Roland también se detuvo.
—¿Qué has hecho? —quiso saber Paithan, abalanzándose sobre él con gesto colérico.
—¡Nada, lo juro! ¡Ni me he acercado a la maldita máquina!
—¡La has estropeado!
Paithan cerró los puños. Roland lo imitó y se aprestó a una pelea.
—¡Ahí fuera hay alguien! —exclamó Rega.
—¡No me vengas con trucos, Rega! —dijo su hermano. Él y Paithan se observaban atentamente, girando en círculos en torno al adversario—. No te dará resultado. Voy a coger a ese elfo por sus puntiagudas orejas y voy a hacer un nudo con ellas alrededor de su cuello.
—¡Basta! ¡Dejadlo ya los dos! —Rega agarró a Paithan y tiró de él, casi arrastrándolo, para obligarlo a asomarse de nuevo por la ventana—, ¡Mira ahí, maldita sea! Ahí fuera hay dos personas..., dos humanos, a juzgar por su aspecto.
—¡Por las orejas de Orn, tienes razón! ¡Ya los veo! —exclamó Paithan, asombrado—. Están huyendo de los titanes.
—¡Oh, Paithan! ¡Entonces, estabas equivocado! —Dijo Rega, con gran excitación—. ¡Hay más gente en el mundo, aparte de nosotros!
—Esos dos no seguirán en él mucho tiempo más —auguró Paithan en tono tétrico—. No tienen la menor oportunidad. Ahí fuera debe de haber unos cincuenta monstruos...
—¡Los titanes! ¡Los van a atrapar! ¡Tenemos que ayudarlos!
Rega hizo ademán de echar a correr. Paithan la retuvo, cogiéndola por la cintura.
—¿Estás loca? No podemos hacer nada por ellos.
—Tiene razón, hermana. —Roland había bajado los puños y miraba hacia la ventana—. Si salimos ahí, sólo conseguiremos que nos maten a nosotros también...
—Además —añadió Paithan con un tono de admiración temerosa en la voz—, no parece que esos dos necesiten nuestra ayuda. ¡Madre santa! ¿Habéis visto eso?
Llevado de su asombro, Paithan relajó la presión de sus manos en torno a Rega y se asomó a la ventana. Roland se apretó a su lado. Rega se puso de puntillas para mirar por encima de los hombros de ambos.
La ciudadela estaba construida en una de las pocas montañas de Pryan lo bastante alta como para sobresalir de la masa de vegetación de aquel enorme mundo. La jungla la rodeaba, pero no la había invadido. Un camino tallado en la roca conducía desde la espesura hasta los muros de la ciudadela, hasta la gran puerta metálica de forma hexagonal en la que había grabado gran número de aquellos pictogramas que los libros denominaban «runas».
Hacía ya muchos ciclos, el quinteto encerrado en la ciudadela había recorrido aquel camino, perseguido por un dragón devorador de carne. En esa ocasión había sido Drugar, el enano, quien había descubierto la manera de abrir aquella puerta mágica. Gracias a él, habían conseguido refugiarse en el interior y dejar fuera al dragón.
Ahora, de nuevo, dos figuras corrían por aquel sendero traicionero en un intento de alcanzar el refugio de la ciudadela. Los titanes, blandiendo ramas en sus enormes puños, pisaban los talones a los fugitivos, que parecían pequeños y frágiles como insectos.
De pronto, uno de los desconocidos, vestido con ropas negras,
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dio media vuelta y se plantó ante los titanes. El humano levantó los brazos; un resplandor azulado envolvió su cuerpo, se agitó y danzó en torno a él para, a continuación, extenderse y formar una enorme cortina azul, una muralla azul que estalló en llamas.
Ante la presencia de aquel fuego mágico, los titanes retrocedieron. Los perseguidos aprovecharon los momentos de confusión de los monstruos para continuar su carrera, camino arriba.
—Haplo... —murmuró Paithan.
