Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy (41 page)

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Authors: Bruno Cardeñosa Juan Antonio Cebrián

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BOOK: Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy
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Su deseo de poseer la
Heilige Lance
pronto se convirtió en realidad, pues a raíz de la entrada triunfal de Hitler en Viena, en marzo de 1938, incorporando Austria al III Reich, el líder alemán ordenó trasladar a Alemania el tesoro —o «insignias imperiales»— de los Habsburgo, en concreto a Nuremberg. Se sacó de la manga un decreto especial del emperador Segismundo, el cual afirmaba en el siglo XV que era «la voluntad de Dios» que la Santa Lanza de Longinos, la corona, el cetro y la esfera de la dinastía germánica nunca abandonaran el suelo de la patria. La preciada
Heilige Lance
quedó expuesta en el museo de la guerra que Hitler hizo instalar en la cripta de Santa Catalina, lugar emblemático donde habían tenido lugar las famosas «batallas de la canción» de los maestros cantores de Nuremberg de la Edad Media, argumento que con el tiempo fue convertido en ópera por Richard Wagner. Lo curioso es que esta ubicación se debió a una inspiración que tuvo Hitler cuando se hallaba en trance, afirmando que le había sido revelado que la Lanza del Destino debería yacer en la antigua nave de esta iglesia, construida originalmente como un convento en el siglo XIII. El objetivo principal de este museo es que sirviera para exhibir el fabuloso botín acumulado en sus batallas victoriosas por el mundo. En todo momento, la reliquia fue vigilada por un grupo selecto de hombres de las SS, bajo el mando directo del doctor Ernst Kaltenbrunner, el jefe del servicio de seguridad alemán.

Entre los primeros visitantes a los que se permitió la entrada a la nave de los maestros cantores estaban varios de los miembros de la Sociedad Thule que se habían incorporado a la Oficina de Ocultismo nazi de Heinrich Himmler. Eran unos pocos escogidos que sabían que el único objeto importante de todas las antigüedades germánicas expuestas era la Santa Lanza. El profesor Karl Haushofer, uno de los invitados de honor y «el amo oculto» (según Rudolf Hess), intuía que la llegada de la lanza a Alemania era la inequívoca señal del comienzo de un ambicioso y terrorífico plan: la conquista del mundo. Sabía bien lo que decía. En marzo de 1939, Hitler invadió parte de Checoslovaquia y después Polonia el I de septiembre. La Segunda Guerra Mundial había comenzado.

Y el final de Adolf Hitler, como suponían sus más allegados, estuvo asociado a la pérdida de la lanza. Aquí el destino hizo un guiño a la historia y, una vez más, se cumplió su fatídica leyenda negra. Después de los intensos bombardeos aliados del 13 de octubre de 1944, durante los cuales Nuremberg sufrió enormes daños, una de las bombas destruyó la casa donde estaba la entrada secreta del túnel, dejando las puertas blindadas al descubierto. Hitler ordenó que la lanza, junto con las piezas más importantes del tesoro de los Habsburgo, fuera trasladada a los sótanos de una escuela en Panier Platz. Este traslado se realizó el 30 de marzo de 1945, con tanta prisa que los soldados confundieron la Santa Lanza, llamada también Lanza de san Mauricio, con otra reliquia mucho menos importante denominada Espada de san Mauricio, de tal manera que pusieron a salvo la espada en el nuevo escondite bajo la plaza de Panier y dejaron la lanza en su primitiva ubicación, cuyo túnel había sido tapado con un montón de escombros. Hitler no se enteró nunca de este despiste.

Un mes después, el Séptimo Ejército norteamericano había rodeado la antigua ciudad de Nuremberg, defendida por veintidós mil miembros de las SS, cien
panzers
;y veintidós regimientos de artillería. Durante cuatro días, la veterana división
Thunderbird
(«Pájaro de Trueno») martilleó esas formidables defensas, hasta que el 20 de abril de 1945, el día en que Hitler cumplía cincuenta y seis años, la bandera americana fue izada sobre las ruinas.

La compañía C del tercer regimiento del gobierno militar, al mando del teniente William Horn, fue enviada a Nuremberg en busca del tesoro de los Habsburgo. Los nazis habían divulgado el rumor de que todas las piezas del tesoro habían sido arrojadas al fondo del lago Zell, cerca de Salzburgo. No se lo creyeron. Horn acudió al lugar donde pensaba que estaría. La bomba que había volado la casa donde estaba la entrada secreta del túnel, caída seis meses antes, posibilitó que dejara a la vista la bóveda que Hitler había diseñado con tanto celo. Después de algunas dificultades con las puertas de acero de la misma, el teniente Horn logró entrar en la cámara subterránea y allí pudo ver, sobre un altar de unos tres metros de altura —que había sido robado de la iglesia de Santa María de Cracovia—, un lecho de terciopelo rojo, y encima de él la legendaria Lanza de Longinos en su estuche de cuero. Alargó el brazo y la cogió entre sus manos. Lo que el teniente Horn estaba realizando en esos precisos momentos sin saberlo era algo más que incautarse de un objeto religioso; lo que estaba haciendo ese 30 de abril de 1945, curiosamente el día que precede a la Noche de Walpurgis en las tradiciones germánicas, era el cambio de dueño de la Lanza del Destino, un cambio que acarreaba la muerte de su anterior poseedor.

