Read Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy Online
Authors: Bruno Cardeñosa Juan Antonio Cebrián
Tags: #Divulgación
El historiador Flavio Josefo, siglo I, relata en su libro
Antigüedades judías
(tomo IX) que en el 722 antes de nuestra era, diez tribus del norte de Israel fueron llevadas más allá del Gran Río (el Éufrates).
¿Adónde fueron a parar realmente? Este es uno de los enigmas bíblicos e históricos más persistentes y siempre ha habido quien ha creído tener la respuesta a este secreto. Unos pocos datos se encuentran en el II Libro de los Reyes, donde se refiere que las diez tribus fueron llevadas a Asiría, en concreto a Jalah, cerca del río Gozan y las ciudades de los pueblos medos, en los márgenes del río Tigris. Vemos como estas tribus se olvidan de los estatutos y mandamientos que Yahvé les dio, y se dedican a las adivinaciones y agüeros. Es m exilio que dura muchos años, tantos que los cronistas de la Biblia se olvidan de ellas y se concentran en la historia del reino de Judá.
El polémico libro escrito por Andreas Faber-Kaiser,
Jesús vivió y murió en Cachemira
(1976), recoge numerosas leyendas que dicen que Jesús sobrevive a la crucifixión, sale de Jerusalén y se dirige con su madre, María, y Tomás a la India buscando las diez tribus perdidas re Israel, que se creían diseminadas por las comarcas de Afganistán y Cachemira.
Hay que recurrir a un libro apócrifo (
Apocalipsis de Ezra
o
Esdras
H escrito en griego hacia el año 100 d.C. para saber algo más de su terrible destino. Un ángel revela al cronista que las diez tribus, tras haber sido trasladadas al otro lado del Éufrates, decidieron emigrar hacia una región «más apartada donde nunca habitó el género rumano y que, al cabo de año y medio de camino, llegaron a Arsareth, donde fijaron residencia».
Así permanecen las cosas, con tímidos intentos por localizar geográficamente estas tribus perdidas, hasta que en el siglo X d.C. un tal Eldad Ben Mahli apareció en Kairuan (Túnez) anunciando que procedía de un reino judío de Etiopía y que allí se encontraban cuatro de esas tribus. La comunidad judía albergó esperanzas de que no hubieran muerto todos ellos en el cautiverio. Pero en esta época medieval era difícil comprobar esta clase de asertos. Pocos medios había para viajar lejos de las fronteras de cada país y el peligro acechaba en cada recodo del camino. Siempre quedó la leyenda consoladora de ese «reino oriental» donde se habían logrado salvar todas o algunas de las tribus perdidas durante la diáspora. De vez en cuando estos rumores eran avivados por viajeros y aventureros de todas las latitudes que iban suministrando más datos sobre su paradero. Un viajero judío de origen español, llamado Benjamín de Tudela, presentó en Alemania un informe sobre las comunidades judías existentes en el Oriente más próximo, en Persia y en tierras limítrofes.
A raíz de unas cartas que manda un rey cristiano que se hace llamar Preste Juan en el siglo XIII y que habla de un territorio situado en Oriente capaz de albergar todas las maravillas, muchos pensaron que en aquel misterioso lugar tenían que estar esas tribus perdidas en el tiempo y en el espacio.
Todas las esperanzas estaban depositadas en Asia, incluso en los territorios míticos de Shambala y Agharta. Luego en la desconocida África y, más tarde, con el descubrimiento de América, se puso los ojos en este continente como lugar probable adonde pudieron haber ido esas tribus y como respuesta a que no se hubiera tenido noticias de ellas durante tanto tiempo. El primero que comentó esta posibilidad fue el obispo Diego de Landa, que en su
Relación de las cosas del Yucatán
dice: «Este país fue ocupado por una raza humana procedente del Este, que Dios liberara abriendo diez caminos sobre la mar», deduciéndose que los indígenas americanos eran los auténticos descendientes de los hebreos perdidos.
