En el Laberinto (57 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: En el Laberinto
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LA CIUDADELA PRYAN

—¡Aleatha, corre! —gritó Roland, al tiempo que se plantaba ante Xar de un salto.

El Señor del Nexo cogió al humano por la garganta y lo arrojó a un lado como si fuera uno de los mágicos muñecos parlantes de los elfos. Xar invocó las posibilidades y puso en acción la magia rúnica. En un abrir y cerrar de ojos, todos los portales en arco de acceso a la cámara circular quedaron tapiados y sellados.

Cuando lo hubo hecho, Xar miró a su alrededor y empezó a maldecir amargamente. Había atrapado a tres mensch en la cámara. Sólo a tres. La elfa había escapado.

Pero tal vez fuera mejor así, reflexionó Xar. Ella lo conduciría al enano.

Volvió a concentrarse en sus cautivos. Uno de ellos, el elfo, contemplaba el cadáver del viejo y la jarra vacía que yacía en el suelo junto al cuerpo.

El elfo levantó la mano y miró a Xar con expresión horrorizada.

—¿Es cierto que envenenaste el vino? ¿Y que te proponías hacérnoslo beber?

—Desde luego que sí —replicó Xar con irritación. No tenía tiempo para tonterías—. Y ahora tendré que quitaros la vida de una manera mucho menos adecuada a mis necesidades. Con todo, tendré cierta compensación... —Movió el cadáver con la punta del zapato—. Un cuerpo extra. No contaba con él.

Los mensch se acurrucaron juntos y la mujer se arrodilló al lado del humano, que yacía en el suelo con la garganta desgarrada y ensangrentada como si la hubiesen atacado unas zarpas afiladas.

—No os vayáis a ninguna parte —indicó Xar con sutil ironía—. Volveré.

El Señor del Nexo empleó la magia de las runas para escapar de la habitación sellada y fue en pos de la elfa y del enano. Y, sobre todo, en pos del amuleto sartán de este último.

«¡Aleatha, corre!» El aviso de Roland latió en su corazón y zumbó dolorosamente en sus oídos. Y, por encima de las palabras, la elfa percibió el ruido de las pisadas del terrible hechicero.

«¡Aleatha, corre! ¡Corre!»

Consumida de miedo, echó a correr.

Captó el sonido de los pasos amenazadores a su espalda. El Señor Xar la perseguía, y a la elfa le dio la impresión de que él también le susurraba las últimas palabras de Roland.

—Corre, Aleatha —la apremiaba.

Su voz, aquel tono burlón que utilizaba, resultaba aterradora. La voz la instaba a correr más deprisa y le impedía pensar con coherencia. Aleatha huyó al único sitio que la intuición le decía que podía resultar seguro: el laberinto.

Xar no tuvo dificultades para descubrir a Aleatha. La vio correr calle abajo en un revuelo de sedas desgarradas y enaguas hechas trizas y la persiguió a placer, conduciéndola como a una oveja. Xar quería el terror de la elfa, deseaba su pánico. Medio desquiciada, la mensch lo conduciría al enano sin darse cuenta.

El Señor del Nexo se dio cuenta de su error demasiado tarde. Lo advirtió cuando vio el laberinto y a Aleatha corriendo hacia allí y las runas sartán que rodeaban la entrada.

Aleatha desapareció en su interior. Xar se detuvo a la entrada, observó con recelo las runas sartán y analizó aquella última dificultad.

Los tres mensch atrapados en la cámara circular observaron las paredes tapiadas, se miraron entre ellos y contemplaron el cadáver del viejo, contraído y frío, que yacía en el suelo.

—Esto no es real —murmuró Rega con una vocecilla—. No está sucediendo de verdad.

—Quizá tengas razón —asintió Paithan, impaciente, y se lanzó contra la pared de ladrillos que un rato antes era una puerta.

Se estrelló contra ella, lanzó una exclamación de dolor y se deslizó al suelo.

—Es bastante real, te lo aseguro. —Una brecha sangrante en la frente lo demostraba.

