Ensayo sobre la ceguera (23 page)

Read Ensayo sobre la ceguera Online

Authors: José Saramago

BOOK: Ensayo sobre la ceguera
9.93Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pasó una hora, se alzó la luna, el hambre y el temor alejan el sueño, nadie duerme en las salas. Pero no son ésos los únicos motivos. Sea por causa de la excitación de la reciente de la batalla, aunque tan desastradamente perdida, o por algo indefinible que flota en el aire, los ciegos están inquietos. Nadie se atreve a salir a los corredores, pero el interior de cada sala es como una colmena sólo poblada de zánganos, bichos zumbadores que, como se sabe, son poco dados al orden y al método, no hay registro de que alguna vez hayan hecho algo por la vida o de que se hayan preocupado mínimamente por el futuro, aunque en el caso de los ciegos, desgraciada gente, sería injusto acusarlos de aprovechados o chupones, aprovechados de qué migaja, chupones de qué líquido, hay que tener cuidado con las comparaciones, no vayan a ser livianas. Con todo, no hay regla sin excepción, y ésta no falta aquí, en la persona de una mujer que, apenas entró en la sala, la segunda del lado derecho, empezó a rebuscar en sus trapos hasta encontrar un pequeño objeto que apretó en la palma de la mano como si quisiera esconderlo de la vista de los otros, los viejos hábitos son difíciles de olvidar, incluso en el momento en que los creíamos todos perdidos. Aquí, donde debería haber sido uno para todos y todos para uno, hemos podido ver con qué crueldad quitaron los fuertes el pan de la boca de los débiles, y ahora esta mujer, recordando que tenía un encendedor en el bolso, si es que en tanto desconcierto no lo había perdido, fue ansiosamente a buscarlo y celosamente lo oculta como si fuese condición de su propia supervivencia, no piensa que tal vez alguno de estos sus compañeros de infortunio tenga por ahí un último pitillo que no puede fumar por faltarle la mínima llama necesaria. Ni estaría ya a tiempo de pedir fuego. La mujer ha salido sin decir palabra, ni adiós ni hasta luego, va por el corredor desierto, pasa rozando la puerta de la sala primera, nadie de dentro se ha dado cuenta de su paso, cruza el zaguán, la luna descendente trazó y pintó un tanque de leche en las losas del suelo, ahora la mujer está en el otro lado, otra vez un corredor, su destino está al fondo, en línea recta, no engañaría a nadie. Además, oye unas voces que la llaman, manera figurada de decir, lo que llega a sus oídos es la algazara de los malvados de la última sala, están festejando la victoria comiendo por todo lo alto y bebiendo de lo fino, perdonen la exageración intencionada, no olvidemos que en la vida todo es relativo, comen y beben simplemente de lo que hay, y viva la suerte, ya les gustaría a los otros meter el diente, pero no pueden, entre ellos y el plato hay una barricada de ocho camas y una pistola cargada. La mujer está de rodillas en la entrada de la sala, junto a las camas, tira lentamente de los cobertores hacia fuera, luego se levanta, hace lo mismo en la cama que está encima, y en la tercera, a la cuarta no le llega el brazo, no importa, la mecha está ya preparada, sólo falta prenderle fuego. Aún recuerda cómo tendrá que regular el mechero para sacarle una llama grande, ya la tiene, un pequeño puñal de fuego vibrante como la punta de unas tijeras. Empieza por la cama de arriba, la llama lame trabajosamente la suciedad de los tejidos, prende al fin, ahora en la cama de en medio, ahora la cama de abajo, la mujer sintió el olor de sus propios cabellos chamuscados, tiene que andar con ojo, ella es la que prende la pira, no la que en ella debe morir, oye los gritos de los malvados en el interior, fue en ese momento cuando pensó, Y si tienen agua, si consiguen apagarlo, desesperada se metió debajo de la primera cama, paseó el mechero a todo lo ancho del jergón, aquí, allí, entonces, de repente, las llamas se multiplicaron, se convirtieron en una cortina ardiente, aún pasó entre ellas un chorro de agua y fue a caer sobre la mujer, pero inútilmente, ya era su propio cuerpo el que estaba alimentando la hoguera. Cómo va aquello por dentro, nadie puede arriesgarse a entrar, pero de algo ha de servir la imaginación, el fuego va saltando velozmente de cama en cama, quiere acostarse en todas al mismo tiempo, y lo consigue, los malvados gastaron sin criterio y sin provecho el agua escasa que tenían, intentan ahora alcanzar las ventanas, con difícil equilibrio trepan por las cabeceras de las camas a las que el fuego no ha llegado aún, pero, de pronto, el fuego allí está, y ellos resbalan, caen, y el fuego allí está también, con el calor infernal los cristales estallan, se hacen añicos, el aire fresco
entra silbando y atiza el incendio, ah, sí, no lo olvidemos, los gritos de rabia y miedo, los aullidos de dolor y de agonía, ahí queda mención de ellos, nótese, en todo caso, que cada vez irán siendo menos, la mujer del mechero, por ejemplo, lleva ya mucho tiempo callada.

