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Authors: Bruno Cardeñosa Juan Antonio Cebrián
Tags: #Divulgación
Hace más de cuatrocientos años, la Santa Inquisición, en nombre de Dios, condenó a morir en la hoguera a un hombre que se anticipó a su tiempo, pero que nos dejó un mensaje de cómo la rebeldía es una causa que es necesario poner en práctica para enfrentarse al poder establecido. Fue condenado por hereje, pero en realidad quienes le sentenciaron a muerte lo hicieron porque vieron en él a alguien capaz de pensar por sí mismo. Ese fue su mayor pecado…
Pongamos por delante unas breves pinceladas biográficas para retratar la vida de Giordano Bruno, un personaje que nació en Ñola (Italia) en 1548 y que con apenas quince años ingresó en los dominicos. Sólo trece años después, las primeras sospechas empezaron a recaer sobre él. Y todo porque se negaba a idolatrar a los santos y por empezar a manifestar una idea de Dios que iba mucho más allá de la concepción antropocéntrica de la época. Sin embargo, en absoluto era un ateo. Él creía en Dios, pero lo hacía con una visión científica que o no quisieron o no llegaron a entender los hombres de su época. A fin de cuentas, él fue el primero —y hete aquí la que puede ser su idea más innovadora— en proponer la pluralidad de mundos habitados, un concepto que en aquella época quebraba con absolutamente todo lo establecido…
Pero no vayamos aún tan lejos. Con tan sólo veintiocho años abandonó el monasterio dominico y, tras viajar en busca de respuestas vitales, abrazó el calvinismo pero, poco después, cuando quiso ejercer el derecho a la libre opinión, fue hecho prisionero acusado de ser contrario a la libertad intelectual. Y todo por haber mostrado su disconformidad con algunas de las normas propuestas por Calvino. Es decir, la condena que le cayó fue justo por lo contrario de lo que hizo.
Su batalla contra los poderes establecidos no quedó ahí. Tras su guerra contra el calvinismo se trasladó a Londres, en donde se convirtió en profesor de la Universidad de Oxford. Eran los tiempos en los que el mundo aristotélico empezó a perder sentido frente a las propuestas de Copérnico. Básicamente, se empezaba a considerar nuestro mundo como una parte del universo y no como el centro.
Erróneamente, algunos recuerdan su figura como la de un mártir científico. Y eso es falso por mucho que Bruno prefigurara algunos conceptos propios de la ciencia moderna. Sus tesis suponían una ruptura con lo medieval y a punto estuvo de plantear conceptos propios del siglo XX. Ya dijo que cada estrella es el centro de un sistema planetario, algo que hasta hace sólo veinte años aún era negado por muchos científicos.
Pero tampoco fue sólo un hereje religioso. Cierto que por eso fue condenado a la hoguera en el año 1600. Fue quemado vivo «a fuego lento, para incrementar el sufrimiento». De él, la Santa Inquisición dijo que era apóstata, impenitente, herético y obstinado. Entre las cosas que negaba rotundamente estaba el pecado original; no podía concebir que el amor carnal fuera un crimen cuando era un modo de mantener el discurrir del universo hacia el infinito. También ponía en duda el sentido que la Iglesia daba a la encarnación de Jesús; pues siendo como fue un defensor de la pluralidad de mundos, al afirmar tal cosa cuestionaba el carácter único de la figura de Jesús. A día de hoy, la Iglesia sigue sin aceptar sus planteamientos…
Su discurso frente a las acusaciones que vertían contra él los doctores de la Iglesia fue memorable: «Creo que el universo es infinito como obra del divino e infinito poder, porque hubiera sido indigno de la omnipotencia y de la bondad de Dios crear un solo mundo finito pudiendo crear, además de este mundo, infinitos otros. Por tanto, declaro que hay múltiples mundos parecidos al nuestro… Esto parece a primera vista contrario a la verdad si se compulsa con la fe ortodoxa. Además, en este universo hay una providencia por cuya virtud todos los seres viven, se mueven y perseveran en su perfeccionamiento… Con respecto a la verdadera fe, ha de creerse en la individualidad de las divinas personas».
Su discurso nos recuerda por qué fue un hereje. Es muy sencillo: Giordano Bruno defendió el librepensamiento como única forma de crecimiento personal. Y ese mensaje de independencia respecto a los poderes establecidos es aquello que nos debe quedar de un personaje que fue quemado porque ejerció su derecho a opinar por sí mismo. Esa fue su herejía.
