—¿Cuánto tiempo he pasado sin sentido? —preguntó Haplo.
—¿Quién sabe? —Respondió
la Mano
con desdén—. ¿Cómo puede uno saberlo, en este lugar? Supongo que no tendrás idea de dónde estamos, ¿verdad?
Haplo dirigió una nueva mirada en torno a sí y frunció el entrecejo.
—Creo haber visto un lugar como éste en alguna ocasión... pero no consigo recordar...
Su mirada alcanzó a Marit y se detuvo en ella. La había sorprendido observándolo. Era demasiado tarde para fingir que seguía dormida; se enderezó y apartó la mirada. De pronto, advirtió la presencia de la daga en el suelo, entre ella y Haplo.
—No te preocupes —gruñó Hugh, siguiendo la mirada de Haplo—. Entre Alfred, el perro y yo, no dejaremos que la mujer se acerque a ti.
Haplo se echó hacia atrás y se apoyó en un codo. Estaba débil, demasiado débil para acabar de salir del sueño curativo de los patryn. La herida de la runa del corazón... En el Laberinto, una herida semejante lo habría condenado irremisiblemente.
—Ella me salvó la vida —declaró.
Marit notaba sus ojos fijos en ella. Deseó tener algún lugar donde ocultarse en aquella maldita celda, algún modo de escapar. Incluso estaba dispuesta a probar la puerta, aunque quedaría como una estúpida si no conseguía forzarla. Hizo rechinar los dientes y, con un firme dominio de sí misma, se sentó en el borde del camastro y fingió concentrarse en anudar los cordones de las botas. Al fin y al cabo, lo que Haplo acababa de decir la favorecía.
El asesino emitió un gruñido. Apartó la pipa de los labios, golpeó la cazoleta contra la pared y dejó caer las cenizas al suelo.
Haplo dirigió la atención al humano.
—¿Has mencionado a Alfred?
—Sí, he mencionado a Alfred. Está aquí. Ahora ha ido a alguna parte, por comida. —Hugh indicó la puerta con un gesto del pulgar.
Haplo estudió de nuevo la estancia.
—Alfred... Ahora recuerdo qué me recuerda este lugar: el mausoleo de Ariano.
Recordando la orden de Xar, Marit prestó atención a lo que decía. Las palabras no significaban nada para ella, pero notó que la embargaba un escalofrío. Mausoleo... El término le recordaba Abarrach, un mundo que era un inmenso mausoleo.
—¿Ha dicho Alfred dónde estamos?
Hugh le dirigió una sonrisa; una sonrisa terrible que tensó sus labios y le nubló los ojos.
—Alfred no parece tener mucho que decirme. De hecho, me ha estado evitando.
—No me sorprende.
Haplo se sentó erguido y se miró la mano que había empuñado el maldito puñal sartán. Antes de su sueño reparador la tenía negra, con la carne quemada. Ahora, el brazo estaba ileso, intacto. Volvió la vista a Marit.
Ella comprendió lo que pasaba por la cabeza de Haplo con la misma claridad que si éste lo anunciara en voz alta. Aún se sentía próxima a él, y eso la irritaba.
«Rastreas mis pensamientos como un lobuno sigue el rastro de un hombre herido», le había dicho Haplo una vez, en broma.
Lo que ella no le había contado nunca era lo mucho que él habría podido rastrear los suyos. Al principio, Marit había anhelado aquella intimidad; ésta había sido una de las principales razones de que se hubiera quedado junto a Haplo tanto tiempo, más que con cualquier otro hombre. Pero entonces había descubierto que se sentía demasiado atraída por él, que contaba demasiado con él, que empezaba a depender de él. Y, poco después, había descubierto que iba a tener un hijo suyo. Había sido entonces cuando se había marchado de su lado.
Saber que acabaría perdiéndolo a manos del Laberinto le resultaba suficientemente terrible; tener que afrontar, además, la pérdida de un hijo...
«Sé la que abandona, no la abandonada.» La frase se había convertido en su credo.
Así pues, Marit miró a Haplo y supo exactamente lo que estaba pensando. «Alguien me ha curado. Alguien ha cerrado el círculo de mi ser.»
Haplo la miró, deseando que hubiera sido ella. ¿Por qué?, se dijo Marit. ¿Por qué no se daba cuenta de que lo suyo había terminado?
—Ha sido el sartán quien te ha curado, no yo —le dijo y, con premeditada lentitud, le volvió la espalda otra vez.
Lo cual quedó muy digno y muy propio pero, a no tardar, iba a tener que explicar que ya no tenía intención de matar a Haplo.
Marit trazó las runas con la esperanza de atraer la daga que aún seguía en el suelo en mitad de la estancia. Pero su magia chisporroteó y se apagó; la maldita magia sartán de aquel desagradable lugar contrarrestaba sus hechizos.
Haplo dirigió de nuevo su atención a Hugh
la Mano.