A estas alturas los otros ciegos corren despavoridos por los pasillos llenos de humo, Fuego, fuego, gritan, y aquí se puede observar en vivo lo mal pensados y organizados que han sido estos ajuntamientos humanos de asilo, hospital y manicomio, véase cómo cada uno de los camastros, por sí solo, con su armazón de hierros picudos, puede convertirse en una trampa mortal, véanse las consecuencias terribles de que haya una sola puerta en cada sala, cuando en ellas viven cuarenta personas, aparte de las que duermen en el suelo, si el fuego llega allí primero y les cierra la salida, no escapa nadie. Por suerte, y como la historia humana tantas veces ha mostrado, no hay cosa mala que no traiga consigo una cosa buena, se habla menos de las cosas malas traídas por las cosas buenas, así andan las contradicciones de nuestro mundo, merecen unas más consideración que otras, en este caso la cosa buena fue, precisamente, que las salas tuvieran una sola puerta, gracias a esto, el fuego que quemó a los malvados se entretuvo allí tanto tiempo, si la confusión no se hace mayor, tal vez no tengamos que lamentar la pérdida de más vidas. Evidentemente, muchos de estos ciegos están siendo pisoteados, empujados, golpeados, son los efectos del pánico, efecto natural podríamos decir, la naturaleza animal es así, también la vegetal se comportaría de esa manera si no tuviera aquellas raíces que la prenden al suelo, qué bonito sería ver los árboles del bosque huyendo del incendio. El refugio del cercado interior fue bien aprovechado por los ciegos que tuvieron la idea de abrir las ventanas de los corredores. Saltaron, tropezaron, cayeron, lloraron y gritaron, pero por ahora están a salvo, mantengamos la esperanza de que al fuego, cuando haga que el tejado se desmorone, y lance por los aires un volcán de llamaradas y tizones ardientes, no se le ocurra propagarse a las copas de los árboles. En el otro lado el miedo es el mismo, a un ciego le basta con oler a humo para imaginar de inmediato que las llamas están a su lado, figúrense lo que ocurre cuando es verdad, en poco tiempo el corredor quedó abarrotado de gente, si no hay quien ponga orden, esto va a acabar en tragedia. En un momento alguien recuerda que la mujer del médico tiene ojos que ven, dónde está, preguntan, que nos diga ella lo que pasa, hacia dónde tenemos que ir, dónde está, estoy aquí, sólo ahora he logrado salir de la sala, la culpa fue del niño estrábico, que nadie conseguía saber dónde se había metido, ahora está aquí, lo agarró con fuerza de la mano, tendrían que arrancarme el brazo para que lo soltara, con la otra mano llevo la mano de mi marido, y luego viene la chica de las gafas oscuras, y luego el viejo de la venda negra, donde está uno está el otro, y después el primer ciego, y después su mujer, todos juntos, como una piña, que, al menos eso espero, ni este calor pueda abrir. Entre tanto, unos cuantos ciegos de este lado habían seguido el ejemplo de los de la otra ala, saltaron al cercado interior, no pueden ver que la mayor parte del edificio es una hoguera, pero notan en las manos y en la cara el vaho ardiente que de allí viene, por ahora aún aguanta el tejado, las hojas de los árboles se van arrugando lentamente. Entonces alguien gritó, Qué estamos haciendo aquí, por qué no salimos de una vez, la respuesta llegó de este mar de cabezas, sólo precisó cuatro palabras, Ahí están los soldados, pero el viejo de la venda negra dijo, Antes morir de un tiro que quemados, parecía la voz de la experiencia, aunque quizá no haya sido exactamente él quien habló, quizá por su boca ha hablado la mujer del mechero, que no tuvo la suerte de ser alcanzada por la última bala del ciego contable. Dijo entonces la mujer del médico, Déjenme pasar, voy a hablar con los soldados, no van a dejarnos morir así, los soldados también tienen sentimientos. Gracias a la esperanza de que los soldados tuviesen sentimientos, pudo abrirse en la apretura un estrecho canal, por el que avanzó la mujer del médico con dificultad llevando a los suyos detrás. El humo le tapaba la visión, en poco tiempo estaría tan ciega como los otros. En el zaguán apenas se podía ver nada. Las puertas que daban a la cerca habían sido destrozadas, los ciegos que se refugiaron allí, dándose cuenta de que aquel sitio no era seguro, querían salir, empujaban, pero los del otro lado resistían, hacían toda la fuerza que podían, todavía en ellos era más fuerte el miedo de aparecer a la vista de los soldados, pero cuando cedieran las fuerzas, cuando el fuego se aproximase, el viejo de la venda negra tenía razón, es preferible morir de un tiro. No fue preciso esperar tanto, la mujer del médico consiguió al fin salir al rellano, prácticamente llegó medio desnuda, por tener ambas manos ocupadas no se había podido defender de los que querían unirse al pequeño grupo que avanzaba, coger, por así decirlo, el tren en marcha, los soldados iban a abrir unos ojos como platos cuando apareciera ella con los pechos casi al aire. Ya no era la luz de la luna lo que iluminaba el espacio vacío que iba hasta el portón, sino la claridad violenta del incendio. La mujer del médico gritó, Por favor, por vuestras madres, dejadnos salir, no disparéis, Nadie respondió desde el otro lado. El proyector seguía apagado, nada se movía. Aún con miedo, la mujer del médico bajó dos peldaños, Qué pasa, preguntó el marido, pero ella no respondió, no podía creerlo. Bajó los restantes peldaños, caminó en dirección al portón, arrastrando siempre tras ella al niño estrábico, al marido y compañía, ya no había dudas, los soldados se habían ido, o se los llevaron, ciegos ellos también, ciegos todos al fin.