El judío portugués Antonio de Montesinos relató a un sabio de Ámsterdam que se había encontrado en Perú con algunas personas que decían ser descendientes de la tribu perdida de Rubén. El fraile Diego Durán tampoco tuvo dudas acerca del origen hebreo de los nativos de la Nueva España (hoy México). El asunto era de lo más atractivo para los teólogos e incluso para los lingüistas, pues más de uno vio en algunos de los idiomas de América una deformación corrompida del hebreo. El lingüista francés Henry Onnfroy de Thouron llegó a la conclusión de que el quechua de los pueblos andinos y el tupi de los nativos brasileños eran de origen hebreo-fenicio. Un ejemplo: el río Solimoes sería una adulteración del nombre de Salomón. Para colmo, el explorador alemán Waldek comenta algo que le dicen los indios juarros del Yucatán y es que los toltecas podrían ser los descendientes de las tribus israelitas que se establecieron en las «Siete Cuevas» o «Chihicomostoc», donde fundaron la famosa ciudad de Tula.
Ahora bien, fueron los mormones, con Joseph Smith a la cabeza y su revelado
Libro de Mormon
, los que dieron más popularidad a esta creencia con sus variantes. En este libro se considera a los indios americanos como descendientes de los judíos emigrados de Jerusalén en la época de Zequedías, aunque éstos no pertenecieron a las diez tribus de Israel.
Hasta aquí tiene su lógica que se buscaran lugares apartados y exóticos para ubicar a esas diez tribus. Lo más extraño es que alguien quisiera encontrarlas en el interior de la Tierra Hueca (como el capitán J. C. Symmes a principios del siglo XIX) y otros en Europa. En 1649 el británico John Saddler dice que los habitantes de las islas Británicas eran los legítimos descendientes de esas diez tribus perdidas, que ganó popularidad cuando Richard Brothers, una especie de profeta divino, reconstruyó el itinerario de esas tribus tras la deportación de Salmanasar. Según él, se convirtieron en los escitas, cruzaron el Cáucaso, costearon el mar Negro y recalaron en Alemania. Allí se transformaron en los sajones y adoptaron una nueva lengua. Más tarde se marcharían hacia las islas Británicas para repoblarlas y asunto resuelto.
Otra teoría planteaba si el pueblo cíngaro no sería una de las tribus perdidas, ya que pretendían ser los herederos de Abraham y de Sara. Para algunos investigadores, la semejanza del éxodo de los dos pueblos (el judío y el gitano) les hace pensar que estos últimos pueden ser una de esas tribus, desterradas por los asirios hacia el extremo oriental de su imperio. De vez en cuando aparecen teorías absurdas que hablan de que los actuales judíos etíopes pertenecerían a la tribu de Dan o que en Japón aparecieron miembros de la tribu de Zebulón.
Seamos sensatos. El destino final de esas tribus se ha ido diluyendo con el devenir de los tiempos y con las gentes de los países que han ido recorriendo. Tal como dice la Biblia, los dispersaron por el norte de Asiría, mezclándolos con otros pueblos cautivos, mientras servían como esclavos. Dejar que siguieran existiendo como tribus hubiera sido un error estratégico y lo más lógico es que se mezclaran con la población local hasta desaparecer como pueblo, debido a una asimilación biológica y cultural con los pueblos persas y asirios, más plausible que aquellos que sostienen que fueron masacrados.
Hoy en día, las diez tribus perdidas de Israel existen, pero en el imaginario colectivo. La última novela de Herman Hess,
El juego de los abalorios
, trata de una cofradía de intelectuales que juegan con abalorios mientras el mundo se les viene encima. Pues bien, el mito de las diez tribus perdidas sirvió durante mucho tiempo como juego de abalorios para los judíos.