A unos cientos de kilómetros de distancia, en un búnker de Berlín, Adolf Hitler eligió esa tarde para coger una pistola y quitarse la vida —junto con su amante Eva Braun y su delfín Joseph Goebbels—, disparándose un tiro en la boca tras ingerir una cápsula de cianuro.

Y allí está la lanza hoy en día: expuesta en una vitrina del Museo Hofburg de Viena, en su lecho descolorido de terciopelo rojo, exactamente en el mismo lugar en el que Hitler la contempló por primera vez en 1909, a la espera de que algún otro ser humano, con ínfulas imperialistas, quiera cambiar el destino del mundo enarbolando una vez más la Santa Lanza en su mano.

La reencarnación de Himmler

Heinrich Himmler, el siniestro creador de las SS (en 1929), de la Gestapo (en 1933) y de todas las fuerzas de la policía del Reich (en 1936), se reservaba una sala especial en el castillo de Wewelsburg: la habitación de Enrique I el Pajarero, también llamado Enrique el Cazador, fundador de la casa real de Sajonia, muerto en 936.

¿Por qué lo hacía? Porque creía que era su reencarnación. Cada uno de los altos dignatarios que componían el grupo selecto de los trece elegidos tenía una habitación propia, decorada en el estilo de un periodo histórico definido, periodo que, según la mayoría de referencias, correspondería al de su encarnación anterior.

En la habitación que se había reservado Himmler estaba previsto que se custodiara algún día la Lanza de Longinos o Lanza del Destino, si los avatares de la Segunda Guerra Mundial hubieran tenido, precisamente, otro destino…

Lo que seducía a Himmler de Enrique I es que se había empeñado en la unificación de los territorios germánicos, logrando reducir a los eslavos y húngaros hasta la línea del río Oder y a los daneses hasta el Eider y, lo más importante de todo, fue uno de los poseedores de la Santa Lanza. Enrique I otorgó además cartas municipales a diversas ciudades alemanas y procuró hacer más sólidas las fronteras del imperio.

En la cripta de Quedlinburg, en el año 1938, durante un ritual de inspiración pagana y esotérico oficiado por Himmler y otros dignatarios nacionalsocialistas, el Reichsführer prometería sobre la tumba del rey medieval Enrique el Pajarero continuar su labor, luchando frente a la amenaza del Este y llevando las fronteras del Reich hacia Oriente. Quedlinburg es la cuna de la dinastía de los emperadores alemanes, que se convirtió en el centro de la política y la cultura europeas. En la iglesia románica de San Servatius se celebraron muchas ceremonias de este tipo.

Himmler había sido bautizado en Múnich en el año 1900 como católico, pero con el tiempo, ya en la adolescencia, sus tendencias religiosas fueron cambiando hasta el punto de que se decantó por el espiritismo, la astrología y el mesmerismo. Creía en la reencarnación de las almas, al igual que su enemigo, el general norteamericano Patton, que presumía de haber tenido vanas reencarnaciones, a cual más variopinta y ampulosa (según él, había sido soldado con Alejandro Magno, había combatido con Julio César en las legiones romanas, había sido un general cartaginés y otros personajes similares). Himmler sentía adoración por Enrique el Pajarero, del que se consideraba su reencarnación a raíz de una revelación que tuvo en una sesión espiritista.

En una charla dirigida en 1936 a los jefes de las SS les explicó que todos ellos habían estado juntos anteriormente en alguna parte y que todos se encontrarían de nuevo después de esta vida.

Todos estos elementos y creencias fueron luego incorporados a esa religión neopagana tan particular que desarrolló y practicó cuando ocupó el puesto de jefe de las SS. Durante los solsticios y los equinoccios hacía rituales en honor, entre otros, del dios Wotan. Himmler, imbuido no sólo por el fanatismo, sino por extrañas revelaciones, creó nuevas festividades de origen ario para sustituir a algunas fiestas cristianas, como la Navidad y la Pascua. Como si se creyera en posesión de la verdad más absoluta, se metió en todos los campos del conocimiento para darles su toque personal: hizo redactar ceremonias de matrimonio y un ritual para el bautismo de los niños nacidos en el seno de los matrimonios de las SS, la elaboración del anillo rúnico para sus miembros, el llamado anillo de la calavera (Totenkopfring), que se entregaba acompañado de un certificado que describía el simbolismo de la esvástica y sus tres signos rúnicos. Incluso dio instrucciones acerca de la forma correcta de suicidarse. Aunque su mayor obra esotérica fue, como ya hemos dicho, la elección del castillo de Wewelsburg.

Ya puestos, elaboró teorías de lo más extravagantes, que podrían movernos a la carcajada si no fuera porque por culpa de ellas murieron miles de personas. Por ejemplo, creía en el poder del «calor animal», por lo que hizo que se realizaran experimentos en donde las víctimas eran sumergidas en agua helada y después revividas para ser colocadas entre los cuerpos desnudos de prostitutas. En otra ocasión se le ocurrió que había que realizar una estadística sobre la medida del cráneo de los judíos pero con una condición, que sólo valían los cráneos de los muertos recientes, así que cientos de personas fueron decapitadas para realizar esta macabra estadística. Otras ideas demenciales de Himmler, obsesionado por sus creencias ocultistas, fue averiguar el significado simbólico de las torres góticas, encontrar el Santo Grial (financió una expedición dirigida por Otto Rahn), descubrir el sombrero de copa de Eton o analizar el poder mágico de las campanas de Oxford, que, según decidió Himmler, son las que habían hechizado a la Luftwaffe, impidiendo a sus aviones infligir daños a la ciudad.

El tristemente famoso lugarteniente de Adolf Hitler, en su delirio y en su creencia en las artes de la magia negra, decide en el año 1938 enviar a un equipo de científicos alemanes (pertenecientes a sus adictas tropas) ni más ni menos que al Tíbet, con la finalidad de que sean ellos, como tales científicos, los que investiguen en tan lejanos lugares el origen de la raza aria. Ocho meses duró esta expedición y durante su estancia en esa región asiática elaboraron estudios antropológicos de sus habitantes, construyeron tablas estadísticas de sus características faciales así como parámetros y medidas craneales de los mismos, siendo Ernest Schäfer el responsable de llevarla a cabo.

Con ello quería completar la base científica de su creencia sobre el origen y carácter divino de la raza aria y de cómo fue transmitiéndose la misma hasta Europa occidental, para lo cual llegó a defender la llamada teoría del resurgimiento de la raza aria, la cual gozaba de una vida eterna. Esto fue predicado por Himmler a todos los miembros de las SS, sirviéndose de sus discursos y arengas así como de las revistas y periódicos editados por el Instituto Ahnenerbe.

Un principio fundamental debe servir de regla absoluta a todo hombre SS. Debemos ser honrados, comprensivos, leales, buenos camaradas con los que son de nuestra sangre y con nadie más. Lo que le pase a un ruso, a un checo, no me interesa absolutamente nada…

Con estas palabras, Himmler dejaba claro cuál era el sitio que debía conservar la futura orden en cuanto a lo racial y que todos los candidatos debían guardar una estricta observancia de los preceptos de la orden. Sus manías y sus creencias seudorreligiosas eran de tal calibre que el escritor J. H. Brennan llegó a sugerir que Himmler era un zombi sin mente ni alma propias, que absorbía la energía de Hitler como si se tratara de un vampiro psíquico.

Por desgracia, no sabemos mucho más de todas las investigaciones en las que estaba metido, porque muchos de sus manuscritos originales, escritos en sánscrito, yidish, griego y latín, desaparecieron misteriosamente y su biblioteca fue quemada.

¿No tienen curiosidad por saber qué extraños secretos guardaban esos textos?

Las armas milagrosas

La leyenda de las armas milagrosas alemanas, que según Hitler iban a cambiar el curso de la II Guerra Mundial, ha generado tanta literatura que es muy difícil separar en la actualidad la realidad de la fantasía. La reciente publicación de la obra
La bomba de Hitler
, del historiador alemán Rainer Karlsch, ha reabierto la polémica de si los alemanes lograron llegar a tener una bomba nuclear, ya que el autor afirma, sin aportar pruebas definitivas, que entre el otoño de 1944 y la primavera de 1945 los físicos alemanes llegaron a construir al menos tres pequeños artefactos nucleares experimentales que en una prueba mataron a centenares de trabajadores esclavos. Aunque las trazas de este hecho están cogidas con alfileres y es mucho lo que nos falta aún por descubrir, es cierto que los rusos se apoderaron de un notable botín radioactivo al entrar en Berlín. En cualquier caso, vale la pena hacer un breve repaso por sus logros.

En los últimos meses de la II Guerra Mundial, acciones ocasionales realmente espectaculares llevadas a cabo por militares alemanes, como la destrucción del puente de Remagen sobre el Rhin, en un audaz ataque realizado por bombarderos y cazas a reacción Arado Ar-234 y Messerschmitt Me-262, o la destrucción en Normandía de veinticinco carros de combate británicos en un solo día por un solitario carro Tigre, alimentaron la convicción de que si la guerra no acababa pronto, los aliados podían encontrarse con un gran problema. Afortunadamente para el mundo, los aliados contaron a su favor con una serie de factores de orden político y estratégico que entorpecieron el desarrollo de muchos de los programas de investigación del Reich en el campo militar. Algunos fueron de tipo político y tenían por objetivo evitar desviaciones demasiado «extrañas», lo que motivó que no se siguiera adelante con algunos estudios revolucionarios. En otros casos, se trató de acontecimientos externos al desarrollo de los proyectos, como la tendencia a buscar utilidad inmediata a la investigación o la presión a favor de las armas que podían ser usadas rápidamente en el campo de batalla. No obstante, realizaron cosas asombrosas, aunque en ocasiones extrañas, de las que les ofrecemos un breve catálogo.

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