Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy (10 page)

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Authors: Bruno Cardeñosa Juan Antonio Cebrián

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BOOK: Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy
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Y nos queda la cuestión de la muerte de Cristo. Se sabe que va a Jerusalén con ocasión de la Pascua, al parecer a finales de marzo del año 30. Es crucificado un día antes del Sabbat, durante los preparativos de la Pascua, porque en ese año la fiesta coincidió con el Sabbat. Ésta se celebra el 15 del mes judío de Nisán. En aquel periodo el 15 cayó solamente dos veces en sábado: en los años 30 y 33. Si Jesús predica durante un año, sólo puede ser el correcto el que correspondería al viernes 7 de abril del 30. Si, en cambio, predicó durante tres años, como dicen los evangelistas, debió de ser el 3 de abril del año 33. En todo caso, se está de acuerdo en que el óbito debió de producirse a las tres de la tarde, hora de Jerusalén y resucitó en la madrugada del domingo, sobre las cuatro de la mañana, es decir, que no estuvo tres días muerto como asegura el catecismo.

Entre los dos años posibles, el 30 y el 33, hay fuertes razones históricas a favor del segundo. De lo contrario, habría que comprimir las predicaciones de Juan el Bautista (quien murió antes) y del mismo Jesús a unos cuantos meses de duración.

La fecha del 7 de abril del año 30 la mantiene el jesuita japonés Yoshimasa Tsuchiya, según los cálculos de un calendario perpetuo de propia invención y considerando el hecho de que la muerte de Cristo ocurriera dos días antes de la luna llena, después del equinoccio de primavera. Esa misma fecha es la que da Juan José Benítez en su
Caballo de Troya
, donde muere de parada cardiaca a las 14.57 horas y 30 segundos.

La otra posible fecha de su muerte que se baraja es la del 3 de abril del año 33 y esta tesis la defienden dos científicos de la Universidad de Oxford, Colin J. Humphreys y WG. Walddington. Parten de varios hechos: cuando muere ocurre un fenómeno natural casi al anochecer cual fue una Luna de un color rojo intenso que salió por encima de Jerusalén bañando el Gólgota con una luz crepuscular. Los dos científicos lo interpretan como un eclipse parcial de Luna. En el informe que envía Poncio Pilato al emperador Tiberio le dice: «El Sol se oscureció, salieron estrellas en el cielo y por todas partes la gente encendió las lámparas». Hace referencia también a que sobre el mediodía el Sol desapareció tras las nubes de polvo gris en una furiosa tormenta de arena que se levantó de pronto. Conclusión: que entre el año 26 y el 36, años de gobierno del procurador de Judea, Poncio Pilato, sólo hubo un eclipse parcial de Luna al comienzo de la noche y que fuera visible desde Jerusalén: el 3 de abril del año 33, a las 18.20 horas. La misma opinión tienen los astrónomos Livin Mircea y Tiberiu Oproiu, del instituto Astronómico del Observatorio de Cluj (Rumania), basándose en el eclipse solar en Jerusalén de ese año.

Pero, bien mirado, para el que tiene fe estas cuestiones le traen al fresco. Naciera cuando naciera y muriera cuando muriera, la realidad histórica y espiritual de Jesús trasciende todo lo que aquí podamos decir.

¿Quién fue María Magdalena?

Este personaje constituye, posiblemente, uno de los grandes epicentros mistéricos de la religión cristiana. Según los cuatro evangelios escogidos como auténticos por el concilio de Nicea celebrado en el año 525 de nuestra era, la Magdalena apenas tuvo incidencia en la vida del Mesías. En esos textos oficiales este icono del sagrado femenino es nombrado en doce ocasiones, otorgándole un papel meramente figurativo en capítulos puntuales. La Iglesia de entonces se encontraba absolutamente entregada al santo concepto de la Trinidad y no podía consentir desviaciones a cargo de una presunta familia generada en la Tierra por el hijo de Dios. Por tanto, los trescientos obispos reunidos cerca de Constantinopla por el emperador Constantino hicieron de la Magdalena una acompañante de Jesús de segunda línea, primero como víctima de una posesión demoníaca en la que interviene Jesús para expulsar de su cuerpo mediante exorcismo siete demonios infernales, luego como prostituta redimida por el Salvador, más tarde convertida en testigo privilegiado de la agonía, muerte y resurrección del redentor. En todo caso, no hay quien la prive de haber sido la primera en contemplar el cuerpo resucitado de Jesús, la misma que corre a contárselo a unos incrédulos apóstoles, los cuales, en un acto incomprensible de falta de fe, no dan crédito a lo escuchado, llegando incluso a irritarse con la narración de aquella mujer llena de dolor y amor hacia el Mesías. Conocido es el enfrentamiento entre la Magdalena y Pedro, futuro fundador de la Iglesia católica, lo que nos habla de los recelos del apóstol hacia la más que posible compañera sentimental del nazareno, desvelándose una cierta inquina hacia María transformada en símbolo matriarcal de tantas culturas ancestrales y enemigo real de las últimas intenciones de una primitiva comunidad cristiana basada en postulados célibes, que relegaban el papel femenino al ostracismo más injusto. Y poco más se desvela sobre ella en la historia aceptada desde el siglo IV y sostenida desde entonces por grandes autoridades como el papa Gregorio I, quien identifica a María Magdalena con María de Betania, hermana de Lázaro y Marta, la misma mujer que Lucas describe como pecadora y aquella de la que Jesús expulsó siete demonios, según Juan. El arzobispo de Maguncia, Rabano Mauro, mantuvo la misma versión en el siglo IX, al igual que el arzobispo de Génova, Santiago de la Vorágine, en el siglo XIII o san Bernardo de Claraval, fundador de la orden cisterciense y mentor de los caballeros templarios.