—¿Por qué nos hace esto Xar? ¿Por qué..., por qué quiere matarnos? —preguntó Rega con tono trémulo.

—¡Aleatha! —Roland se incorporó hasta quedar sentado en el suelo con expresión aturdida—. ¿Dónde está Aleatha?

—Ha escapado —le informó Rega en un susurro—. Gracias a ti.

Roland se tocó con cuidado la herida ensangrentada del cuello y ensayó una sonrisa.

—Pero Xar ha ido tras ella —añadió Paithan. Dirigió una mirada a las paredes tapiadas por la magia y sacudió la cabeza—. No creo que mi hermana tenga muchas posibilidades.

El humano se puso en pie.

—¡Tiene que haber un modo de salir!

—No hay ninguno —contestó Paithan—. Olvídalo. Estamos acabados.

Roland no le hizo caso y se puso a aporrear una pared y a gritar:

—¡Socorro! ¡Ayudadnos!

—¡Estás chiflado! —dijo el elfo en tono burlón—. ¿Quién crees que va a oírte?

—¡No lo sé! —Roland se volvió hacia él, enfurecido—. ¡Pero es mucho mejor que quedarse aquí sentado, sollozando y esperando la muerte!

Se volvió hacia la pared y se disponía a emprenderla a golpes de nuevo cuando el caballero de aspecto imponente, vestido de negro de pies a cabeza, apareció entre los ladrillos como si se limitara a cruzar el umbral de la puerta que antes había allí.

—Discúlpame, señor —dijo al asombrado Roland con deferencia—, pero he creído oír que llamabas. ¿Puedo ayudarte en algo?

Antes de que Roland pudiera responder, el caballero imponente vio el cadáver.

—¡Oh! ¿Qué has hecho esta vez, mi señor?

Se arrodilló junto al cuerpo y le buscó el pulso en vano. Levantó la cabeza con una expresión terrible, severa y aciaga. Paithan, alarmado, cogió a Rega y la estrechó contra él. Los dos juntos retrocedieron hasta tropezar con Roland.

El caballero imponente se irguió...

... y continuó haciéndolo.

Su cuerpo se hizo más y más grande, se alzó más y más alto. Su mole llenó la vista de los mensch. Una enorme cola escamosa se agitó amenazadora. Unos ojos de reptil centellearon de furia. La voz del dragón estremeció la cámara sellada. — ¿Quién ha matado a mi mago?

Aleatha corrió por el laberinto. Estaba perdida, irremisiblemente perdida, pero no le importaba. En su mente consumida por el terror, cuanto más perdida estuviera, más posibilidades tendría de despistar a Xar. Estaba tan asustada que no se dio cuenta de que el hechicero ya no la perseguía.

Los setos rasgaron su vestido, se enredaron en su cabello y le arañaron las manos y los brazos. Las piedras del camino se clavaron en sus delicados pies. Una punzada de dolor le atravesaba el costado cada vez que tomaba aire. Mareada y con los pies magullados, se vio obligada a detener su aterrorizada carrera por un puro agotamiento y se derrumbó en el camino entre jadeos y sollozos.

Una mano la tocó.

Aleatha soltó un chillido y se acurrucó contra el seto. Pero lo que se cernía sobre ella no era la túnica negra y el rostro cruel de Xar, sino la barba negra y la cara preocupada del enano.

—¿Drugar? —Aleatha no alcanzaba apenas a ver entre una neblina teñida de rojo sangre y no estuvo segura de si el enano era de carne y hueso o aún seguía siendo uno de aquellos seres de bruma.

Sin embargo, el contacto de la mano había sido real.

—¡Aleatha! —Drugar se inclinó con una mueca de inquietud, pero no intentó volver a tocarla—. ¿Qué te pasa? ¿Qué ha sucedido?

—¡Oh, Drugar! —Aleatha alargó la mano tímidamente y tocó el brazo del enano con cautela. Al comprobar que era sólido y tangible, se agarró a él, con frenesí, con una fuerza salida del terror, hasta casi levantarlo del suelo—. ¡Eres de verdad! ¿Por qué me dejaste? ¡Estaba tan asustada! Y luego..., luego ha venido lo del Señor Xar. Él... ¿Has oído eso?

