perro, volvió a decir el niño, El perro no es nuestro, sólo viene con nosotros, probablemente se quede ahora con éstos, seguro que anduvo antes con ellos y se ha encontrado con amigos, Quiero hacer caca, Aquí, Tengo muchas ganas, me duele la barriga, se quejó el niño. Se alivió allí mismo, como le fue posible, la mujer del médico vomitó una vez más, pero sus razones eran otras. Atravesaron luego la amplia plaza y, cuando llegaron a la sombra de los árboles, la mujer del médico miró hacia atrás. Habían aparecido más perros, se disputaban ya lo que quedaba del cuerpo. El perro de las lágrimas venía con el hocico pegado al suelo como si estuviera siguiendo algún rastro, cuestión de costumbre, porque esta vez la simple mirada bastaba para encontrar a aquella a quien busca.

Continuó la caminata, la casa del viejo de la venda negra quedó atrás, ahora siguen por una amplia avenida con altos y lujosos edificios a un lado y a otro. Los automóviles, aquí, son de precio, amplios y cómodos, por eso se ven tantos ciegos durmiendo dentro, y, a juzgar por la apariencia, una enorme limusina fue transformada en residencia permanente, probablemente porque es más fácil regresar a un coche que a una casa, los ocupantes de éste deben de hacer como se hacía en la cuarentena para encontrar la cama, ir palpando y contando los automóviles a partir de, la esquina, veintisiete, lado derecho, ya estoy en casa. El edificio ante cuya puerta se encuentra la limusina es un banco. El coche trajo al presidente del consejo de administración a la reunión plenaria semanal, la primera que se realizaba desde la declaración de la epidemia de mal blanco, y luego no hubo tiempo para llevarlo al garaje subterráneo donde esperaría hasta el final de los debates. El chofer se quedó ciego cuando el presidente entraba en el edificio por la puerta principal, como le gustaba hacer, dio aún un grito, estamos hablando del chofer, pero él, estamos hablando del presidente, no lo oyó. Por otra parte, la reunión no sería tan plenaria como el nombre hacía suponer, pues en los últimos días se quedaron ciegos algunos miembros del consejo. El presidente no llegó a abrir la sesión, cuyo orden del día tenía previsto precisamente la discusión y medidas convenientes en caso de que perdieran la vista todos los miembros del consejo de administración efectivos o suplentes, y ni siquiera pudo entrar en la sala de reunión porque, cuando el ascensor lo llevaba al decimoquinto piso, exactamente entre el noveno y el décimo, falló la electricidad, y para siempre. Y como las desgracias nunca vienen solas, en el mismo instante se quedaron ciegos los electricistas que se ocupaban del mantenimiento de la red interna de energía, consecuentemente también del generador, modelo antiguo, no automático, que habría tenido que ser sustituido ya hacía tiempo, el resultado, como ha sido dicho, fue la paralización del ascensor entre el piso noveno y el décimo. El presidente vio cómo se quedaba ciego el ascensorista que lo acompañaba, él mismo perdió la vista una hora después, y como la energía no volvió y los casos de ceguera dentro del banco se multiplicaron aquel mismo día, lo más seguro es que estén los dos, muertos, no es necesario decirlo, encerrados en una tumba de acero, y por eso, afortunadamente, a salvo de perros devoradores.