Desde hace siglos el destino de algunas legiones romanas, de las que no se sabe bien cuál fue su final, ha intrigado a historiadores de toda Europa. No nos referimos a aquellas que se perdieron en terribles batallas contra los enemigos bárbaros, como las tres legiones de Varo aniquiladas el año 9 de nuestra era en los bosques de Teutoburgo en una terrible derrota ante los germanos, ni a la
legio XXII deiotariana
, destruida en su lucha contra los rebeldes judíos de Simón Bar Kocheba, entre los años 132 y 135, sino a historias mucho más enigmáticas.
En el año 122 de nuestra era, el emperador Adriano envió una legión, la
VI víctrix
, a la remota frontera norte del imperio, hasta Britania. Durante dos años de difíciles luchas, entre el 115 y el 117, las tropas romanas y sus auxiliares habían librado una dura campaña en las tierras de los indómitos caledonios y pictos, tribus salvajes de guerreros brutales tatuados de azul con glasto. Pero finalmente la disciplina, el valor y el orden de los legionarios se había impuesto, de forma que se consolidó una línea defensiva, sobre la que se levantaría la enorme muralla que llevaría el nombre del emperador. El objetivo de la
legio VI victrix
era reemplazar el vacío dejado por la vieja
legio IX hispana
, una unidad experimentada que llevaba ya generaciones luchando en la frontera de Caledonia, en las tierras más desoladas y salvajes que la mentalidad civilizada de los romanos pudiera concebir y a la que, literalmente, se la había tragado la niebla…
Tras haber servido a las órdenes de César, la
legio IX hispana
fue trasladada en el año 13 a.C. a los Balcanes, hasta que en el año 43 d.C., fue una de las unidades seleccionadas para tomar parte en la invasión de Britania por el emperador Claudio. Tras combatir brillantemente, quedó estacionada en las proximidades de Lincoln combatiendo en la terrible insurrección de los icenios de la reina Boudica. En torno al año 70 fue enviada a Eboracum —York, la capital de la Britania romana— y luchó en Caledonia —Escocia— a las órdenes del gobernador Julio Agrícola, tomando parte en la victoriosa batalla de
Mons Graupius
el año 83. Luego regresó a York, donde dejó testimonio de su presencia en la puerta de la fortaleza del río Ouse —justo donde hoy se alza la catedral—. Sin embargo, tras la revuelta salvaje de las tribus del norte en el año 115, fue enviada a la frontera. Allí, los legionarios se vieron envueltos en terribles combates contra hordas sanguinarias, que no pedían ni daban cuartel. Tras adentrarse en las montañas, en algún momento antes del año 117, pura y simplemente desapareció.
El misterio de la desaparición de la IX legión se popularizó gracias a la novela
The Eagle of the Ninth
, de Rosemary Sutcliff (1954), que se basaba en el descubrimiento en Silchester —en Hampshire— de un águila de bronce que la autora identificó como perteneciente a la legión perdida, pero que en realidad no coincide con el águila de una unidad militar, sino más bien con las estatuas de culto al emperador o a Júpiter. Durante los últimos años se ha hecho un gran esfuerzo para identificar cualquier resto epigráfico que permitiese seguir la pista de la legión por Europa, pero lo cierto es que el enigma sigue sin resolverse.
La segunda de las grandes leyendas acerca de legiones romanas tragadas por la tierra es mucho mejor conocida y ha sido objeto de profundas investigaciones, ya que es mencionada por el gran geógrafo Estrabón. Hace unos dos mil quinientos años floreció un reino maravilloso en el sur de Arabia, en el actual Yemen. Este país legendario, cuna de la reina de Saba, era bien conocido en la Antigüedad Clásica, pues estaba integrado en las redes comerciales del viejo
Oikúmene
griego —el mundo civilizado—. La razón de su prosperidad derivaba de la existencia de una gran presa, la de Marib, que permitía cultivar en las lindes del desierto una tierra feraz, de vieja cultura y soberbias ciudades que despertó las ambiciones de los romanos.