Según algunas hipótesis, María Magdalena llevó en su vientre el verdadero Santo Grial.

Sin embargo, hoy en día los numerosos exegetas católicos y de otras procedencias que han investigado la vida de la Magdalena coinciden en afirmar que hubo mucho más que esto y que los máximos dirigentes eclesiales se empeñaron en cubrir de bruma unas circunstancias que en su tiempo hubiesen obstaculizado las pretensiones trazadas por los prebostes eclesiásticos sobre lo que ellos entendían como una correcta manera de dirigir los designios de Dios en la Tierra. Según las hipótesis más heterodoxas, la Magdalena no era hermana de Marta y Lázaro, tal y como se estableció en origen, sino que más bien debemos pensar que era procedente de la localidad de Magdala, a orillas del mar de Galilea en Palestina, perteneciendo al linaje proveniente de la tribu judía de Benjamín, en la que reinó Saúl, antecesor del monarca David. Por tanto, Jesús de Nazaret y ella representaban el más rancio abolengo hebreo. No es de extrañar que se conocieran y que sintieran un interés mutuo por unir sus castas. En algunos trabajos de investigación se presume que bien pudieran haber sido los novios protagonistas de las famosas bodas de Caná, donde la Virgen María se ocupó de todos los detalles ceremoniales mientras que Jesús obraba el milagro de la conversión de agua por vino. No obstante, el empeño de la Iglesia oficial por proclamar el celibato del redentor hizo que conscientemente se borrara de un plumazo el arbitrio de María Magdalena en el devenir de los acontecimientos que acompañaron a Jesús en sus años privados y públicos. Sólo pensar que el hijo de Dios pudiera haberse casado para tener descendencia con una mujer de dudosa procedencia hace surgir encendidas llagas en la piel de los más ortodoxos, y eso pudiera haber hecho pensar en el posible resquebrajamiento de los muros católicos en aquellos siglos iniciales para la fe cristiana, pues según los primigenios gobernantes católicos, la divinidad de Cristo era incompatible con cualquier apetencia terrena. Lo cierto es que hemos necesitado muchas centurias de exhaustiva investigación para recuperar el olvidado pero trascendental papel de María Magdalena en la historia más grande jamás contada. Autores como la prestigiosa Margaret Starbird han dedicado buena parte de sus vidas a recuperar la figura histórica de esta fémina, llegando a pensar que el verdadero Santo Grial lo llevó ella misma encerrado en su vientre. Y es que no faltan hipótesis que nos ponen en la pista de un Jesús superviviente de la cruz, el cual, una vez recuperado del sufrimiento, viajó en compañía de su mujer embarazada y de algunos seguidores hasta las Galias, desembarcó en el puerto de la actual Marsella y fundó una dinastía gracias al nacimiento de una niña a la que bautizaron con el nombre de Sara. Con el paso de los siglos, casas reales como los merovingios o sociedades religiosas como cátaros y templarios se convertirían en custodios de ese linaje crístico, cuyo secreto perdura hasta nuestros días.

¿Tuvo Jesús hermanos e hijos?

Responder afirmativamente a semejante pregunta es pecado capital, pero permítanos el lector correr el riesgo de ir directamente al Infierno por semejante cosa. Y es que, a veces, buscar la verdad le coloca a uno en la senda de lo sacrílego.

Es cosa de dogmas; la virginidad de María lo es; nació, vivió y murió sin conocer a varón, lo que en este caso significa que Jesús fue hijo único. Del mismo modo, Jesús nació, vivió y murió sin conocer a mujer alguna. Es por ello que ni se casó ni dejó descendencia.