No habiendo testigos, y si los hubo, no consta que hayan sido llamados a estos autos para declarar lo que pasó, es comprensible que alguien pregunte cómo se sabe que estas cosas ocurrieron así y no de otra manera, la respuesta es que todos los relatos son como los de la creación del universo, nadie estaba allí, nadie asistió al evento, pero todos sabemos lo que ocurrió. La mujer del médico había preguntado, Qué habrá pasado con los bancos, no es que le importase mucho, aunque había confiado sus economías a uno de ellos, hizo la pregunta por simple curiosidad, sólo porque se le pasó por la cabeza, nada más, ni esperaba que le respondiesen, por ejemplo, En un principio, Dios creó los cielos y la tierra, la tierra era informe y estaba vacía, las tinieblas cubrían el abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la superficie de las aguas, en vez de esto lo que ocurrió fue que el viejo de la venda negra comentó mientras seguían por la avenida abajo, Por lo que pude saber cuando aún tenía un ojo para ver, al principio fue el caos, las personas, con miedo a quedarse ciegas y desprotegidas, acudieron a los bancos para retirar su dinero, creían que tenían que asegurarse su futuro, y eso hay que comprenderlo, si alguien sabe que no va a poder trabajar más, el único remedio, duren lo que duren, es recurrir a los ahorros hechos en tiempo de prosperidad y de previsiones a largo plazo, suponiendo que la persona hubiera tenido la prudencia de ir acumulando ahorros grano a grano, el resultado de la fulminante carrera fue que quebraron en veinticuatro horas algunos de los principales bancos, intervino entonces el Gobierno pidiendo que se calmasen los ánimos y apelando a la consciencia cívica de los ciudadanos, terminando la proclama con la declaración solemne de que asumiría todas las responsabilidades y deberes derivados de la situación de calamidad pública que se vivía, pero el parche no consiguió aliviar la crisis, no sólo porque la gente seguía quedándose ciega, sino también porque quien aún veía sólo pensaba en salvar sus cuartos, al final, era inevitable, los bancos, en quiebra o no, cerraron las puertas y pidieron protección policial, no les sirvió de nada, entre la multitud que se juntaba gritando ante los bancos había también policías de paisano que reclamaban lo que tanto les había costado ganar, algunos, para poder manifestarse a gusto, avisaron al mando diciendo que estaban ciegos, y se dieron de baja, y los otros, los que todavía estaban uniformados y en activo, con las armas apuntando a la multitud insatisfecha, de pronto dejaban de ver el punto de mira, éstos, si tenían dinero en el banco, perdían todas las esperanzas y encima eran acusados de haber pactado con el poder establecido, pero lo peor vino luego, cuando los bancos fueron asaltados por hordas furiosas de ciegos y no ciegos, pero desesperados todos, aquí no se trataba ya de presentar pacíficamente en la ventanilla un cheque, y decirle al empleado, Quiero retirar mi saldo, sino de echar mano a lo que se podía, al dinero del día, lo que hubiera en los cajones, en alguna caja fuerte descuidadamente abierta, en un saquete de cambio a la antigua, como los que usaban los tatarabuelos, no os podéis imaginar lo que fue aquello, los grandes y suntuosos patios de operaciones de las sedes bancarias, las sucursales de barrio, asistieron a escenas realmente aterradoras, y no hay que olvidar el detalle de las cajas automáticas, saqueadas hasta el último billete, en los monitores de algunas, enigmáticamente, aparecieron unas palabras de gratitud por haber elegido este banco, las máquinas son así de estúpidas, o quizá sería mejor decir que éstas traicionaban a sus señores, en fin, todo el sistema bancario se vino abajo en un soplo, como un castillo de naipes, y no porque la posesión de dinero hubiese dejado de ser apreciada, la prueba está en que, quien lo tiene, no lo quiere soltar, alegan ésos que no se puede prever lo que será el día de mañana, y también con esa idea estarán sin duda los ciegos que se instalaron en los sótanos de los bancos, donde están las cajas fuertes, esperando un milagro que les abra de par en par las pesadas puertas de acero-níquel que los separan de la riqueza, sólo salen de allí para buscar comida y agua o para satisfacer las otras necesidades del cuerpo, y vuelven luego a su puesto, usan consignas y señales de los dedos para que ningún extraño entre en su reducto, claro que viven en la oscuridad más absoluta, pero es igual, para esta ceguera todo es blanco. El viejo de la venda negra fue narrando todos estos tremendos acontecimientos de banca y finanzas mientras atravesaban con toda calma la ciudad, con algunas paradas para que el niño estrábico pudiera apaciguar los tumultos insufribles de su intestino, y pese al tono verídico que supo imprimir a la apasionante descripción, es lícito sospechar la existencia de ciertas exageraciones en su relato, la historia de los ciegos que viven en los sótanos de los bancos, por ejemplo, cómo la iba a saber él si no conoce la consigna ni el truco del pulgar, pero, en todo caso, sirvió para hacernos una idea.

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