Nuestra historia comienza el 24 de mayo de 1543, cuando el astrónomo polaco Nicolás Copérnico publica su libro
La revolución de los cuerpos celestes
; casi sin pretenderlo, había dado un inmenso salto cualitativo sobre la concepción de los mecanismos que movían el universo. Por desgracia, este adelantado falleció al poco de ver impresa su obra, con lo que se perdió el terremoto científico en el que desembocó su hipótesis heliocentrista. Según Copérnico, la Tierra no era, como se creía, el núcleo estático del firmamento, sino que la actividad dinámica del Sol, los planetas y las estrellas se podía explicar admitiendo el doble movimiento de la Tierra, es decir, la rotación diaria sobre su eje y la traslación anual alrededor del Sol. Con este pensamiento se desmontaban las viejas teorías del astrónomo Claudio Ptolomeo, quien, en el siglo II d.C., estableció que la Tierra era el centro de referencia universal y que todo giraba, incluido el Sol, en torno a nuestro planeta —algo muy parecido a lo planteado por el griego Aristóteles, algunos siglos antes—. Esta última hipótesis era la oficialmente admitida por la Iglesia católica, por lo que no es de extrañar que los defensores de Copérnico, en su casi totalidad protestantes, fueran considerados herejes de la ciencia impuesta y admitida. No obstante, el que pasó a la historia como inquebrantable defensor de las teorías copernicanas fue Galileo Galilei, un italiano nacido en 1564 con la vocación de ser físico y astrónomo en sus vertientes más heterodoxas, lo que le acarreó constantes enfrentamientos con la Iglesia. Ya desde la aparición en 1610 de su libro
El mensajero sideral
, donde se apuntaban las virtudes copernicanas, el Vaticano intentó desacreditarle como astrónomo, llegando a formular contra él una acusación de hereje en 1615. Un año más tarde sus investigaciones eran ampliamente criticadas desde los púlpitos eclesiales, a lo que él contestó con una extensa carta en la que solicitaba que la Biblia se acomodara a los descubrimientos científicos de la modernidad. Esto supuso un nuevo escándalo y la reprobación más encendida desde las clases católicas dirigentes. El proceso culminó con una seria advertencia hacia Galileo en la que le conminaban a no seguir difundiendo las erróneas teorías de su maestro polaco. Ante esto el físico pareció callar convencido de la inutilidad que suponía seguir combatiendo, prácticamente en solitario, frente al muro de la incomprensión oficial. Pero él había visto con su telescopio primigenio las manchas del Sol, las montañas de la Luna, cuatro satélites de Júpiter y las fases crecientes y menguantes de Venus, y todos estos descubrimientos asombrosos lo convirtieron en un testigo privilegiado de lo intuido por Copérnico. ¿Quién podría ocultar semejantes hallazgos? Con lo que volvió a importunar en 1623, cuando publicó
El ensayador
, una obra muy aplaudida por toda Europa en la que revelaba buena parte de sus ideas con respecto a las matemáticas como genuino lenguaje de la naturaleza y, de paso, aprovechó para cargar las tintas sobre Horacio Grassi, un influyente jesuita considerado su peor enemigo. Nueve años más tarde, el religioso de la Compañía cobraría venganza alentando a los tribunales que juzgaban a Galilei por su
Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo
. En realidad, el papa Urbano VIII había dado permiso para la publicación de la obra confiado por las explicaciones de Galileo, quien se comprometió a no seguir encendiendo la hoguera de la controversia en este asunto tan delicado para Roma y para su milicia intelectual, encarnada por entonces en la Compañía de Jesús. Sin embargo, nuestro personaje, muy comprometido con la verdad, no quiso eludir su responsabilidad científica y utilizó el texto a conciencia para denunciar el inmovilismo de los estamentos sociales dominantes en aquel periodo histórico. El proceso fue sinuoso y tremendamente injusto con el acusado. La presión sobre él se incrementó hasta tal punto que no tuvo más remedio que abjurar de sus creencias a fin de evitar una más que segura condena capital. La retracción efectuada sobre sus creencias salvo su vida a cambio de una cadena perpetua que, más tarde, quedó en simple arresto domiciliario. Galileo tenía sesenta y ocho años, estaba hastiado de tanta batalla científica, diezmado por la enfermedad y casi ciego y sordo; tan sólo ansiaba terminar con aquello y retirarse a reposar sus últimos años en la modesta casa que poseía en Arcetri, un pueblo cercano a Florencia.
El mundo actual tiene una deuda inmensa con hombres como Galileo (en la imagen durante su juicio), que pagaron con su vida por aportar luz y conocimientos a nuestra civilización.
En 1639 publicó
Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias
, un libro que iluminó a Isaac Newton para afinar su teoría sobre la gravitación universal.
Tres años más tarde, Galileo falleció sin que el Vaticano hubiese corregido su lamentable error. En 1870 se publicó toda la documentación sobre este célebre juicio de la historia, y gracias a ello se pudo comprobar que no sólo la iglesia fue culpable en el dictamen, sino también los filósofos que asesoraron en aquel trance.
Según cuenta la leyenda, cuando se encontraba firmando su abjuración, Galileo masculló entre dientes: «Y sin embargo se mueve». Un buen epitafio para un genio inconformista abanderado de la verdadera y única ciencia.