Ambas creencias son pilares fundamentales para el catolicismo apostólico romano, pero no por ello deben ser verdad, del mismo modo que abrirse a la posibilidad contraria no debiera quebrantar las creencias de nadie, pero no olvidemos que sobre verdades absolutas escritas en ninguna parte la Iglesia ha construido durante dos mil años un imperio ideológico. Sin embargo, ni a los doctores de la Iglesia —que los hay, y bien sabios que son algunos— se les puede escapar que en los tiempos en los que vivieron Jesús y María mantener tan puras conductas hubiera supuesto un peligro ciertamente considerable.

Y no es que en la Palestina del siglo I fueran unos liberales, sino que por entonces desposarse y hacer efectivo los débitos conyugales era la forma de dar a entender que uno servía para algo. De lo contrario, no sólo se arriesgaban al descrédito social, sino incluso al peligro físico.

Algo no encaja si los dogmas se fundamentan en las Sagradas Escrituras. Si leemos el Evangelio de Marcos encontramos el siguiente pasaje: «¿No es éste el carpintero, el hijo de María y el hermano de Santiago, José, Simeón y Judas? ¿No están sus hermanas entre nosotros?». En este versículo, los habitantes de Nazaret se referían a Jesús, a quien endosan cuatro hermanos y, al menos, dos hermanas.

Y es que referencias de este estilo encontramos del orden de una decena en los Evangelios…

Para excusarse, la Iglesia ha vendido como explicación a estas palabras que, en aquellos tiempos, se utilizaba el mismo vocablo tanto para referirse a hermanos como para mentar a los primos. Así que —a modo de explicación oficial por parte del Vaticano— se nos dice que todo es un problema de traducción debido al lenguaje en el cual están escritos los textos evangélicos.

Para saber a qué atenernos, en más de una ocasión hemos preguntado en
La Rosa de los Vientos
a uno de los principales expertos mundiales en este asunto. Se llama Antonio Piñero, catedrático en filología neotestamentaria en la Universidad Complutense. Es decir, que se trata de un especialista en el tipo de griego en que está escrito, por ejemplo, el Evangelio de Marcos. Su posición al respecto es, por tanto, la posición de un científico de las letras según se utilizarían hace dos mil años: «Esta suposición no es defendida por casi nadie… Los llamados hermanos de Jesús lo eran en el pleno sentido de la palabra», nos asegura.

Ciertamente, son muchas las fuentes que hacen alusión a los hermanos de Jesús. Por ejemplo, el evangelio de los Hebreos, un apócrifo en el que puede leerse «su madre y sus hermanos decían a Jesús…». De hecho, en su
Historia Eclesiástica
, Eusebio de Cesárea dice que Santiago y Judas eran dos de los hermanos de Jesús, lo cual es coincidente con el Evangelio de Marcos.

Pocos estudiosos serios son los que admiten que Jesús era hijo mico de María, pero lo que sí parece más complicado es admitir que también él tuvo descendencia. Y es que, en primer lugar, habría que determinar si estuvo casado, si bien para empezar sirva decir que tal cosa no es barbaridad alguna, puesto que, en aquella época, quien no se casaba era un proscrito de los cielos…

Por lo que dicen los Evangelios oficiales poco puede saberse, aúneme sí deducirse que María Magdalena mantenía una proximidad a Jesús que estaba fuera de toda lógica. Eso sí, los guardianes del dogma mantienen una tesis contra viento y marea: Jesús perdonaba a los pecadores y los admitía entre sus seguidores. Y puesto que la Magdalena era una prostituta, la dejó acercarse a su regazo mesiánico. Pero hete aquí que los exegetas del Vaticano se han sacado de la manga una historia negra de la Magdalena que no es sino un gran invento.

En ningún texto, ni en los oficiales ni en los oficiosos, se sugiere que la otra María fuera una meretriz. Aquello fue una farsa, ya que a nadie escapaba la singular relación que existió entre ambos, algo que está muy presente en los textos gnósticos de Nag Hammadi, en uno de los cuales —el evangelio de María— se explica que los apóstoles andaban celosos de la Magdalena, puesto que sospechaban que la amaba más a ella que a ellos.

Otro apócrifo es aún más explícito: «La amaba más que a todos los discípulos y solía besarla en la boca a menudo», se lee en el evangelio de Felipe. Y es que no pocos estudiosos —mejor dicho, cientos de estudiosos— han propuesto que, por determinadas características, las bodas de Caná fueron sus propias nupcias. Y si se llegó a casar, lo de tener hijos era algo más bien lógico; más aún en aquellos tiempos. Visto con cierta frialdad, tampoco pasa nada. ¿Acaso Jesús hubiera sido menos Jesús si se hubiera casado? Si lo que pregonó fue el amor, ¿qué mejor forma de demostrarlo que entregando su corazón a su esposa?

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