Entonces, para simplificar, ocurrió todo al mismo tiempo, la mujer del médico anunció a gritos que estaban libres, el tejado del ala izquierda se vino abajo con horrible estruendo, dispersando llamaradas por todas partes, los ciegos se precipitaron hacia la tapia gritando, algunos no lo consiguieron, se quedaron dentro, aplastados contra las paredes, otros fueron pisoteados hasta convertirse en una masa informe y sanguinolenta, el fuego que se extendía rápidamente, hará ceniza de todo esto. El portón está abierto de par en par. Los locos salen.

13

Le dices a un ciego, Estás libre, le abres la puerta que lo separaba del mundo, Vete, estás libre, volvemos a decirle, y no se va, se queda allí parado en medio de la calle, él y los otros, están asustados, no saben adónde ir, y es que no hay comparación entre vivir en un laberinto racional, como es, por definición, un manicomio, y aventurarse, sin mano de guía ni traílla de perro, en el laberinto enloquecido de la ciudad, donde de nada va a servir la memoria, pues sólo será capaz de mostrar la imagen de los lugares y no los caminos para llegar. Apostados ante el edificio, que arde de un extremo al otro, los ciegos sienten en la cara las olas vivas del calor del incendio, las reciben como algo que en cierto modo los resguarda, como antes habían sido las paredes, prisión y seguridad al mismo tiempo. Se mantienen juntos, apretados, como un rebaño, ninguno quiere ser la oveja perdida, porque de antemano saben que no habrá pastor para buscarlos. El fuego va decreciendo lentamente, la luna ilumina otra vez, los ciegos comienzan a inquietarse, no pueden continuar allí, Eternamente, dijo uno. Alguien preguntó si era de día o de noche, la razón de aquella incongruente curiosidad se supo enseguida, Quién sabe si nos traerán comida, puede que hubiera una confusión, un retraso, otras veces pasó, Pero aquí no hay soldados, Eso no tiene nada que ver, puede que se hayan ido porque ya no son necesarios, No entiendo, Por ejemplo, porque se ha acabado la epidemia, O porque se ha descubierto el remedio para nuestra enfermedad, No estaría mal eso, Qué hacemos, Yo me quedo aquí hasta que se haga de día, Y cómo vas a saber tú cuándo es de día, Por el sol, por el calor del sol, Eso si no está el cielo cubierto, Alguna vez será de día, después de tantas horas. Agotados, muchos ciegos se habían sentado en el suelo, otros, aún más debilitados, simplemente se dejaron caer, unos cuantos se habían desmayado, es probable que el fresco de la noche los haga volver en sí, pero podemos tener por seguro que a la hora de levantar el campamento no se pondrán en pie algunos de estos míseros, habían aguantado hasta aquí, son como aquel corredor de maratón que se derrumbó tres metros antes de la meta, a fin de cuentas lo que está claro es que todas las vidas acaban antes de tiempo. Se sentaron también, o se tumbaron, los ciegos que todavía esperan a los soldados, o a otros que lleguen en vez de ellos, la Cruz Roja, por ejemplo, con la comida y los otros confortos que la vida necesita, el desengaño para éstos llegará un poco después, es la única diferencia. Y si alguien creyó que se ha descubierto cura para nuestra ceguera, no por eso parece más contento.