—Cuéntame qué ha sucedido. ¿Cómo hemos llegado aquí?
El humano dio una chupada a la pipa, que se había apagado. El perro se tumbó al lado de Haplo, apretado a él todo lo posible y con los ojos fijos en el rostro de su amo con aire impaciente. Haplo lo tranquilizó con unas palmaditas, y el animal soltó un suspiro y se apretó aún más a él.
—No recuerdo gran cosa —respondió
la Mano—.
Unos ojos rojos y unas serpientes gigantes y tú con la mano ardiendo. Y terror. Recuerdo haber estado más asustado que nunca en mi vida... o en mi muerte. —El asesino ensayó una sonrisa irónica—. La nave estalló en pedazos. El agua me llenó la boca y los pulmones y lo siguiente que recuerdo es que estaba en este lugar, a cuatro manos en el suelo, sacando el estómago por la boca. Y tú estabas tendido a mi lado con la mano y el brazo como madera carbonizada. Y esa mujer estaba de pie encima de ti, con la daga, y el perro se disponía a saltarle al cuello. Y entonces Alfred entró por la puerta bamboleándose.
»Le dijo algo a la mujer en ese extraño idioma que habláis y ella parecía a punto de contestarle cuando se derrumbó en el suelo, sin sentido.
»Alfred te miró y movió la cabeza en gesto de negativa; después, la miró a ella y repitió el gesto. El perro se había callado y yo había conseguido ponerme en pie.
»"Alfred", le dije, y di un paso hacia él, pero no podía caminar demasiado bien. Más que caminar, me abalancé hacia él.
La sonrisa de
la Mano
se hizo siniestra.
—Él volvió la cabeza y me vio. Entonces, soltó un graznido... ¡y cayó al suelo desmayado! Después de esto, debí de perder el sentido, porque no recuerdo nada más.
—¿Y cuando volviste a despertar? —inquirió Haplo.
—Me encontré aquí —respondió Hugh con un encogimiento de hombros—. Alfred estaba cuidándote y la mujer observaba la escena, ahí sentada, sin decir palabra. Tampoco Alfred abrió la boca. Me puse en pie y me acerqué a él; esta vez, me aseguré de no asustarlo.
»Pero, antes de que pudiera abrir la boca, él dio un respingo como una gacela asustada y escapó a través de la puerta murmurando no sé qué sobre comida y de que yo tenía que montar guardia hasta que volvieras en ti. De eso hace ya bastante rato y no lo he vuelto a ver. Ella ha estado aquí todo el rato.
—Se llama Marit —dijo Haplo sin alzar la voz. Tenía la vista en el suelo y con un dedo seguía, sin tocarlo, el dibujo de una runa sartán.
—Se llama Muerte, amigo mío, y tú eres su objetivo.
Marit exhaló un suspiro profundo y tembloroso. Era la ocasión de acabar de una vez con aquello.
—Ya no —dijo.
Se puso en pie, dio unos pasos y recogió la daga del suelo.
El perro dio un salto, se plantó ante su amo en actitud protectora y emitió un ronco gruñido. Hugh se puso en pie también, con cuerpo ágil y movimientos rápidos. No dijo nada; se limitó a seguir donde estaba, observando a Marit con los ojos entrecerrados.
Marit, sin prestar atención a ninguno de los dos, llevó la daga a Haplo. Hincó una rodilla ante él y le presentó el arma, ofreciéndole la empuñadura.
—Tú me salvaste la vida —declaró con voz fría, a regañadientes—. Según la ley patryn, esto decide en tu favor cualquier disputa entre nosotros.
—¡Pero tú has salvado la mía, también! —Replicó Haplo y la miró con una extraña intensidad que hizo sentirse sumamente incómoda a la patryn—. Estamos en paz.
—Yo no he salvado nada. —Marit lo dijo con tono burlón—. Ha sido tu amigo sartán quien te ha curado.
—¿Qué está diciendo? —intervino Hugh
la Mano.
Marit había utilizado el idioma patryn.
Haplo tradujo sus palabras y añadió:
—Según la ley de nuestro pueblo, como le salvé la vida, cualquier disputa que surja entre nosotros se resuelve a mi favor.
—Yo no llamaría «disputa» a un intento de asesinato —declaró Hugh con sequedad; dio una chupada a la pipa y estudió a Marit con recelo—. Es un truco. No la creas.
—¡No te metas en esto, mensch! —Intervino la patryn—. ¿Qué sabe de honor un gusano como tú? —Miró de nuevo a Haplo, sin dejar de ofrecerle la daga—. ¡Vamos, cógela de una vez!
—¿No te indispondrás con Xar, haciendo esto? —preguntó él, sin dejar de contemplarla con aquella penetrante intensidad.
Ella se obligó a mantener su mirada.
—Eso es asunto mío. El honor me impide matarte. ¡Coge la daga, maldita sea!