La elfa volvió la cabeza y miró a su espalda con expresión temerosa.

—¿Será él? ¿Ves si se acerca? —Hizo un esfuerzo por ponerse en pie—. Tenemos que huir y escondernos...

Drugar no estaba acostumbrado a tratar con crisis de nervios. Entre los enanos, ésta no existe. Comprendió que había sucedido algo terrible; era preciso descubrir de qué se trataba. Tenía que tranquilizar a Aleatha y no disponía de tiempo para mimarla, como le dictaban los impulsos. Durante unos segundos no supo qué decir, pero vino en su ayuda un recuerdo del pasado que la desconcertante experiencia había hecho revivir en su mente.

Los niños enanos son famosos por su testarudez. Un bebé enano que no consigue lo que quiere es capaz, en ocasiones, de contener el aliento hasta que se pone azul y pierde la conciencia. En tales ocasiones, el padre o la madre arrojan agua al rostro del pequeño, y la impresión hace que éste suelte una exclamación e, involuntariamente, tome aire.

Drugar no disponía de agua, pero tenía un frasco de cerveza que había traído consigo para demostrar que no se había tratado de una mera alucinación. Quitó el tapón del frasco y echó cerveza al rostro de Aleatha.

A la elfa no le había sucedido nada parecido en toda su vida. Farfullando y bañada en cerveza, recobró el dominio de sí... con ganas de venganza. Todos los horrores que había presenciado y experimentado se vieron anegados y ahogados bajo un diluvio de un líquido parduzco de olor repulsivo.

Temblando de cólera, Aleatha exclamó:

—¿Cómo te atreves?

—El Señor Xar —dijo Drugar, asiéndose a lo único que tenía sentido de cuanto ella había dicho—, ¿dónde está? ¿Qué te ha hecho?

Al principio, Drugar pensó que había ido demasiado lejos. Sus palabras habían evocado todo lo sucedido y Aleatha se echó a temblar. El enano le acercó el frasco de barro.

—Bebe —le ofreció—. Y cuéntame qué ha sucedido.

Aleatha hizo una profunda inspiración. Detestaba la cerveza, pero tomó el frasco y dio un trago de la fresca bebida. El sabor amargo le provocó una náusea, pero se sintió mejor. Entre toses, titubeos y divagaciones, le contó a Drugar todo lo que había visto y oído. El enano la escuchó con una expresión sombría, sin dejar de acariciarse la barba.

—Probablemente, a estas alturas estarán todos muertos. —La elfa se atragantó con sus lágrimas—. Xar debió de matarlos y luego ha salido detrás de mí. Ahora mismo, quizás esté aquí dentro, buscándome. Buscándonos, quiero decir. Xar ha preguntado por ti insistentemente.

—¿Ah, sí? —Drugar acarició el amuleto que llevaba colgado al cuello—. Hay un modo de detenerlo. Hay algo que podemos hacer.

Aleatha dirigió una mirada esperanzada al enano entre los empapados mechones de su cabello.

—¿Qué?

—Debemos abrir la puerta y dejar que los titanes entren en la ciudad.

—¡Estás loco! —Aleatha miró a Drugar y empezó a apartarse de él. El enano la cogió por la mano—. No, nada de eso. Escúchame. Venía a decírtelo. ¡Mira! ¡Mira esto! —Levantó el frasco de cerveza y añadió—: ¿De dónde crees que he sacado esto?

Aleatha movió la cabeza en un gesto de negativa.

—Tenías razón —prosiguió Drugar—, esta gente de bruma no son sombras. Son personas de verdad. De no haber sido por ti, nunca habría podido... —Al enano le brillaron los ojos, y carraspeó, con turbación—. Viven en otra ciudadela como ésta. He estado allí y lo he visto. He visto allí a mi gente y a la tuya. Incluso humanos. Viven todos juntos en una ciudad y se llevan bien. ¡Viven! —Repitió Drugar con aquel intenso fulgor en la mirada—. ¡Los enanos viven! ¡No soy el último de mi raza!