Por otras razones pensó la mujer del médico, y se lo dijo a los suyos, que sería mejor esperar a que la noche acabase, Lo más urgente, ahora, es encontrar comida, y a oscuras no va a ser fácil, Tienes idea de dónde estamos, preguntó el marido, Más o menos, Lejos de casa, Bastante. Los otros quisieron saber también a qué distancia estarían de sus casas, dieron las direcciones, y la mujer del médico le dio los datos que pudo, sólo el niño estrábico no consiguió recordar dónde vivía, no es extraño, hace ya tiempo que dejó de preguntar por su madre. Si fueran de casa en casa, desde la más cercana a la que está más lejos, la primera sería la de la chica de las gafas oscuras, la segunda la del viejo de la venda negra, después la de la mujer del médico, y, finalmente, la del primer ciego. Seguirán este itinerario, porque la chica de las gafas oscuras ha pedido que la lleven, cuando sea posible, a su casa, No sé cómo estarán mis padres, dijo. Esta sincera preocupación muestra qué infundados son los prejuicios de quienes niegan la posibilidad de que existan sentimientos profundos, incluyendo el amor filial, en los casos, desgraciadamente abundantes, de comportamientos irregulares, mayormente en el plano de la moralidad pública. Ha refrescado la noche, al incendio no le queda ya gran cosa por quemar, el calor que se desprende del brasero no llega para calentar a los ciegos transidos que se encuentran más lejos de la entrada, como es el caso de la mujer del médico y su grupo. Están sentados juntos, las tres mujeres y el niño en medio, los tres hombres alrededor, quien los viese diría que nacieron así, verdad es que parecen un cuerpo solo, con una sola respiración y una única hambre. Uno tras otro se fueron quedando dormidos, un sueño leve del que despertaron varias veces porque había ciegos que, saliendo de su propio torpor, se levantaban y acababan tropezando como sonámbulos en este accidente humano, uno de ellos se quedó allí, le daba igual dormir aquí que en otro lado. Cuando nació el día sólo unas tenues columnas de humo ascendían de los escombros, pero ni esas duraron mucho, porque al cabo de un rato empezó a llover, una llovizna fina, una leve rociada es verdad, pero persistente, al principio ni conseguía llegar al suelo abrasado, se convertía antes en vapor, pero, con la insistencia, ya se sabe, agua blanda en brasa viva tanto da hasta que apaga, la rima que la ponga otro. Algunos de estos ciegos no lo son sólo de los ojos, también lo son del entendimiento, no se explica de otro modo el raciocinio tortuoso que los llevó a concluir que la deseada comida, con aquella lluvia, no llegaría. No hubo manera de convencerlos de que la premisa estaba errada y que, en consecuencia, errada tenía que estar también la conclusión, de nada sirvió decirles que todavía no era la hora del desayuno, desesperados, se tiraron al suelo llorando, No vienen, está lloviendo, no vienen, repetían, si aquella lamentable ruina tuviera algunas condiciones de habitabilidad, aunque fueran mínimas, volviera a ser el manicomio que fue antes.

Other books

Unbreak my Heart by Johannesen, I. R.
The Vow by Lindsay Chase
Zoo Time by Howard Jacobson
Letter from Brooklyn by Jacob Scheier
Trickster's Choice by Tamora Pierce
Silver Thaw by Catherine Anderson
The Priest: Aaron by Francine Rivers
Shadow Rising by Cassi Carver
Biting Nixie by Mary Hughes