Haplo obedeció lentamente. La empuñó y la hizo girar en la mano como si no hubiera visto nada parecido en su vida. Pero no era la daga lo que estaba inspeccionando. La examinaba a ella. Sus motivos.
Sí; lo que una vez hubiera habido entre ellos, había terminado.
Marit dio media vuelta y empezó a alejarse.
—Marit.
Ella volvió la cabeza.
Haplo le tendió la daga.
—Toma. No debes ir desarmada.
Marit mantuvo la calma, con las mandíbulas encajadas; volvió atrás, recuperó la daga y la guardó en la caña de la bota.
Haplo se disponía a añadir algo, y Marit volvía la cabeza para no tener que oírlo o que responderle, cuando un destello de luz rúnica y el ruido de una puerta de piedra que se abría con un crujido los sobresaltó a todos.
Alfred entró en la estancia pero, al ver a todo el grupo mirándolo, inició un rápido retroceso hacia la puerta.
—¡Perro! —ordenó Haplo. Con un ladrido gozoso, el animal echó a correr. Hincó los dientes en los faldones de la levita del sartán y tiró de Alfred, pese a su resistencia, hasta lanzarlo, tropezando y trastabillando, al centro de la sala.
La puerta se cerró a su espalda.
Atrapado, Alfred paseó una mirada sumisa y desconsolada por cada uno de sus rostros y luego, con una sonrisa de disculpa y un ligero encogimiento de sus enclenques hombros, se desmayó.
PERDIDOS
Llevó algún tiempo recuperar a Alfred, que parecía profundamente reacio a recobrar la conciencia. Finalmente, sus ojos se abrieron con un parpadeo. Por desgracia, lo primero que vio fue a Hugh
la Mano
inclinado sobre él.
—Hola, Alfred —dijo
la Mano
con aire sombrío.
Alfred palideció y puso los ojos en blanco.
El asesino alargó la mano y asió a Alfred por el cuello de la camisa, de encaje deshilachado.
—¡Desmáyate otra vez y te estrangulo!
—¡No, no! Ya..., ya estoy bien. Aire, necesito... aire.
—Déjalo levantarse —intervino Haplo.
Hugh abrió la mano y retrocedió unos pasos. Alfred se puso en pie tambaleándose, entre jadeos. Su mirada estaba fija en Haplo.
—Me alegro mucho de verte...
—¿Y te alegras también de verme a mí, Alfred? —inquirió Hugh.
Alfred dirigió por un instante la vista hacia el humano y, al parecer, lamentó haberlo hecho porque volvió a apartarla enseguida.
—Esto..., desde luego que sí, maese Hugh. Estoy sorprendido...
—¿Sorprendido? ¿Por qué? —Replicó
la Mano
con un gruñido—. ¿Tal vez porque la última vez que me viste estaba muerto?
—Pues... sí; en efecto, ahora que lo pienso, estabas muerto. Muy muerto. —Alfred se sonrojó y balbuceó—: Es evidente que has tenido una... una recuperación mi... milagrosa.
—Supongo que tú no sabrás nada del asunto, ¿verdad?
—¿Yo? —Alfred levantó la vista hasta la altura de las rodillas de Hugh—. Me temo que no. En aquellos momentos estaba muy ocupado. Tenía que ocuparme de la seguridad de la dama Iridal, ¿sabes?
—Entonces, ¿cómo explicas esto? —El asesino se rasgó la camisa para mostrar el pecho. La runa sartán era visible en su centro; despedía un fulgor mortecino, como de complacencia—. ¡Míralo bien, Alfred! ¡Mira lo que me has hecho!
Alfred levantó los ojos despacio a regañadientes. Dirigió una mirada compungida a la runa y, con un gemido, se cubrió el rostro con las manos. El perro, entre gañidos compasivos, se le acercó trotando y posó una pata con suavidad sobre uno de los grandes pies de Alfred.
Hugh fulminó a éste con la mirada; después, bruscamente, agarró a Alfred y lo sacudió.
—¡Mírame, maldita sea! ¡Mira qué has hecho! Yo estaba muerto: donde quiera que me hallase, me sentía contento y en paz. Entonces, tú me arrancaste de allí. ¡Ahora, ni estoy vivo ni puedo morir! ¡Pon fin a ello! ¡Devuélveme a ese lugar!
La Mano
zarandeó a Alfred como si fuera un muñeco roto. El perro, estrujado entre los dos, miró alternativamente a uno y otro sin saber muy bien a quién atacar y a quién proteger.
—¡No sabía que hubiese hecho lo que dices! —farfulló Alfred con un balbuceo casi incoherente—. ¡No lo sabía! Tienes que creerme. No lo recuerdo...
—¿No... lo... recuerdas? —Hugh subrayó cada palabra con una sacudida que terminó por poner de rodillas al pobre Alfred.
Haplo rescató al perro, que corría peligro de llevarse un pisotón, antes de hacer lo mismo con Alfred.