En el año 24 de nuestra era, Aelio Gallus, gobernador romano de Egipto, recibió la orden expresa del emperador Augusto de dirigir un poderoso ejército hasta la orilla oriental de la costa norte del Golfo Arábigo —nombre con el que los romanos conocían a esa parte del mar Rojo—. Su destino inicial era el puesto comercial tolemaico de Leuke Kome, a unos ochocientos kilómetros al sur de Akaba; y el final, el reino de los sabaenos, en la
Arabia Félix
, junto al estrecho de Bab el Mandeb. Para lograr su objetivo, Gallus disponía de un formidable ejército de diez mil hombres de infantería —la mayoría auxiliares—, apoyados por caballería, dromedarios, artillería —catapultas y escorpiones— y máquinas de asedio, así como con provisiones para una marcha de meses. Durante semanas y semanas los soldados romanos se adentraron cada vez más profundamente en el desierto de Arabia, llevando una marcha al sur y hacia el interior que les alejaba cada vez más de sus bases en la costa.
Dicen varios historiadores que Sylaeto, el guía árabe y líder de los aliados de los romanos, les traicionó, llevando a las legiones hacia la profundidad del desierto, donde decenas y decenas de hombres murieron de agotamiento, sed y hambre. Aunque los historiadores del imperio hablan de las ciudades conquistadas por Gallus, lo más probable fue que no tomaran más que miserables aldeas de pastores y villorrios de adobe. Finalmente alcanzaron el reino de los sabaenos, pero, incapaces de conquistar sus ciudades, tuvieron que retirarse penosamente hasta su punto de partida, al que llegaron tras dos meses y diez días de marcha. Dicen que sólo siete hombres cayeron en combate, el resto, miles de ellos, murieron víctimas de una espantosa epidemia, de penalidades de todo tipo y de hambre y sed.
Un año después, el prefecto Petronio partió de Syene, en el alto Ni lo, en una campaña de venganza contra los etíopes, al sur de las grandes cataratas. Avanzó con decisión hacia Meroe, en el Sudán, pero al llegar a Napata no pudo seguir y retrocedió. Syene sería durante más de cuatrocientos años el límite sur del Imperio de Roma. Nadie, sin embargo, devolvió a Augusto sus legiones perdidas en Arabia y, como las de Varo, sus cadáveres fueron devorados por las alimañas y las aves carroñeras y sólo sus huesos permanecieron como mudos testigos de su estéril aventura.
Para los antiguos egipcios, Punt era la tierra donde había nacido la raza humana.
Un reino mítico y a la vez conocido, una zona lejana pero accesible, un lugar misterioso pero lleno de riquezas sin límite, hasta tal punto que diversos faraones organizaron viajes en dirección al país de Punt para aprovisionarse de toda clase de objetos exóticos y de animales. Este nombre, Punt, nos sitúa en una zona geográfica imprecisa, muy probablemente en la costa oriental de África, cerca del extremo sur del mar Rojo.
El primer testimonio de las actividades de exploración egipcia se encuentra en la famosa
Piedra de Palermo
—documento perteneciente a la V dinastía—, que es también el primer registro de la expedición al país de Punt. En los anales del Imperio Antiguo (en la sección del reinado del faraón Sahure) se le denominaba «las terrazas del incienso» (
khetiu anti
), y también «el país del dios» (
Ta-neter
). Durante la XI dinastía, el explorador egipcio Henenu, mayordomo jefe del faraón Mentuhotep III, dirigió una expedición de tres mil hombres que abriría la ruta, utilizada posteriormente durante el Imperio Medio y el Nuevo, siendo una de las más conocidas la organizada por el faraón Sesostris III (XII dinastía), que planea un viaje desde la ciudad de Coptos para traer incienso. Estos dos países parecen haberse llevado bien desde siempre.