—¿Qué? —exclamó Rega.
—¡Ay! ¡No es preciso que me claves las uñas en el hombro! Digo que ese fuego azul me recuerda a ese Haplo, eso es todo.
—Tal vez. Pero fíjate, Paithan: ¡el fuego no detiene a los titanes!
El fuego mágico estaba parpadeando, apagándose. Los monstruos continuaron su avance.
—¡Pero los humanos casi han alcanzado la puerta y llevan suficiente ventaja como para conseguirlo!
Los tres guardaron silencio y contemplaron su carrera a vida o muerte. Los desconocidos —el de las ropas negras y el que iba vestido con ropas humanas normales— alcanzaron la puerta metálica y se detuvieron ante ella.
—¿Por qué se detienen? —preguntó Roland.
—¡No pueden entrar! —exclamó Rega.
—Claro que pueden —replicó su hermano—. Cualquier mago capaz de obrar un hechizo como esa cortina de Fuego ha de poder abrir una simple puerta.
—Ese Haplo consiguió entrar —apuntó Paithan—. Al menos, dijo que lo había hecho.
—¿Quieres dejar en paz a Haplo? —Le gritó Rega—. ¡Te digo que no pueden entrar! Tenemos que bajar a abrirles.
Paithan y Roland cruzaron una mirada. Ninguno de los dos se movió un ápice.
Rega les lanzó una mirada furiosa; después, dio media vuelta y se dirigió a la escalera.
—¡No! ¡Espera! ¡Si les abres la puerta, también se colarán los titanes!
Paithan alargó la mano para cogerla pero, esta vez, Rega estaba prevenida. Se escabulló fuera de su alcance y echó a correr por el pasadizo antes de que el elfo pudiera detenerla.
Mascullando algo en su idioma, Paithan fue tras ella pero, cuando advirtió que estaba solo, se detuvo y volvió la cabeza.
—¡Roland! ¡Vamos! Tenemos que colaborar los dos, si queremos mantener a raya a los titanes...
—No es necesario —respondió Roland. Con un gesto, instó al elfo a mirar de nuevo por la ventana—. Drugar está ahí abajo. Y está abriendo la puerta.
El enano había cogido en la mano el colgante que llevaba al cuello y, en aquel instante, procedía a colocarlo en el centro de las runas como había hecho en otra ocasión, sólo que esta vez se encontraba dentro del recinto y no al otro lado. La inscripción mágica del colgante se encendió en un fuego azulado que empezó a expandirse. Allí donde el fuego tocaba una runa de la puerta, el signo mágico prendía en llamas azules. Pronto, un círculo de magia ardía con brillante fulgor.
La puerta se abrió. Los dos desconocidos la cruzaron a toda prisa con los titanes rugiendo a sus talones. El fuego mágico, sin embargo, intimidó a los monstruos y los hizo retroceder. La puerta se cerró y las llamas se apagaron.
Los titanes empezaron a golpear la puerta con sus puños.
—¡Están atacando la ciudadela! —exclamó Paithan, horrorizado—. Nunca habían hecho algo semejante. ¿Crees que podrán entrar?
—¿Cómo quieres que lo sepa?—replicó Roland—. ¡El experto eres tú! ¿Quién, si no, se ha dedicado a leer esos condenados libros? Quizá deberías poner en marcha otra vez esa máquina tuya. Parece que eso los calma.
Paithan habría puesto en funcionamiento la máquina con mucho gusto, pero no tenía la menor idea de cómo hacerlo. No podía confesárselo a Roland, quien, de momento, parecía mostrar cierto respeto hacia él a pesar de sí mismo.
El elfo se dejó guiar por la teoría de que cuanto menos supiera el humano, mejor sería para éste. Era preferible que Roland siguiera considerándolo un genio de la mecánica. Si tenía suerte, la máquina volvería a funcionar por sí misma. De lo contrario, y si los titanes conseguían derrumbar la muralla... En fin, en ese caso tampoco importaría mucho la verdad, de todos modos.