Dirigió una mirada emocionada al frasco de alfarería.

—Me han dado esto para que os lo traiga como demostración.

—Otra ciudad... —Aleatha iba asimilando lentamente sus palabras—. Has estado en otra ciudad. Elfos y humanos. Cerveza. Has vuelto con la cerveza. Ropas preciosas... —Con manos temblorosas, se alisó su propia falda llena de sietes—. ¿Puedo..., puedo ir allí contigo, Drugar? ¡Podríamos hacerlo ahora! Así escaparíamos de Xar...

Drugar rechazó la propuesta con un ademán de cabeza.

—Aún existe la posibilidad de que los demás sigan vivos. Tenemos que abrir la puerta y dejar entrar a los titanes. Ellos nos ayudarán a detener a Xar.

—Los titanes lo matarán —anunció Aleatha con voz apagada y ánimo abatido—. Y a nosotros, también, pero supongo que esto no importa...

—No lo harán —insistió Drugar con gran seriedad—. Debes confiar en lo que digo. Mientras estaba en esa otra ciudadela he descubierto una cosa. Todo ha sido un error, un malentendido. Los titanes no hacían más que preguntar dónde estaba la ciudadela, ¿verdad? Pues lo único que teníamos que decirles era: «Aquí. Aquí está la ciudadela. Entrad».

—¿De veras? —Aleatha reaccionó con esperanza, primero, y luego con cautela—. Demuéstramelo. Llévame a ese lugar.

—¿Quieres que tu hermano muera? —El enano frunció el entrecejo. Su voz se hizo más áspera—. ¿No quieres salvar a Roland?

—Roland... —Aleatha repitió el nombre suavemente, con una caída de ojos—. Lo quiero. Lo quiero de verdad, aunque no sé por qué. Es tan..., tan... —La elfa suspiró—. Me dijo que huyera. Se interpuso entre mí y el hechicero y me salvó la vida...

—Vámonos ya —la apremió Drugar—. Vayamos a ver qué ha sido de ellos.

—¡Pero no podemos abandonar el laberinto! —Protestó Aleatha, de nuevo con aquel tono histérico en la voz—. Xar está ahí fuera, esperándonos. Sé que está ahí...

—Tal vez se ha marchado ya —apuntó Drugar, al tiempo que se encaminaba hacia la salida desandando todos sus pasos—. Ya veremos.

Aleatha lo vio alejarse. La idea de seguirlo la aterrorizaba, pero aún más espanto le producía la perspectiva de quedarse sola. Recogió la falda desgarrada y corrió tras el enano.

Xar no podía entrar en el laberinto; las runas sartán le impedían el paso. Entre maldiciones, deambuló ante la puerta de entrada y estudió las posibilidades. Podía abrir los setos a llamaradas, pero probablemente tendría que quemar todo el laberinto para dar con los mensch, y unos cadáveres achicharrados no le serían de mucha utilidad.

Lo que necesitaba en aquellos momentos era paciencia. La elfa tendría que salir alguna vez, se dijo. No podía pasarse la vida allí. El hambre y la sed la obligarían a abandonar el laberinto. Los otros tres mensch estaban cerrados en la cámara tapiada y no se moverían de allí. Podía esperar el tiempo que fuera preciso.

Extendió sus sentidos aguzando el oído en busca de la elfa y captó su carrera apresurada, sus sollozos y su caída. Entonces escuchó otra voz.

Xar sonrió. No se había equivocado. El enano. La elfa lo había conducido hasta el enano. Escuchó su conversación sin prestar atención a la mayor parte de lo que decían. Una historia absurda. No había duda de que el enano estaba bebido. El Señor del Nexo soltó una carcajada ante la sugerencia de que se abrieran las puertas de la ciudadela a los titanes. Los mensch eran más estúpidos de lo que había creído.

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