En 1992 el papa Juan Pablo II pidió perdón por las tropelías cometidas en la figura del célebre físico y matemático. Quizá este justo pronunciamiento llegó un poco tarde.
Este singular hereje del siglo XVI fue, sin pretenderlo, un destacado representante del erasmismo científico. Sus trabajos, ideas y conclusiones recibieron la más furibunda crítica desde todos los ámbitos religiosos del cristianismo. Un mérito poco extendido en aquella Europa dividida por diferentes formas de entender el mensaje cristiano. Aun así, el injusto juicio al que fue sometido y su innegable aportación al avance médico gracias a su descubrimiento sobre la circulación sanguínea pulmonar le hacen merecedor de un lugar de privilegio en la galería de personajes ilustres de la humanidad.
Nació en 1511 en Villanueva de Sigena, un pequeño pueblo de Huesca, donde su padre ejercía el noble oficio de notario. La formación del pequeño Miguel fue bastante completa, pues cuando abandonó con trece años su lugar de origen rumbo a Lleida y Barcelona, ya hablaba perfectamente latín, griego y hebreo. Con apenas quince años consiguió ser discípulo protegido de fray José de Quintana, quien, a la postre, se convertiría en confesor personal del emperador Carlos V Precisamente, Miguel en compañía de su maestro asistió a la coronación imperial celebrada en Bolonia en 1529. A decir verdad, sus años adolescentes le marcaron decisivamente a la hora de emprender sus constantes retos teológicos y científicos. Su formación académica quedó resuelta en sus estancias por tierras francesas, donde se impregnó de los aires intelectuales reformistas que circulaban por aquellos lares. Estas tendencias conjugaron a la perfección con su talante obstinado e independiente, dando rienda suelta a su pensamiento libre y rebelde. Con diecinueve años fue acusado de hereje por formular algunas hipótesis sobre la supuesta falsedad trinitaria de Dios. En 1531 publicó su primera obra, cuyo título no invitaba al engaño:
De Trinitatis Erroribus
. Planteamiento que quedó reforzado un año más tarde con la publicación de
Dialogorum de trinitate libri duo
, y
De iustitia regni Christi capitula quattuor
. Estos textos le procuraron encendidos ataques de protestantes y católicos. La Santa Inquisición condenó sus trabajos y ya nunca pudo regresar a su patria por temor a ser juzgado y quemado en la hoguera.
Servet, fiel a su espíritu y a sus postulados analíticos sobre la religión, inició desde entonces un peregrinaje por algunos territorios europeos. De Alemania pasó a Francia, donde conoció al reformista Calvino, con quien, por supuesto, terminó discutiendo acaloradamente. Una vez más, el incómodo aragonés tuvo que huir, y en esta ocasión salió de París con destino a Lyon, ciudad en la que trabó relación profesional con unos impresores, los cuales le encargaron tres ediciones de la Biblia y dos sobre las obras de Ptolomeo. Fueron unos años de relativa paz en los que hizo amistad con el médico Champier, quien inculcó a Servet su amor por la medicina. Gracias a ello decidió inscribirse en la Universidad de París dispuesto a ser galeno, oficio que practicó desde entonces con cierta notoriedad por algunos pueblos y ciudades de Francia, afincándose finalmente en la localidad de Vienne, donde permaneció como médico personal del obispo local hasta 1553, año en el que sus publicaciones, discrepancias y rebeldías le condujeron a la cárcel por hereje. Hasta ese momento, Miguel Servet había ya publicado abundante material, no sólo sobre teología, sino también sobre la disciplina médica. Y, en ese sentido, debemos hablar de su principal obra, titulada
Christianismi Restitutio
, esbozada durante años y publicada en enero de 1553. En el texto se explicaba en un apartado, a modo de sencilla digresión, nada menos que la circulación sanguínea pulmonar, hecho observado minuciosamente por él en su época de galeno y desconocido para el resto de los mortales. Lo curioso de esta historia radica en que el científico aragonés no incluyó el hallazgo en ninguna obra dedicada a la fisiología y sí lo hizo, en cambio, en un texto teológico. La explicación a esta incógnita es clara, pues Servet pensaba que el alma humana estaba confortablemente instalada en la sangre, de ahí su interés por averiguar cómo transitaba el líquido vital por el cuerpo humano. El escándalo fue mayúsculo y, aunque logró escapar de su encierro inicial en Vienne, al final fue capturado mientras asistía camuflado a un sermón de Calvino en Ginebra. El implacable dictador religioso no quiso escuchar las peticiones de clemencia del aragonés y, sin dilación, preparó un juicio sumarísimo en el que se le negó abogado defensor al sufrido provocador. La sentencia se dictó casi de inmediato y aquí transcribimos su parte final: