Read Ensayo sobre la ceguera Online
Authors: José Saramago
El ciego que en la noche se quedó a dormir con ellos después de haber tropezado, no pudo levantarse. Enrollado en sí mismo, como si hubiera querido proteger el último calor del vientre, no se movió, pese a la lluvia, que había empezado a caer más persistente y abundante. Está muerto, dijo la mujer del médico, y es mejor que nosotros también nos vayamos de aquí mientras nos quedan fuerzas. Se levantaron trabajosamente, vacilando, con vértigos, agarrándose unos a otros, luego se pusieron en fila, primero la de los ojos que ven, luego los que teniendo ojos no ven, la chica de las gafas oscuras, el viejo de la venda negra, el niño estrábico, la mujer del primer ciego, su marido, el médico va el último. El camino que tomaron lleva al centro de la ciudad, pero no es ésa la intención de la mujer del médico, lo que ella quiere es encontrar rápidamente un sitio donde dejar seguros a los que vienen detrás, e ir sola en busca de comida. Las calles están desiertas, es aún temprano, o quizá sea la lluvia, que cae cada vez más fuerte. Hay basura por todas partes, algunas tiendas tienen las puertas abiertas, pero la mayoría están cerradas, no parece que haya gente dentro, ni luz. La mujer del médico pensó que sería una buena idea dejar a sus compañeros en una de aquellas tiendas, reteniendo el nombre de la calle, el número de la puerta, no vaya a perderlos al volver. Se paró, le dijo a la chica de las gafas oscuras, Esperaos aquí, no os mováis, y fue a mirar por la puerta acristalada de una farmacia, le pareció ver dentro unos bultos tumbados, llamó en los cristales, una de las sombras se movió, alguien se levantó volviendo la cara hacia el lugar de donde venía el ruido, Están todos ciegos, pensó la mujer del médico, sin entender por qué se encontraban allí, quizá sea la familia del farmacéutico, pero, si es así, por qué no están en su propia casa, con más comodidad que aquel suelo duro, a no ser que estuviesen guardando el establecimiento, contra quién, y menos siendo estas mercancías lo que son, que tanto pueden salvar como matar. Se alejó de allí, un poco más adelante se detuvo a mirar el interior de otra tienda, vio más gente tumbada en el suelo, mujeres, hombres, niños, algunos parecían estar preparándose para salir, uno de ellos se acercó a la puerta, tendió el brazo hacia fuera y dijo, Está lloviendo, Mucho, fue la pregunta de dentro, Sí, tendremos que esperar a ver si escampa, el hombre, era un hombre, estaba a dos pasos de la mujer del médico, no había reparado en que estaba acompañado, por eso se sobresaltó al oír decir, Buenos días, se había perdido la costumbre de dar los buenos días, no sólo porque días de ciegos, propiamente hablando, nunca pueden ser buenos, sino también porque nadie está completamente seguro de que los días no fuesen tardes, o noches, y si ahora, en una aparente contradicción con lo que acaba de ser explicado, estas personas despiertan más o menos al mismo tiempo que la mañana, es porque algunas se quedaron ciegas hace pocos días y aún no han perdido del todo el sentido de la sucesión de los días y las noches, del sueño y de la vigilia. El hombre dijo, Está lloviendo, y luego, Quién es usted, No soy de aquí, Anda buscando comida, Sí, llevamos cuatro días sin comer nada, Y cómo sabe que son cuatro días, Es un cálculo, Está sola, Estoy con mi marido y unos compañeros, Cuántos son, Siete en total, Si están pensando en quedarse con nosotros, quítenselo de la cabeza, ya somos muchos aquí, Sólo estamos de paso, De dónde vienen, Estuvimos internados desde que empezó la ceguera, Ah, sí, en cuarentena, no ha servido de nada, Por qué dice eso, Los han dejado salir, Hubo un incendio y entonces nos dimos cuenta de que los soldados que nos vigilaban habían desaparecido, Y salieron, Sí, Vuestros soldados serían los últimos en quedarse ciegos, todo el mundo está ciego, Todos, la ciudad entera, todo el país, Si alguien ve, no lo dice, se lo calla, Por qué no vive en su casa, Porque no sé dónde está, No lo sabe, Y usted, sabe dónde está la suya, Yo, la mujer del médico iba a responder que precisamente se dirigía allí con su marido y los compañeros, se habían detenido sólo para comer algo, para recuperar fuerzas, pero en este mismo instante vio con toda claridad la situación, ahora, alguien que estando ciego saliera de casa, sólo por milagro conseguiría reencontrarla, no es lo mismo que antes, pues los ciegos de aquel tiempo podían siempre contar con la ayuda de un transeúnte, bien para cruzar una calle, bien para volver al camino cierto en caso de que se hubieran desviado inadvertidamente del habitual, Sólo sé que está lejos, dijo, Pero no es capaz de llegar a ella, No, Pues mire, a mí me pasa igual, ustedes, todos los que estuvieron en cuarentena, tienen mucho que aprender, no saben lo fácil que es quedarse sin casa, No comprendo, Los que andan en grupo, como nosotros, como casi todo el mundo, cuando vamos a buscar comida tenemos que ir juntos, es la única manera de no perdernos unos de otros, y como vamos todos, como no queda nadie cuidando la casa, lo más seguro, suponiendo que consigamos volver, es que esté ocupada por otro grupo que tampoco ha podido encontrar la suya, somos una especie de noria, siempre dando vueltas, al principio hubo algunas peleas, pero pronto nos dimos cuenta de que nosotros, los ciegos, por así decir, no tenemos nada a lo que podamos llamar nuestro, a no ser lo que llevamos encima, La solución sería vivir en una tienda de comestibles, al menos mientras duren los alimentos no será necesario salir, A quien lo hiciera, lo mínimo que le podría ocurrir es que no tuviera nunca un minuto de sosiego, digo lo mínimo porque he oído hablar del caso de unos que lo intentaron, se encerraron dentro, cerraron las puertas, pero no pudieron evitar que saliera el olor a comida, así que se reunieron fuera los que querían comer y, como los de dentro no abrían, le pegaron fuego a la tienda, fue santo remedio, yo no lo vi, me lo contaron, que yo sepa nadie más se ha atrevido, Y no se vive ya en las casas, en los pisos, Sí, se vive, pero es igual, por mi casa debe de haber pasado cantidad de gente, no sé si algún día conseguiré dar con ella, además, en esta situación, es mucho más práctico dormir en las tiendas, en los almacenes, nos ahorramos andar subiendo y bajando escaleras, Ya no llueve, dijo la mujer del médico, Ya no llueve, repitió el hombre hacia dentro. Al oír estas palabras se levantaron los que todavía estaban tumbados, recogieron sus cosas, mochilas, maletines, bolsas de tela y de plástico, como si fueran de expedición, y era verdad, iban a cazar comida, uno a uno fueron saliendo de la tienda, la mujer del médico observó que iban abrigados, cierto es que los colores de las ropas no casaban entre sí, que los pantalones eran tan cortos que dejaban los tobillos al aire, o tan largos que tenían que enrollar los bajos, pero no les entraría el frío, algunos hombres usaban gabardinas o abrigos, dos de las mujeres llevaban abrigos largos de piel, lo que no se veía eran paraguas, probablemente por lo incómodos que son, siempre las varillas amenazando los ojos. El grupo, unas quince personas, se alejó. A lo largo de la calle aparecían otros grupos, también personas aisladas, arrimados a las paredes había hombres aliviando la urgencia matinal de la vejiga, las mujeres preferían el resguardo de los coches abandonados. Ablandados por la lluvia, los excrementos, aquí y allá, moteaban la calle.
La mujer del médico volvió al lado de los suyos, recogidos por instinto bajo el toldo de una pastelería de donde salía un hedor de nata ácida y otras podredumbres, Vamos, dijo, he encontrado un abrigo, y los llevó a la tienda de donde los otros acababan de salir. Los estantes del establecimiento estaban intactos, la mercancía no era de las de comer o vestir, había frigoríficos, máquinas de lavar ropa y vajilla, hornos normales y de microondas, batidoras, exprimidores, aspiradoras, las mil y una invenciones electrodomésticas destinadas a hacer más fácil la vida. La atmósfera estaba cargada de malos olores, haciendo absurda la blancura inmaculada de los objetos. Descansad aquí, dijo la mujer del médico, voy a buscar comida, no sé dónde la encontraré, cerca, lejos, esperad con paciencia, hay grupos por ahí fuera, si alguien quiere entrar, decidle que el sitio está ocupado, será suficiente para que se vayan a otro lugar, es la costumbre. Voy contigo, dijo el marido, No, es mejor que vaya sola, tenemos que saber cómo se vive ahora, por lo que he oído toda la gente está ciega, Entonces, dijo el viejo de la venda negra, es como si todavía estuviéramos en el manicomio, No hay comparación, podemos movernos libremente, y lo de la comida ya se resolverá, no vamos a morir de hambre, también tengo que hacerme con algo de ropa, vamos andrajosos, quien más lo necesitaba era ella, de cintura para arriba casi desnuda. Besó al marido, sintió en ese momento una punzada en el corazón, Por favor, pase lo que pase, aunque alguien quiera entrar, no dejéis este sitio, y si os echan, cosa que no creo que ocurra, es sólo para tener prevista cualquier posibilidad, quedaos en la puerta, juntos, hasta que yo llegue. Los miró con los ojos anegados en lágrimas, allí estaban, dependían de ella como los niños pequeños dependen de la madre, Si les falto, pensó, no se le ocurrió que fuera estaban todos ciegos y vivían, tendría que quedarse ciega ella también para comprender que una persona se acostumbra a todo, especialmente si ha dejado de ser persona, incluso sin llegar a tanto, ahí está el niño estrábico, por ejemplo, que ya ni por su madre pregunta. Salió a la calle, miró y fijó en su memoria el número de la puerta, el nombre de la tienda, ahora tenía que ver cómo se llamaba la calle, en aquella esquina, no sabía hasta dónde la iba a llevar la búsqueda de comida, y qué comida, serían tres puertas o trescientas, no podía perderse, no habría nadie a quien preguntar el camino, los que antes veían estaban ahora ciegos, y ella, viendo, no sabría dónde estaba. El sol había salido, brillaba en los charcos formados entre la basura, se veía mejor la hierba que crecía entre las losetas de la calzada. Había mucha gente fuera. Cómo se orientarán, se preguntó la mujer del médico. No se orientaban, caminaban rozando las casas, con los brazos tendidos hacia delante, tropezaban continuamente unos con otros, como las hormigas que van en cadena, pero cuando esto ocurría, no se oían protestas, ni necesitaban hablar, una de las familias se despegaba de la pared, avanzaba a lo largo de la que venía en dirección contraria, y así seguían hasta el próximo tropiezo. De vez en cuando se paraban, olfateaban a la entrada de las tiendas, por ver si olía a comida, sea lo que fuera, luego continuaban su camino, doblaban una esquina, desaparecían de la vista, poco después aparecía otro grupo, no traían aire de haber encontrado lo que buscaban. La mujer del médico se mueve con mayor rapidez, no pierde el tiempo entrando en las tiendas para saber si son de comestibles, pero pronto tuvo claro que no resultaría fácil abastecerse en cantidad, las pocas tiendas que encontró parecían haber sido devoradas por dentro, eran como caparazones vacíos.
Estaba ya muy lejos del lugar donde aguardaban el marido y los compañeros, había cruzado y recruzado calles, avenidas, plazas, cuando se encontró ante un supermercado. Dentro el aspecto no era diferente, estanterías vacías, vitrinas rotas, vagaban ciegos por los pasillos, la mayoría a gatas, barriendo con las manos el suelo inmundo, con la esperanza de encontrar algo que se pudiera aprovechar, una lata de conservas que hubiese resistido los golpes con que intentaron abrirla, un paquete cualquiera, de lo que fuese, una patata, aunque estuviese pisoteada, un trozo de pan, aunque pareciera una piedra. La mujer del médico pensó, Aun así, algo habrá, esto es enorme. Un ciego se levantó del suelo quejándose, se había clavado un casco de botella en la rodilla y la sangre le corría por la pierna. Los ciegos del grupo lo rodearon, Qué te pasa, qué te pasa, y él dijo, un vidrio, en la rodilla, En cuál, En la izquierda, una de las ciegas se agachó, Cuidado no sea que haya más por aquí, tanteó, palpó para distinguir una pierna de otra, Ésta es, dijo, lo tienes espetado ahí, uno de los ciegos se echó a reír, Pues si está espetado, aprovecha, y los otros rieron también, sin diferencia entre mujeres y hombres. Haciendo una pinza con el pulgar y el índice, es un gesto natural que no precisa aprendizaje, la ciega extrajo el cristal, luego ató la rodilla con un trapo que rebuscó en el saco que llevaba a hombros, y después contribuyó con su propio chiste al buen humor general, No hay nada que hacer, el espeto se le ha pasado, todos rieron, y el herido replicó, Cuando tengas ganas, me lo dices, verás si tengo vara de espetar, seguro que entre éstos no hay esposos y esposas, nadie se escandalizó, será toda gente de costumbres liberales y de uniones libres, a no ser que éstos, justamente, sean marido y mujer, de ahí la confianza, pero realmente no lo parecen, en público no hablarían así. La mujer del médico miró alrededor, lo que había de aprovechable se lo disputaban otros ciegos a puñetazos, que casi siempre se perdían en el aire, y empujones que no distinguían entre amigos y adversarios, ocurría a veces que el objeto de la pelea se les caía de las manos y acababa en el suelo esperando que alguien tropezase con él, Aquí no hay más que mierda, pensó, usando una palabra que no formaba parte de su léxico habitual, demostrando una vez más que la fuerza de las circunstancias y su naturaleza influyen mucho en el léxico, pensemos si no en aquel militar que también dijo mierda cuando le pidieron que se rindiera, absolviendo así del delito de mala educación futuros desahogos en situaciones menos peligrosas. Aquí no hay más que mierda, volvió a pensar, y se disponía a salir cuando otro pensamiento le acudió como una providencia, Un establecimiento como éste debe tener un almacén, no digo un, almacén grande, que ése estará en otro sitio, probablemente lejos, sino una reserva de los productos de más consumo. Excitada por la idea se lanzó a la busca de una puerta cerrada que la condujera a la cueva de los tesoros, pero todas estaban abiertas, y dentro reinaba la misma devastación, los mismos ciegos rebuscando en la misma basura. Al fin, en un pasillo oscuro, donde apenas llegaba la luz del sol, vio lo que le parecía un montacargas. Las puertas metálicas estaban cerradas, y al lado había otra puerta lisa, de las que se deslizan sobre carriles, El sótano, pensó, los ciegos que llegaron hasta aquí encontraron el camino cerrado, sin duda se dieron cuenta de que se trataba de un ascensor, pero a nadie se le ocurrió que lo normal es que haya también una escalera para cuando falle la energía eléctrica, por ejemplo, como es el caso. Empujó la puerta corredera y recibió, casi simultáneas, dos poderosas impresiones, primero, la de la oscuridad profunda por donde tendría que bajar para llegar al sótano, y luego, el olor inconfundible de cosas que se comen, aunque estén encerradas en recipientes de esos que llamamos herméticos, y es que el hambre siempre tuvo un olfato finísimo, capaz de atravesar todas las barreras, como el de los perros. Volvió rápidamente atrás para coger de la basura las bolsas de plástico que iba a necesitar para transportar la comida, al tiempo que se preguntaba, Sin luz, cómo voy a saber lo que tengo que llevarme, se encogió de hombros, la preocupación era estúpida, la duda ahora, teniendo en cuenta el estado de debilidad en que se encontraba, debería ser si tendría fuerzas para cargar con los sacos llenos, desandar el camino por donde vino, en este momento le entró un miedo horrible de no encontrar el lugar donde el marido la estaba esperando, sabía el nombre de la calle, eso no lo había olvidado, pero fueron tantas las vueltas que la desesperación la paralizó, luego, lentamente, como si el cerebro inmóvil se hubiese puesto al fin en movimiento, se vio a sí misma inclinada sobre un plano de la ciudad, buscando con la punta del dedo el itinerario más corto, como si tuviese dos veces ojos, unos que la miraban viendo el plano, otros que veían el plano y el camino. El pasillo seguía desierto, era una suerte, a causa del nerviosismo que le había provocado su descubrimiento, olvidó cerrar la puerta. La cerró ahora cuidadosamente, y se encontró sumergida en una oscuridad total, tan ciega ella como los ciegos que estaban fuera, la diferencia era sólo el color, si efectivamente son colores el blanco y el negro. Rozando la pared, empezó a bajar la escalera, si este lugar no fuera tan secreto como es, si alguien subiera desde el fondo, tendrían que hacer como había visto en la calle, despegarse uno de ellos de la seguridad del muro, avanzar rozando la imprecisa sustancia del otro, tal vez por un instante temer absurdamente que la pared no continuara del otro lado, Estoy a punto de volverme loca, pensó, y tenía razones para eso, bajando por aquel agujero tenebroso, sin luz ni esperanza de verla, hasta dónde, estos almacenes subterráneos en general no son altos, primer tramo de escalera, ahora sé lo que es ser ciega, segundo tramo de escaleras, Voy a gritar, voy a gritar, tercer tramo, las tinieblas son como un engrudo negro que ha cuajado en su cara, los ojos transformados en bolas de brea, Quién es ese que está ahí delante, y luego, de inmediato, otro pensamiento, aún más amedrentador, Y cómo voy a dar luego con la escalera, un desequilibrio súbito la obligó a inclinarse para no caer desamparada, con la consciencia casi perdida balbuceó, Está limpio, se refería al suelo, le parecía asombroso, un suelo limpio. Poco a poco comenzó a volver en sí, sentía un dolor sordo en el estómago, no es que sea una novedad, pero en este momento era como si no existiese en su cuerpo ningún otro órgano vivo, allá estarían, pero no daban señales de vida, el corazón, sí, el corazón resonaba como un tambor inmenso, siempre trabajando a ciegas en la oscuridad, desde la primera de todas las tinieblas, el vientre donde lo formaron, hasta la última, cuándo llegará ésa. Llevaba en la mano unas bolsas de plástico, no las había soltado, ahora tendrá que llenarlas, tranquilamente, un almacén no es lugar de fantasmas y dragones, aquí no hay más que oscuridad, y la oscuridad no muerde ni ofende, en cuanto a la escalera, ya la encontraré, seguro, aunque tenga que dar la vuelta entera a este agujero. Decidida, iba a levantarse, pero recordó que ahora estaba tan ciega como los ciegos, mejor sería hacer como ellos, avanzar a gatas hasta encontrar algo al frente, estanterías abarrotadas de comida, lo que fuese, con tal de que se pueda comer como está, sin preparaciones de cocina, que no está el tiempo para fantasías.