—La máquina... ejem... tiene que descansar. Pronto se pondrá en marcha otra vez. — Paithan rogó a Orn que así sucediera.
—Será mejor que así sea. De lo contrario, ya nos podemos ir preparando para descansar... para descansar en paz, ¿entiendes a qué me refiero?
A través de la ventana abierta les llegó con nitidez el estruendo de los rugidos y golpes de los titanes contra la muralla en su frenético esfuerzo por penetrar en la fortaleza. Rega ya había aparecido allá abajo y la vieron hablar con el humano de la indumentaria negra.
—Uno de nosotros debería bajar ahí —sugirió Paithan, estimulando a Roland a ofrecerse para ello.
—Sí. Hazlo tú —asintió Roland, devolviéndole la pelota.
De pronto, una silueta enorme llenó la ventana ocultando la luz solar. Un olor rancio y pestilente los sofocó.
Medio muertos de miedo, elfo y humano se agarraron el uno al otro y se agacharon a la vez. Un cuerpo enorme de escamas verdes se deslizó ante la ventana.
—¡Un dragón! —exclamó Paithan con un temblor en la voz.
Roland murmuró algo irreproducible.
Un gigantesco espolón penetró por la ventana.
—¡Oh, dios! —Paithan se desasió del humano y se abrazó al suelo.
Roland levantó los brazos para cubrirse la cabeza.
Pero el espolón desapareció tras romper un fragmento de la pared de mármol. Daba la impresión de que el dragón había utilizado la ventana para impulsarse. El cuerpo escamoso pasó ante el hueco y la luz entró de nuevo por la ventana.
Aún temblorosos, los dos se asieron al alféizar, se incorporaron lentamente y se asomaron con cautela.
El dragón descendió reptando por la torre, enroscando su cuerpo sin alas en torno a las esbeltas agujas, hasta alcanzar el patio del fondo. Los que estaban en el patio —Rega, Drugar y los dos recién llegados—parecían paralizados de terror. Ninguno de ellos hizo el menor movimiento. El dragón se lanzó hacia ellos.
Paithan se cubrió los ojos con un gemido. Roland sacó el cuerpo por la ventana:
—¡Rega! ¡Corre! —gritó.
Pero el dragón pasó zumbando junto a ellos sin prestarles atención y se dirigió como una flecha hacia la puerta. Las runas sartán emitieron su resplandor rojo y azul, pero la criatura atravesó la barrera mágica y dejó atrás la puerta hexagonal.
Al otro lado de la muralla, el dragón se irguió en toda su pasmosa altura, con la cabeza casi al nivel de las torres más elevadas de la ciudadela. Los titanes dieron media vuelta y huyeron, moviendo sus cuerpos enormes con una gracia y una fluidez inesperadas.
—¡Nos ha salvado! —exclamó Paithan.
—Sí..., ¡para zampársenos él! —apuntó Roland en tono tétrico.
—¡Tonterías! —dijo una voz a su espalda.
Paithan dio un respingo y se golpeó en la cabeza con el bastidor de la ventana. Afortunadamente, Paithan sintió la súbita necesidad de asirse a algo sólido y se agarró al humano. Los dos se quedaron mirando.
Un viejo de barba blanca deshilachada, ropas pardas y gorro desgarbado venía por el pasadizo agitando las manos con expresión de extrema complacencia.
—El dragón está por completo bajo mi control. De no ser por mí, ahora mismo seríais mermelada de guayaba. He aparecido en el momento justo... sea quien sea ese Justo.
Deus ex machina,
podría decirse.
El viejo se plantó ante Paithan y Roland con gesto triunfal, cruzó los brazos sobre el pecho y se balanceó adelante y atrás sobre los talones.
—¿Cómo dices? —murmuró el elfo débilmente.
—
Deus ex machina
—repitió el viejo con una mirada severa—. Con unas orejas de ese tamaño, deberías tener mejor oído. He bajado a salvaros la vida y he llegado en el momento oportuno.
Deux ex machina.
Es latín —añadió, dándose importancia—. Significa... bien, significa que... en fin, que he aparecido en... en el momento oportuno.
—No comprendo... —Paithan tragó saliva.
Roland estaba sin habla.
—¡Claro que no comprendes! —Dijo el anciano—. Hay que ser un hechicero grande y poderoso para comprender. ¿No serás tú, por casualidad, un hechicero grande y poderoso? —preguntó de inmediato, con cierro nerviosismo.
—¿Que? ¡Oh, no! —Paithan movió la cabeza a un lado y a otro.
—¡Ahí! ¿Lo ves? —asintió el anciano, complacido de sí mismo.
Roland tomó aliento y, con un titubeo, inquirió:
—¡Tú
no
eres..., no eres Zifnab!
—¿Quién? ¡Espera! —El viejo cerró los ojos y levantó las manos—.
No me digas más; déjame adivinar... ¿Zifnab, dices? No, no; creo que no soy ése.
—Entonces, ¿quién diablos eres? —insistió Roland.
El anciano enderezó el cuerpo, sacó pecho y se acarició la barba.
—Me llamo Bond, James Bond.
—No, señor, nada de eso —resonó una voz sepulcral desde el fondo del pasillo—. Me temo que hoy no toca, señor.
El anciano, acobardado, se acercó más a Paithan y a Roland.
—No hagáis caso —murmuró a éstos—. Probablemente es sólo Moneypenny. Está colada por mí.
—¡Nosotros te vimos morir! —exclamó Paithan.
—¡El dragón te mató! —añadió Roland con voz ronca.
—¡Bah!, esas criaturas tratan de eliminarme cada vez que tienen ocasión, pera yo siempre salgo bien librado en el último rollo de la película.
Deus ex machina
y todo eso. ¿No tendréis por ahí un buen Martini seco, verdad?
Unas pisadas acompasadas resonaron en el pasadizo en dirección a ellos y, aunque el anciano dio visibles muestras de poner todo su empeño en hacer caso omiso del inquietante sonido, cuanto más cerca sonaban los pasos, más nervioso se lo veía.
Un caballero muy alto, de aspecto imponente, hizo acto de presencia y avanzó hasta el viejo. El recién llegado vestía de riguroso negro: chaqueta negra, chaleco negro, calzones negros con cordones negros, medias negras y zapatos negros con hebillas de plata. Llevaba el cabello, largo y blanco, recogido en la nuca con una cinta negra, pero su rostro era joven y había en él una expresión de cierta severidad. El caballero saludó a los presentes con una reverencia.
—Maese Quindiniar... Maese Hojarroja... Me alegro de volver a veros. Espero que os encontréis bien de salud.
—¡Zifnab murió! —Insistió Paithan—. ¡Nosotros lo vimos!
—No se puede tener todo, ¿verdad? —El imponente caballero exhaló un suspiro de resignación—. Disculpadme, por favor. —Se volvió al anciano, que tenía la mirada fija en el techo, y continuó—: Lo siento, señor, pero hoy no puedes ser James Bond.
El anciano empezó a tararear una musiquilla:
—¡Tan, tararán, tan—tan—tan— tan tararán...!
—Señor... —La voz del caballero sonó esta vez ligeramente irritada—. Debo insistir en ello.
El viejo pareció desinflarse. Se quitó el sombrero y, cogiéndolo por el ala con ambas manos, le dio vueltas y vueltas al tiempo que lanzaba breves miradas a hurtadillas al imponente caballero.
—Por favor... —suplicó el anciano con un gemido.
—No, señor.
—Sólo por un día...
—Señor, eso no serviría de nada, simplemente.
El anciano exhaló un nuevo suspiro.
—Bien, ¿quién soy, entonces?
—Eres Zifnab, señor —respondió el caballero con un resoplido.